29 de enero de 2019

Toda percepción no es emoción

Ya estuvimos viendo la semana pasada la diferencia existente entre la sensación y la percepción. Veíamos que ya en la sensación había un momento relevante de aquello que pone el sujeto: partiendo de nuestra sensibilidad, no reproducimos ‘exactamente’ nuestro entorno, fotográficamente, sino que, en la imagen que nos hacemos de él, interviene de manera activa aquello que ponemos nosotros; o, por decirlo de otro modo: aquello que sentimos de nuestro entorno está mediado por las ‘posibilidades’ que brindan nuestras estructuras fisiológicas y cognitivas. Veíamos también que en la percepción podíamos establecer un momento cognitivo más relevante; con ello no se quería decir que en la sensación no hubiese ese momento cognitivo, sino tan sólo incidir en el hecho de que en la sensación prima más el momento fisiológico (por decirlo así), mientras que en la percepción hace lo propio el momento cognitivo, el cual posee un mayor peso. La percepción se podría describir, pues, como el proceso fisiológico dotado de cierta significatividad para el individuo; significatividad que tiene que ver con dicha elaboración cognitiva.

Pues bien, nuestra sensibilidad no se queda en la sensación y la percepción, sino que va más allá: un modo de experienciarnos que podemos denominar afectivo, el cual no se puede reducir a estas dos dimensiones que hemos comentado. Tiene algo de propiocepción, pero no se puede reducir a ella. De hecho, podemos hacer esta distinción: una cosa es percibir algo, y otra cosa es el estado afectivo que me pueda generar esa percepción. Uno muy bien puede percibir una escena, y quizá tal vez permanecer indiferente, o quizá experimentar miedo, o alegría… ¿Qué es lo que ha ocurrido?

Ahora mismo, podemos estar percibiendo cualquier cosa, mirando distraídos por la ventana, por ejemplo. Vemos muchas cosas (coches, personas, edificios, árboles…), pero permanecemos indiferentes, tranquilamente. De repente, vemos algo que se encuentra al lado de la ventana, algo negro. No le prestamos demasiada atención. Esa ‘mancha negra’ da un pequeño salto y se sitúa sobre la mesa. Es una pequeña araña. Nos da asco, damos un pequeño brinco y nos alejamos de la mesa. Pero quien estaba a nuestro lado, la coge y la pone en el alfeizar de la ventana para que siga su camino. Si nos fijamos, en ese momento no sólo hemos percibido a la araña pues también hemos percibido muchas más cosas, pero el caso es que ha sido esa percepción en concreto la que nos ha sacado de nuestro estado inicial de reposo. También nuestro amigo ha percibido a la araña, pero a él no le ha supuesto nada. ¿Qué ha pasado ahí? Pues bien, podemos decir que en ambos casos ha habido una evaluación, es decir, hemos valorado la situación, y en función de dicha valoración hemos reaccionado de modo diverso, de modo que, en mi caso, me ha sacado de mi estado de equilibrio homeostático, ha modificado mi estado tónico, desembocando en un determinado estado emocional: asco en este caso, o susto, pero en el suyo no.

Lo que se ha producido aquí es una evaluación de la situación, una valoración a partir de la cual nos hemos hecho una composición de lugar que ha derivado en la emoción correspondiente. Y esto es interesante, porque las emociones dependen de la evaluación que se haga, y esta evaluación depende de la biografía de cada individuo, de su historia.

También de los instintos propios de la especie. Pues los procesos emocionales no son patrimonio exclusivo de los seres humanos, ni mucho menos. Todo lo contrario: de hecho, investigar los patrones emocionales en los animales es muy útil para conocer nuestros procesos. Una determinada escena no es igualmente relevante para cualquier animal: si aparece un león en un momento dado, por ejemplo, seguramente a un saltamontes no le quite el sueño; si hablamos de un antílope, la cosa cambia. Pero, aun así, si el león está lejano, tan sólo le generará cierta alerta, pero seguirá pastando, con mayor o menor tranquilidad; únicamente cuando el león esté lo suficientemente cerca, el antílope sentirá miedo y saldrá huyendo. El antílope estaba viendo al león desde hacía tiempo, pero hasta que el antílope no entendió que el león estaba lo suficientemente cerca como para poder cazarlo, no evaluó la situación como ‘de riesgo’, no tuvo miedo, y no salió corriendo. Evidentemente, esta escena no la vive el antílope conscientemente, pero sí que es cierto que estos procesos subyacen análogamente al caso humano.

Esto que estamos comentando es algo que posee su correlato en los procesos neurales. Muy resumidamente, se dan como dos procesos en paralelo: el propio de la cognición, y el propio de la emoción. Si en el primer caso la información recibida es procesada en el tálamo para, desde ahí, enviarla a las distintas zonas de la corteza cerebral, en el segundo, además de eso, se produce una derivación hacia el núcleo amigdalino, el cual será el encargado de generar los correspondientes subprocesos emocionales.

Las emociones son procesos fisiológicos ciertamente complejos, en los que coinciden distintos subprocesos asociados a los neurotransmisores, a hormonas, y a distintas respuestas del sistema nervioso periférico (frecuencia respiratoria, sudoración, ritmo cardíaco, tensión muscular de determinadas zonas…); todo ello orientado hacia una determinada conducta (posturas, gestos, acciones), que será la que permita al individuo salvar la situación. Como decía, por lo general dichos procesos son en nosotros análogos a los que subyacen a buena parte de las especies animales. Podemos pensar que en nuestro caso son diferentes, porque lo hacemos según procesos conscientes. Pero esto no es del todo cierto: sí que es cierto que nuestra cognición consciente puede afectar al proceso emocional, pero cuando esto acontece el proceso emocional ya ha dado comienzo. Cuando somos conscientes de que algo nos da miedo, por ejemplo, de que estamos sintiendo miedo, el proceso emocional correspondiente ‘ya’ ha comenzado de modo no consciente, las emociones ‘ya’ se han disparado. Es por esto que desde la neurociencia se suele hablar de sentimiento para diferenciar este momento de toma de consciencia del proceso emocional, del mismo proceso emocional: sentimiento sería una emoción consciente (personalmente, no me acaba de gustar esa distinción, tal y como expongo en este texto). No es que la toma de consciencia no sea importante, pero no es lo primario en el proceso emocional. Y esto es interesante porque la evaluación cognitiva que origina las emociones es primariamente no consciente, independientemente de que más tarde, desde la consciencia, influyamos en dicho proceso.

De todo lo que nuestros sentidos fisiológicos captan, sólo cuando algo posee cierta significatividad para nosotros lo percibimos, somos conscientes de ello (ya decíamos que no toda la información que entra por nuestros sentidos es percibida, en este sentido de percepción); otra cosa es que esa significatividad sea lo suficientemente elevada como para modificar nuestro estado de equilibrio tónico. Y como digo, esta modificación sigue primariamente pautas no conscientes. Lo que sí que es cierto es que el ser humano, a causa de su inteligencia, puede amplificar en todos los sentidos sus posibilidades afectivas, puede experimentar muchas emociones, en buena medida aprendidas culturalmente. Por lo general, se estima que hay un grupo de emociones básicas (a saber: ira, asco, alegría y miedo, aunque no todos coinciden en esta selección) que son compartidas por muchas especies animales (también la humana), en las que la dimensión cognitiva es más reducida. Esto es lógico: si algo funciona a nivel biológico, ¿para qué cambiarlo? Pero, una vez admitido esto, también es cierto que nuestra dimensión cognitiva inteligente amplifica enormemente la cantidad de emociones que podemos experimentar, así como la riqueza y la variedad de las mismas. Es lo que comúnmente se conoce como emociones secundarias, con diferencias importantes entre distintas culturas.

22 de enero de 2019

Toda sensación no es percepción

Los comentarios que se hicieron a raíz del anterior post —los cuales agradezco— me han sugerido dos problemas que creo interesantes abordar. El primero de ellos está relacionado con lo siguiente. Decía —y tal y como se me recordaba en los comentarios— que, si bien tanto en la propiocepción como en la emoción y en el sentimiento hay algo que ‘pone’ el sujeto, un momento de carácter cognitivo, sí que es cierto —a mi modo de ver— que en el ámbito emocional este momento cognitivo tiene más peso que en la propiocepción (y que en la sensación en general); hasta no sé si atreverme a caracterizarlo como fundamental. La cuestión es cómo se hace presente en los procesos que podemos denominar afectivos (emocionales y sentimentales) este momento cognitivo. Lo que me ayuda a introducir el segundo problema que comentaba, a saber: cómo se articula ese momento cognitivo en el proceso de la sensación y de la propiocepción, y cuáles son sus consecuencias. Hoy tengo idea de ocuparme de esta cuestión, y en otro post del primero.

Antes de comenzar, considero imprescindible definir los conceptos, del modo más riguroso que pueda, de ‘sensación’ y ‘percepción’, pues creo que ahí está el meollo del asunto. Podríamos definir sensación como ese proceso mediante el cual un estímulo externo es captado por nuestros receptores sensibles, al cerebro mediante un código electro-químico mediante las correspondientes vías nerviosas. ¿Qué ocurre cuando esta información llega al cerebro? O también: ¿qué es lo que llega al cerebro? Esta información es llevada al cerebro por nuestro sistema nervioso, el cual la configura ofreciendo una determinada imagen (sonido, sabor…) ya elaborada. De modo que el resultado de todo ello no es sino unos resultados que ‘recortan’ todo ese entramado de relaciones y de información que está ante nosotros, recortes que tiene que ver con la significatividad que en un momento dado posea esa información que destaca (o hacemos que destaque) sobre un fondo. Todo este proceso más amplio es el que podemos denominar percepción. En la percepción hay un estímulo que es aprehendido por nuestros receptores fisiológicos, y son elaborados o encajados en el ámbito conceptual del individuo, identificando así lo aprehendido.

Como se puede pensar, esta capacidad de poder percibir adecuadamente es fundamental para la viabilidad evolutiva de las distintas especies, pues de ella depende que el individuo sea capaz de detectar un determinado peligro, o de atisbar cualquier posible banquete que deambule por delante de él. Vemos, pues, que, si bien en toda percepción hay una sensación, no necesariamente en toda sensación hay una percepción; seguramente, nuestros receptores están continuamente recibiendo información de la que habitualmente no somos conscientes (no podríamos, nos colapsaría); pero el caso es que no es así, sino que mucha información sensible es ‘desestimada’, no es procesada. Por nuestros ojos entra mucha más información de la que somos conscientes; lo mismo por nuestros oídos, receptores epidérmicos, etc. Creo que hay dos principales modos en que una información sensible se nos vuelve consciente, se convierte en percepción, modos que creo que son extensible a las especies animales en general: bien porque la propia índole del estímulo se nos imponga desestabilizando nuestro equilibrio homeostático, bien porque nosotros centremos en él la atención por el motivo que sea.

Y esto me lleva a la cuestión que quisiera plantear ahora, y es hasta qué punto puede haber ‘percepción’ sin haber concomitantemente ‘significado’. Si nos fijamos, en este proceso se pueden distinguir tres momentos: a) el estímulo que está ahí fuera y que determina nuestra sensación; b) la sensación; y c) la percepción. ¿Es una percepción aquella en que a la sensación no se le puede dotar de un significado? Este ‘dotar de significado’ lo digo en sentido amplio, pensando en que es algo que ocurre también en otros animales, cuando ven una presa por ejemplo; quizá más que hablar en términos de ‘significado’, habría que hablar en términos de significativo: el depredador identifica a la víctima porque es significativa para él en este sentido.

Pues bien, esta es una cuestión que analiza Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción de un modo brillante, a mi juicio. Él se distancia de dos posturas que quedan bien definidas en el marco del empirismo y del racionalismo. La tradición empirista fue recogida por la psicología asociacionista de comienzos del siglo XX, para la cual todo el proceso perceptivo podía ser explicado por los mecanismos neurales que le subyacían. Por el contrario, la tradición racionalista decía que lo percibido venía determinado por el sistema conceptual previo que poseía el individuo y que, de alguna manera, proyectaba sobre aquello que su sensibilidad recogía. Su postura fue una postura de compromiso entre ambas. Del racionalismo compartía que efectivamente nuestra experiencia pasada algo tenía que decir en nuestra percepción, pero no todo —y aquí estaba su crítica—: algo habría en la sensación que ‘despertara’ un determinado concepto en la mente a la luz del cual percibiera lo que correspondiera. En esto, pues, coincidía con el psicologismo de la época, pero se distanciaba de él en que éste no daba debida explicación a la formación de los conceptos y de las imágenes recortadas del entorno: si todo era información del mismo carácter, no podía explicarse que determinadas sensaciones adquirieran una relevancia (objeto de atención) frente a otras que se desestimaban (el fondo de la percepción).

Como digo, para él el proceso perceptivo era un equilibro entre ambas posturas, de modo que hay cierta circularidad entre la información bruta sentida, y el entramado de conceptos y de imágenes del individuo, de modo que en cada percepción no sería posible distinguir qué era antes, ya que ambos momentos (los datos sentidos del exterior y el mundo conceptual del individuo) se articulaban íntimamente. Dice Merleau-Ponty:

«La visión está ya habitada por un sentido que le da una función en el espectáculo del mundo, lo mismo que nuestra existencia. El quale puro solamente nos sería dado si el mundo fuese un espectáculo y el propio cuerpo  un mecanismo del que tomaría conocimiento una mente imparcial».

O sea, según Merleau-Ponty, efectivamente no es posible percibir, no es posible la percepción, si no aparece ese momento de significado (o de significatividad) que le otorga el individuo. Esto es algo que compartimos de alguna manera con el resto de especies: ¿qué es sino el medio que corresponde a cada una? La especie humana también tiene su medio, pero no se queda ahí, sino que su capacidad inteligente le permite desarrollar ese momento cognitivo mucho más allá, dando origen al mundo. Cada persona, en función de su horizonte de comprensión y ámbito de significados, adquiere su propio mundo (tal y como explicaba en otro post).

Resumiendo, podemos decir que, efectivamente, en toda percepción hay un momento cognitivo (cuyo origen sea bien una sensación externa, bien de una sensación interna o propiocepción). Pero este momento cognitivo puede llevarse a algo más, a una comprensión de aquello que estamos percibiendo y que modifica cómo nos encontramos a nosotros mismos, modifica nuestro tono vital en ese otro modo que distinguíamos de la propiocepción, entrando en el ámbito de lo afectivo (emocional y sentimental). No es lo mismo ‘tener frío’ que ‘sentirse helado’, y es una diferencia no de grado sino cualitativa. Intentaré aproximarme a ello en el siguiente post. No sé yo si se podría decir que no existe la sensación pura pues, en la medida en que necesariamente somos conscientes de ella es porque ya es significativa para nosotros, ya es percibida. Se trata, en definitiva, de un ‘sentir inteligente’.

15 de enero de 2019

Sentir nuestro cuerpo: ¿propiocepción o sentimiento?

Ya en otro post distinguía los diversos modos que tenemos las personas de sentir, lo cual estaba directamente relacionado con los modos en que nuestra fisiología puede ser afectada. Básicamente, lo que venía a decir es que podemos tener dos grandes tipos de sensaciones: bien externas a nosotros (cuando vemos algo, oímos algo, etc.), bien internas; y estas últimas podrían ser de dos tipos: el primero sería más sensible (por decirlo así), relacionado con la noticia que podamos tener de cualquier circunstancia de nuestro cuerpo (como un dolor de estómago, frío, sed…) o también la noticia que podamos tener sencillamente de cualquier parte del mismo en situaciones normales (de modo que, con los ojos cerrados, sabemos dónde están nuestras extremidades porque las sentimos, si estamos de pie o sentados, etc.); y el segundo sería de carácter más sentimental, relacionado con nuestro estado afectivo (por decirlo así también), con nuestro tono vital o estado tónico, con cómo nos encontramos.

Desde Aristóteles, esa especie de radares naturales que son los sentidos fisiológicos han sido tradicionalmente establecidos en cinco, como es sabido: vista, oído, olfato, gusto y tacto. Hoy en día la cosa se ha completado añadiendo algunos más, relacionados precisamente con la propiocepción: sistema vestibular, cenestesia, termocepción, nocicepción… Hay diversas clasificaciones al respecto, e incluso para algunos la cenestesia sería específicamente la propiocepción (yo he preferido tomarla en un sentido más general). Los sentimientos, como digo, corresponderían a una propiocepción, pero de distinta índole, una percepción de nuestro tono vital, de nuestro estado de ánimo… no a un dolor de rodilla, o a tener hambre. De este modo se podría distinguir: la sensación externa, la sensación interna o propiocepción, el estado tónico o sentimiento. Esto que creo que todos podemos compartir, no ha sido temáticamente objeto de la filosofía hasta hace más bien poco.

Hoy en día es más frecuente atender al cuerpo, pero sólo a partir del siglo XX, más o menos. Y ello ha tenido consecuencias muy interesantes. Ortega y Gasset, por ejemplo, utilizaba un término concreto (que no ha hecho fortuna, por otro lado) para poner de manifiesto ese modo experiencial que poseemos de sentir nuestro cuerpo (propiocepción): él hablaba del intracuerpo. Una cosa es atender a nuestro cuerpo como un objeto más, desde fuera, como observamos cualquier otro cuerpo, y otra cosa muy distinta es atender a nuestro cuerpo desde dentro, sintiéndolo, experienciándolo, desde esa propiocepción que estamos hablando. Según palabras textuales suyas:

«Por lo pronto, lo que yo he llamado en mis cursos universitarios el intracuerpo no tiene color ni forma bien definida, como el extracuerpo; no es, en efecto, un objeto visual. En cambio, está constituido por sensaciones de movimiento o táctiles de las vísceras y los músculos, por la impresión de las dilataciones y contracciones de los vasos, por las menudas percepciones del curso de la sangre en las venas y arterias, por las sensaciones de dolor y placer, etc., etc.».

No es fácil experienciar así a nuestro cuerpo. Es más, hasta que a uno no le hacen caer en la cuenta, sencillamente no solemos planteárnoslo, hasta que se nos impone porque tenemos algún dolor. Si no nos duele nada, no solemos detenernos a experienciar nuestro cuerpo. Y creo que es una vivencia muy interesante detenernos algunos momentos en nuestra ajetreada vida, cerrar los ojos y, sencillamente, sentirnos, percibir las sensaciones que nos llegan de las distintas partes del cuerpo. Sentir nuestras articulaciones, nuestra respiración, los latidos de nuestro corazón…

Por su parte, nos damos cuenta a la vez que eso que percibimos propioceptivamente no es exactamente un sentimiento. Ese ‘sentir nuestro cuerpo’ no es lo que solemos entender por un sentimiento, aunque un sentimiento también sea de algún modo sentir nuestro cuerpo. Es algo diferente. ¿Y qué es lo que distingue exactamente la propiocepción de un sentimiento? A mi modo de ver la propiocepción, igual que la sensación externa, está fuertemente determinada por aquello que percibe. Sabemos que nunca será una sensación pura, sino que, como ya vimos, en toda sensación hay una buena dosis de configuración por parte del sujeto; pero, aun así, en lo sentido tiene mucho peso aquello que se siente, el objeto sentido, sea externo o interno. Un sentimiento también es de alguna manera una propiocepción, pero, a mi modo de ver, una propiocepción diversa, en la que lo percibido es algo como un modo de sentirse, un modo de percibir un estado anímico, un tono vital: nos sentimos alegres, defraudados… Independientemente de que este sentimiento tenga una causa concreta que lo propicie (una noticia afortunada o desafortunada, no viene al caso) la consciencia que tenemos de nuestro estado anímico es algo global, holístico en referencia ya no tanto a nuestro cuerpo fisiológicamente considerado, sino a nuestro estado anímico. En la propiocepción sentimos nuestro cuerpo, en el sentimiento sentimos cómo nos encontramos afectivamente.

Creo que hay una diferencia más entre la propiocepción y los sentimientos, que se puede apreciar atendiendo a su génesis. Y es que —a mi modo de ver— creo que en el origen del sentimiento (y de la emoción) suele estar presente cierta componente cognitiva. Lo que quiero decir con ello, es que el proceso de la propiocepción es más directo, en el que no interviene la cognición, salvo para ser conscientes de ello una vez se ha producido. Sin embargo, en el sentimiento creo que se produce una combinación entre aquello que hemos percibido (y que le da origen al mismo, cualquier suceso o situación) y la lectura o la interpretación que le damos a ello. Así, en una emoción (en primera instancia) y en un sentimiento (en segunda) hay una dimensión propioceptiva que es la que nos ‘informa’ de nuestro estado tónico, sí, pero en dicho estado no actúan únicamente nuestros receptores automáticos, sino también la elaboración cognitiva, generándose un diálogo entre la corteza cerebral y el núcleo amigdalino. En la sensación y en la propiocepción, en principio, poco puede influir la elaboración cognitiva; en la emoción y en el sentimiento creo que sí. Por eso, una misma situación puede despertar distintos sentimientos en distintos individuos, porque hay que añadir al hecho acaecido en sí la interpretación cognitiva de cada uno, lo que abocará a su vez en la respectiva ‘interpretación afectiva’.

8 de enero de 2019

El proyecto heideggeriano de una fenomenología hermenéutica

Llegados a este punto podemos esbozar ya la solución heideggeriana, tal y como nos la explica Gadamer. Heidegger se sitúa en la inquietud de Husserl y Dilthey (y de Yorck, tal y como vimos en el anterior post) de llegar a un momento previo de la situación epistemológica, anclada en el mundo de la vida. Pero, según Gadamer, Heidegger se distancia del cuadro de coordenadas en que se sitúan los dos primeros (los cuales se vieron impelidos a tal consideración por el modo en que las vivencias estaban dadas en sí mismas) para acceder a la facticidad como base ontológica que no es susceptible ni de fundamentación ni de deducción: es algo dado originariamente, y no producto de una investigación fenomenológica o vital. Lo fáctico es algo primariamente dado, y debía ser la piedra de toque de todo análisis existencial. Lo que hay que preguntarse es si, a pesar de pretender una mayor radicalidad que la de sus dos antecesores, Heidegger logra dar solución a todos los problemas planteados por ellos, sobre todo por Husserl.

Heidegger no llega a esa conclusión como colofón de una tendencia que tuvo su origen en el giro moderno a la filosofía clásica y medieval; lo que hace es intentar, partiendo ‘desde cero’, un replanteamiento de lo que es el ejercicio y la actividad filosófica, volviendo a lo que entiende que es un filosofar originario (el presocrático). Como muy bien dice Heidegger, esta vuelta al filosofar antiguo ya era considerada en la época contemporánea como un paso adelante respecto al filosofar de la época. Lo que pasa es que ahora esta vuelta al ‘ser’ ya no se realiza según un espíritu presocrático tal cual, sino que se realiza contando con todo lo que la tradición filosófica ha aportado durante tantos siglos y, concretamente, las reflexiones recién comentadas de Husserl, Dilthey y Yorck, que Heidegger conocía perfectamente.

«Es por lo tanto claro que el proyecto heideggeriano de una ontología fundamental tenía que traer a primer plano el problema de la historia», nos dice Gadamer. Lo cual quiere decir que la misma idea de fundamentación experimenta un giro total, en el sentido de que la temporalidad o la historicidad ya no es algo que tiene que ver extrínsecamente ni con la conciencia ni con la vida (o no tiene que ver sólo con ellas), sino que es el significado profundo del ‘ser’ lo que debe ser pensado desde la perspectiva del tiempo, intrínsecamente: «la estructura de la temporalidad aparece así como la determinación ontológica de la subjetividad». La temporalidad aparece como la otra cara del ser mismo, el cual sólo se manifiesta en la facticidad de los entes que son. Como es sabido, Heidegger llevará al límite esta idea hasta la afirmación de que el ser mismo es tiempo. El asunto es cómo llegan los entes a ser.

Lo que tiene que analizarse aquí no es que haya un ente (el dasein) que se distingue de todo ente, y que se pregunte por el ser, sino el hecho mismo de que haya un ‘ahí’, un claro en la plenitud del ser que será en el que pueda darse un ‘ente’. Para Heidegger, la plenitud del ser no admitiría claros, y hay que ver por qué existen esos claros que posibilitan precisamente la aparición de los entes. Si hasta ahora la ontología se ha preocupado por el ser de los entes, él se preocupa por ‘el’ ser más allá de los entes, origen y fundamento del ser de los entes. Esto es lo que Heidegger denomina «el problema básico aún no dominado de la metafísica». Mediante este problema de la hermenéutica de la facticidad Heidegger va más allá del ‘espíritu’ idealista y de la ‘conciencia trascendental’ fenomenológica. Es esta radicalidad la que le permite situar el problema en unos términos a los que no llegaron ni Husserl ni Dilthey, y la que le permite hablar de la comprensión como modo originario del ‘estar ahí’.

Porque la comprensión no es un modo de situarse el individuo ante el conocimiento de las ciencias del espíritu (frente a la explicación propia de las ciencias de la naturaleza), ni es un ideal metódico: es el modo originario de ser del ‘estar ahí’. Un ser del ‘estar ahí’ que es ‘poder ser’, que es ‘posibilidad’; y que para realizarse vitalmente no puede sino comprender, estableciéndose la comprensión como carácter óntico original de la vida humana. Y ello ¿por qué? Pues porque el que comprende no sólo es capaz de saber el sentido de algo, sino que se proyecta a sí mismo en dicha comprensión a la vez que el esfuerzo preciso para ello le dota de una libertad espiritual que le sitúa en un nuevo estadio vital. En última instancia «toda comprensión es comprenderse». Y uno que se comprende, es capaz de proyectarse a sí mismo hacia posibilidades más auténticas de sí mismo.

Con esto no se quiere decir que para Heidegger todo recaiga en el lado del ‘estar ahí’, no es eso; de alguna manera, el ser humano se debe ajustar o adecuar a las cosas; lo que sí es cierto es que para él estas cosas no es algo dado ya definitivamente, sino que es algo que pertenece al mundo vital del dasein, al mundo vital de aquel cuyo modo de ser es el estar ahí. Si podemos relacionarnos con las cosas y mensurarnos con ellas es porque tenemos algo en común, una peculiaridad que es común a ambos; y esta comunicación no es tanto un darse ontológicamente como históricamente: «esto es, participan del modo de ser de la historicidad». Por su parte, esta analítica existencial no la dirige Heidegger hacia un ideal existencial histórico determinado, sino es más una constatación óntica del modo de ser del estar ahí. La preocupación, el proyecto de sí mismo… no son categorías morales sino ontológicas.

Vemos cómo en Heidegger se da una circularidad —que en definitiva es a dónde quería llegar Gadamer— entre ‘el’ ser y el ‘estar ahí’ el cual también forma parte del ser. Esta circularidad no acababa de estar bien fundamentada ni por Dilthey ni por Husserl y, a juicio de Gadamer, sí por Heidegger. Estructuralmente el estar ahí es proyecto arrojado; y el estar ahí es comprender en la medida en que es realización de su propio ser. Finalizo con unas líneas de Gadamer que sirven muy bien como colofón al pensamiento heideggeriano:

«La estructura general de la comprensión alcanza su concreción en la comprensión histórica en cuanto que en la comprensión misma son operantes las vinculaciones concretas de costumbre y tradición y las correspondientes posibilidades del propio futuro. El estar ahí que se proyecta hacia su poder ser es ya siempre ‘sido’. Este es el sentido del factum existencial del arrojamiento. El que todo comportarse libremente respecto a su ser carezca de la posibilidad de retroceder por detrás de la facticidad de este ser, tal es el quid de la hermenéutica de la facticidad, y de su oposición a la investigación trascendental de la constitución en la fenomenología de Husserl. El estar ahí encuentra como un presupuesto irrebasable todo lo que al mismo tiempo hace posible y limita su proyectar».

Será al hilo del pensamiento heideggeriano, pues, que Gadamer comenzará a fundamentar su idea de hermenéutica. Es lo que va a hacer a partir de ahora, en la segunda parte de este segundo apartado de Verdad y método.

2 de enero de 2019

La consistencia de un sistema axiomático

En el este post de esta serie decía que los cuatro grandes elementos de que consta un sistema formal son vocabulario, reglas de formación, reglas de transformación y axiomas. El conjunto axiomático sería el marco desde el cual puede ejercerse el cálculo estrictamente dicho; es decir, contando con el vocabulario y las reglas de formación de las expresiones, se pueden aplicar las reglas operativas, que es en lo que me quiero centrar hoy, desde una perspectiva que constituye a la vez un problema fundamental en los sistemas formales.

Surge aquí una pregunta interesante: siempre que una proposición del sistema sea un teorema, ¿lo podemos saber? Dicho de otro modo: «¿Siempre existe la demostración de un teorema? Y si es que sí, ¿siempre es posible identificarla?», dice Raguní. Ciertamente, lo que se pretende es que las proposiciones sean teoremas, lo cual va de suyo que sea demostrable; si un teorema no es demostrable no es propiamente un teorema. Lo que se pretende es que toda proposición sea el resultado de la aplicación de las reglas de transformación, es decir, que sea demostrable. El asunto pasa por si podemos saberlo en todos los casos. La experiencia nos dice que, en base a los cálculos operativos usuales en el sistema, esto no es así, y hay muchos teoremas que son difícilmente demostrables desde la práctica común; pero ello no es óbice para que se puedan demostrar, por ejemplo, gracias a la intuición del matemático que encuentra una vía no convencional, en ocasiones a causa también de la casualidad, dando con una demostración que se sale de los cánones, pero que es válida. Es razonable pensar que haya teoremas cuya demostración se escape también a esta posibilidad, lo que nos lleva a la afirmación de que es difícil contestar afirmativamente a la pregunta inicial, siendo un problema abierto.

Sin embargo, eso es lo que se pretende: que cada teorema sea demostrable, y que dicha demostración se pueda representar según el vocabulario y las reglas propias del sistema. Si tenemos un conjunto de proposiciones de este tipo, se le denomina distinguible, es decir, «un conjunto en el que, fijado cualquier objeto en la representación convenida, es posible concluir metamatemáticamente si esto pertenece al conjunto o bien no». Para ello (aunque esto es un asunto debatido) es razonable exigir que se emplee un número finito de elementos del vocabulario, así como un número finito de pasos en la demostración, pues si no fuera así, difícilmente podríamos alcanzar el objetivo. A todos los conjuntos que cumplan estas características se les conoce como bien definidos porque, en definitiva, son los mínimos rasgos que el sentido común nos impone para definir formalmente un sistema matemático. La distinguibilidad de los teoremas y, en particular, de los axiomas, es suficiente para concluir la buena definición del sistema; en esta situación, cualquier demostración de un teorema se puede retrotraer hasta que al final se llegue a los axiomas como punto de partida. Si se piensa bien, de no ser así, entonces los teoremas no se derivarían estrictamente de los axiomas (siempre en el seno de las reglas definidas en el sistema), como debe ocurrir por definición en un sistema axiomático. Sin embargo, de un sistema cuyos axiomas son distinguibles, no se sigue siempre su buena definición, no se puede garantizar, porque muy bien puede ocurrir que las reglas propias del sistema posean cierto grado de ambigüedad que lo impida. Y, por el otro lado, de un sistema bien definido no siempre es fácil concluir su distinguibilidad; aunque quizá nos lo pongan más fácil a la hora de identificar a los no-teoremas, algo que a la postre será muy útil. 

Cuando damos origen a un sistema formal, el asunto es que hay que escoger un conjunto de axiomas a partir de los cuales se ‘empiece a trabajar’. Estos axiomas fundamentales deben cumplir dos requisitos principales: a) que no deriven de una proposición anterior, porque en este caso esa proposición anterior debería ser la considerada fundamental, y no el axioma en cuestión; y b) que estos axiomas sean consistentes, es decir, que todos los teoremas y proposiciones obtenidos a partir de ellos mediante las correspondientes reglas de transformación no den lugar a proposiciones que se contradigan entre sí. Es decir, que, si en un sistema axiomático se afirma una proposición, no se puede afirmar su negación.

Esta cuestión no ha sido planteada hasta el siglo XIX, momento en el que comenzaron a darse las matemáticas más formales. Hasta la época, como comentamos, los sistemas axiomáticos de partida versaban sobre algo que cualquiera podía experimentar: el sistema euclidiano, y las cosas que ocurrían tal cual en la naturaleza. No tenía sentido plantearse la consistencia del sistema axiomático euclidiano pues siempre podía ser contrastado y corroborado por la experiencia común. A ello hay que unir que los mismos axiomas eran considerados verdaderos por sí mismos. Todo ello es el motivo por el que ningún matemático hasta esta época se planteó nunca el problema de la consistencia de un sistema axiomático, en concreto del euclidiano. Claro, para el axiomatismo material (como el de Euclides) no tenía sentido plantearse este asunto en toda su claridad, dado que se apoyaba en la existencia previa de lo que axiomatizaba. Sin embargo, desde el formalismo, el problema de la consistencia cobraría todo su valor, sobre todo tras la aparición de diferentes paradojas.

Sin embargo, los sistemas no euclidianos pertenecen a un ámbito totalmente distinto dado que en ellos no cabe ese correlato primario con la realidad de las cosas; todo lo contrario: mediante la experiencia común no hay modo de comprobar la verdad de cualquier postulado. El modo tradicional ya no servía. Y la cuestión es esa: si la experiencia ordinaria ya no sirve, ¿de qué modo se podía comprobar la consistencia del sistema, su coherencia lógica interna?, ¿cómo podría demostrarse que, el sistema de Riemann, por ejemplo, no conducirá a teoremas contradictorios? Hay que tener presente que el problema no se resuelve apelando a que los teoremas existentes no son contradictorios entre sí; el asunto pasa por la demostración de que ningún teorema que se pueda derivar de ese sistema axiomático (aunque todavía no sepamos cuáles van a ser) entre en contradicción con los restantes. Si nos fijamos, este problema es crucial para poder dar por buena cualquier geometría no euclidiana. Y la complejidad es suma, teniendo en cuenta que el número de proposiciones que se pueden derivar de un conjunto axiomático es infinito; ¿cómo podemos afirmar, entonces, que ninguna de ellas va a entrar en contradicción?

La cuestión es, pues, cómo se puede probar que esos axiomas fundamentales o primitivos son consistentes; es decir, cómo, a partir de ellos, todos aquellos teoremas obtenidos mediante las reglas de transformación no son contradictorios entre sí, esto es, que no es posible derivar de ellos una proposición y también su contradictoria. El razonamiento viene a apoyarse en el hecho de que si un teorema es deducible de los axiomas, y también lo es su contradictorio, entonces tal sistema no es consistente; porque entonces uno de los dos teoremas es verdadero (no puede serlo uno y su opuesto), y si de los axiomas se pueden deducir teoremas falsos (pues hemos deducido uno y su opuesto) entonces los axiomas no son consistentes ya que de ellos no se deducen sólo teoremas verdaderos sino que también se deducen teoremas falsos, ya que un teorema no puede ser verdadero o falso a la vez. De hecho, así es como el mismo Gödel define 'consistencia': un sistema es consistente cuando no es contradictorio, es decir, «cuando no es el caso que una de sus fórmulas y su negación sean demostrables en él». Y el caso es que, cuando esto es así, cuando en un sistema axiomático tanto una fórmula como su contradictoria pueden ser deducibles de los axiomas, todo se podría deducir de ellos. ¿En qué nos basamos para poder afirmarlo? Vamos a verlo.

Una de las mayores riquezas de los sistemas axiomáticos es que, con un pequeño número de elementos y de reglas, se pueden generar infinitos teoremas derivados de ellos de los cuales, si bien los más sencillos nos pueden parecer evidentes, conforme se profundiza en el cálculo aparecen teoremas muy complejos y absolutamente anti-intuitivos. Pero ciertos. Un caso claro de ello es la lógica proposicional. Pues bien, uno de ellos y que no es precisamente complejo, es el siguiente:

si p, entonces si no-p entonces q

Este es un teorema que surge de las reglas de transformación de la lógica de enunciados, que no vamos a derivar: démoslo por bueno. Cojamos ahora un teorema S que, junto con su opuesto ~S, fueran ambos deducibles del sistema, tal y como estamos viendo, y verdaderos. Podemos sustituir p y no-p por S y ~S, obtenemos la misma expresión ahora de este modo:

si S, entonces si ~S entonces q

Hasta aquí todo bien. Vamos a aplicarle ahora dos veces el modus ponens a esta expresión. Recordemos que, el modus ponens, es un sencillo silogismo que viene a decir que,

P -> Q
P
Q

es decir, “si P, entonces Q; y si P es verdad, Q también es verdad”. Como S es verdad, si aplicamos una vez el modus ponens en la expresión de arriba obtenemos lo siguiente:

si ~S entonces q

Y, como ~S también es verdad, aplicando otra vez el modus ponens nos queda:

q

¿Qué implicaciones tiene todo esto? Pues que, si nos fijamos, sustituyendo cualquier fórmula por q, siempre podría ser demostrada. Es decir, partiendo de un par de teoremas contradictorios entre sí, que se supone que ambos son verdaderos porque han sido deducidos correctamente de los axiomas iniciales, mediante las reglas lógicas se puede demostrar cualquier q, o sea, se puede demostrar cualquier otro teorema, da igual qué pongamos en lugar de q.

Resumiendo: para que un sistema sea consistente, no debe existir un enunciado S, tal que S y ~S fueran demostrables partiendo de los axiomas. O, lo que es lo mismo, dado cualquier enunciado S, sólo él o sólo su opuesto deben poder demostrarse en el sistema; los dos no. Y, en el pensamiento de Hilbert, también estaba presente la idea de que todo ello debía ser demostrado formalmente en dicho sistema en una cantidad finita de pasos.

Y esto, ¿para qué nos sirve? Ciertamente, esta forma de pensar es sugerente. Hemos visto cómo matemáticamente se puede demostrar que «si tanto una fórmula S como su contradictoria ~S fueran deducibles de los axiomas, cualquier fórmula sería deducible»; o sea, que todo teorema sería posible, todo se podría deducir de los axiomas, con lo cual dichos axiomas no tendrían sentido, no serían consistentes. Ahora vamos a decir lo mismo pero al revés, y este giro es relevante. Decimos que si un sistema axiomático no es consistente, todo teorema podría ser deducido de los axiomas; pues bien, si se demostrara que hay por lo menos un teorema que no puede ser deducido de esos axiomas, ya no podrían ser todos los teoremas deducidos de ellos, con lo que dicho sistema axiomático sería consistente. De este modo, para demostrar que un sistema de axiomas es consistente, basta mostrar que existe por lo menos un teorema que no puede derivarse de ellos.

O sea, que para demostrar que un sistema de axiomas es consistente, basta encontrar un teorema que no sea derivable de ellos. Otro asunto es ver cómo se resuelve esto, para lo cual será importante tener presente la diferencia que ya hemos visto entre las matemáticas y las metamatemáticas. Pero esto lo dejamos para más adelante.