28 de marzo de 2017

Una vida pequeña

Los modos según los cuales los grupos dominantes ejercen su influencia en una sociedad son variados. Algunos piensan que por lo general todo lo que se cuece en un país es por obra de los ‘poderes fácticos’, esos poderes que manejan los hilos con los que se teje la trama histórica de cualquier sociedad. Si bien no se puede dudar de que dichos poderes existen, y actúan, a mi modo de ver se les valora demasiado, más incluso de lo que se merecen. Entiendo que a menudo en las tramas sociales hay ya inercias prestablecidas, corrientes de diversa índole que fluyen, en el seno de las cuales nos encontramos usualmente, y en las que ya difícilmente puedes tomar la iniciativa, viéndote arrastrado por ellas con mayor o menor fortuna, aunque también es cierto que sin acabar de perder por ello tu completa autonomía, pero quizá si gravemente mermada. No todo lo que ocurre en una sociedad es por decisión de los poderes fácticos (independientemente de que efectivamente tienen un poder) sino que incluso también ellos se ven a menudo incursos en las corrientes de la historia.

Tomar conciencia de cuáles son en nuestras vidas esas corrientes en que nos encontramos es importante, siempre que queramos vivir (cuanto menos intentarlo) una vida auténticamente vivida. Pero es ésta una tarea harto complicada: ya se sabe, se ve mucho antes la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Identificar nuestras profundas motivaciones, porqué hacemos lo que hacemos, qué cosas responden a nuestra auténtica voluntad o qué otras responden a ‘lo que nos dicen’ que hemos de hacer, de una u otra manera, no es fácil. En este sentido no deja de ser paradójica la concepción que se tiene hoy de la libertad. Es raro encontrarse con alguien que no se sienta libre. Otra cosa es qué profundidad o qué calado tenga para esta persona la idea de libertad. Solemos entender la libertad como ‘poder hacer’, un hacer lo que se nos antoje, sin darnos cuenta de que entre unas cosas y otras, entre todas esas tramas entre las que nos encontramos, nuestro margen de ‘hacer lo que se nos antoje’ es más bien reducido. Pero como nos venden que eso es la libertad, pues nos lo creemos.

Cegados porque pensamos que hemos reconquistado una libertad perdida, no nos damos cuenta de que la libertad no acaba de ser un fin en sí misma, sino que es un medio para poder elegir. Normalmente hacemos ¿uso? de nuestra libertad realizando distintas cosas sencillamente porque nos apetecen, porque nos desconectan de nuestra descorazonada rutina. Pero si hay algo que caracteriza a la libertad es que nos permite optar. Reducidos a un quehacer un tanto alienante, no nos percatamos de que cada acto que hacemos influye en la configuración física y psicológica de nuestra personalidad, en base precisamente a eso que hacemos. Ser y hacer se retroalimentan mutuamente: hacemos lo que somos, somos lo que hacemos. Y la cuestión es tomar conciencia de cómo se da en nosotros este binomio existencial. La cuestión no es un mero ‘elegir libremente’ (que también) sino qué es lo que elegimos libremente, pues con cada una de esas elecciones nos vamos haciendo a nosotros mismos en esta tarea que dura toda una vida, a saber: la de hacernos a nosotros mismos. La libertad, mal entendida, puede llevarnos a una vida pequeña; y en nuestra pequeñez ni siquiera ser conscientes de ello. De qué sirve conquistar el mundo si tú eres pequeño…

Una importante cuestión es si tal y como están establecidas las tramas de nuestra sociedad nos ayudan a ser auténticamente libres o nos empujan a esa libertad pequeña. Ello pasa por una reflexión sobre los valores en que se apoya nuestra sociedad, sus intereses, su educación… no sea que en general se esté más pendiente de lo instrumental, de lo mercantil, de lo epidérmico, de lo vano. Una libertad ejercida sin saber para qué se ejerce, probablemente no nos llevará a lo mejor de nosotros mismos, a nuestra mejor versión, sino a una versión empequeñecida cuya única finalidad es la de trabajar para vivir unos mínimos momentos de satisfacción.

Usualmente, en épocas en que ha habido urgencias de cualquier tipo se han reducido o suprimido el interés por cuestiones humanistas o antropológicas. Un caso paradigmático, históricamente hablando, son las épocas muy activas bélicamente: preocupados por salvar la vida, difícilmente podemos pensar en otra cosa. Hoy en día tenemos otro tipo de urgencia: la urgencia por esa vida tranquila, por pasarlo bien. Lejos de urgencias motivadas por situaciones externas, nos las inventamos nosotros mismos, tal y como denuncia Han. Verdaderamente, es mucho más efectivo. Porque una persona ocupada no piensa; responde a lo que se espera de ella, y no piensa. Podemos manejarla posicionándola con los unos o con los otros, pensando que su vida mejorará derrotando al ‘enemigo’ en vez de ayudándole a salvar juntos la situación. No sabemos estar serenamente en la vida, sencillamente ‘estar’; y precisamos situaciones alienantes, de generarnos urgencias que nos impidan pisar con pies fuertes el terreno sobre el que nos encontramos, la realidad en que vivimos y nos movemos. Pero eso sí, somos libres. En nuestra vida pequeña.

21 de marzo de 2017

El giro formal de las matemáticas

Es sabido que la lógica es una disciplina deductiva; es decir, partiendo de unos primeros postulados considerados indemostrables y evidentes (los axiomas), se derivan toda una serie de proposiciones (los teoremas) que vienen constituir el sistema global. Este modo de trabajar se conoce también como método axiomático (a diferencia del método científico o empírico). La verdad es que llama la atención la poderosa capacidad de despliegue que posee la razón (lógica) partiendo de ese pequeño número inicial de postulados o axiomas, un despliegue que puede ser considerado como infinito. Lo cual puede hacernos pensar ―junto con Raguní― hasta qué punto podemos estar seguros de la corrección de todo el ejercicio lógico.

Los seres humanos de a pie, no versados en cuestiones matemáticas, no podemos dejar de cuestionarnos qué ha ocurrido con toda esa evolución que ha dado esta disciplina a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX, con el surgimiento de esos otros modos de hacer matemática, de esos otros modelos cuyo parecido con aquello que nos rodea (ya digo, para el ciudadano común) es más bien escaso, por no decir nulo. Da la impresión de que no dejan de construirse sistemas matemáticos como una especie de divagaciones de la razón, pero que poco tienen que ver con la realidad de las cosas, con nuestro mundo. Pero, ¿es efectivamente así? No vaya a ser que dichos modelos ‘incomprensibles’ sean nuevos modos de entender la realidad, abriéndonos nuevas perspectivas y nuevos enfoques. Pues bien, una explicación muy interesante (y sencilla, menos mal) de cómo se fue fraguando este giro formal en la matemática reciente la he encontrado en un texto en el que Nagel y Newman explican el teorema de Gödel (que recomiendo a cualquier interesado).

La conexión con la realidad era la piedra de toque de las matemáticas clásicas. Y es nuestro modo familiar de entenderlas. El asunto pasa por una crítica que los lógicos lanzaron contra la matemática que, para comprenderla, conviene clarificar la diferencia entre ambas disciplinas. Lo que trata de hacer la matemática es describir mediante su metodología propia sucesos o procesos que se dan en la realidad, un lenguaje que se va construyendo y perfeccionando poco a poco; por su parte, un sistema lógico es un sistema en el que, partiendo de unos axiomas y de unas reglas, se enuncian distintos teoremas, etc. Ya hablaremos de ello con más detalle. En la historia, ambos modos de ‘decir’ la realidad (el matemático y el lógico) estaban presentes; un ejemplo del segundo es el sistema euclidiano, en el que el correlato con la realidad estaba presente: en él, todos los teoremas deducidos de los axiomas eran verdaderos, no sólo porque eran lógicamente deducidos sino también porque se correspondían con la realidad de las cosas; y si se correspondían con la realidad de las cosas era a su vez porque los axiomas considerados como verdaderos de los que partían, aunque no derivaran de otros postulados anteriores (pues ellos eran los axiomas), coincidían también con nuestra percepción de la realidad.

Sin embargo, el siglo XIX dio paso a otro modo de entender esta relación entre matemáticas y lógica. En esta época se produjo un desarrollo considerable de la investigación. Y fue entonces cuando ocurrió un hecho curioso, como es la demostración de la imposibilidad matemática de resolver los tres grandes problemas geométricos que nos legaron los griegos. Estos tres grandes problemas eran trisecar un ángulo con compás y regla, hacer un cubo de doble volumen a otro dado, y hacer un cuadrado de área igual a un círculo dado. Hasta entonces estaban sin resolver, agotando los recursos y la paciencia de no pocos estudiosos; pero no fue hasta entonces que se demostró la imposibilidad de encontrar dichas soluciones. Hasta ese momento estaban sin resolver, pero se mantenía la esperanza de su resolución; pero a partir de entonces ‘ya se sabía’ que no tenían solución. Lo relevante de todo esto no fue esa demostración, sino que todos los esfuerzos realizados en su estudio tuvieron el precipitado de desarrollar nuevas parcelas de la matemática hasta entonces inexploradas (como son las de los números negativos, irracionales y complejos, o las series infinitas…). Y también la que quizá fuera más importante: la topología.

Pero aun así todo este desarrollo supuso un giro en las matemáticas en un doble sentido, a cada cual más importante. Por un lado, por el hecho de demostrar la imposibilidad de demostrar algo (idea por otra parte que se nos antoja cuanto menos paradójica y difícil de digerir, por lo menos para un servidor). Y por otro lado, por el hecho de surgir como consecuencia de todo ello otros modos de hacer matemática distintos del modo clásico: comenzó a pensarse en hacer geometría partiendo de un conjunto de axiomas distintos a los de Euclides, y que no fueran dependientes de ellos, es decir, que no pudieran a su vez ser deducidos de ellos.

Y aquí se produce el giro que comentaba más arriba: ahora ya no era necesario que el conjunto axiomático de partida fuera evidente intuitivamente. Es más, la labor del matemático ya no era tanto cuestionar la verdad o no de los axiomas (en el sentido de su correlato con la realidad) como el hecho de derivar los teoremas pertinentes a partir de aquéllos. A partir de entonces ya no fue evidente la relación (tan común y obvia para todos nosotros) entre matemáticas y realidad. Las matemáticas ya no tenían que estar vinculadas a la realidad de las cosas, tal y como podemos pensar cualquiera de nosotros, ya no es la ciencia de las cantidades o la ciencia de los números, sino que pasó a ser «la disciplina por excelencia que deriva las conclusiones lógicamente implicadas en cualquier grupo dado de axiomas o de postulados». Así, comenzó a pensarse en un modo nuevo de hacer matemática, que no es otro que el de ‘logicizarla’, es decir, a revestirla de un sistema lógico, a dotarle de todo el rigor lógico de los sistemas axiomáticos. El paso hacia la matemática formal estaba dado: ya no importaba tanto la verdad de las deducciones como su consistencia interna, su consistencia lógica interna:

«El único problema que el matemático tiene que afrontar (a diferencia del hombre de ciencia que emplea las matemáticas para investigar un campo especial) no es el de saber si los postulados que asume o las conclusiones que deduce de ellos son verdaderos, sino si las conclusiones expuestas son, de hecho, las consecuencias lógicas necesarias de las hipótesis iniciales».