30 de julio de 2019

Realidad y ser en Zubiri

Creo que no me equivoco al afirmar que este asunto es uno de los más complejos en el pensamiento zubiriano. Curiosamente, una de sus explicaciones más ‘sencillas’ se encuentra —a mi modo de ver— no en uno de sus libros de noología o de metafísica, sino en el de Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica. Es sabido que la gran mayoría de sus libros publicados no fueron originalmente textos escritos, sino cursos y conferencias que impartió incansablemente durante buena parte de su vida, y que posteriormente fueron (y están siendo) transcritos. Por este motivo, se encuentran en ellos explicaciones de distintos temas, temas que, si en un principio no están relacionados directamente con el asunto principal del libro —como es el caso— sí que lo está colateralmente, y vaya si lo está.

¿Qué es realidad y qué es ser para el filósofo vasco? Su tesis de partida es la siguiente: «el ser no es la realidad, sino algo fundado en ella, por tanto algo ulterior a su realidad: es una reactualización de la realidad». ¿Qué quiere decir esto?

Un concepto clave en su pensamiento es el de actualidad, empleado en distintos contextos. En éste en concreto, lo utiliza para afirmar que el ‘ser es actualidad’. Cuando Zubiri habla de actualidad no la entiende como el abstracto de ‘acto’, acto entendido en sentido aristotélico, como ‘acto de’ una potencia; ni tampoco en el sentido de ser ‘plenamente’ lo que se es. No tiene tanto que ver con acto, como con ‘actual’: actualidad es el abstracto de actual (el de acto lo denomina, para no confundir, actuidad). Y, ¿qué quiere decir ‘actual’? Pues algo tan sencillo y de tanta riqueza como «una especie de presencialidad física de lo real».

Esta diferencia que puede parecer un tanto sutil, no lo es en absoluto, pues implica una diferencia radical. ¿En qué sentido? Actualidad es un momento de lo real, pero no en tanto que nota física suya; es decir, no es algo que competa a las notas físicas de las cosas, a sus caracteres materiales, pero no por ello deja de ser un momento real suyo; no se corresponde con ningún cambio de sus notas físicas, y, «sin embargo es algo ‘real’ en la cosa». Que una cosa sea actual o no, no implica necesariamente ningún cambio en sus notas; «adquirir o perder actualidad no es adquirir o perder notas reales», no es un aumento o pérdida de realidad de la cosa, no es un ‘devenir de actuidad’, pero sí que es un devenir real, un ‘devenir de actualidad’.

La actualidad es algo fundado en la actuidad, pero no son identificables. No es lo mismo actuidad que actualidad; es decir, un ente puede existir perfectamente, pero puede no ser actual, puede no sernos presente. Su ejemplo más manido es el de los virus, los cuales llevan existiendo en actuidad desde hace muchos siglos, y sólo nos son actuales desde hace relativamente poco tiempo. Por otro lado, también un mismo ente en acto puede tener diversas actualidades, no necesariamente ha de tener sólo una.

Pues bien, Zubiri define la realidad como una ‘actuidad respectiva’; y es gracias a esta actuidad respectiva que la realidad tiene actualidad propia: «es la respectividad de lo real ‘en cuanto real’». La realidad así entendida es lo que constituye el mundo, a diferencia del cosmos. El cosmos zubiriano tiene que ver con lo talitativo, con lo cósico: el cosmos es una respectividad de lo real, no en cuanto real, sino en cuanto es tal o cual realidad. Pero el mundo no: el mundo tiene que ver con el hecho de que es actual en la respectividad de realidad en cuanto tal. El mundo sería, por decirlo así, pura actualidad, pura respectividad de la realidad en cuanto tal.

Notemos que aquí hay dos momentos diferenciables: la respectividad de la realidad en cuanto tal, y el hecho de que dicha respectividad de la realidad en cuanto tal precipite su actualidad. Se podría decir —esta idea es mía, no sé si él estaría de acuerdo— que la propia respectividad de la realidad en cuanto tal precipita su actualidad, provoca su devenir en actualidad. Pues bien: esto y no otra cosa es el ser. «La actualidad de lo real en la respectividad de lo real en cuanto tal, esto es, la actualidad del estar en el mundo, es lo que a mi modo de ver constituye lo que llamamos ser. Ser es esa actualidad simpliciter que consiste en estar en el mundo». El ser es una actualidad de una realidad que ya es respectivamente actual. Por eso dice que el ser es ‘re-actualidad’, porque es actualidad de lo que ya es real y respectivamente actual.

En diálogo con la ontología fenomenológica, el ser no es, entonces, lo primario. Para Zubiri, lo último y radical no es el ser, sino la realidad. El ser siempre es una actualidad ulterior de lo real. Ciertamente no hay realidad que no sea, pero lo primario no es el ser, sino la realidad. Tampoco se debe entender que la realidad es el modo primario y fundamental de ser; no, no es eso. Son dos momentos diversos: una cosa es lo que hay, y otra que eso que hay, sea; son inseparables, sí, pero no se pueden confundir. Otra cosa es que, el modo en que una realidad sea, pueda revertir también sobre su propia realidad sustantiva, modificándola, algo que es característico de la realidad humana, pero esta es otra historia.

23 de julio de 2019

Sentido común o sensus communis

Como decía en otro post, leí unas palabras de un biólogo que me dieron que pensar. Él la dijo en referencia a lo complicado que es hacer ciencia con todas las connotaciones semánticas que tienen determinados conceptos en el lenguaje cotidiano, lo cual es cierto. Pero el caso es que creo que su afirmación puede dar pie a una reflexión interesante. La frase decía: «ya desde mis primeros años abandoné la idea de que las hipótesis científicas han de conformarse a las exigencias del sentido común». Como digo, esta frase seguramente sea cierta; pero creo que, tal y como la explicaba él, no se hace eco de una misma problemática pero en sentido opuesto. Porque, a mi modo de ver, no es menos cierta cuando desde la ciencia se hace una crítica a los no iniciados a la misma, dando por hecho que el modo en que ellos utilizan los conceptos es el adecuado, el correcto. Digo esto pensando en qué pueda significar para un científico como Hogben el concepto de ‘sentido común’, concepto para nada fácil de definir, sobre todo desde la filosofía, que es desde donde yo hago la crítica.

A mi modo de ver, el sentido común esconde una doble acepción, que se oponen entre sí. La primera tiene que ver, tal y como la entiende Hogben, con una aproximación más cotidiana, con el modo habitual de ver las cosas, con aquello que es comúnmente vivido en un determinado grupo o contexto. En este sentido, está muy vinculado con todo lo que forma parte de la tradición, es decir, con aquello que se suele entender como ‘lo normal’ en un grupo determinado, y que, por lo general suele ser bien aceptado. Entraría aquí todo aquello que es aceptado sin discusión, porque es lo correcto, lo admitido, lo válido, sin mayor sentido crítico; de modo que todo lo que sea nuevo y extraño es en principio acogido con cierto recelo.

Todos participamos de algún modo de este sentido común. Y esto ocurre no sólo en el ámbito social, ámbito en el que quizá esto que digo sea más normal, sino también por ejemplo, en el científico: ciertamente, a las nuevas ideas científicas les ocurren problemas de este calibre; será necesario que anden un largo y esforzado camino no sólo para ser aceptadas y establecerse (cuando esto proceda, evidentemente), sino sobre todo para que pasen a engrosar las filas de un nuevo sentido común. Quizá esta fase de resistencia, por otra parte, pueda ayudar a filtrar aquellas teorías que no tengan tanta validez de las otras que sí, aunque evidentemente no se trate de un criterio definitivo.

Éste sería el modo más habitual de entender el sentido común: aquello que forma parte del bagaje ‘normal’ de un determinado grupo, y que está formado por lo que el grueso de los individuos asumen como el modo adecuado de hacer e interpretar las cosas. Pero no es el único. Y quien se detiene en él, deja por recorrer un camino ciertamente interesante.

Me estoy refiriendo a una acepción que es más corriente en el ámbito de la filosofía, y que posee un calado mucho mayor que esa mera opinión compartida en una determinada época, o un sano pensar o valorar la realidad; tiene que ver con lo que conocido como sensus communis, y que viene a ser como el correlato de un sentido de realidad que va más allá de una aprehensión lógico-cognitiva de la misma, y que propicia de algún modo que esa aprehensión sea más cercana a ella. El sensus communis es un sentido antropológicamente compartido —decía Kant¬—, y que posibilita de alguna manera no sólo que la infinidad de subjetividades que pueblan la faz de la Tierra puedan entenderse entre sí, sino sobre todo que cada una de ellas pueda relacionarse adecuadamente con su entorno.

16 de julio de 2019

Entre el 'hacer' y el 'no hacer' (i)

Hay un viejo dicho que, como la mayoría, tiene mucha miga, y no es raro que, como con el resto, pasemos por encima sin mayor atención. Éste en concreto dice: «no se puede ver el fondo de un estanque mientras la superficie está revuelta». Lo leí en un contexto en el que se hablaba de lo que nos suele ocurrir a las personas, en general, que, agitados como estamos en nuestra conducta diaria, nos es ciertamente complejo acceder a nuestra interioridad, a nuestro fondo esencial. Y ya no es que no podamos acceder porque ‘nuestras aguas no están calmadas’, sino que ni siquiera nos ponemos a la tarea pues, sencillamente, ignoramos que algo así se pueda hacer. Por lo general, solemos estar pendientes de nuestros ‘pensares’ y nuestros ‘haceres’; es decir, de nuestros proyectos, de nuestros intereses, de nuestros pensamientos, de nuestras satisfacciones, de nuestros intereses… y no nos paramos a pensar en que haya algo que subyazca a todo ello.

Nos movemos en el ámbito de hacer: en nuestra sociedad se valora la eficacia. Tanto es así que el estar sin hacer nada nos da como cierto sentimiento de culpabilidad; incluso nuestro ocio consiste en hacer cosas, ya no laborales (aunque algunos dedican buena parte de su tiempo libre a trabajar más), sino de diversión, de entretenimiento… llamémosle como queramos. El caso es hacer cosas, ya en el trabajo, ya en el descanso. Pero hacia donde apunta este dicho es a una dimensión más compleja que el simple no hacer nada. Porque, tal y como ya apuntaba en su día Schopenhauer, tanto el que hace como el que no hace, sigue siendo esclavo del marco en el que se sitúa. Con una agudeza sorprendente, el filósofo romántico se daba cuenta de que ese ‘no hacer’, en definitiva, se situaba en el mismo plano que el ‘hacer’ y, si uno quería salir de ese círculo, tenía que probar otro itinerario, otro camino. Un camino que fuera más allá del marco establecido por los ‘haceres’ y los ‘no haceres’. ¿Cuál?

A lo que se refería Schopenhauer es a que mientras no seamos capaces de trascender ese marco, por mucho que dejemos de hacer cosas, por mucho que descansemos y dediquemos tiempo al ocio… seguiremos teniendo ‘las aguas revueltas’. Porque en definitiva seguimos insertos en el marco acostumbrado, sin acabar de ser conscientes de que lo que revuelve las aguas es precisamente el estar situado en ese marco, en el marco de la mente, de las ideas, de los conceptos, de las acciones, de los intereses… Y, sólo en la medida en que seamos capaces de trascenderlo, estaremos en condiciones de acceder a nuestra intimidad, a nuestra esencia; sólo entonces nos sentiremos ‘como en casa’, porque estaremos en condiciones de cooperar con nuestras propias leyes y ritmos interiores. ¡Cuántas crisis personales motivadas porque nuestro ritmo de vida no acompaña nuestra esencia profunda!

Este camino, este tránsito, es una auténtica aventura; una aventura que cualquiera que oiga hablar de ella, si no comienza a experimentarla en primera persona, le sonará a cuento chino. Como dice Nicolás Caballero, «hablar de él [de este tránsito], desde fuera, puede dar la sensación de estar contando un cuento, si no fuera por la seriedad de quienes lo han encontrado y vivido».  Santa Teresa decía que era algo así como un quedarse embobados, un embobamiento, al que se llega no como resultado de nuestro esfuerzo, sino precisamente por abandono de todo lo que pretendemos y queremos usualmente desde nuestro esfuerzo, desde nuestra actividad; trascendiendo nuestros pensamientos e intenciones. ¿Por qué? Porque en el mismo momento en que trascendemos ese marco cotidiano, evitamos un doble conflicto: el que consiste en un vivir ajeno a nuestra profundidad, y el que consiste básicamente en, una vez descubierta, intentar acceder a ella desde nuestra conducta habitual. Y cuando somos capaces de empezar a superar dicho conflicto, es en ese mismo momento que descubrimos un nuevo modo de sentirnos, de ser y de estar, lo cual conlleva una reconciliación personal, una progresiva armonización con nosotros mismos.

Todo ello implica cierto control mental. «El hombre no desarrollado no domina sus pensamientos. Estos irrumpen desordenadamente, imponiendo su ley y dispersando la fuerza de la mente». El hombre que no ha madurado, es esclavo de su mente; sus pensamientos se le imponen, no puede escapar. Le quitan la paz, le distancian de la realidad, envolviéndole en un entorno quimérico e irreal, construyéndose su propia realidad. O nuestros pensamientos se ajustan a la realidad de las cosas, o al final amoldaremos la realidad de las cosas a lo que pensamos sobre ellas.

El asunto es cómo superar ese conflicto, para lo cual hay que buscar una tercera alternativa: entre el ‘hacer’ y el ‘no hacer’, dejar hacer. Pero esto ya lo veremos más adelante.

9 de julio de 2019

La completitud de un sistema axiomático

En el anterior post de esta serie estuvimos hablando de la consistencia de un sistema axiomático. Tal y como estuvimos viendo en él, si es posible encontrar una fórmula que no sea teorema, es decir, si hay por lo menos una fórmula que no sea derivable de los axiomas, entonces el sistema axiomático es consistente. Pues bien, hay un último concepto que debemos conocer, como es el de completitud.

Si nos fijamos, en un sistema axiomático consistente, todo teorema es tautológico, es decir, todo teorema es una verdad lógica, en el sentido de que puede ser obtenido a partir de los axiomas operando adecuadamente. Antes de continuar quisiera llamar la atención sobre esto. A las personas que somos ajenas a este mundo, no puede dejar de sorprendernos este carácter tautológico de las proposiciones lógicas, pues solemos tenerlo asociado a cierto matiz peyorativo: una tautología —así en retórica— es un argumento falaz. Pero, como vemos, su interpretación en este contexto es muy diferente. Y es que una de las paradojas de la lógica es precisamente su carácter tautológico, en el sentido de que, operando según sus reglas, el contenido de todo teorema ‘ya’ se encuentra de alguna manera implícito en los axiomas. Las reglas operativas y de transformación no aportan, en rigor, nada nuevo que no estuviera ya en los axiomas; otra cosa, y ahí está el quid de la cuestión, es que puedan desgranar, desplegar todo ese contenido implícito con expresiones nuevas (los teoremas, las proposiciones, etc.) que, atendiendo únicamente a los axiomas, no éramos capaces de aprehenderlo (de ahí la necesidad del cálculo lógico, por cierto). Digamos que nos ofrecen la realidad desde perspectivas que, sin ellos, difícilmente podríamos haber captado. Por este motivo, todos los teoremas de un sistema axiomático son tautológicos, no pueden no serlo, porque con todo teorema afirmamos algo que, de algún modo, ya está afirmado en los axiomas. Kant se referirá a ellos denominándolos ‘analíticos’, explicativos, y no sintéticos. Pero bueno, volvamos al asunto del post.

Hablábamos del tema de la completitud. ¿Qué se quiere decir con él? El asunto es: dado que todo teorema es una verdad lógica, cabe preguntarse la inversa, es decir, que toda verdad es expresable en el vocabulario del cálculo; o, lo que es lo mismo: que toda verdad (perteneciente a ese ámbito, evidentemente) es derivable de los axiomas; que los axiomas y reglas de transformación del sistema son suficientes para decidir todas las cuestiones propias de dicho sistema, que pudieran ser formuladas allí. O no. Si la respuesta es afirmativa, tal sistema se denomina completo, es decir, «los axiomas se bastan para generar todas las fórmulas tautológicas, todas las verdades lógicas expresables en el sistema» . Del mismo modo, se dice que tales axiomas son completos. Un sistema es completo, por tanto, «cuando cada una de las fórmulas del sistema o su negación es demostrable en él».

Y éste es un asunto importante, el poder averiguar si un determinado sistema axiomático es completo. ¿Por qué? Porque ello pertenece al espíritu de las matemáticas, en general: el deseo de, partiendo de unas pocas proposiciones iniciales, poder alcanzar todas las verdades pertenecientes a algún campo de la investigación.

De hecho, algo así hizo Euclides axiomatizando la geometría clásica: escogiendo unos pocos axiomas fundamentales, pretendía, a partir de ellos, poder afirmar cualquier verdad geométrica, tanto las que ya se sabían, como aquellas que pudieran descubrirse en un futuro (y que, en consecuencia, no podía prever). No se puede negar en el gran Euclides una intuición sorprendente, sobre todo en la elección de su quinto postulado (que viene a decir que por un punto exterior a una recta sólo se puede trazar una paralela). ¿Por qué? Este postulado no era tan evidente para el espíritu griego como los otros cuatro, y generó cierta polémica entre los matemáticos. Euclides lo incluyó en el sistema axiomático para poder dar ‘cabida’ a todas las verdades geométricas, es decir, para que su sistema fuera completo; entendía que sin él su sistema se quedaría ‘cojo’, y ello a pesar de la problematicidad de incluirlo. De hecho, a causa de su poca evidencia intuitiva, algunos matemáticos se empeñaron en demostrar que era un resultado derivado de los cuatro primeros axiomas, sin éxito. De ahí la gran intuición de Euclides (independientemente de que en la actualidad hay sistemas axiomáticos que lo niegan, pero no es nuestro tema).

Pues bien, ciertamente el problema de la completitud no fue un problema hasta muy recientemente; hasta hace más bien poco se consideraba de cajón que cualquier rama de las matemáticas podía ser axiomatizada consistente y completamente. Si hubiera algún problema, si se encontrara alguna verdad que no cabía dentro de dicho sistema axiomático, pues bueno, se añadía algún axioma más para ampliar la capacidad del sistema (algo parecido a lo que hizo Euclides con su quinto axioma), y ya está. Siempre se podría añadir un número finito de axiomas (si tuviera que ser infinito, no tendría sentido), y así alcanzar su completitud.

Pero el caso es que no es así: «el descubrimiento de que no puede hacerse tal cosa es una de las mayores realizaciones de Gödel».

2 de julio de 2019

Los prejuicios legítimos: el reconocimiento

Ya estuvimos viendo en el anterior post dedicado a Verdad y método, el giro que daba Gadamer a esa consideración tan peyorativa de los prejuicios los cuales, lejos de ese carácter reduccionista, no son sino un modo inevitable en que cada uno de nosotros está situado en la realidad, peso a lo que opinaba la razón ilustrada. Lo que para una razón absoluta es un prejuicio inaceptable, para una razón hermenéutica es un punto de partida insalvable, en tanto que forma parte de la verdad de la realidad histórica. Surgen así dos tareas fundamentales: la primera, elucidar y explicitar esos presupuestos o prejuicios que se poseen; la segunda, distinguir los prejuicios legítimos que nos permiten comprender de aquellos ilegítimos que provocan malentendidos. Esto nos lleva a la afirmación de que no todo prejuicio es ilegítimo, sino que puede haber prejuicios legítimos. ¿Cómo puede ser eso?

Desde la época ilustrada ha prevalecido en el imaginario social un carácter eminentemente negativo de los prejuicios, en la medida en que perjudicaban el uso adecuado y metódico de la razón. Tanto la precipitación como la autoridad eran enemigos de la razón pura; la primera metodológicamente, la segunda por su índole propia al no permitir que la razón pudiera cumplir su función. Pero Gadamer apunta la posibilidad de que quizá sea precipitado desestimar cualquier afirmación por el hecho de haber sido realizada desde una postura de autoridad; que metodológicamente quizá no sea lo más recomendable, no implica necesariamente que lo afirmado no sea verdadero. En su opinión, el hecho de que algo pertenezca a la tradición quizá no sea únicamente debido por un estatus autoritarista sino porque, efectivamente, ha sido considerado adecuado por las distintas generaciones. Sin embargo, esto era algo tan alejado de la mentalidad ilustrada, que ni siquiera se llegaba a contemplar la posibilidad de que en la tradición pudiera haber algo ‘aprovechable’. Por ello sus esfuerzos fueron encaminados preferentemente a su superación, así como al otro gran enemigo de la razón, la precipitación, apoyándose sobre todo en la metodología científico-histórica.

Y aquí se cuestiona Gadamer una idea interesante: ¿acaso no pueden haber prejuicios que estén justificados, y que incluso puedan ser productivos para el conocimiento? Si así fuera, habría que replantear de nuevo la cuestión de la autoridad. Es claro que en una sociedad como la nuestra chirría oír hablar de autoridad; pero, por otro lado, cuántas veces nos ocurre en nuestras propias vidas que no dudamos en otorgar credibilidad a ciertas personas o instituciones que nos ofrecen confianza; podemos asumir lo que nos dicen, sin que ello suponga una ruptura interior de nuestra integridad y raciocinio. ¿Por qué? No hay duda de que en primera instancia el ejercicio de la razón esté en oposición a la actividad de la autoridad, pero en no pocos casos atendemos a ciertas autoridades que nos ofrecen confianza sin haber hecho una valoración racional crítica a su enunciado.

Quizá sea porque no necesariamente lo que diga alguien dotado de autoridad sea falso, posibilidad que el ilustrado rechazo sistemáticamente. Y esto tuvo una doble consecuencia. Por un lado, ese mismo rechazo se erigió en un prejuicio del que no fueron conscientes (a saber: de la autoridad, de la tradición, nunca puede venir nada bueno); y segundo, una mala interpretación de lo que fuera la autoridad o la tradición, que fue convertida por el hombre ilustrado en sinónimo de poder arbitrario exigente de una obediencia ciega. Pero no toda autoridad es autoritaria o dictatorial. Es más, quizá sea algo radicalmente opuesto, ya que la autoridad —tal y como la plantea Gadamer— no se fundamenta en la obligación y en la sumisión, sino en el reconocimiento: la autoridad no se impone, sino que se adquiere. «Tal reconocimiento es para Gadamer no un acto de sometimiento y obediencia ciega, sino ‘una acción de la razón misma que haciéndose cargo de sus propios límites atribuye al otro una perspectiva más acertada’».

La autoridad «reposa sobre el reconocimiento y en consecuencia sobre una acción de la razón misma que, haciéndose cargo de sus propios límites, atribuye al otro una perspectiva más acertada». La autoridad que se queda en el dar órdenes que precisan ser obedecidas procede del poder que uno esgrime, no de la autoridad que le reconocen los otros.