28 de diciembre de 2021

Una de cal de Merleau-Ponty sobre el problema de Driesch

Veíamos en otro post el planteamiento contemporáneo de la metafísica, a la luz del pensamiento de Driesch. A propósito de ello, quisiera traer a colación unas reflexiones interesantes sobre lo ‘en-sí’ que realiza Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción, lo que no deja de ser intrigante: que un fenomenólogo hable de lo en-sí, cuanto menos sorprende. Y la verdad es que ―por lo menos a mi parecer― lo que dice tiene mucho sentido. Sabido es que su reflexión gira en torno a la percepción (¡qué novedad, ¿no?!); pues bien, en un momento de la obra se plantea sobre qué descansa lo percibido; es decir, qué es aquello sobre lo que nuestra percepción recae. En su opinión, nuestro proceso perceptivo tiene como término natural el objeto constituido, el cual, una vez así, constituido, se erige en la razón de todas las experiencias que hemos tenido o que pudiéramos tener de él. El asunto pasa por averiguar si dicho objeto es así en realidad, gracias a lo cual nosotros lo percibimos así o, en caso contrario, cuál es el proceso según el cual lo constituimos si el objeto en su origen no es tal cual lo percibimos.

Merleau-Ponty entiende que, cuando hablamos de lo ‘en sí’, esto ‘en sí’ no se corresponde con ninguna de nuestras percepciones, sino que precisamente es aquello que las posibilita. Dice el filósofo francés: lo en sí «no es ninguna de estas apariciones, es, como decía Leibniz, el geometral de estas perspectivas y de todas las perspectivas posibles, eso es, el término sin perspectiva desde el que pueden derivarse todas, es la casa vista desde ninguna parte».

Podríamos preguntarnos ―con él― qué significa esto exactamente. Cuando percibimos algo, independientemente de qué sea ese algo en sí mismo, lo hacemos necesariamente desde una perspectiva, la nuestra. ¿Qué quiere decir exactamente ‘el geometral de todas las perspectivas posibles’, el término sin perspectiva desde el cual se originan todas las perspectivas? Pensemos en la casa. Si lo pensamos, decir que la casa ‘en sí’ es la casa vista desde ninguna parte, es como no decir nada. Plantearse esto supone hacerse cierta violencia porque, nada nos impide afirmar que, cuando percibimos la casa, estamos completamente seguros de que lo que estamos percibiendo es la casa, independientemente de que esa percepción sea más o menos fiel, sea más o menos acertada. Y esta es la cuestión: ¿cómo poder decir algo de lo ‘en sí’, si la posible noticia que podamos tener de ello es necesariamente desde una percepción situada en una perspectiva, la cual suprime de facto que lo ‘en sí’ se nos haga presente?

Merleau-Ponty concluye que cada objeto no sería sino la suma de todos aquellos aspectos ocultos que podrían ser identificados no sólo por las distintas percepciones que diferentes personas podríamos realizar, sino también por todas las cosas que pertenecen al horizonte de cada una de las percepciones. Creo que aquí Merleau-Ponty es muy agudo, en el sentido de que, efectivamente, cuando percibimos algo no sólo percibimos ese algo, sino que junto con él percibimos una gran cantidad de cosas que sirven de fondo y que también son percibidas, aunque difusamente. Cuando percibimos algo, no sólo percibimos ese algo, sino que junto con él percibimos muchas más cosas de las que no somos conscientes, un fondo sobre el cual destaca precisamente aquello que estamos percibiendo. Pues bien, si con cada objeto obtenemos también una noticia de su horizonte y de lo que en él haya, cuando percibamos cualquier otro objeto de ese fondo, también nos proporcionará concomitantemente alguna noticia de nuestro objeto, de la casa en tanto que nuestra casa está incluida en el horizonte del objeto que estamos percibiendo.

La casa en sí, pues, sería la suma de todas estas noticias percibidas al percibirla directamente en tanto que objeto de mi percepción, y concomitantemente en tanto que percibo todo lo existente con lo que comparte su horizonte. Dice el filósofo francés: «Toda visión de un objeto por mí se reitera instantáneamente entre todos los objetos del mundo que son captados como coexistentes porque cada uno es todo lo que los demás ‘ven’ de él. Así, pues, hay que modificar la fórmula que hemos dado; la casa misma no es la casa vista desde ninguna parte, sino la casa vista desde todas partes. El objeto consumado es translúcido, está penetrado por todos sus lados de una infinidad actual de miradas que se entrecortan en su profundidad y que nada dejan oculto».

Ante esta respuesta, podríamos preguntarnos si Merleau-Ponty está siendo lo suficientemente radical. Podríamos preguntarnos si, en definitiva, lo que es cada cosa, lo que cada cosa es ‘en sí’, es la suma de todas las perspectivas que podamos percibir de cada una, aunque fuera la suma de todas las perspectivas que todos los objetos de su horizonte pudieran aportar. Creo que este planteamiento no es lo suficientemente radical según el enfoque metafísico contemporáneo. A mi modo de ver, se mueve en un plano horizontal, pero no acaba de trascender lo percibido, o cuanto menos de intentarlo; no es capaz de trascenderlo, aprehendiéndolo desde una actualización no más rica, sino cambiando la clave. En términos zubirianos, creo que Merleau-Ponty se mueve en términos campales, y no mundanales, que es hacia donde apunta Driesch. A lo que tiende el filósofo alemán (y el español) es al mundo, no al cosmos (como el francés); es a la posibilidad de poder decir algo de lo allende, a sabiendas de que… ¡no puede ser percibido!, ya que, en ese caso, dejaría de ser mundo para pasar a ser campo.

En el planteamiento de Merleau-Ponty, esa casa en sí en tanto que suma de la totalidad de percepciones, no deja de ser, al final de todas esas percepciones, un objeto percibido, ajeno por lo tanto al planteamiento de Driesch. Como también es ajeno Husserl cuando identifica lo que sea la casa ‘en sí’ con su esencia eidética, la cual no deja de ser un objeto; ideal, sí, pero un objeto. Y esta fue precisamente una crítica fuerte que le hizo Driesch a Husserl. Porque, aunque sea ideal, en tanto que es un objeto aprehendido, ya no puede ser algo nouménico, sino fenoménico. En opinión de Driesch, criticando a Husserl, hablar de metafísica no es hablar de esencias, correlatos ideales de la intuición fenomenológica, sino que es otra cosa.

Bien, esta es la de cal. En otro post veremos la de arena.

21 de diciembre de 2021

Las pequeñas cosas grandes

Pues sí, las cosas grandes de la vida suelen ser las más pequeñas, porque, aunque rutinarias y acostumbradas, a veces desgraciadamente insignificantes, se convierten en las más grandes cuando son vividas desde lo profundo y lo auténtico. Tal cual. No hace mucho celebré mi cumpleaños con mi familia. Fue un día… ¿normal? Pues creo que no. No por encontrarte repetidas veces con las mismas personas que quieres cabe calificar a dichos encuentros como normales, porque lo grande de esos encuentros no es que se repitan, sino que cada vez que se repiten, en el fondo, siempre son nuevos, diferentes. Lo importante no es la repetición de una celebración un año tras otro, sino la novedad que cada celebración supone. Cuando uno está verdaderamente presente, cada celebración siempre es nueva, original, aunque su motivo sea el mismo y se realice entre las mismas personas. Y, cuando es así, cada celebración se erige en una experiencia renovadora, transformadora. Ello las convierte a todas y cada una en algo especial.

Volviendo a casa con mis hijos les decía que habíamos vivido un día grande. Así lo sentía yo. Ellos me preguntaron por qué; no comprendían. Les traté de hacer ver una de las cosas más importantes de la vida —a mi modo de ver— como es la posibilidad de compartir sus ¿pequeños? momentos con los seres queridos desde esa complicidad que te permite confiar, bajar las armas, disfrutar.

Supongo que no todos compartirán esta experiencia. En mi caso me siento afortunado por poder compartir estos momentos con las personas de mi familia, y con mis amigos que, aunque no son estrictamente familia, es como si lo fueran, pues están ahí. ¿Qué más hace falta? Creo que es una maravilla contemplar la vida. Los años van pasando, y bueno, algunos ya no están (aunque de alguna manera siguen estando), pero otros van viniendo; la familia sigue estando ahí, se renueva. Es una realidad que se mantiene actual todos y cada uno de los días de nuestras vidas. Ocurren circunstancias, unas tristes y otras alegres, por debajo de las cuales la felicidad de saberte unido a los tuyos está ahí, sin hacer ruido, configurándote como persona.

Al final uno no aspira a ‘hacer cosas’, a ‘vivir experiencias’, sino, sencillamente, a estar con los suyos, queriéndolos y sabiéndote querido por ellos. Compartir experiencias, con los amigos, viendo cómo los hijos crecen, cómo los lazos se estrechan, cómo los caminos se cruzan. Como decía un amigo, la felicidad es alcanzada, sencillamente, cuando puedes dar abrazos de mínimo seis segundos. ¿Ya está? Ya está. Porque detrás de cada uno de estos abrazos hay muchos años, muchas historias compartidas, muchos sufrimientos y muchas alegrías… hay mucha vida. Vida de la de verdad, de la que se vive desde lo hondo del corazón. No es lo mismo abrazar que abrazar. A veces un abrazo es un abismo, porque en el fondo no lo es. Uno sabe cuándo le están abrazando y cuándo no, aun cuando los cuerpos se estrechen. A veces, una mirada es un abrazo. A veces un recuerdo es un abrazo. A veces una llamada es un abrazo.

Creo que la felicidad pasa por saber apreciar lo que uno tiene aquí y ahora, y no por añorar lo que ya no está o anhelar lo que está por venir. Todos tenemos recuerdos, sobre todo de personas queridas; todos tenemos proyectos, esperanzas que compartir. Y supongo que es bueno que todo eso esté; pero quizá no lo sea tanto cuando nos impide vivir la vida presente. A veces las relaciones se rompen, o es la vida la que nos rompe, porque golpea. La felicidad pasa, a mi modo de ver, por no dejar que esos golpes endurezcan nuestro corazón hasta el punto de no poder disfrutar de lo bueno que nos ofrece la vida ahora y aquí que, con frecuencia, también suele ser más de lo que pensamos. La felicidad no se recuerda, no se sueña: se vive. Ahora y aquí. Quisiéramos que nuestros seres queridos estuvieran con nosotros siempre, pero sabemos que esto no es así; nos gustaría que los buenos momentos duraran siempre, pero sabemos que esto no es así. Lo único que está en nuestras manos es integrar todo lo que nos ocurre, lo bueno y lo menos bueno, en una clave que nos permita asumirlo como parte de la vida, actualizándolo en el presente de modo que no nos impida disfrutarlo. Porque sí, forma parte de la vida. De nuestra vida.

Algo así pensaba cuando volvía a casa con mis hijos.

¡Feliz Navidad!



14 de diciembre de 2021

Un protagonista desafortunado de la historia de la ciencia

Sabido es que Jean Baptiste Lamarck (1744-1829) fue el principal interlocutor de Darwin en su época. Creo que a todos nos es familiar su nombre, sobre todo por ir asociado a una teoría que, al recordarla hoy, nos hace esbozar una sonrisa, aunque no por ello hay que obviar su importancia, que la tuvo, y mucha. Efectivamente, fue el primer autor que trató de dar una explicación científica a las diferencias entre las distintas especies desde una perspectiva evolucionista. Él secundaba la idea de progreso desde organismos menos avanzados hasta los más avanzados. Un carácter progresivo que seguía presente en todo momento; es decir: del mismo modo que, por ejemplo, los caballos actuales provenían de gusanos pasados, los gusanos actuales, con el tiempo, darán lugar a nuevos caballos. La vida, en sus formas sencillas, siempre aparecía por generación espontánea y, siguiendo distintos ritmos, las especies iban surgiendo. Se trataba de una tendencia natural afectada o determinada por las necesidades particulares de los organismos concretos al tratar de adaptarse a las condiciones de su entorno. Pertenecía al modo de ser orgánico esta tendencia hacia el progreso, hacia el cambio en su organización, cambio que vendría definido por su adaptación.

Así postuló esta teoría evolucionista en su obra Filosofía zoológica (1809), según la cual «un ser vivo podría pasar a su descendencia las características que obtuviera por su propio esfuerzo durante su vida». Es decir, que las reacciones de un organismo al medio ambiente, pasarían a las generaciones subsiguientes. Las reacciones que Lamarck ponía de manifiesto eran fundamentalmente las adaptativas. Según un ejemplo clásico, las jirafas consiguieron su cuello largo debido al esfuerzo de sucesivas generaciones por alcanzar las ramas más altas (ejemplo que él apenas mencionó, por cierto, salvo en un pasaje de su Filosofía zoológica y en otro de sus Investigaciones sobre la organización de los cuerpos vivos). Entendía que en los animales sus órganos se fortalecían o debilitaban en función de su uso; y el resultado en la vida del animal era transmitido a la generación siguiente. Él se adhirió a la teoría de los fluidos imponderables que, en el caso del cuerpo, se convertían en fluidos corporales; cuanto más se usaba una parte del cuerpo, más actividad había de estos fluidos, propiciando proporcionalmente el desarrollo de las partes afectadas del organismo. Debido a la actividad de los individuos, los fluidos internos creaban nuevos canales haciendo al organismo más complejo, algo que, a la postre, acababa transmitiéndose a las generaciones posteriores. En virtud de este esfuerzo adaptativo, las especies podían vivir en las circunstancias siempre cambiantes del ambiente; su supervivencia pasaba por esta capacidad de esfuerzo, esfuerzo que iría cristalizando en la modificación de sus estructuras biológicas, modificación que se iría transmitiendo hereditariamente. Es la teoría conocida como lamarckismo.

Pronto se vieron las deficiencias de esta teoría. Por ejemplo, se observó que mutilaciones efectuadas a través de varias generaciones, no dejaban huella en los caracteres hereditarios de la especie. Para dar explicación a ello, los lamarckianos recurrieron a una hipótesis de circunstancia: sólo son hereditarias las modificaciones adaptativas. Pero el caso es que nunca se dio razón alguna que permitiera explicar la diferencia entre ambos mecanismos: el de mutilación y el cambio somático adaptativo, y por qué los primeros no eran hereditarios y los segundos sí.

No nos debe parecer extraña la persistencia en la fe en la teoría lamarckiana: basta saber que la embriología es la rama más reciente de la biología. Con el erróneo concepto de evolución que había en la época, «no es de extrañar que la idea de la herencia de los caracteres adquiridos pareciese perfectamente razonable», dice Hogben. Con los nuevos descubrimientos sobre la fecundación, etc., fue ya definitivamente desestimada.

Pero no ha sido justa la historia con él. La verdad es que este autor, a diferencia de otros muchos, es más recordado por sus errores (o por su gran error) que por sus aciertos: todo el mundo conoce que su teoría evolutiva fue desplazada por la darwiniana (aunque los más recientes estudios epigenéticos la están recuperando desde una perspectiva inimaginable entre el siglo XVIII y el XIX), pero pocos conocen todo lo bueno que aportó, y que no fue poco.

Por ejemplo, fue el primer gran sistematizador de los cada vez más numerosos conocimientos que se iban adquiriendo sobre Historia Natural, situándose próximo a Linneo o Cuvier. Las clasificaciones de los animales que elaboró fueron muy importantes, sobre todo en el ámbito de los invertebrados. Pero no sólo eso. Según parece, fue él quien acuñó el término de biología para denominar a la ciencia natural dedicada al estudio de la vida. En su opinión, el origen de los seres vivos había que atribuirlo al conocido proceso de la ‘generación espontánea’, teoría que era la generalizadamente aceptada. No se adhirió a las concepciones vitalistas de la naturaleza, intentando comprender el mundo de la vida desde un enfoque científico, enfrentándose a no pocos colegas. También contribuyó al estudio y a la comprensión del sistema nervioso: a) asoció la conciencia a la actividad cortical; b) no aceptó la frenología de Gall; c) enlazó la actividad nerviosa con el movimiento del organismo, actividad que ¬—conocedor de los avances de Galvani— articuló en torno a una especie de fluido eléctrico; d) insistió en la distinción entre la conducta consciente y la refleja. En fin, como vemos, fue un gran investigador.  Quizá ―como decía― la epigenética actual pueda contribuir a un reconocimiento que su propio tiempo no le proporcionó; de hecho, la biología molecular ha demostrado que la herencia de caracteres adquiridos existe en distintas especies.

7 de diciembre de 2021

Los límites de la filosofía de la reflexión

Veíamos en el anterior post una de las categorías más jugosas del pensamiento de Gadamer: la historia efectual, que tiene que ver con los efectos que la tradición va depositando en nuestro modo de sentirnos en el mundo, de sabernos en la historia, abriéndonos horizontes para comprendernos mejor a la luz de una comprensión más rica de otras épocas. En los siguientes posts trataremos de ir desmenuzándola poco a poco. El primer paso consiste en establecer los límites de una filosofía de corte racionalista, como la kantiana o la hegeliana, y que él denomina la filosofía de la reflexión.

Para comenzar, nuestro autor distingue dos cosas: una es la investigación del rastro que deja tras de sí la historia efectual (en una determinada obra, por ejemplo), y otra es la conciencia de que la historia efectual efectivamente se da. No es lo mismo. Gadamer estima oportuno insistir en lo segundo, ámbito en el que él mismo sitúa toda la reflexión que hila este trabajo. Y estima oportuno insistir en este segundo aspecto porque en dicha conciencia se produce un fenómeno que va en contra de la tesis principal de la filosofía racionalista, a saber: que toda conciencia de algo implica una especie de elevarse sobre ese algo, precisamente para tomar distancia y poder así tomar conciencia de ello, y pensarlo mejor. Ciertamente, algo de eso hay también en la conciencia de la historia efectual; pero, por su propia índole, la conciencia de la historia efectual se ve inmersa a su vez en aquello de lo que quiere tomar distancia, porque la historia efectual también ejerce su efecto sobre dicha conciencia. Y si ésta se sobre-eleva demasiado del ámbito de lo efectual, se desvirtúa a sí misma en tanto que conciencia de la historia efectual, en aras de una pretendida e inexistente ‘razón pura’. Esto no significa que la razón hermenéutica sea presa de su carácter efectual, sino que no puede ejercerse si no es a su luz: «cuando hablamos de la conciencia de la historia efectual, ¿no nos encontramos necesariamente presos en la ley inmanente de la reflexión, que rompe toda afección inmediata como la que entendemos bajo el nombre de efecto?», se pregunta Gadamer.

Efectivamente, la razón hermenéutica se sabe bajo los efectos de la historia efectual, pero no se reduce a ser un mero efecto de la misma, sino que, a pesar de estar situada en dicho marco, puede ejercerse como tal razón. ¿Cómo resolver esta paradoja? Para hacerlo, Gadamer nos invita al que es uno de los capítulos más interesantes de Verdad y método.

Su punto de partida es exponer los límites del uso de la razón (racionalista, pura), para lo cual enfrenta a Hegel con Kant y su ‘cosa en sí’. Hay que decir ―a mi modo de ver, creo que ya he hecho mención de ello anteriormente― que la lectura que hace Gadamer de Kant es un tanto parcial. Es cierto que en Kant hay un concepto de experiencia un tanto cerrada, racional; pero no es menos cierto que en su discurso (razón práctica y sobre todo facultad de juzgar, segunda y tercera críticas respectivamente) introduce elementos que, aunque estrictamente fuera del ámbito de la experiencia en el sentido kantiano, tienen que ver con ella. De hecho, en la evolución intelectual de Kant se percibe un esfuerzo precisamente por ir más allá de lo puramente especulativo. En cualquier caso, Hegel arguye en contra de la distinción kantiana entre lo fenoménico y lo nouménico; lo que dice Hegel es que esta diferencia entre lo que se puede conocer y lo que no de la cosa, es una diferencia, sí, pero que se da en el seno de la misma razón, y no como un límite de sí misma. La razón está limitada, pero dicho límite no es el establecido por la distinción entre fenómeno y noúmeno, sino que está más allá de dicha distinción en el seno del propio ejercicio de la razón. ¿Qué quiere decir esto? A donde quiere llegar Hegel es que ese ‘ser en sí’ que caracteriza a la cosa en sí nouménica a diferencia de su manifestación fenoménica, es un modo de ser de la cosa que no escapa a la razón; sí, a una razón teórica, racionalista, como la del Kant de la primera crítica, pero no a una razón dialéctica, mediante la cual la experiencia va efectivamente más allá de lo racional, accediendo a algo otro que sí misma, de modo que puede llegar en verdad a lo ‘en sí’ de la cosa.

Lo que hay que ver ―y ésta es su limitación― es si el ejercicio dialéctico de la razón hegeliana alcanza una verdad objetiva o se queda en un mero ejercicio formal. Porque, en definitiva, la razón dialéctica hegeliana se mueve en la esfera de la lógica, independientemente de que dicha razón llevada a lo absoluto coincida con la verdad objetiva. Un entramado lógico puede ser coherente en sí mismo (verdad lógica) pero no tener referencia a la realidad de las cosas (verdad objetiva). ¿Está en Hegel justificado este salto? Desde su perspectiva, como lo lógico tiende a identificarse con lo real sí; pero, ¿y desde una perspectiva hermenéutica?

Ya Platón vio este problema en su discusión con los sofistas; y en su opinión «no existe ningún criterio argumentativamente suficiente para distinguir el uso verdaderamente filosófico del discurso respecto del sofístico», o lo que es lo mismo: el uso que nos pone en relación con la realidad respecto del meramente lógico. De hecho, la apelación de Platón al relato mítico es una manifestación de su conciencia de que la razón lógica necesita de algo más que su mero ejercicio para encontrarse con la realidad; y como la razón lógica no alcanzaba, necesitaba un recurso para subsanar esa deficiencia. Lo mítico en Platón no es sino la constatación de que la razón argumentativa no es suficiente por sí misma para mostrar la verdad de las cosas, y precisa de un soporte externo apoyado en otro tipo de conocimiento o de argumentación: el mito. Otra cosa es que este recurso de Platón al mito satisfaga al espíritu contemporáneo.

A juicio de Gadamer, ese recurso a algo otro para apoyar el discurso reflexivo es lo que hizo Hegel a su modo, aunque apoyándose en la ‘logicidad de la realidad’ más que en el relato mítico; y ante ello cabe cuestionarse lo mismo: si es suficiente este planteamiento para satisfacer a un espíritu actual. En su opinión, no (algo que a nivel personal me genera dudas, pues no sé yo si Gadamer se hace debido eco del carácter orgánico de la lógica hegeliana). Y su solución pasa por enfocar el punto de encuentro entre lo real y la razón desde otro lugar, a saber: la experiencia, en la que lo ‘positivo’ se torna como algo extraño a la razón y tiene que reconciliarse con ello «reconociéndolo como propio y familiar».