27 de septiembre de 2022

¿Es posible la metafísica? Crítica de Driesch a otras posturas contemporáneas

A mi modo de ver, el planteamiento de Driesch es uno de los intentos más serios de pensar la metafísica desde una perspectiva contemporánea. Parece razonable pensar que lo ‘en sí’, objeto de conocimiento de la metafísica, está íntimamente relacionado con el concepto de real. La idea que se tiene de real, como cuando se afirma de algo que es real, es que ese ser existe por sí mismo, «sin referencia a un yo que lo aprehenda por medio de la percepción o del pensamiento». En principio, que existan cosas reales no es cuestionado, así como que el significado de ‘real’ esté vinculado a las cosas ‘en sí’. El problema radica en otro punto, a saber: si podemos afirmar algo sobre el modo ‘en sí’ de ser de las cosas. Si esta respuesta fuera afirmativa, cabría plantearse cómo es efectivamente este ser de las cosas ‘en sí’, cuestión que sólo tiene sentido cuando la primera ha sido respondida afirmativamente; si la primera cuestión fuera respondida negativamente, no tendría ningún sentido la segunda, opción que es la que ha asumido canónicamente buena parte de la filosofía contemporánea.

Frente a la actitud cotidiana que no duda del significado ni del sentido de ‘real’, la filosofía, si quiere ser seria, se debe hacer eco de ello con una actitud crítica, pues, de tres cuestiones: a) si se puede hablar con sentido del ‘ser real’ en general; b) si lo real puede ser conocido; y c) la constitución de lo real. Démonos cuenta de que, cuando se habla de conocer, este concepto va indisociablemente unido al concepto de real; ¿qué otra cosa conoceríamos si no?

Para Driesch, «conocer significa aprehender conscientemente lo real en su modo de ser». Las preguntas anteriores podrían ser formuladas, entonces, en torno al concepto de conocer: ¿es posible el conocimiento?, ¿cómo lo es? Driesch se va a hacer eco aquí de tres posturas que él no comparte para, a partir de ahí, empezar con su propuesta, que iremos desgranando.

El neokantismo asume que el concepto ‘real’ no tiene un significado claro; pero, el caso es que, a pesar de ello, se pueden establecer sobre lo percibido una serie de aserciones absolutamente valederas. Lo fenoménico posee cierto valor objetivo, pero sin ningún fundamento metafísico definido. Pero ¿no encierra ello una metafísica encubierta, una cripto-metafísica? ¿Cómo, si no, se pueden realizar afirmaciones valederas universalmente sobre meras apariencias fenoménicas? Y valederas no tanto para todos y cada uno de los hombres como para la ‘conciencia en general’, otro modo de denominar al ‘sujeto trascendental’ kantiano. ¿Qué es la conciencia en general? Ciertamente es un asunto confuso, que Driesch denuncia con facilidad: «Las escuelas neokantianas que hablan de una validez universal para la conciencia en general penetran de un salto y sin crítica en una muy extraña doctrina metafísica, doctrina que será verdad en todo o en parte, cosa que no nos importa, pero que en todo caso no puede asentarse sin razonarla al principio de toda filosofía».

No seguirá Driesch otra corriente metafísica, dogmática en su opinión: la que denomina teoría del objeto. Según ella, se acepta la existencia ‘en sí’ de ciertos conceptos y predicados, de carácter ideal, llevando en sí mismos el criterio de verdad, y que sólo necesitan ser aprehendidos. Se trata en el fondo ―piensa Driesch― de un viejo realismo platónico defendido de una nueva forma por autores como Bolzano, Meinong (escuela objetiva) y Husserl (fenomenología). Si el neokantismo flirteaba con lo metafísico con su ‘conciencia en general’ o sujeto absoluto, estos autores harán lo propio desde ciertas significaciones o conceptos pensados como esencias existentes que serían por sí mismos portadores de dicho carácter absoluto.

Una tercera opción sería la de aquellos que entienden que pueden aprehender lo real por una especie de intuición o ‘contemplación intelectual’, tales como Spinoza, Schelling, Hegel incluso, y también Bergson. El gran problema que aquí se plantea es que, en caso de que esto fuera cierto, el protagonista nunca podría ni convencer ni compartir su conocimiento con sus prójimos, ni siquiera demostrar esa capacidad que dice poseer, opina Driesch (afirmación con la que no sé si estarían de acuerdo estos autores).

Pues bien, lejos de renunciar a la empresa, Driesch se propone avanzar con pasos contados por las sendas de la metafísica, no dando gato por liebre, ni asumiendo como a-metafísico presupuestos que no los son, error en el que caen tanto los neokantianos como los partidarios de la teoría del objeto; ni tampoco apoyándose en esa intuición válida de modo absoluto para el yo. Su punto de partida será el mismo que el de la filosofía criticista: el hecho de que yo tengo conciencia de algo, que tengo conciencia de un objeto que está delante de mí. Si bien ese tener conciencia es punto de arranque de toda filosofía, también ha de serlo de la metafísica como ciencia de lo real, en caso de que sea posible tal disciplina. Para emprender este camino es preciso afrontar ciertas dificultades, siempre bajo la directriz de no cometer ningún error por haber dado un paso en falso, un paso acrítico. Este salto acrítico lo describe Driesch del siguiente modo: «llegar inmediatamente a la afirmación de lo ‘absoluto’ e introducir sin demora el concepto de la existencia platónica de los ‘objetos’, que yo vivo o el concepto de la validez universal o simplemente el principio de que ‘algo’ existe». El gran reto es encarar la siguiente cuestión: es evidente que solo puede hablarse de algo en tanto que ‘algo para mí’; la cuestión es si ese algo se puede tratar en tanto que ‘algo en sí’. ¿Es posible, pues, la metafísica?

20 de septiembre de 2022

Los esbozos atomistas de Boyle

Cuando Robert Boyle enunció su famosa ley (que vimos aquí), en mi opinión el verdadero mérito de la misma no fue la ley en sí (que también), sino la explicación que le dio, o que barruntó. La verdad es que los grandes personajes de la historia seguramente son tales por preguntarse cuestiones que los demás, por sernos obvias o por estas tan familiarizados con estos fenómenos, no nos las hacemos. Sabemos que él jugaba con los volúmenes y las presiones de los gases, llegando a la conclusión de que su producto se mantenía siempre constante. Partiendo de este dato, lo que a él le suscitó interés es cómo hacía un gas para ejercer presión sobre las paredes del recipiente que lo contenía, en toda la superficie por igual. Más allá del paradigma clásico, Boyle pensaba que los gases debían estar compuestos por infinidad de pequeñas partículas que no paraban de moverse y que chocaban contra las paredes del recipiente, ejerciendo presión sobre él. Pensaba que desde este planteamiento era más plausible dar explicación a los fenómenos que él observó en el comportamiento de los gases. Como dice Heisenberg, «ya Robert Boyle consiguió demostrar que las relaciones entre presión y volumen de un gas resultan inteligibles admitiendo que la presión representa la multitud de choques de los átomos singulares contra las paredes del recipiente».

Así continuó sus investigaciones desde este nuevo enfoque de la materia, tratando de demostrar su hipótesis teórica de que los gases estaban compuestos por pequeños corpúsculos. Ello lo hizo observando las reacciones químicas, en las que se encontró con un problema que no sabía muy bien cómo podría resolverse desde el paradigma clásico. Trabajó sobre todo con los compuestos del nitrógeno, tal y como explica en su obra Ensayo sobre el Nitro. Allí describe una experiencia interesante, trabajando con el ‘nitro’ (en aquella época se denominaba ‘nitro’ al nitrato potásico, KNO3). Observó que, si al nitro se le añadía carbón incandescente, se producía una reacción química resultando otro material (carbonato potásico, K2CO3); si al carbonato potásico se le añadía ‘espíritu del nitro’ (es decir, ácido nítrico, HNO3), se volvía a producir de nuevo nitro.

Y éste es el asunto: ¿cómo podía ser que un compuesto que se había deshecho, que había desaparecido (el nitro) volviera a surgir de repente tras nuevas reacciones? Para Boyle no tenía sentido que una sustancia que, en un momento dado, había desaparecido, luego volviera a aparecer de la nada. ¿A santo de qué?

A no ser ―pensó hábilmente― que, efectivamente, las sustancias no fueran sustancias puras, sino que estuvieran compuestas por partículas más pequeñas las cuales, combinándose adecuadamente, les darían lugar. Así, si dicha combinación original desaparece, la sustancia inicial dejaría de estar; y combinándose de otro modo estas pequeñas partículas, darían lugar a otra sustancia. Combinándose y descombinándose, unos mismos corpúsculos podrían dar lugar a unas o a otras sustancias. Si los compuestos ‘perduran’ a través de los distintos cambios cualitativos de la materia, es decir, si inicialmente partimos del nitro y, tras varios pasos en los que el nitro no está, vuelve a aparecer, se debe a que el nitro está compuesto por partículas más pequeñas que siguen intactas a través de todo el proceso. Como es razonable pensar, esta hipótesis de la existencia de estas partículas más pequeñas rompía radicalmente con el planteamiento clásico en virtud del cual se postulaba la existencia de los cuatro elementos tradicionales de Aristóteles (tierra, agua, aire y fuego) o de los de Paracelso (sal, sulfuro y mercurio).

La nueva hipótesis de Boyle dejaba en evidencia las formas sustanciales de la cosmovisión aristotélica, las cuales ya no podían ofrecer una explicación plausible de la composición de la materia; sin duda, fue ésta una de las más importantes aportaciones de Boyle: que las propiedades de los cuerpos no venían determinadas por las propiedades de los elementos (aristotélicos) que los formaban, sino que eran resultado de las agregaciones de partículas que los constituían. Se establecían así las bases de lo que sería ya la química moderna, algo que, como suele ocurrir en estos casos, fue difícil de aceptar. El mismo Lavoisier no llegó a sentirse cómodo con este enfoque atomista, a pesar de todo lo que él aportó al nacimiento de esta nueva ciencia.

También es cierto que el fundamento de sus hipótesis todavía eran un tanto burdas. En la opinión de Boyle, si bien las propiedades de los cuerpos, constituidos como agregados de corpúsculos, venían definidas por estos, el modo en que estas propiedades de las sustancias eran originadas se debía a caracteres tales como las formas, los tamaños y sus movimientos. O sea, que la diferencia de propiedades físicas y químicas de las sustancias, si bien se deben a los corpúsculos que las componen, el por qué se debe más a factores mecánicos (formas, movimientos, etc.) que a causas estrictamente químicas. De alguna manera, todavía le influía el enfoque clásico, quien hablaba de los átomos desde esta perspectiva, pensando que las partículas eran todas de la misma naturaleza, propiciando distintas propiedades en función de su disposición o de sus propiedades mecánicas. No obstante ―como digo― su hipótesis supuso un paso importante para superar el enfoque clásico; tanto se quería distanciar Boyle de él, que no denominó ‘elementos’ a estas partículas constitutivas de las sustancias, para evitar cualquier parentesco con el planteamiento de Empédocles o de Aristóteles.

A pesar del poco rigor de esta fundamentación científica, lo cierto es que su aportación dejaba la puerta abierta al estudio e investigación de la transformación química de las sustancias, algo que entraba en clara contradicción con las pruebas experimentales de la época. Algo que, si lo pensamos, parece que va en contra del sentido común. En la época, sus colegas observaban en efecto cómo unas sustancias se convertían en otras, pero no lo que ocurría en el interior de estos procesos; ¿cómo poder pensar que las sustancias aparentemente continuas, estaban compuestas por partículas más pequeñas? Ni siquiera se conocía la naturaleza de estas partículas que componían las respectivas sustancias. Pero, como dice Laín, no cabe duda de que los elementos con los que ya trabajaba con normalidad la ciencia del siglo XIX tenían su precedente en los trabajos de Boyle; su nombre puede muy bien situarse junto con los grandes iniciadores de la ciencia moderna, como Galileo, Descartes y Newton.

13 de septiembre de 2022

Del lenguaje ‘en paralelo’ al lenguaje ‘que bulle en mi interior’

Gracias a su investigación sobre la anartria (que estudiamos aquí), Merleau-Ponty cuestiona las dos posibilidades que analizó según las cuales el lenguaje funciona como ‘en paralelo’ frente al pensamiento (y que vimos aquí), a saber: que el vocablo sería el resultado mecánico de una cierta estimulación fisiológica, o que la conciencia sería la responsable de asociar un concepto a un determinado estímulo. Tanto un caso como otro es criticado por el filósofo francés, pues cuestiona el hecho de que todo pensamiento deba tender a su expresión lingüística como su culminación. Y es que, se exprese en un discurso o no, en el fondo todo pensamiento tiende hacia su formulación lingüística; no existe un pensamiento no lingüístico porque, el pensamiento, es una experiencia: un pensamiento es un discurso interior que muy bien puede (o no) expresarse exteriormente mediante la palabra hablada. Esta idea es interesante, y viene a decir (tal y como hiciera también Gadamer) que no se trata de que pensemos algo y de que luego lo expresemos, sino que el propio pensar va acompañado del discurso, aunque este discurso permanezca en el interior de nuestra mente y no lo comuniquemos a terceros. No existe un pensamiento al margen de las palabras que empleamos en su pensarlo.

La idea que hay de fondo es que tanto el pensamiento como el lenguaje no forman parte sino de una misma génesis. Algo análogo ocurre cuando identificamos a cualquier objeto : en su opinión, no se trata de que reconocemos un objeto y luego lo nombramos, sino que su denominación va a la par con su reconocimiento: «cuando observo un objeto en la penumbra y digo: ‘Es un cepillo’, no hay en mi mente un concepto del cepillo, bajo el cual yo subsumiría al objeto y que, por otra parte, estaría ligado por una asociación frecuente con el vocablo ‘cepillo’, sino que el vocablo es portador de sentido, y, al imponerlo al objeto, tengo consciencia de alcanzarlo». O sea: cuando reconozco al cepillo como cepillo, es porque su percepción e identificación van a una con la denominación.

Consecuencia de todo ello es que la expresión es algo vivo, no algo mecánico, mera transcripción de un pensamiento ya acabado, lo cual posee una gran relevancia por dos motivos. Un discurso no traduce un pensamiento ya hecho, sino que lo consuma; el que escucha recibe así un pensamiento en ejecución, dando origen así a su propio pensamiento (también en ejecución) al mismo ritmo con el que escucha el discurso. El que escucha no recibe el mismo pensamiento del que habla; en ese caso, seríamos como máquinas que transmiten ideas que el otro recibe tal cual.

A menudo tenemos la sensación de que esto no es así, de que no podemos comprender del discurso del otro más de lo que ha puesto en él, pero no ocurren las cosas de esta manera. Ni tan siquiera ocurre que el discurso que escuchamos lo que hace es despertar de nuestra conciencia cosas que ya estaban en ella, que ya sabíamos de antemano y estaban esperando salir a la luz. No. «El hecho es que tenemos el poder de comprender más allá de lo que espontáneamente pensábamos». Esto no se da tanto hilvanando unas ideas con otras según un razonamiento lógico, porque a menudo no sabemos a dónde hemos de llegar, sino que nos solemos dirigir hacia algo indeterminado que no podemos saber ni predecir, de modo que sólo mirando retrospectivamente una vez alcanzada una conclusión podremos ver la convergencia de toda la información, no antes.

Todo esto es algo que despierta un discurso, en el cual se emplea un lenguaje que comprendo, y en el seno del cual los vocablos significan más que su significado concreto, ofreciéndonos una cosmovisión propia del lenguaje empleado. Todo discurso posee un estilo, un aire, que ya me está diciendo algo, que ya aporta conocimiento. El lenguaje no es sólo un conjunto de significados que se hilvanan y yuxtaponen, sino un todo a la luz del cual los términos particulares alcanzan su sentido completo. Esto es algo que ocurre en el arte: las obras artísticas evocan múltiples significados y nexos de sentido por su carácter abierto; así en la música, las artes plásticas, también la poesía, aunque en ella, como en la prosa, es más difícil de apreciar, porque pensamos que el sentido que poseemos de los términos es ‘el’ sentido, y que ya no tienen que aportarnos más. Pero sí que hay un ‘más’, pero un ‘más’ que no está tanto en otros posibles significados como en los que evocan por el modo en que son combinados en el conjunto total. Como muy agudamente dice Merleau-Ponty, «a decir verdad, el sentido de una obra literaria más que hacerlo el sentido común de los vocablos, es él el que contribuye a modificar a éste». Un intelectualista no es capaz de alcanzar toda la riqueza que alberga este poético mundo que bulle en nuestro interior clamando por ser expresado.

Pues bien, si esto es así, hay que buscar una tercera alternativa a la génesis de las palabras, tanto en nuestro pensar como en nuestro decir, más allá de aquellas dos que, en el fondo, trataban el asunto según procesos externos.

6 de septiembre de 2022

De Mendel a la información genética

Fácilmente podemos identificar los factores o átomos biológicos de Mendel (que vimos en este post) con lo que hoy en día entendemos por gen. No en vano se asume que la genética nació con él; o quizá, mejor que afirmar que nació con él, quizá sea más prudente decir que, de alguna manera, con su trabajo dirigió hacia ella los futuros esfuerzos de sus colegas. Fue consciente de que su aportación fue importante, aunque no sabía a dónde iría a parar. El monje checo fue capaz de resolver cómo es que no se perdían los rasgos hereditarios de una especie que en alguna generación no estuvieran presentes, y que podían volver a aparecer en sucesivas. Esto fue muy interesante porque, que un individuo de una generación no poseyera determinado rasgo, no implicaba que los futuros descendientes suyos no lo pudieran tener, siempre que dicho rasgo hubiera estado presente en un progenitor previo. La ventaja evolutiva de ello es evidente: si uno de estos rasgos que se mantienen en una generación no estando presentes en ella, proporciona ventajas selectivas, su no presencia en él no implica que su descendencia no pueda aprovecharse de ello, mejorando su posibilidad de supervivencia.

Vimos que estos factores de Mendel podían asumir distintos valores: el factor ‘color’ podía ser verde o amarillo, el factor ‘tamaño’ podía ser grande o pequeño, y el factor ‘textura’ podía ser rugoso o liso. Como puso de manifiesto, el valor de un determinado factor, aunque no se exprese en una generación, se mantiene de alguna manera en sus individuos, pudiendo ser expresado en generaciones posteriores. Esto es algo que hoy en día está asumido; según la nomenclatura actual, las posibilidades en que un gen puede manifestarse hoy en día se conocen como alelos. En el estudio de Mendel, el gen color presenta los alelos verde o amarillo, uno de los cuales será el dominante (que se expresa en mayúscula, por ejemplo, C) y el otro el recesivo (en minúscula, c). Del mismo modo, el gen tamaño presenta los alelos grande o pequeño, y el gen textura los alelos rugoso o liso. Así, en función de su expresión los genes nos irán diciendo cómo serán los individuos de diversas generaciones, a la luz de cómo se vayan manifestando los alelos. Algo que, si lo pensamos, no deja de ser un misterio; me refiero al hecho de que los alelos recesivos, estando presentes igualmente que los dominantes en un cromosoma, sean ‘superados’ por estos, no produciendo ningún tipo de efecto visible en determinadas ocasiones.

Ciertamente, Mendel no sabía nada ni de genes, ni de cromosomas, ni de mutaciones, conceptos que, gracias a él, pudieron ir conformándose poco a poco. Cómo fue avanzando la investigación durante estas décadas fue ciertamente apasionante.

Las investigaciones de Mendel se circunscribieron a las plantas. El estudio a este nivel en las especies animales todavía no se había iniciado en este sentido. Esto es algo que ocurrió más tarde, gracias a Lucien Cuénot, quien, poco después de que Mendel fuera redescubierto a comienzos del siglo XX, reprodujo sus trabajos con animales, en concreto con ratones, apoyándose en sus leyes. Su metodología fue similar a la que Mendel empleó con sus guisantes, fijando la atención en su pigmentación: trabajó con ratones pardos y con ratones albinos, asegurándose de que la descendencia de ambos tipos de ratones seguía siendo puramente parda y albina respectivamente. Y bueno, tras cruzarlos tal y como Mendel prescribía, sus resultados fueron prácticamente iguales, con una ligera desviación en los porcentajes de los caracteres en los hijos, pero muy próximos a los establecidos por él.

Todo ello convergió con otra línea de investigación posibilitada por las lentes de aumento. Hasta la fecha tan sólo se sabía que los organismos animales (igual que los vegetales) estaban constituidos por una especie de ladrillos microscópicos biológicos, a los que Robert Hooke (1635-1703) había denominado células. Hooke fue la primera persona que pudo ver y describir una célula observando a las plantas, en las que descubrió unas minúsculas ‘cámaras’, a las cuales denominó así, células, porque le recordaban las celdas de los monjes. En 1665 publicó una obra revolucionaria: Micrografía, o algunas descripciones fisiológicas de los cuerpos diminutos realizadas mediante cristales de aumento, sacando a la luz un mundo desconocido, el mundo de lo muy pequeño, más poblado y variopinto de lo que la mayor de las imaginaciones podía haber soñado.  Hooke calculó que en una pulgada cuadrada había unos mil doscientos millones de aquellas pequeñas celdas. Ciertamente, los microscopios ya existían desde hacía unos pocos años, sólo que él fue capaz de fabricar uno técnicamente mejor, logrando ampliaciones de un orden de magnitud de 30 veces, un prodigio de la técnica allá por el siglo XVII.

Unos pocos años después, se comenzó a recibir en la Real Sociedad de Londres numerosos dibujos e informes de un desconocido, un comerciante holandés, de imágenes observadas en base a ampliaciones de hasta 275 veces. El holandés Leeuwenhoek (1632-1723) no tenía base científica, pero sí una gran capacidad técnica así como una muy buena sensibilidad para la observación. Realizó muchos informes para la Real Sociedad redactados a partir de las observaciones que hizo de todo lo que se le ocurrió observar: el pan, los insectos, la sangre, el pelo, la saliva, heces, y también semen. En uno de sus informes describió la existencia de unos animálculos, que no eran sino protozoos; calculó que había en torno a ocho millones de ellos en una gota de agua (más que los habitantes de Holanda de la época). Además, fue el primero en observar unos diminutos cuerpos vibrátiles en el líquido seminal: los espermatozoos, que inmortalizó en sus cuadernos de dibujos. Leeuwenhoek ya no pudo avanzar más, siendo necesario esperar ciento cincuenta años para, una vez más evolucionada la tecnología, poder observar el interior de estos seres diminutos.

A él le siguieron otros biólogos como Spallanzani (1729-1799), sacerdote que profundizó en los procesos de fecundación en los animales, empleando por primera vez la inseminación artificial, al poner en contacto óvulos de rana con líquido seminal; o Kolliker (1817-1905), que fue capaz de seguir el rastro y desarrollo de los espermatozoos desde las células del testículo. En 1831 ocurrió un hito importante cuyo protagonista fue el botánico escocés Robert Brown (1773-1858) a quien simpáticamente Bryson le describe como un ‘visitante frecuente pero misterioso de la historia de la ciencia’, con apariciones fugaces pero importantes. Lo que hizo Brown fue poder observar el interior de una célula, distinguiendo una parte central de otras, a la que denominó núcleo (que viene del latín núcula, y que significa nuececita). Sería Theodor Schwann quien, en 1839, postuló la idea de que toda la materia viva era celular, idea que hasta entonces no se le había ocurrido a nadie, y que no se aceptó demasiado bien en el panorama científico de la época, y a lo que dio un empuje definitivo la investigación de Louis Pasteur quien, en la década de 1860, demostró que la vida parte de células preexistentes, no pudiendo surgir de modo espontáneo. La teoría celular se impuso, y se convirtió en la base de la biología moderna. A su luz, se estudió la generación de vida. Hertwig y Fol, a finales de los 70 del siglo XIX, «observaron, por primera vez en la historia, la penetración del óvulo por el espermio y formularon la regla universal de que la fecundación implica la unión de un solo espermio, con una sola célula ovular», explica Hogben. Y, no sólo eso, sino que se fue comprobando cómo en todos los animales se repetían estos procesos microscópicos con entidades que poseían una gran semejanza. Se fue viendo cómo, en cada fecundación, se unía el núcleo del espermio al núcleo del huevo, dividiéndose después en dos, repitiéndose este proceso un número indefinido de veces. Y se empezó a observar también que, si bien en el origen del nuevo individuo todas las nuevas células se parecían entre sí, conforme se iba desarrollando el organismo se producían las diferenciaciones que darían lugar a los distintos tejidos.

Las conclusiones mendelianas se fueron contrastando conforme avanzaban estos descubrimientos gracias a las posibilidades tecnológicas que brindó el comienzo del siglo XX, todo lo cual repercutió en una profundización de su comprensión. Había cierto paralelismo entre el modo en que se combinaban y se dividían las células con la transmisión hereditaria de los factores característicos. Se sabía que, con la fecundación, el gameto procedente del padre (espermatozoide) y el de la madre (óvulo), daban origen a la célula huevo o cigoto, de la cual surgiría el nuevo individuo. Sin embargo, aún no se sabía para nada cómo se producía la transmisión de los caracteres de los padres a los hijos, que era el meollo del asunto. Se suponía que en el cigoto no es que estuvieran ya los caracteres heredados, sino la información para que, en el desarrollo del embrión, dichos caracteres se manifestaran: la información hereditaria o genética. ¿Cómo se transmitía dicha información? Se debía encontrar en el núcleo de la célula huevo, pero ¿cómo había llegado hasta allí?, y ¿qué es exactamente lo que había llegado?, es decir, ¿cuál era el soporte de la información hereditaria? Estos interrogantes guiaron la investigación biológica de la época.