27 de octubre de 2015

Un mundo nuevo: la educación funcional

A raíz de una conversación mantenida con un amigo-lector, antes de continuar quería aclarar un concepto que puede dar lugar a malos entendidos. Es el concepto de aprendizaje. Cuando en los anteriores posts hablaba de que aprendemos un patrón emocional, por ejemplo, o de que aprendemos determinadas conductas o comportamientos de nuestro contexto cercano, no me refiero a un aprendizaje al uso, como el que se realiza cuando de modo activo nos están explicando algo y nos están enseñando cómo hacerlo, para que nosotros lo hagamos igual.

Aquí hablo de aprendizaje no consciente, en el sentido de que con el paso del tiempo vamos adquiriendo conductas o comportamientos o hábitos no porque se nos hayan enseñado positivamente, sino porque son con los que más o menos nos podemos desenvolver en nuestro entorno. Por ejemplo, si yo tengo unos padres sobre-protectores 'aprendo' a ser un pequeño tirano; si mis padres son autoritarios 'aprendo' a ser un sumiso o un rebelde; y ello no tanto porque se me enseñe a actuar así (como un tirano, un sumiso o un rebelde) sino porque es el modo de conducta que me permite a mí adaptarme a ese ambiente, un modo de conducta que he adoptado (aprendido) de modo no consciente, sencillamente como mecanismo de supervivencia y adaptación al 'medio' (familiar, por ejemplo, o al que sea).

En principio, siempre que hable de aprendizaje me referiré a este tipo de aprendizaje, al no consciente; a ese hecho por el cual realizando determinadas acciones adaptativas, por repetición se genera en mí una rutina de comportamientos (normalmente de manera no consciente), que voy incluyendo en mi repertorio de actuación y a la larga me van conformando mi propia personalidad.

Dicho esto, y continuando con la idea de la semana pasada, decía que no podemos no tener una determinada inteligencia emocional. Necesariamente poseemos una, la que sea, la nuestra. ¿Cómo la hemos adquirido? Podemos decir que la inteligencia emocional que poseemos es consecuencia de procesos complejos, en los que entran a formar parte muchos factores: nuestra propia biología, nuestra historia personal, nuestro contexto familiar y social,… Tras cada situación que vivimos sucede un aprendizaje; aprendizaje que se da en cada uno de los ámbitos de nuestra personalidad y, cómo no, también en el afectivo; aprendizaje por otro lado que se consolida en nuestra personalidad si esa experiencia se repite un número suficiente de veces.

De todos estos procesos, es fácil de comprender que el que más nos influye en nuestras vidas es el educativo, y ello por dos razones: porque es un proceso al cual pertenece intrínsecamente influir en nuestra conducta, educarnos; y porque en esa etapa infantil el ser humano presenta una personalidad influenciable, moldeable, maleable, lo cual facilita enormemente el aprendizaje de las pautas educativas recibidas. No obstante, también en nuestros procesos de la etapa adulta se producen continuos aprendizajes desde nuestras experiencias, aprendizajes que nos influyen y nos dejan huella; esto no lo podemos olvidar. Nunca seremos iguales antes que después de una determinada experiencia.

Entre esos aprendizajes, que como digo se dan en todos los aspectos de nuestra personalidad, se encuentra también el que nos ocupa: el emocional. Las emociones se transmiten, y se aprenden; y se transmiten lógicamente las emociones propias, las que son nuestras y que brotan en nuestra vida a tenor de los actos que realizo y las situaciones en las que me encuentro. Y tal y como las transmitimos, el otro las recibe en un proceso que no es sencillo, todo lo contrario: es más complejo de lo que a primera vista parece. Pero las recibe.

La cuestión es que esa inteligencia emocional nuestra puede ser funcional o no. Y si no poseemos una inteligencia emocional funcional, es fundamentalmente porque no la hemos aprendido; y si no la hemos aprendido, si nuestra inteligencia emocional es no funcional, no es porque no se nos haya transmitido una determinada inteligencia emocional, sino porque la que se nos ha transmitido es disfuncional. La cuestión es: ¿por qué? Ya no hablo sólo de situaciones en las que las familias o los entornos del niño son inestables o están desestructurados; hablo también de entornos familiares o cercanos 'estables', y que con todo su amor y todo su cariño transmiten patrones emocionales disfuncionales. ¿Por qué?

Recuerdo que cuando explicaba esto en una charla, normalmente nadie (o casi nadie) se sentía interpelado. Estas cosas son de esas que… 'nunca me suceden a mí'. El caso es que me atrevo a afirmar que esto es algo que nos ocurre a todas las personas; no nos salvamos ni uno. Podemos hacerlo mejor o peor, pero nunca lo haremos bien del todo. Es por ello que es un proceso de aprendizaje (personal, como educadores) que dura toda una vida.

La idea fundamental que quiero transmitir es la necesidad de abrir la perspectiva educativa de padres y educadores hacia comportamientos que si bien no necesariamente han de ser estrictamente pedagógicos, influyen y mucho en el comportamiento y en el aprendizaje de los niños, más allá de lo meramente educativo. Esta es una idea muy difícil de transmitir; mucho más intentar llevarla a la práctica. De lo que se trata es de concienciarnos de que hemos de descubrir toda la información que los seres humanos transmitimos de manera no consciente, y que por su propia naturaleza es una información que los niños están especialmente predispuestos a recibir, a menudo también inconscientemente. Y por lo general tiene mucho que ver con lo afectivo. Hay que intentar adoptar una postura diferente, plantearnos de modo nuevo nuestra visión de nosotros mismos y sobre todo la visión de nuestros hijos y de nuestro trato hacia ellos. Y esto es complicado. Hace falta ir educando nuestra sensibilidad hacia situaciones o hechos en las que no estamos acostumbrados a hacerlo. Pero cuando comienzas a avanzar en ese sentido, se abre un mundo totalmente nuevo… en tu propia casa.

24 de octubre de 2015

¿Acaso soy yo el responsable de mis actos?

Llegamos ya casi al final de nuestro recorrido por estas páginas. En estos últimos capítulos (antes del Epílogo y del Post scriptum), Hannah Arendt se dedica a relatar los últimos días del juicio a Eichmann con toda la sucesión de testigos, etc., así como a relatar su historia personal desde el fin de la guerra hasta el pleito: sus últimos días en Alemania, la huida a Argentina, su captura,…

El juicio dictó sentencia considerando esta especie de máxima de que «el grado de responsabilidad (ante un acto criminal) aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal», para recaer en aquél que dictó la orden. Esto se le aplicó a Eichmann, quien finalmente fue acusado de haber realizado delitos ‘contra el pueblo judío’, es decir, contra los judíos con el ánimo de destruir su pueblo. Y ello de cuatro maneras: siendo causante de la muerte de millones de judíos; situando a millones de judíos en condiciones conducentes a su destrucción física; causándoles graves daños físicos y mentales; y dando órdenes de interrumpir la gestación a mujeres judías embarazadas impidiendo que dieran a luz. Y le absolvieron de otros cargos. La condena correspondiente fue la pena de muerte.

Lo sorprendente de todo esto (por lo menos para mí) es que Eichmann —según sus propias palabras— nunca odió a los judíos, ni nunca deseó la muerte de ninguno de ellos. ¿Por qué lo hizo entonces? Según relata en su declaración, su única culpa fue su profesionalidad, su obediencia, siendo los verdaderos responsables sus jefes que abusaron de su bondad. Él era una víctima de la maquinaria nazi, y eran los dirigentes los que realmente merecían el castigo. No era el monstruo en que querían convertirle —decía— sino una persona que había sido manejada. No obstante, finalmente la pena fue ejecutada.

Hubo personas que no querían que Eichmann fuera ejecutado. Unos porque consideraban que era un mero chivo expiatorio que Alemania había abandonado en manos de la justicia israelita, en contra incluso de las disposiciones de la justicia internacional. Otros —entre los que estaba Martin Buber— por entender que con dicha ejecución muchos (jóvenes) alemanes expiarían sus sentimientos de culpabilidad. Arendt es especialmente crítica con este ‘sentimiento de culpabilidad’ de la sociedad alemana. Puede ser más o menos fácil sentirse culpable por todo lo que ha hecho la gente de tu país, y estar arrepentido. Pero más difícil es tomarse ese sentido de culpabilidad en serio. En la época en que el juicio se estaba celebrando, muchos dirigentes alemanes investidos de autoridad política y jurídica, eran realmente culpables por todo lo que hicieron y consintieron durante la guerra. Ante esa flagrante situación, ¿no sería lo lógico que surgiera un fuerte sentimiento de indignación hacia ellos por parte de los otros miembros de la sociedad? Pero claro, eso suponía un enfrentamiento y un riesgo ya no de morir o de ser mutilado (ya no eran tiempos de guerra), pero sí de ver truncada una carrera social, por ejemplo. Es fácil dar la imagen de un arrepentido; llevarlo hasta sus últimas consecuencias arremetiendo con los responsables es más difícil. Pero si no se va a hacer esto, por favor que no digan nada de lo otro; en tal caso no es más que un mero sentimentalismo barato. No hay que decir que todo esto le granjeó no pocos problemas mediáticos a la autora.

Todo esto nos tiene que dar para pensar. Y enlaza con lo que decía Eichmann de que era tan sólo una víctima. Salvando todas las distancias del caso que nos ocupa, ¿hasta qué punto uno es responsable de lo que hace, cuando lo hace presionado por sus dirigentes? Recuerdo unos cursos que impartí a gente trabajadora en diversas empresas, en los que en alguna de las sesiones se tocaban precisamente estos temas: ante presiones de los superiores, ¿hasta qué punto es lícito que hagamos algo que va en contra de nuestros principios morales? En teoría es muy fácil (enseguida nos sale que no hay que hacerlo, claro) pero en la práctica, cuando está en juego un puesto de trabajo, un sueldo, una familia que mantener... ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar? Quizá el problema de la banalidad del mal haya que buscarlo por aquí, cuando uno tiene que arriesgar demasiado para mantener a salvo sus convicciones, relativizando aquello que no se puede relativizar, y en vez de asumir la propia responsabilidad y tomarse su vida en serio, justificando ante sí mismo lo injustificable y arrastrando con esa decisión a gente inocente.

Aunque seguramente a menor escala, es algo que nos ocurre a cada uno de nosotros en la cotidianeidad de nuestras vidas: con cierta facilidad tenemos que ‘obedecer’ órdenes de dudosa legitimidad ética, o nos ‘vemos obligados’ a hacer cosas por las circunstancias. La pregunta es: ¿somos responsables o no, o las circunstancias que nos rodean son suficientemente válidas para justificarnos moralmente y liberarnos de nuestra responsabilidad ética? No es una pregunta fácil de responder, sobre todo si está en juego como digo nuestro trabajo, nuestro salario, el bienestar de la familia, incluso en ocasiones nuestra integridad personal,… Supongo que desde la distancia y pensando a nivel teórico, todos lo podemos tener más o menos claro; pero en el caso concreto y en las circunstancias concretas, a lo que habría que añadir además el perfil psicológico del individuo, las cosas se hacen más complicadas. ¿Será cierto, como decía Kant, que las personas no tenemos precio sino dignidad? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar? No puedo sino acordarme de una viñeta que leí de Groucho Marx (tampoco sé si es cierta o no, pero es muy ilustrativa).



20 de octubre de 2015

La imposibilidad de no educar emocionalmente

Tendemos a pensar que la mejor forma de atender a la realidad es conceptual y volitiva, cuando quizá sea lo afectivo lo que más nos ayuda a estar íntimamente situados en ella, aunque de diferente manera. Entender esa manera diferente se nos escapa; nos obliga a cambiar nuestras estructuras de conocimiento y de comportamiento. Nos obliga a mirar las cosas de modo diferente. Se trata de un modo de atender a las cosas y a nosotros mismos no tan concreto y definido, sino de forma más difusa y ambital. No podemos educar emocionalmente a nuestros hijos de la misma manera que les enseñamos que dos más dos son cuatro, porque los sentimientos se transmiten sobre todo ambitalmente, atmosféricamente.

Educar emocionalmente no es enseñar lo que se ha de sentir en un momento dado, tal y como enseñamos a responder cuánto vale la incógnita de una ecuación. De lo que se trata es de educar para crecer con cierta serenidad de ánimo y con cierta moderación emocional, desde donde es permitido que afloren de modo natural los sentimientos personales. Es complicado dar una definición exhaustiva, pero de forma breve se podría decir que una persona educada emocionalmente sería aquella que vive y exterioriza moderadamente sus estado de ánimo; una persona que lo que siente se da en una correspondencia más o menos razonable con su entorno, una persona afable, serena, pero que no duda en sacar su genio cuando la ocasión lo merece,… Esto no es fácil. A menudo no dejamos aflorar nuestros sentimientos porque nos sentimos amenazados: ¿cuántas veces hemos reprimido un enfado, unas lágrimas, una risa,… por miedo a pensar que no era el momento adecuado, o que nos iba a costar un desencuentro,…?

Y en línea de continuidad con el anterior post, cómo va generándose en el educando una sensibilidad sana, estable y moderada, tiene que ver y mucho con lo que hacemos y transmitimos no cuando somos conscientes, sino precisamente cuando nos comportamos inconscientemente, porque en esos momentos nos estamos comportando como realmente somos, sin representar ningún rol ni ningún papel. En esos momentos no estamos transmitiendo nada en concreto: sencillamente somos, y transmitimos aquello que somos, nada más.

Más que hablar de procesos inconscientes, creo más adecuado hablar de procesos ‘no conscientes’, por la carga de significado que va asociado a lo inconsciente. Además que creo que efectivamente son procesos que no caen en el ámbito de la inconsciencia, sino que forman parte de nuestra actividad consciente, cotidiana, normal, sólo que no caemos en la cuenta de ellos, no somos conscientes de ellos. Pues bien: es en esos procesos no conscientes donde normalmente transmitimos de forma singular a las personas cercanas todo esa ‘información’ no concreta, difusa, en la que cabe incardinar lo afectivo.

Todo este ‘aprendizaje’ es un proceso que dura toda una vida… y no se acaba. Y además no sólo influye lo que hayamos aprendido durante nuestra infancia, sino que influye y mucho lo que hagamos con nosotros mismos en nuestra época adulta. Pero qué duda cabe, que lo que hagamos en nuestra edad adulta ‘se monta’ sobre nuestros aprendizajes previos. De ahí la importancia de lo recibido de pequeños. Todo esto que hemos vivido, si bien no nos determina, sí que nos condiciona en nuestros años futuros. Y ahí entramos nosotros —los educadores—, en lo que podamos transmitir a nuestros hijos, que en principio ellos lo aprenderán, y que les va a condicionar —no a determinar— el resto de sus vidas.

Tampoco hay que ser tremendistas, pero sí ser conscientes de la importancia de la labor educativa, en todos sus aspectos (también para con uno mismo). Vaya por delante que, según mi experiencia, los padres, los educadores,… no lo hacemos tan mal. En general queremos a nuestros hijos, y ese amor les es transmitido día a día, y les cala, les llega. Otra cosa es que lo podamos hacer mejor, y eso también es cierto. Siempre se puede hacer mejor; siempre se puede aprender más, y aprovechar ese aprendizaje para crecer. Y si lo podemos hacer, si podemos educar mejor a nuestros hijos o a nuestros alumnos… ¿por qué no intentarlo? Ellos lo merecen. Ellos… y nosotros también, porque si bien todo esto que estamos hablando tiene que ver con mejorar nuestro modo de educar, sin duda va a refluir sobre nosotros mismos, ayudándonos a crecer a nivel personal. De alguna manera, la estima que tengamos por nosotros mismos está íntimamente relacionada con la que tengamos por ellos, y viceversa.

Desde este contexto, los profesionales ponen de manifiesto la carencia de unas pautas educativas adecuadas desde las cuales los niños adquieran tal inteligencia emocional. Es preciso, pues, una educación emocional, una transmisión de determinados patrones que permitan a los niños adquirir destrezas afectivas, emocionales, etc. Y este dato es importante: hay que hablar de una carencia de educación emocional, y no de una ausencia de transmisión de patrones emocionales. Porque cuando decimos que los niños —o los adultos— no poseen una inteligencia emocional, a mi entender tal expresión no es exacta: claro que la poseen, pero el caso es que aquella que poseen es disfuncional. Pero todos tenemos una determinada inteligencia emocional, mejor o peor, más o menos funcional, que hemos adquirido y que vamos a transmitir: nuestro cerebro es más artesanal de lo que nos pensamos.

15 de octubre de 2015

¿Es la teología sólo cosa de dogmas?

El desarrollo que ha mantenido la reflexión teológica a lo largo de siglo pasado ha sido verdaderamente interesante. Podríamos decir que ha seguido un proceso desde el dogmatismo al diálogo. Como suele ocurrir ante cualquier crisis, se ofrece una inmejorable ocasión para crecer. Y así ocurrió al introducir el aspecto histórico en la teología. Esto que hoy en día puede sernos más o menos obvio, no olvidemos que incluso en la historia de la filosofía es algo también muy reciente. El modo actual de comprender históricamente cualquier hecho o cualquier época no ha sido un tópico a lo largo del pensamiento humano, ni mucho menos. Y en el teológico, tampoco.

Partiendo del hecho histórico que fue el hombre Jesús de Nazaret, con el paso de los siglos la reflexión teológica se fue distanciando de Él para atender a una especulación más dogmática. El interés se centraba en los graves problemas de la fe, que a menudo tenían pocas repercusiones prácticas del cielo para abajo. Esta tendencia cambió hacia finales del medievo, donde distintos autores fueron sembrando el camino para ir pasando de dicha especulación abstracta a una reflexión más ‘terrena’.

A ello contribuyeron sin duda la Ilustración y el Romanticismo, incluyendo en la filosofía también dicha dimensión histórica. Pero a diferencia de lo que ocurre en la filosofía, esta inclusión no es fácil en la teología. Si la comprensión histórica es complicada desde un punto de vista filosófico incluso aun hoy en día, cuando todavía estamos averiguando todo lo que nos quiere decir Gadamer cuando nos habla de una hermenéutica no tanto metodológica como experiencial, teológicamente el asunto se agrava por una cuestión nuclear y muy concreta: la Revelación. El problema es que hay un dato revelado por Jesucristo, una Verdad que está más allá del tiempo y de la historia, y que sin embargo es recibido por distintas sociedades en distintas zonas geográficas y en diversas épocas históricas. ¿Cómo articular una cosa con la otra, como articular lo eterno del mensaje revelado con el aspecto histórico de su transmisión?

Las disciplinas teológicas que criticaron la teología clásica (dogmática) hicieron hincapié precisamente en el hecho de que la Revelación se dio en un momento histórico muy puntual, hace veinte siglos. ¿Cómo saber cómo fue realmente? Intentaron captar, por debajo de lo mudable de cada época, lo válido y original del mensaje cristiano. No se trataba tanto de identificar cómo se materializaba en cada cultura el mensaje evangélico, como de identificar esos rasgos comunes que se daban (me atrevería a decir que fácticamente) en aquellas culturas que trataban de vivir cristianamente. Se trataría de una reconstrucción de alguna manera empírica del mensaje original de Jesucristo. Ante la afirmación de algunos autores de la imposibilidad de recuperar históricamente (no dogmáticamente) el mensaje de Jesús, otros apostaron por ello. Entre ellos destaca Harnack, quien es considerado como el teólogo con el que arranca la contemporaneidad, y que con su método histórico-crítico intentaba alcanzar el dato revelado en su pureza y originalidad.

Pero en el clima racionalista de la época, surgió una cuestión por la que el mismo Harnack fue criticado: ¿por qué había que ceñirse al cristianismo?, ¿qué pasaba con el resto de religiones? Esta cuestión estuvo presente en todo el panorama intelectual europeo, incluso en el filosófico, optando en general por la afirmación de que entre todas, la religión cristiana era la más cercana al auténtico Dios. A esta afirmación se llegaba según dos vías: la primera, más tradicional (clásica), se apoyaba en la propia naturaleza sobrenatural del cristianismo (¿no hay aquí cierta petición de principio?); y la segunda, más moderna (crítica), se apoyaba en que fácticamente se daba en las culturas cristianas lo que en general se puede entender como la esencia de la religión auténtica (independientemente de que fuera mejor o peor vivida). Como digo, esta vía era compartida también por filósofos importantes como Kant, Scheleiermacher o Hegel. Los partidarios de esta segunda vía creían auténticamente que el cristianismo era la auténtica religión, pero no querían llegar a dicha afirmación por una vía dogmática, sino por una vía crítica, que es muy distinto. La cuestión era, pues, cómo poder hablar de la primacía del cristianismo sin apelar a lo sobrenatural y dogmático.

Como suele ocurrir, el péndulo se deslizó hacia el otro lado, empujado en este caso por Barth. Lo que venía a decir este autor es que si sólo se atiende a lo histórico, a lo que subyace en las distintas manifestaciones culturales humanas, ¿qué ocurre con el mensaje de la Revelación?, ¿no estaremos cayendo en una religión intramundana?, ¿qué ocurre con el elemento sobrenatural? La solución pasó por la recuperación de Dios como el totalmente Otro, en clara alusión a la experiencia religiosa desde un punto de vista fenomenológico que tan bien estudió R. Otto, pero sin perder el elemento crítico (como pretendía Bultmann). Mediante el paso de una teología histórica, moderna, liberal, a una teología denominada dialéctica, se recuperaba una dimensión muy importante, la dimensión personal de la fe. Porque el auténtico creyente no es tanto el que reflexiona, investiga, etc., sino aquél para el que su historia personal ya no es comprensible sin el hecho religioso vivido de forma actualizada.

Y esto había que articularlo bien. Había que encontrar un equilibrio entre una religión demasiado universal pero poco arraigada en el individuo concreto, y una experiencia personal quién sabe si muy salpicada de elementos subjetivos. La solución pasaba por el diálogo entre ambos extremos, aparente paradoja por intentar mantener unidos elementos que de por sí se excluyen: lo divino y lo humano, lo eterno y lo temporal, lo revelado y lo histórico.

Ya para acabar quisiera destacar dos ideas. La primera es que gracias a todo este proceso se ha llegado a una forma diversa de hacer teología. Este enfoque, que intenta no reducirse a una consideración dogmática gracias a la crítica historicista, ha sido capaz de ir un poco más allá de ésta para encontrar una postura de equilibrio. Se ha bajado de lo metafísico y abstracto, sin caer en las redes de lo meramente intramundano. La tendencia es la de reflexionar considerando elementos sobrenaturales, pero intentando mantener los pies en el suelo de la realidad histórica y temporal del ser humano, e incluso más allá de círculos cristianos. Creo que esto es importantísimo, y no ha hecho más que comenzar. La segunda es que, esto que vemos casi como una exigencia en el siglo XX, no es una actitud muy arraigada en el creyente de a pie. A menudo nos contentamos con un discurso fácil, adquirido por costumbre más que por convicción, sin plantearnos críticamente tantas y tantas cuestiones. No se trata de dudar de todo por oficio, sino sencillamente para plantearnos la fe de modo coherente y auténtico, y para poder entablar adecuadamente un diálogo sereno, abierto y fecundo con otros enfoques religiosos o con personas no creyentes.

6 de octubre de 2015

Tras lo sucedido en el Este

El Este era para los alemanes la zona comprendida por Polonia, Estados Bálticos y el territorio ruso que tenían ocupado. Toda esta zona tenía una terrible significatividad, pues era la ‘siniestra terminal de las deportaciones’, y de donde era muy difícil escapar (apenas lo lograban un 5%). Por otro lado, era la zona previa a la guerra donde se asentaba la gran mayoría de judíos europeos.

En el juicio se intentó enlazar a Eichmann con lo sucedido aquí, pero no había pruebas, sencillamente porque habían sido destruidas. Algunos supervivientes se ofrecieron como testigos. Sin embargo, la mayoría de ellos no sabían nada acerca de los puntos concretos del juicio; hablaron de su experiencia (de su dramática experiencia) pero a menudo (como es natural) confundían fechas, nombres, caras,… Ninguno de ellos fue definitivo para condenar al acusado. No es que no fuera cierto lo que decían, sino que se refería por lo general a cosas vagas o que ya se sabían: las condiciones de los guetos, los procedimientos empleados en los campos, los trabajos forzados a menudo hasta la extenuación,… Simplemente por respeto hacia ellos se les dejaba hablar, y que se explayaran y se desahogaran.

La verdad es que en el juicio de Eichmann hubo un poco de pantomima, en el sentido de que ya se sabía el final del juicio. De hecho, a nivel legal todo lo que ocurrió con él fue extraordinario. Su detención en Argentina se saltó el protocolo internacional, pero se pasó por alto porque ya se sabía quién era. También es cierto que su papel en la Solución Final fue exagerado, debido a que muchos de sus (ex)compañeros le culpabilizaron de todo lo que pudieron en Nuremberg, así como al hecho de su constante relación con los representantes judíos por ser el oficial alemán con más experiencia en los ‘asuntos judíos’; pero ello no le quitaba ni un ápice a su responsabilidad real. Por su parte, que no fuera ejecutor directo de tantas muertes tampoco le libraba de la responsabilidad, pues como se dijo en el juicio «la responsabilidad moral y jurídica de quien entrega la víctima al ejecutor material del delito es, en nuestra opinión, igual, y en ocasiones mayor, que la responsabilidad de quien da muerte a la víctima». Y ésta fue su principal acusación: el haber enviado conscientemente a la muerte a miles de personas, aunque no fuera la mano ejecutora.

En este sentido, se le asociaba con los Einsatzgrappen o batallones de fusilamiento (cuyos dirigentes eran de la élite de las SS pero sus integrantes eran criminales o soldados a los que habían destinado ahí como castigo), con la deportación de los judíos de los guetos de Varsovia a los campos, sobre su parte de responsabilidad de lo que ocurría en los propios campos de exterminio, así como en las condiciones de vida de los guetos y su liquidación final. De todo ello se demostró que Eichmann estaba informado, pero no había pruebas de su responsabilidad directa. Su papel se limitaba únicamente en tanto que ‘especialista en transporte y emigración’. En el Este, donde la brutalidad imperaba por doquier, no hacía falta un ‘especialista’ en los asuntos judíos.

Destaco un último y terrible punto. A lo visto, la idea de Hitler era poblar todos los terrenos conquistados con población alemana. Para ello, era preciso previamente ‘evacuar’ a la población nativa (no sólo al pueblo judío). «Las medidas adoptadas contra los judíos del Este no fueron únicamente el resultado del antisemitismo, sino que formaban parte de una política demográfica global (…)». Esto es, en el caso de que los alemanes hubieran acabado ganando la guerra, todas las poblaciones nativas (polaca y demás) hubieran acabado igual. De hecho, a los polacos se les distinguía con una P en un brazalete, análoga a la Estrella de David de los judíos.

Y el caso es que ante las matanzas iniciales en las zonas urbanas recién conquistadas, incluso los propios oficiales alemanes protestaron. Protestaron porque se mataba indiscriminadamente a civiles (población judía, intelectuales polacos, clero, nobleza,…) tras las primeras líneas del ejército, lo que era inhumano hasta para ellos. Fue entonces cuando cobró vigencia la idea de concentrarlos en guetos, para poder ‘limpiar’ el territorio de aquel tipo de personas, y luego enviarlas a los campos.

Como digo, a nivel legal no se le pudo acusar a Eichmann de tales delitos con las pruebas y los testigos presentados. Si los jueces hubieran actuado de otro modo, hubieran puesto en evidencia de modo flagrante la validez del proceso. Pero las pruebas y las acusaciones continuaron. Y ahí se comenzó a entrever la verdadera personalidad de Eichmann, de cuyo comportamiento se pueden entresacar repercusiones terribles para las sociedades occidentales actuales.

1 de octubre de 2015

¿De qué va esto de la educación emocional?

Cuando en el anterior post hablaba de los procesos no conscientes de la educación (que de hecho pueden ser extendidos a cualquier contexto relacional, no necesariamente pedagógico), decía que en principio quería centrarme más en los aspectos emocionales de esos procesos, pero que ‘inevitablemente’ saldrían a colación los aspectos cognitivos y conductuales. Pensando un poco en esto puede parecer paradójico, porque tradicionalmente lo que se ha entendido como educación estaba mucho más relacionado con la inteligencia y con la voluntad (aprender cosas, comportarse de un determinado modo) que con el mundo de las emociones y de los sentimientos. Tradicionalmente, lo emocional ha sido considerado como un elemento hostil ante el cual habíamos de permanecer alerta, pues fácilmente complicaba la ‘educación’ realizada a base de inteligencia y voluntad.

Parecía que el crecimiento como personas giraba en torno a estas dos facultades, pudiendo prescindir en tal tarea de los sentimientos. Normalmente se pensaba que los sentimientos no contribuían a la estabilidad del ser humano, todo lo contrario: lo sentimental favorecía la dispersión y nos ‘distraía’ de lo ‘verdaderamente’ importante: lo que sé y lo que hago. La cuestión que surge inmediatamente es: ¿es beneficioso para la persona este planteamiento, es beneficioso desplazar el fiel de la balanza hacia inteligencia y voluntad, ninguneando el peso de lo afectivo? Y todavía más importante: ¿es posible, desde un punto de vista antropológico, semejante empeño?, ¿podemos sesgar el mundo emocional en el ser humano? ¿O lo que ocurrirá será que las emociones, lejos de ser suprimidas, permanecerán ocultas, ignoradas, pero presentes en lo profundo de nuestra personalidad, buscando cualquier resquicio para aflorar como ocurre, por ejemplo, cuando una gran masa de agua fisura el gran muro de una presa?

Nos solemos fijar en cómo se comporta una persona y en su capacidad intelectual para saber si va a ser capaz de desenvolverse en la vida. Así, decimos que cuando alguien realiza estas funciones de modo satisfactorio, es alguien… ‘normal’. Pero aquí hay que distinguir dos cosas: lo que se considera ‘normal’ y lo que se considera ‘sano’. Porque para nada una persona ‘normal’ es una persona ‘sana’; del mismo modo que un alumno que aprende los contenidos correspondientes a su curso y se comporta de un modo ‘normal’, no implica que a nivel afectivo sea una persona sana. Para nada. Claros ejemplos (aunque un poco extremo, pero no por ello menos real) son los de estas personas que un día se encuentran con que su vecino, ese chico tan simpático y tan educado, resulta que era un asesino en serie. “¿Cómo puede ser? ¡Pero si todas las mañanas me ayudaba con la bolsa de la compra! No me lo puedo creer. Con lo majo que era”. Pues sí. Su comportamiento era normal, pero para nada era sano.

La educación ha estado articulada alrededor de inteligencia y voluntad, pero no de afectos. Supongo que es más fácil hacerlo así. Para un educador es más fácil transmitir unos contenidos para que sean aprendidos, y trasladar unas actitudes o comportamientos para que sean respetados, que adentrarse en el pantanoso mundo de los sentimientos y los afectos. Mientras lo otro vaya bien, ¿para qué nos vamos a meter en semejante lío? Si los niños aprenden la materia y se portan bien, pues ya está claro, ¿no? Pero el caso es que con ello nos dejamos fuera un aspecto que cada vez se considera más relevante en nuestras vidas.

¿Se pueden educar las emociones?; y si se puede: ¿cómo hacerlo? En definitiva: ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de ‘educación emocional’? Quizá se pueda pensar en tener las emociones controladas, sin dejarlas aflorar viviendo en una especie de neutralidad o de atonía sentimental. Quizá se pueda pensar que consiste en ser conscientes de nuestras emociones y saber identificarlas (que no es poco). Quizá se podría añadir que tiene que ver con saber gestionarlas ante las vicisitudes de la vida. Pero, ¿qué quiere decir esto exactamente?, ¿cómo gestiono yo mis emociones? ¿Se trata acaso de ‘corregirlas’ desde mi esfuerzo cuando afloran y me incomodan? Si estoy triste y no es lo que toca, no pasa nada pues pongo cara de contento y ya está. ¿Se trata de eso?

En fin, estas preguntas no son de respuesta fácil, y a lo largo de la historia del pensamiento han sido planteadas muy recientemente. Cierto es que desde siglos atrás ha habido intuiciones muy interesantes sobre la vida afectiva y demás, pero también lo es que todo eso no ha sido tratado temáticamente hasta hace relativamente poco tiempo. Tenemos que darnos cuenta de que las emociones o los sentimientos no son algo malo, como tampoco lo son ni la inteligencia ni la voluntad. Y no sólo no son algo malo, sino que los sentimientos son indispensables, no podemos no contar con ellos. Podemos no considerarlos, pero no por ello dejarán de estar; y si no los consideramos, lo único que conseguiremos serán personas truncadas afectivamente, con la posterior desestabilización y desestructuración que ello implica a nivel personal (aunque seamos ‘normales’). Tenemos que acostumbrarnos a ver los sentimientos como un elemento clave (tanto como los otros dos) para una vida lograda; y a comprender que una vida vivida sin una afectividad sana es una vida castrada, reducida, incompleta.

Lo que sí que hay que hacer es saber de qué estamos hablando cuando hablamos de sentimientos, o de afectividad humana. Nuestra cultura occidental no contribuye demasiado a esto; más bien propende a una sensiblería blanda que más que acercarnos nos aleja del núcleo de nuestra verdadera humanidad. Quizá haya que atender a formas más profundas de afectividad; no tanto a emociones y sentimientos al uso (que también), ni tampoco a esos estados afectivos que los subyacen, como los estados de ánimo, sino a lo que es esa componente afectiva profunda que tenemos en el interior de nuestro ser, ese sentimiento de fondo, esa especie de tono vital que nos acompaña de continuo en nuestras vidas. No se trata de dejar la afectividad a su antojo, sino de integrarla en una vida global, junto con lo cognitivo y lo conductual, que es distinto. ¿A alguien se le ocurriría dejar la voluntad a su antojo? ¿Qué me ocurriría si hiciera en todo momento lo que me viniera en gana? Probablemente pronto me encontraría con la realidad de las cosas y con la realidad de los otros para ponerme en mi sitio, encuentro que sería de todo menos agradable. Como digo, si somos capaces de integrar holísticamente la afectividad en nuestras vidas, contribuiría sin duda a una mejor realización; realización intelectiva, volitiva y… afectiva. ¿Por qué lo sentimental no puede ayudarme a ser mejor persona?