31 de agosto de 2021

El espíritu de la modernidad según Peirce: ¿tan claro y distinto?

Descartes es considerado como el padre de la filosofía moderna; es razonable afirmar que el arranque de la modernidad respira un aire a cartesianismo: es el espíritu del cartesianismo, tal y como lo denomina Charles S. Peirce en un breve escrito titulado “Algunas consecuencias de cuatro incapacidades”, texto en el que realiza una crítica al fundamento de la modernidad.

¿Qué es lo que caracteriza a este espíritu cartesiano? En su opinión lo siguiente: a diferencia del pensamiento clásico y medieval, en el cual había una confianza básica según la cual la razón era capaz, con todas las cautelas correspondientes, de conocer la realidad, la propuesta cartesiana comenzaba con una duda universal, duda que sólo podía ser resuelta desde la intervención de la conciencia del sujeto. Para a partir de ahí, desde la ‘piedra filosofal’ de su cogito, comenzar a desentrañar los misterios a los que se enfrentaba el ser humano; un cogito que hacía las veces de hilo de Ariadna. Aunque, consciente de que no podía llegar a todo, precisaba de la ayuda de Dios para no caer en el absurdo.

Pues bien, Peirce entiende que este planteamiento es inaceptable. En primer lugar, se plantea el filósofo estadounidense hasta qué punto es posible empezar a construir nada desde una duda radical, completa; ¿es esto así? Esto no sólo es falso, sino que es imposible, pues todo comienzo de la reflexión se realiza en un determinado contexto, desde unas premisas, desde unas precomprensiones sin las cuales ni siquiera nos podríamos plantear ninguna duda. Como él dice, «tenemos que empezar con todos los prejuicios que de hecho tenemos cuando emprendemos el estudio de la filosofía», afirmación que muy bien podría haber dicho el mismo Gadamer. Prejuicios que no pueden borrarse de un plumazo, por mucho que así lo pretendamos; prejuicios «que no pueden disiparse mediante una máxima, ya que son cosas que no se nos ocurre que puedan cuestionarse». Por este motivo, esta duda radical de Descartes no deja de ser un autoengaño, y no una ‘duda real’.

Ciertamente, nuestro pensamiento evoluciona con el tiempo, y muy bien podemos hacer un análisis crítico de nuestras bases iniciales, pero, si se hace eso, seguramente será porque hemos encontrado unas nuevas bases que nos ofrecen más confianza, no porque nos lo hayamos propuesto así por las buenas. Como muy bien dice Peirce, «no pretendamos dudar en la filosofía de aquello de lo que no dudamos en nuestros corazones». En opinión de Peirce, en definitiva, Descartes ya sabía dónde quería llegar, aunque para hacerlo dio un rodeo racionalmente más que discutible, para recobrar aquellas creencias que había ‘abandonado’ en la forma.

Y no sólo eso, sino que su criterio de verdad también es discutible, en el sentido de que no por estar plenamente convencido de algo se sigue que ese algo sea verdadero. Su criterio de verdad es el convencimiento, felizmente expresado en su famosa expresión cogito ergo sum. Pero ¿es esto así?, ¿no es un tanto equivocado erigir a conciencias individuales en jueces absolutos de la verdad?, ¿es legítimo establecer así cuál es la clave de bóveda del edificio filosófico? En su opinión, ello sólo puede dar lugar, en el avance del conocimiento, y dada la inestabilidad del punto de partida, a un conocimiento múltiple y equívoco, pues no se han seguido prudentemente los pasos adecuados. Estos pasos los toma de la ciencia, aunque no desde una reducción cientificista. En la ciencia, el avance del conocimiento se produce esbozando hipótesis hasta que alcanzan el acuerdo de la comunidad científica, las cuales dejan de serlo —las hipótesis— una vez dicho acuerdo ha sido alcanzado, para convertirse en conocimiento.

Peirce se hace eco aquí de un planteamiento al estilo del Kant de la Crítica de la razón pura, en el sentido de que se debe avanzar a pasos contados según permite la verificación, aunque si bien en el caso de las ciencias naturales esta verificación es de carácter empírico, en el caso de la filosofía adviene por otra vía: por un acuerdo intersubjetivo de la ‘comunidad de los filósofos’. Lo importante —en su opinión— es que haya ese acuerdo, pues fuera de él, toda cuestión de certeza es ociosa, «porque no queda nadie que la ponga en duda». Así, el conocimiento filosófico (igual que el científico, por cierto) no es lineal, como una sucesión de eslabones cuya debilidad vendrá dada por el eslabón más débil, sino por una amplia variedad de diversos caminos que, a modo de pequeñas fibras interconectadas entre sí, irán generando el ‘cable’ del conocimiento.

24 de agosto de 2021

El origen hipnótico del psicoanálisis: la cura del habla

Freud es universalmente conocido como el ‘padre del psicoanálisis’; quizá sea menos conocido — por lo menos para un servidor— que en sus orígenes se encontraba la hipnosis, tránsito que he podido conocer con más detalle gracias a Eric Kandel y su fantástico libro La era del inconsciente. Sigmund Freud nació en el seno de una familia judía en 1856, en una pequeña ciudad de Moravia (actual República Checa). A los tres años la familia se trasladó a Viena, ciudad en la que vivió hasta 1938, cuando Alemania se anexionó a Austria; por motivos evidentes, emigró a Inglaterra, donde murió un año después. El Freud que todos conocemos es el de su segunda etapa (aproximadamente a partir de 1900); hasta entonces, era un inteligente investigador de neurología interesado en describir la vida según los procesos fisiológicos básicos. Inicialmente, pues, tenía un perfil más bien científico, hasta que su interés comenzó a girar desarrollando una psicología de la mente de modo independiente a su sustrato biológico.

Durante sus investigaciones iniciales se unió a la escuela de Hermann von Helmholtz y otros allegados, tratando de sustituir la teoría vitalista de las facultades humanas por una investigación biológica científica. El caso es que, por falta de recursos económicos para sufragar su investigación, se le aconsejó que considerara la práctica médica. Freud siguió el consejo, combinando sus inquietudes neurológicas con un naciente interés en psiquiatría. Como en la Viena de entonces había muchos neurólogos, intentó aunar sus inquietudes científicos trabajando clínicamente sobre los trastornos neuróticos, en particular la histeria, bastante extendida en la ciudad. Estamos todavía en la década de los 80. El interés por la histeria se lo despertó Josef Breuer, un médico reconocido en Viena, con quien había trabado amistad.

Coincidencias de la vida, en ese momento se cruzó en sus vidas Anna O., una paciente de Breuer gracias a la cual lograron realizar (o iniciar) una de las mayores contribuciones a la medicina vienesa en particular, a la medicina universal en general, a saber: poner en evidencia los procesos mentales inconscientes del individuo, algunos de los cuales pueden provocar enfermedades psiquiátricas, averiguando que un modo de aliviarlos puede ser el hacer aflorar a la consciencia sus orígenes subyacentes.

El nombre real de Anna O. era Bertha Pappenheim, mujer a la que Breuer le diagnosticó histeria, término con el que se englobaban diversos trastornos tales como parálisis de algún miembro, o dificultades para el habla, sin que hubiera motivos orgánicos que los causasen. Tanto la histeria como las enfermedades neurológicas eran comunes en Viena, como decía. ¿Dónde estaba, entonces, la singularidad de este caso? Pues en el método que seguía Breuer para el diagnóstico: la hipnosis, que conoció gracias a los trabajos del médico francés Charcot. Lo que hacía Breuer era hipnotizar a Anna O., aunque con un giro añadido: invitándole a hablar de sí misma, de su enfermedad, de su vida. El caso es que esta cura del habla (así lo denominaron) alivió sus síntomas: «entre los dos, Breuer y su paciente, descubrieron que la raíz de sus síntomas histéricos (…) estaba en sucesos traumáticos de su pasado», explica Kandel.

Esto supuso una auténtica revolución. Por lo general, este tipo de pacientes eran tratados como si estuvieran fingiendo su enfermedad para llamar la atención, o para obtener algún otro tipo de beneficio; máxime cuando afirmaban que no tenían ni idea de cómo ni cuándo habían surgido los síntomas. Hasta el mismo Freud pensaba que esto no podía ser, que estos pacientes histéricos debían tener algún tipo de noticia del origen de lo que les ocurría. Pero pronto cambión de opinión. Gracias a su experiencia con Breuer se dio cuenta de que, del mismo modo que ocurre en nuestro cuerpo fisiológico, también en la mente humana hay procesos ocultos que el profesional debe sacar a la luz, si bien por metodologías diversas: en un caso con el bisturí y las agujas, en el otro con la memoria del paciente y el diálogo terapéutico.

Pues bien, el éxito que estaba teniendo Breuer condujo a nuestro protagonista a París en 1885, a aprender durante seis meses las técnicas hipnóticas directamente de Charcot. Gracias al médico francés Freud dejó de considerar a la hipnosis como mera charlatanería, para empezar a vislumbrar en ella posibilidades terapéuticas. Vio cómo mediante la hipnosis, Charcot podía aliviar los síntomas de personas histéricas, del mismo modo que podía sugestionar a personas normales a vivirlos. Esto condujo a Freud a la confirmación de que había procesos mentales poderosos, capaces de dirigir las conductas de las personas desde la inconsciencia. Observó cómo pacientes hipnotizados podían hablar de trances dolorosos, y una vez despiertos eran incapaces de recordar nada. Su conclusión fue que estas situaciones eran tan penosas que el paciente las tenía aparcadas en su mente sin ser capaz de hablar de ellas con cierta normalidad, aunque sólo fuera para desahogarse.

Con este bagaje, Freud volvió a Viena y le pidió a Brauer que le enseñara a aplicar la hipnosis a la terapia, abriendo en breve su propia consulta. Tras unos éxitos primerizos, Freud le propuso a su maestro escribir un trabajo en conjunto explicando todo el proceso, que vio la luz en 1895: Estudios sobre la histeria. Pero esta relación tan fructífera no duró demasiado, a causa del especial énfasis que Freud imprimía al carácter sexual del origen de estos problemas; de hecho, tuvo también problemas con la comunidad médica de Viena en este sentido. Ello no le amedrentó, escribiendo al año siguiente La herencia y la etiología de las neurosis, explicitando la gran relevancia de las desafortunadas experiencias sexuales de todo tipo en este tipo de trastornos.

Freud tomó entonces una decisión que hoy podemos calificar de desacertada, como es el no enlazar estos procesos mentales que él estaba contribuyendo a sacar a la luz con los propios de la fisiología cerebral, algo que en su día decidió a causa de la gran complejidad que se iba descubriendo día a día en el funcionamiento de nuestra estructura neural, y de la dificultad consiguiente para leer fisiológicamente los procesos mentales; y no lo decía gratuitamente, pues era un gran conocedor de ambas dimensiones, apostando para que en un futuro dicho enlace fuera más accesible.

No tardó Freud en abandonar los procesos hipnóticos en su tratamiento, confiando enteramente en la asociación libre de ideas por parte de los pacientes a quienes, mediante el diálogo terapéutico consciente, ayuda a repasar su propia vida y a hacer aflorar los episodios escondidos en los rincones de su mente. Creía así conseguir una cercanía con su paciente ausente en el tratamiento hipnótico, en el seno del cual el terapeuta siempre dirigía la sesión mientras que mediante esta ‘cura del habla’ se alcanzaba una relación más cercana y de complicidad. Nacía así el psicoanálisis como un procedimiento introspectivo, precursor de la psicología cognitiva.

Su intención no era detenerse aquí sino, convencido de la presencia de lo inconsciente en la vida de las personas, quería establecer una psicología de la vida cotidiana; en su opinión, los trastornos psiquiátricos no eran ‘algo otro’ a la vida normal de las personas, sino que eran extensiones clínicas de la misma. En su imaginario pensaba que se debían unificar los tres momentos de nuestro comportamiento desde este punto de vista: el conductual, el mental y el fisiológico.

17 de agosto de 2021

Dos consejos para leer un poco mejor a los filósofos

No hace mucho leí este artículo sobre John Rawls en el que daba algunos consejos para leer a otros autores de filosofía. No soy buen conocedor de este autor (por eso leí aquel post, que recomiendo a quien esté interesado en él), por lo que más que hablar de su pensamiento, expondré someramente estos dos consejos, que me parecieron sugerentes, y que explicó a sus alumnos en un curso sobre historia política.

El primero consejo, muy oportuno, es no considerar a los autores con los que uno se enfrenta, como menos capaces que nosotros; como mínimo, considerarlos como tanto o más capaces que uno. Seguramente, los filósofos destacados de la historia sean, como mínimo, sólo como mínimo, no se vayan a pensar, tan inteligentes como nosotros; y, seguramente, cuando al leerlos nos surgen críticas, ellos ya habrán pensado en ellas. Quizá en el texto que tenemos entre manos no hace referencia explícita a aquellas cuestiones que se nos suscitan, pero Rawls nos invita a leerlos mejor, y a buscar el lugar en que ellos, al hilo de su discurso, responden a la cuestión que, si los tuviéramos delante de nosotros, les preguntaríamos. Si vemos un error en su argumentación, o una debilidad, es fácil que ellos la vieran también (bien por ellos mismos en su misma reflexión, o quizá a causa de las críticas de sus contemporáneos), y que le dieran respuesta en otro libro, por ejemplo. Lo que nos corresponde es, por tanto, localizar ese lugar, ir tras la búsqueda de la respuesta que presuntamente hayan dado ya a nuestro interrogante (algo más frecuente de lo que cabría pensar). La obra de un autor no se acaba en el texto que tenemos entre manos: los autores evolucionan, su filosofía madura, ofreciendo respuestas a cuestiones suscitadas al escribir sus primeras obras, o ampliando sus temas de reflexión, y sería no sólo una injusticia, sino una estulticia, calificar a un autor por sólo algunos de sus escritos, en lugar de intentar conocerlo en su global evolución. Otra cosa es el tiempo que se disponga para ello.

El segundo consejo consiste en leer a los demás autores a su mejor luz. Creo que es una tendencia generalizada, de la que es difícil desprenderse aun cuando uno sea consciente de ella, leer el pensamiento de otros autores en clave personal, adaptándolo a nuestro entender, bien por simpatías bien por antipatías. Nos hacemos una imagen general del autor de modo que, al leer sus obras, ya sabemos lo que va a decir. No hay que mencionar que así empobrecemos nuestra lectura, la cual se podría enriquecer notablemente si pudiéramos leer su pensamiento ‘en su mejor forma’. ¿Cómo hacer esto? Se pueden dar dos alternativas. La primera sería intentar no leer los textos a la luz de los clichés que nosotros imputamos a los autores; algo así como leer los textos tapando los nombres de sus autores, como si no supiéramos quién los ha escrito, y atender únicamente a lo que se nos dice. Ciertamente esto es complejo; seguramente no sea posible. Quizá se podría intentar otra estrategia —que es a la que nos invita Rawls— como es la de situarnos del mejor modo posible en la cosmovisión del autor, comprendiendo sus teorías ‘en sentido fuerte’, es decir, tal y como ellos las presentaron, con su circunstancia, con sus intenciones y con sus pretensiones. De alguna manera, de lo que se trata es de no generar sesgos en su lectura, de no proyectar nuestro propio modo de pensar, nuestras ideas preconcebidas, etc. ¡Cuántas veces rechazamos la lectura de algunos libros porque, al conocer a su autor, pensamos que poco nos tiene que aportar! Cuando, si somos capaces de ‘bajar las armas’ y atenderlos sin nuestra réplica ya guardada en la manga, de pensar lo que dicen del modo más objetivo posible, tratando a su vez de argumentar nuestras ideas en respuesta a la suyas, no sólo conoceríamos mejor su pensamiento, sino que aprenderíamos justamente a filosofar.

10 de agosto de 2021

¿De qué hablamos cuando hablamos de metafísica (contemporánea)?

En este post veíamos la posibilidad que valoraba Driesch en referencia a cómo, partiendo de una experiencia empírica en torno a la cual giraba lo que él denominaba una ‘filosofía del orden’, podía abrirse una puerta hacia la reflexión metafísica, fundamentada en una razón teórica. Quizá sería interesante detenernos un poco en estos conceptos, y plantearnos de qué estamos hablando cuando hablamos de metafísica, cuando hablamos de ‘realidad’, o cuando hablamos de ‘mundo’, porque para nada es algo evidente en el contexto en el que nos encontramos. Vaya por delante que cuando hablamos de conocer metafísicamente el mundo, no se habla de conocer la realidad cada vez más a fondo al modo científico, hasta que lleguemos al final, porque, en definitiva, no saldríamos del conocimiento fenoménico, y no habríamos dado el salto a lo allende, que es de lo que se trata. No se trata de conocer fenoménicamente más y más (independiente de lo útil que puede ser) sino de plantearnos una relación con la realidad de carácter diverso.

¿De qué estamos hablando, pues? Si nos fijamos, gracias a nuestra inteligencia sentiente, somos capaces de aprehender las cosas bajo una modalidad distinta a la que lo haríamos bajo el puro sentir animal; como ya he comentado en otros lugares, desde la formalidad de estimulidad se aprehenden las cosas en tanto que un contenido, cuyo destino es intervenir en algún momento del proceso homeostático en orden a la supervivencia del individuo, y nada más: su carácter se agota en este cometido. Pero desde la formalidad de realidad, las cosas quedan en la aprehensión no en tanto que meros estímulos sino en tanto que realidades: las cosas, en la inteligencia sentiente, presentan un doble momento: el material (contenido) y el formal (realidad). Es gracias a este segundo momento, que podemos tener noticia de que las cosas no se acaban en sí mismas ni en su carácter estimúlico (también presente en el caso del ser humano), sino que nos remiten, desde su existencia, a algo más allá de ellas, a algo que las trasciende, y que algo tiene que ver con ellas. No estamos aprehendiendo nada de ese allende, sino que aprehendemos las mismas cosas que cualquier animal, con los mismos contenidos, pero bajo esta modalidad según la cual aprehendemos que la cosa es tal cosa, pero, a la vez, más que tal cosa. Es lo que Zubiri expresaba tan castizamente con su famosa expresión de que las cosas son aprehendidas como ‘de suyo’.

Esa misma reflexión se puede realizar si hablamos de todas las cosas que existen en el universo. Podemos entender el universo como ese conjunto que es la suma de todas ellas; pero también podemos aprehender ese conjunto de otro modo: no en tanto que la suma de todas las cosas que lo integran, sino en tanto que ‘totalidad’. No es lo mismo aprehender dicha totalidad en tanto que contenido (la suma de lo que existe) que en tanto que totalidad.

Pues bien, éste es el objeto de la metafísica contemporánea, que muy bien pueden compartir ―a mi modo de ver― Zubiri y Driesch. Eso es precisamente el mundo zubiriano: la consideración de lo que existe en tanto que totalidad (su consideración en tanto que contenido sería el cosmos, pero no viene aquí al caso). Un mundo que no hay que confundir con su acepción común, que viene a ser sinónimo de universo; el mundo de Zubiri tiene que ver con la aprehensión del universo en tanto que totalidad, que no es lo mismo que aprehender el universo ‘en su totalidad’, el universo completo.

Como muy bien dice Zubiri, no podemos tener una intuición empírica de lo que sea el universo en su totalidad; algo que, si recordamos, ya dijo Kant en su Crítica de la razón pura: en opinión de Kant, no nos queda más remedio que hablar de él como una idea, dando a entender que no podemos tener una intuición empírica total de él. Y es cierto: ¿quién puede tener una intuición empírica de lo que sea el universo en su totalidad, con todo lo que en él existe? Nadie. Pero, y aquí hay una clave importante: no debemos confundir esto —como digo— con el hecho de percibir el universo en tanto que totalidad. No se trata de ser capaces de percibir todo el universo del uno al otro confín, con todas las galaxias, con todas las estrellas… es decir, con todo lo que hay en él porque el mundo, tal y como lo estamos comentado, no es algo así como un objeto muy grande, en el cual estamos nosotros instalados y del que podamos tener noticia, es otra cosa: es una actualización distinta de aquello en lo que estamos instalados y que vemos continuamente a nuestro alrededor. Se trata de actualizarlo ‘en tanto que totalidad’. ¿Es esto posible?

Como muy bien nos pregunta Zubiri, ¿es la intuición empírica el único modo de tener noticia de algo dado? A su modo de ver, la respuesta es negativa. Algo así decía Plessner en su introducción a La risa y el llanto, aunque en un contexto diverso: «Sólo en los últimos decenios ha ganado terreno la verdad de que la teoría del conocimiento no es la visión rectora, de que, por tanto, la perspectiva de la conciencia y de la representación no es más que un modo entre los muchos que el hombre tiene de moverse en y con el mundo real, y de que la originariedad de los sentimientos, de la intuición y de la acción exige su concepción propia». Pues bien, algo análogo podemos decir en nuestro caso, y esto es muy importante. Porque, ciertamente ―y en la opinión de Zubiri―, podemos tener cierta experiencia del mundo como totalidad, como una totalidad que nos circunda; lo cual no es lo mismo que la experiencia (intuición empírica) del resultado de algo así como la suma de todas las cosas que hay (lo cual, como ya dijo Kant, no es posible). Lo acabamos de ver, e insisto: no se trata de aprehender la suma de todo lo que haya, sino de la aprehensión del mundo como totalidad, lo cual se corresponde con dos experiencias diferentes: «por consiguiente, la determinación de la experiencia radical en que nos está dado el mundo no es otra sino la determinación de la experiencia radical o de la forma radical en que nos está dada una cierta totalidad circundante». Y el caso es que, cuando las cosas reales son aprehendidas así, adquiere unas connotaciones ciertamente diversas.

3 de agosto de 2021

El significado paradigmático de la hermenéutica teológica

Algo similar a lo que comentábamos en el anterior post en referencia a la hermenéutica jurídica, ocurre con la hermenéutica teológica, en la que todo contenido dogmático debe ser dicho en una predicación concreta. Aunque no del todo, porque el predicador no añade nada nuevo (dogmáticamente hablando) a aquello que comunica (cosa que sí que puede acontecer en el lenguaje jurídico): quizá tan sólo una mejor comprensión. «El mensaje de salvación no experimenta en virtud de la predicación ningún incremento de contenido que pudiera compararse con la capacidad complementadora del derecho que conviene a la sentencia del juez», dice Gadamer. En efecto, el predicador en su predicación no posee una autoridad dogmática similar a la del juez en la justicia; el predicador se debe a su mensaje, y su ‘autoridad’ deviene de la autoridad del mensaje, no de sí mismo. Esta primacía de la Escritura se mantiene no sólo ante el predicador sino también ante el historiador-teólogo, quien se sabe en un segundo estatus ante el de la Revelación. De ahí la necesidad de la actitud específica que ha de poseer el teólogo en su ejercicio, frente a la de cualquier otro historiador de cualquier otra disciplina. El teólogo parte de una pre-comprensión, de un presupuesto de partida, sin el cual no podrá realizar adecuadamente su función como tal.

Pero en cualquier caso se observa cómo, tanto en el caso del jurista como en el del teólogo (como en el de cualquier intérprete), la comprensión de un texto sólo se concreta en su aplicación (recordemos los tres momentos de comprensión, interpretación y aplicación) a un caso y a un momento concretos. Ninguno de ellos goza de libertad absoluta ni frente al texto, ni frente a la tradición en que históricamente ha devenido dicho texto. Frente a la pretensión científica de pura objetividad, y la pretensión romántica de acceso al sentido original, la tarea hermenéutica pasa por concretar un significado a una situación determinada, siempre desde un sano distanciamiento hermenéutico.

Hay un detalle más que comenta Gadamer, y que es muy interesante, un detalle que al historiador no le pasa desapercibido, a saber: la necesidad de contextualizar adecuadamente el texto en su situación original, consciente de que lo que un texto expresa no es únicamente aquello que expresa explícitamente, «sino preferentemente aquello que llega a expresarse a través de este decir y referirse a algo, sin que a su vez se intente expresarlo; es algo así como lo que la expresión ‘traiciona’». Lo que nos trata de decir Gadamer es que un texto, todo texto, comunica mucho más de lo que es capaz de comunicar explícitamente.

Por este motivo cabe considerar la expresión como algo más amplio que lo lingüístico. La interpretación está relacionada no tanto con el sentido ‘intentado’ como con el sentido ‘oculto’ que hay que averiguar. El historiador debe desvelar esta expresión ‘involuntaria’ de la que también es vehículo el texto. Y aquí llega el fenómeno hermenéutico a su plenitud: «la interpretación se hace necesaria allí donde el sentido de un texto no se comprende inmediatamente, allí donde no se quiere confiar en lo que un fenómeno representa inmediatamente».

Paradójicamente, cuando nos contentamos con el significado explícito de un texto, nos quedamos a medio camino, nos estamos perdiendo parte de lo que nos puede comunicar, quizá lo más importante. Es por esto que el historiador intenta ir más allá del filólogo, tensión que se encuentra muy aliviada desde que el filólogo asume la conciencia histórica también. Si el filólogo no debe atender exclusivamente al texto para atender el contexto histórico, el historiador no debe dejarse llevar exclusivamente por el carácter científico de su investigación y debe dejarse orientar por los modelos jurídico y teológico, en los cuales las sucesivas aplicaciones de los textos conllevan significaciones que pueden ser decididamente útiles (aunque el historiador no debe desconectarse tanto del texto como para no considerarlo en sí). Si nos damos cuenta, el historiador y el filólogo no están tan distantes, pues del mismo modo que el filólogo tiende a considerar el texto como un todo, así el historiador tenderá a considerar el texto junto con su contexto como un todo también: «Este es el punto decisivo. La comprensión histórica se muestra como una especie de filología a gran escala». Y todavía más: la comprensión de ese texto en concreto le va a permitir al historiador comprender mejor la historia global.

Llegamos así a una comprensión adecuada de lo que es interpretar un texto. Una comprensión adecuada es en realidad una aplicación a un aquí y a un ahora, y el que comprende se encuentra sumergido en una corriente que condiciona el sentido que va a comprender. Y del mismo modo, él influirá en la comprensión de las generaciones venideras. En definitiva, es la conciencia de la historia efectual según la cual, «la aplicación no quiere decir aplicación ulterior de una generalidad dada, comprendida primero en sí misma, a un caso concreto; ella es más bien la primera verdadera comprensión de la generalidad que cada texto dado viene a ser para nosotros. La comprensión es una forma de efecto, y se sabe a sí misma como efectual». Damos así entrada a una de las categorías fundamentales de la hermenéutica gadameriana: la historia efectual.