29 de julio de 2015

¿Cómo salir del ‘mundo’?

Como decía en el anterior post, no es tan sencillo salir de nuestro mundo fenomenológico, de lo que es mi vida orteguiana. El mismo Ortega se hacía eco de ello cuando afirmaba que sólo puedo obtener certeza de aquello con lo que me encuentro en mi vida y en tanto que me encuentro con ello. Pero él también era consciente (como tantos otros) de que al ser humano no le vale únicamente con permanecer en 'mi vida' o en mi 'mundo', sino que precisa ir más allá de lo que en primera instancia se le aparece. Y ahí comienza el problema.

Problema cuya solución se ha buscado en buena parte de la tradición filosófica contemporánea atendiendo a la facultad intelectual. Hablé en su día de la hermenéutica, como también podría haber hablado de otras corrientes (filosofía analítica, estructuralismo,…). A mi modo de ver, en todas ellas se buscan nuevos modos de acceso a lo real, o de comprenderlo, pero sin acabar de soltar el lastre provocado por la supremacía de lo intelectivo. Se intentaban superar las limitaciones propias de una inteligencia meramente conceptiva, abstracta, mediante un uso diferente de la misma facultad: la inteligencia.

La cuestión a plantear es si el ser humano sólo puede aprehender la realidad desde su inteligencia, o tiene otras vías para hacerlo. Quizá para dar entrada a esto que estoy diciendo podamos servirnos del residuo fenomenológico. Husserl nos hablaba de la relación noético-noemática en su 'vuelta' a las cosas, pero era consciente de que en dicha aprehensión fenomenológica no se aprehendía la cosa real como tal, sino que se aprehendía la cosa en tanto que objeto fenomenológico, en tanto que noema. Y aquello que no era aprehendido, le denominaba así: residuo. Ahora bien, ¿qué hacer con este residuo? ¿Acaso este residuo no existe? ¿Por qué abandonarlo?

Pero el caso es que tal residuo no era aprehensible intelectivamente, no era conceptuable. La conceptuación, la definición, no hace sino recortar la realidad para ‘adaptarla’ a lo conceptuado, para adaptarla a los esquemas conceptivos. La definición lima diferencias para unificar, condición de posibilidad de la definición. Pero lo real es lo concreto, que no es idéntico al concepto, y que en su existir presenta diferencias… Es por ello que otros autores intentaron huir del imperio de lo conceptivo (como también hicieron tantos autores existencialistas y/o vitalistas) pero de otro modo. ¿Acaso la realidad sólo es aquello que puede ser inteligido? ¿No habrá realidad más allá de lo que nosotros podamos inteligir? Sí, pero: ¿cómo aprehenderla? Pues mediante nuestra facultad afectiva: damos entrada así a otro tipo de entender la metafísica: es la metafísica intramundana.

Desde ella se abre un panorama diverso de encuentro con lo real. No se trata de quedarse en un mero estatus sentimental, sino de aprehender la realidad, como decía Bergson, mediante una simpatía radical y profunda, que nos permita aprehenderla precisamente en su concreción, en su individualidad, en su riqueza, en su dinamicidad,… haciéndonos uno con ella. No se trata de abandonar lo intelectivo, sino de ejercerlo desde un cuadro de coordenadas que no es meramente intelectivo sino a una afectivo también. Ello implica una transformación de nuestra actitud intelectual, de modo que si no se da dicha transformación no se puede acceder a este modo de aprehender la realidad.

Porque de lo que se trata es como de un ver desde dentro, como si fuésemos capaces de hacernos uno con las cosas y ver como desde dentro de ellas hacia afuera; de poseer una visión interior y unificadora de la realidad, capaz de trascender lo subjetivo y lo objetivo no de modo cognitivo (o no únicamente de modo cognitivo) sino también afectivamente, trascendiendo la interioridad y la exterioridad. El ‘abismo’ entre sujeto y objeto queda así abolido, pues tal distancia es superada por la visión integradora que surge de lo profundo, y que no precisa de argumentación porque se sabe de alguna manera desconocida, sencillamente, que es verdad.

Hay que entender muy bien de qué estamos hablando cuando hablamos de esta dimensión afectiva. Porque no se trata de hablar de los sentimientos al uso, sino que es otra cosa. Se trata de crear y de cuidar en nosotros (recordemos nuestra transformación personal, conversión dirá María Zambrano) una dimensión afectiva profunda, una experiencia de lo real desde la cual podremos adquirir un sentir originario que nos permitirá aprehender la realidad de modo previo a cualquier conceptuación o expresión, una experiencia prelógica y preconceptual en la que sencillamente estaremos en presencia de la realidad; y en ese momento, no seremos nosotros los que tengamos que ir tras la realidad, tras su conocimiento, tras su conquista,… sino que será la realidad la que verdadee (en feliz expresión de Zubiri), serán las cosas las que nos darán la razón o nos la quitarán. Insisto: no se trata de suprimir ni el esfuerzo intelectual ni el esfuerzo científico, sino de ejercerlos a la luz de este otro enfoque.

Es por esto que la línea de la metafísica intramundana ha derivado hacia un estudio muy interesante y fecundo de la estética filosófica, la cual ya no sólo se ocupa de la belleza y de lo artístico, sino también de nuestra facultad afectiva como modo de aprehensión de lo real. Como digo, no se trata ni únicamente de afectos, ni únicamente de inteligencia, sino de afectos e inteligencia, de inteligencia y afectos. El ser humano deja de ser un ‘inquisidor’ de la realidad para convertirse en un ser menesteroso, descubriendo y confiando en que una vez haya creado las condiciones para que la realidad primaria y originaria se le presente, así ocurrirá. Recordando a Zambrano, el intelectual (filósofo, científico,…) tradicionalmente se ha creído rey, cuando lo que hay que hacer es recuperar este aspecto estético, poético, afectivo, alcanzable únicamente cuando nos sabemos mendigos, menesterosos, anhelantes de que la realidad se nos haga presente de modo radical. Sólo cambiando nuestra actitud, sólo llegando a lo profundo de nosotros mismos, podremos alcanzar lo profundo de la realidad; y ello no es algo meramente intelectual, sino una experiencia vital que compete a todo lo que somos, una experiencia global y transformadora.

26 de julio de 2015

La deportación de los judíos o el problema de la inmigración

En este capítulo (junto con los siguientes) Arendt explica el trabajo que desempeñó Eichmann desde que comenzaron las deportaciones, trabajo que le absorbió por completo ya que era el responsable de organizar todo el proceso en las diferentes zonas de Europa. Su tarea se centraba en gestionar lo relacionado con el transporte, ya que lo referente a las personas judías (cuántas, quiénes, a dónde) era ordenado directamente por Himmler y no por él. No obstante, en última instancia Eichmann decidía el número de personas que podían transportarse desde una zona determinada, dando el visto bueno (en términos puramente administrativos) a su lugar de destino (¡no todos los campos estaban preparados en un determinado momento para recibir a un gran grupo de judíos!). Es escalofriante cómo Eichmann (y en general todo el régimen) hablaba de este asunto, como si en vez de referirse a personas se refirieran a ganado. Como dice Arendt, no se daban cuenta de que lo que para Hitler era un ‘objetivo de guerra’ especialmente prioritario, y que para Eichmann no era más que un ‘trabajo’ más o menos rutinario, para los judíos significaba sencillamente el ‘final de sus vidas’, literalmente.

En los inicios de esta decisión los nazis pensaban que el odio a los judíos iba a ser un denominador común en toda Europa, y que ello les iba a ayudar a la unificación de los territorios conquistados. Nada más lejos de la realidad. Hubo países que secundaron su antisemitismo (también en algunos casos impulsados por otros motivos diferentes a los nazis), pero fue más común un rechazo a esta decisión (destacando las naciones escandinavas, ‘hermanas’ de sangre de los alemanes).

Las primeras deportaciones se realizaron en el seno del Reich (la propia Alemania, y Austria, Moravia, Bohemia, Chequia y la parte occidental de Polonia que ya estaban anexionadas). La labor de Eichmann cambió, pues: ya no tenía que obligar a judíos a emigrar sino que directamente los deportaba a los campos, primeras deportaciones que no tenían todavía como destino la Solución Final. Hubo dos primeras deportaciones, a modo de prueba,… a ver qué pasaba. La primera  fue en 1940, la ‘noche’ del 13 de febrero, sobre unos mil trescientos judíos alemanes, con destino a Lublin. La segunda, en ese otoño, mil quinientas personas (hombres, mujeres y niños), con destino a la zona no ocupada de Francia. Lógicamente, el régimen se quedó con sus pertenencias (la excusa que se dio para realizarlas, de hecho, fue que eran precisas tales medidas por la ‘economía de guerra’). ¿Por qué se hicieron tan pronto estas dos deportaciones aisladas? Según nos cuenta Arendt, para poder comprobar el ‘pulso’ de la cuestión, es decir: a) para conocer cuál iba a ser la actitud de los propios judíos cuando se presentaran en sus casas por las noches los soldados alemanes; b) para averiguar cuál sería la reacción de sus vecinos al notar su ausencia y sus casas vacías con el paso de los días; y c) para saber cuál sería la reacción de un país vecino al recibirles.

Desde el punto de vista de los nazis, todas estas cuestiones resultaron a la postre ser satisfactorias, ya que en general primó la indiferencia de todos los que no eran directamente afectados (recordemos que tampoco estamos hablando todavía de exterminio, tan sólo de deportación). Ello permitió concluir a los nazis que sus políticas de exterminio serían bien recibidas, ya que pensaban que esa indiferencia no era sino una especie de antisemitismo encubierto.

Tras estos dos primeros ‘experimentos’ hubo un intervalo como de calma, durante el cual Eichmann se puso a «juguetear» con su idea de Madagascar. Pero ya en breve el tema se puso serio, y se decidió en marzo del 41 (durante la preparación del frente soviético) que Alemania debía quedarse prioritariamente judenrein; e inmediatamente después el resto del Reich y de los territorios conquistados. Se dictaron las primeras medidas legislativas (brazalete amarillo, rechazo de la ciudadanía alemana a los judíos, documentación para poder apropiarse de sus bienes,…), y que luego serían extendidas al resto de territorios. Medidas que para ser aplicadas necesitaron la colaboración de todas las instituciones públicas (policía, servicios públicos,…), las cuales no fueron consideradas como criminales en Nuremberg.

Una vez empezados los trámites surgieron tres problemas. Uno, ya comentado, el de los amigos judíos que todo ciudadano alemán tenía, y que intentó solucionarse mediante el centro de Theresienstadt. Otro, qué se iba a hacer con los ‘medios’ judíos. Había dos opciones: la radical, exterminarlos como a todo judío; y la moderada, simplemente esterilizarlos (con la idea de no perder la mitad de sangre alemana que tenía la gente ‘mixta’). En cualquier caso, tuvieron dos elementos a favor: la fuerza de sus parientes no judíos, así como las dificultades técnicas para establecer medidas de esterilización masiva eficaces. Como Eichmann dijo, este ‘bosque de dificultades’ repercutió en su favor. Y el tercer problema: qué ocurría con aquellos judíos no alemanes residentes en Alemania, pues a éstos no se les podía quitar la nacionalidad con la mera deportación. Entonces el régimen nazi todavía era lo suficientemente sensible como para no proceder ‘a la brava’, consciente de que le sería útil en algún momento no estar enfrentado frontalmente con los otros Estados. Así que utilizaron a este colectivo para tantear, para tomar el pulso de la opinión de los demás sobre el problema judío. Se les comunicó que, como Alemania quería quedarse en breve judenrein, se iba a proceder a la devolución de judíos no alemanes a sus países de origen; en función de la respuesta de éstos, se tantearía si la Solución Final era más o menos bien acogida en el seno de Europa, pues en el caso de que algún Estado fuera reacio a acoger a unos centenares de ciudadanos propios, sería razonable pensar que no pondría demasiadas pegas a la Solución Final.

No fue hasta el 30 de junio de 1943 que el III Reich quedó definitivamente judenrein, mucho más tarde de lo que Hitler previó. En total, unas doscientas sesenta y cinco mil personas fueron deportadas del territorio alemán, de las cuales muy pocas consiguieron escapar.

Ya para acabar, una última idea que dio que hablar en la sesión del Seminario. En un momento del juicio, Eichmann llegó a afirmar que no hubo ningún país en Europa que aceptara de buen grado a los judíos, lo que les ratificaba en su antisemitismo. Claro, como si a cualquier estado mínimamente organizado no les supusiera un importante contratiempo la llegada de cualquier grupo amplio de personas extranjeras en estas condiciones. Y es cierto. De hecho esto es algo que está ocurriendo actualmente en nuestros países del sur de Europa, con la llegada de inmigrantes africanos que huyen de sus casas. Podríamos pensar que la situación no es la misma, que los judíos alemanes deportados son de carácter diverso a los inmigrantes del África subsahariana; pero, ¿lo son? Ambos grupos han sido obligados a salir de sus países, y ambos con amenazas de muerte, unos explícitas y los otros implícitas (aunque también a menudo explícitas).



Los inmigrantes actuales salen de sus zonas de origen para sobrevivir a una situación insostenible en sus países, peligrando sus vidas y la de los suyos; por ello no tienen reparos en jugársela cruzando el mar (¿qué tienen que perder?) con la esperanza de poder ganar unos recursos y poder ayudar a los que se quedaron. ¿Qué reacción tienen hoy en día los países europeos? No es un problema de fácil solución. Lo primero que viene a nuestra cabeza (y a nuestro corazón) es acogerlos a todos, como sea; a la hora de llevar a la práctica esa acogida supongo que la cosa es más complicada. Equilibrar estos dos aspectos no es fácil, y entiendo que la solución al problema no se encuentra a ‘golpe de corazón’, sin negar que éste sea indispensable. ¡Somos humanos! Supongo que la solución del problema no pasa tanto por acogerlos aquí (que también, ¿cómo no?) como por intentar ayudarles a resolver los problemas en su país de origen. ¡Hay tantos responsables! Occidente, sin duda; sus dirigentes, (en general) también... Es un problema difícil de resolver, en el que de alguna manera todos tenemos que contribuir. Que estemos sensibilizados es un gran paso pero, ¿es suficiente? Es fácil ser solidario, pero ‘que de ello se encargue el Estado’. ¿Cómo reaccionaríamos si una de estas personas llamase a la puerta de nuestra casa? ¿Cómo reaccionamos cuando alguien imprevisto irrumpe en nuestras vidas solicitando nuestra ayuda? Simplemente para pensar.

21 de julio de 2015

Los niveles de realidad: entorno, medio y mundo

Con todo lo que hemos estado viendo, uno ya no sabe muy bien qué es la realidad: ¿aquello que hay?, ¿aquello que yo percibo?, ¿el hecho de cómo percibo (qué sentido le doy) a aquello que percibo? Pues bien, las respuestas a estas preguntas vienen a mostrarnos distintos estratos o niveles de realidad. Estamos hablando siempre de una misma realidad, pero que puede ser aprehendida según distintos niveles.

Comentaba en el anterior post lo importante que es el bagaje de creencias (no necesariamente religiosas, sino a nivel de ideologías, prejuicios, formas de pensar, hábitos de vida,…) con el que nos desenvolvemos cotidianamente. Porque de alguna manera nuestras vidas se van a desarrollar no tanto por lo que ocurra a nuestro alrededor, sino por la lectura que nosotros hagamos de aquello que nos ocurra (en este sentido la aportación de Ricoeur sobre nuestra narratividad es fantástica), e incluso por la lectura que nos hagamos de nosotros mismos (lo propio con Unamuno). La realidad será como será, y yo la aprehenderé como la aprehenderé, pero es capital en mi vida cómo yo la interprete y cómo yo la dote de sentido. Todo esto tiene que ver con lo que fenomenológicamente se denomina el mundo, patrimonio particular del ser humano (y que Ortega denominaba mi vida).

Pero hay que entender bien lo que es este mundo, pues no hay que confundirlo con el mundo físico, el que está debajo de nuestros pies o encima de nuestras cabezas. Una cosa es el mundo físico y otra el mundo existencial o vital; no son totalmente inconexos, pero tampoco se pueden identificar. Sólo los seres humanos poseen un ‘mundo’: los animales no lo tienen, y las cosas tampoco. Lo nos lleva a los otros dos niveles o ámbitos de realidad. El primero de ellos es el que está en relación con las cosas materiales,… y está formado por todo aquello que las rodea. En este sentido lo que tienen las cosas es un entorno, es decir, un conjunto de realidades que están a su alrededor… y ya está. Ellas —las cosas— están ahí, y aquello que les rodea también. Es la realidad física.

Los seres vivos también tienen un entorno, pero no sólo un entorno, dado que interaccionan con él. Es cierto que las cosas también interaccionan entre sí (física, química, mecánicamente…), pero los seres vivos lo hacen de otro modo: se alimentan, conviven, cazan, lo aprehenden,… De este modo el entorno se transforma en otra cosa: se transforma en medio. El medio para un ser vivo sería aquella porción de su entorno en la que desarrolla su vida. Y esto es muy interesante, pues de modo análogo al mundo humano, el medio vegetal o animal es ‘construido’ por cada especie. Dos especies distintas pueden estar exactamente en el mismo entorno, pero en distinto medio. ¿Por qué? Porque los animales ya toman parte activa en la ‘construcción’ de su medio, ya que sólo perciben lo que pueden percibir, y que en principio será aquello que de modo suficiente les garantice su supervivencia como especie. Cada especie tendrá así su medio vital propio. Aquí ya se da un ‘filtro’ importante, pues la realidad deja de ser ‘algo’ que meramente está ahí, para ser algo construido por el sujeto aprehensor (en este caso cualquier ser vivo). En un mismo entorno (una selva), no es igual el medio de un árbol que el de un animal, o el de un animal herbívoro que el de un depredador. Si pudiéramos introducirnos en los ‘ojos’ del ser vivo, veríamos el entorno totalmente diferente si fuéramos un árbol que si fuéramos un leopardo.

Y llegamos de nuevo al tercer nivel, al mundo. El ser humano, en tanto que ser vivo, también tiene su medio; y en tanto que realidad física, también tiene su entorno. Pero tiene algo más que un entorno y un medio. Del mismo modo que del entorno físico hemos pasado al medio vital, del medio vital pasamos al mundo que es específicamente humano. En principio todos los seres humanos comparten un mismo medio como especie; pero los ‘mundos’ ya no son universalmente compartidos, ya que éstos —como hemos visto— están constituidos por toda la trama de interpretaciones y significados que entretejen nuestras biografías narrativas.

Esta situación no es algo ‘optable’ por el ser humano, sino que le pertenece intrínsecamente como tal. Del mismo modo que todas las cosas tienen su entorno y todos los seres vivos su medio, los seres humanos tenemos nuestro entorno, nuestro medio y nuestro mundo. Y esto es algo específicamente nuestro. Todo ser humano, para desarrollar su vida, necesita no sólo un entorno o un medio, sino un mundo en el que pueda desplegar esa tarea fundamental que es vivir.

Precisamente, lo difícil para nosotros es salir de nuestro mundo para acceder a los otros niveles de la realidad. Lo común, lo cotidiano es que nos desenvolvamos con aquellas cosas y circunstancias con las que tratamos a diario, y de las que dependemos para poder vivir. Aquí cobra todo su sentido la idea de mi vida orteguiana. No podemos dejar de considerar nuestra circunstancia (cosas, personas, sociedad, geografía, tiempo histórico,…) para sencillamente vivir: el ser humano ‘necesita’ de las cosas para vivir, es una necesidad ontológica dirá Zubiri. Sin embargo, necesitamos a la vez ir más allá de nuestro mundo, a la caza de lo que sea el medio y sobre todo el mundo físico, el entorno de las cosas,… la realidad.

Esto se erige en una paradoja ¿insalvable?, a saber: ¿cómo puede acceder el ser humano a la realidad física, si inevitablemente tiene que hacerla formar parte de su mundo (con todo lo que lleva de sentido e interpretación) para poder tratar con ella? ¿Puede el ser humano tratar con alguna cosa sin que ésta no entre a pertenecer a su mundo? No. Y la pregunta consecuente es: ¿hasta qué punto, cuando una cosa del entorno entre en nuestro mundo, la aprehendemos como tal y no la aprehendemos transformada precisamente por pasar a pertenecer a nuestro mundo? O dicho de otro modo: ¿hasta qué punto podemos aprehender hechos objetivos, que en definitiva es el propósito de toda ciencia? ¿Es posible tal empresa? No son pocos los que piensan que sí.

15 de julio de 2015

Las ruinas… ¿sólo ruinas?

No hace mucho leí un texto de María Zambrano que refleja muy bien lo que es la hermenéutica. Se titula así: “Las ruinas”. El ejercicio hermenéutico puede ser aplicado a diversas circunstancias humanas: historia, literatura, ética,… Ella se va a centrar en lo histórico, pero se observará claramente que puede ser referido a cualquier otro aspecto. Normalmente se suele considerar que la historia está compuesta de hechos; pero de lo que no nos damos tanta cuenta es de que desde este punto de vista, un inmenso ámbito de la realidad permanece inaccesible. Es característico del conocimiento histórico, del científico en general, también en el filosófico, una actitud como desinteresada, impasible. Ya Aristóteles así lo entendía. Lo que la filósofa malagueña se pregunta es: pero, ¿es esto posible?, ¿le es posible al ser humano ejercer ya no un tipo de conocimiento, sino cualquier actividad, así, impasiblemente? ¿No será entenderlo así olvidar una buena parte de la realidad?

Porque la historia (tanto ‘la’ historia como cualquier vida personal de cada uno) no es un mero relato de los acontecimientos que en un determinado tiempo suceden. Quizá sea todo lo contrario: quizá los hechos no sean sino la ‘excusa’ para verter otro tipo de componentes (pasión, , prejuicios, creencias,…) que hay en nuestro ser más íntimo; de modo que el argumento de nuestras vidas y de nuestra historia no sea sino aquel argumento que es nuestra pasión, «y sea eso lo que ocupe en la ignorancia del protagonista su vida toda». ¿Quién puede afirmar que es capaz de conocer ‘objetivamente’ todo aquello que ha acontecido? Recordemos al perspectivismo (que no relativismo) orteguiano. Claro que en la vida suceden hechos; pero no es menos claro que ese mismo hecho cada uno lo interpreta según su enfoque, según quién es, según su estado provocado por su historia personal.

¿Por qué, entonces, nuestro interés de releer el pasado, de comprender (Dilthey)? A juicio de Zambrano, el conocimiento histórico queda legitimado no por ser un conocimiento objetivo de los hechos, sino para que el ser humano pueda comprender su presente. Y no ocurre pocas veces que nuestra necesidad de comprender y de justificar el presente tergiverse exageradamente el pasado. «Porque lo propiamente histórico no es ni el hecho resucitado con todas sus componentes, ni tampoco la visión arbitraria que elude el hecho, sino la visión de los hechos en su supervivencia, el sentido que sobrevive tomándolos como cuerpo. No los acontecimientos tal como fueron, sino lo que de ellos ha quedado: su ruina».


Porque el pasado no es algo que pasó, sino que es algo que de alguna manera permanece en el presente, no en su totalidad, pero sí su ruina; el presente no es sino el cumplimiento de algunas posibilidades abiertas por el pasado. Y es propio del ser humano comprender; y comprender pasa por situarnos en el tiempo histórico, en el esclarecimiento de nuestra situación actual mediante la definición de todo aquello que habiendo sucedido, está sucediendo también ahora. Es el hombre en busca de su argumento, es el hombre descubriendo las ruinas entre las que está, ruinas que no son sino aquello que ha sobrevivido de lo que aconteció.

La contemplación de las ruinas no deja de poseer un algo fascinante. Se lee en ellas algo trágico, una historia que no acaba de morir del todo, «una tragedia cuyo autor es simplemente el tiempo; nadie la ha hecho; se ha hecho». Porque una ruina no es algo que ha desaparecido, sino que no ha acabado de desaparecer, y que en su languidecimiento sirve de soporte para un sentido que va más allá de ella, y que se erige triunfante. No sobrevive lo que ya fue, sino lo que no llegó a ser. Y para ello precisa de un observador.

Las ruinas tienen algo de sobrecogedor, de ‘sagrado’. Cuando uno las contempla, un silencio se apodera de él. No le es suficiente saber qué pasó allí, sino que experimenta una vivencia que le transporta de su mundo personal a ese mundo en el que parece que todas las cosas humanas pertenecen. Uno se siente sereno, vivo, con una apertura de ánimo derivado de la compasión sentida hacia lo que aquello fue y significó para sus protagonistas. «En la contemplación de las ruinas, el argumento se reduce al mínimo y deja visible en toda su amplitud el horizonte, el tránsito de las cosas de la vida».

No todo está arruinado en la ruina. Hay algo que es capaz de trascender el tiempo, un significado que va más allá y que ni siquiera sus autores pudieron esbozar en toda su plenitud. Parece que su estado de ruina sea capaz de llevar a cabo una tarea para la que sus protagonistas no estaban capacitados, completando algo que precisaba ser completado, algo relacionado con los acontecimientos de la vida, pero no con los de la mía o de la tuya o de la del otro, sino de ‘la’ vida, de esa vida que es común a todos porque pertenece a lo más íntimo de nuestro ser humanos. Se erige así en un lugar en el que el tiempo parece que no pase, o que por lo menos pase de otro modo, con un ritmo que sea más propio de un allá que de un acá.

8 de julio de 2015

Sobre el sentido

Decía que había que tratar de elaborar y argumentar otros modos de acceso a lo real. Pero si nos damos cuenta, de lo que se trata no es de proponer —digamos— distintas ‘variantes’, sino que el problema es algo más profundo. Más que buscar ‘alternativas’ a la fenomenología, lo que habría que hacer es algo así como cambiar de nivel, para poder ir más allá de lo meramente intelectivo. El no haber realizado este salto ha sido un problema común a otras líneas filosóficas, las cuales de una u otra manera se han mantenido en el mismo cuadro de coordenadas: han utilizado herramientas intelectivas para superar un marco de por sí intelectivo, cuando para poder llevar a cabo tal empresa lo que quizá se precise sean herramientas de carácter distinto.

Felizmente, en este esfuerzo de marcado carácter discursivo o intelectual se han realizado hallazgos y avances imprescindibles hoy en día. Estoy pensando —por ejemplo— en la filosofía analítica y su análisis del lenguaje tanto en sí mismo como por su capacidad de ‘decir’ la realidad (recogiendo algunas ideas ya aportadas por Nietzsche —el primer Nietzsche— en torno a la significación del hecho lingüístico). O también en el trabajo de Ortega o Heideggerclaros continuadores del análisis fenomenológico— intentando recoger esos otros aspectos de la realidad (vitales, existenciales), y quienes intentaron exprimir al máximo sus posibilidades realizando incursiones al ámbito estético verdaderamente interesantes, pero incursiones a mi modo de ver con todavía un claro peso intelectual, no tanto estético. Y en fin, también se podrían citar otras muchas líneas de pensamiento en este sentido, pero no es ahora el momento de comentarlas.

¿Hay alguna alternativa? Sí que la hay. Se trata de una línea más metafísica elaborada ya desde finales del siglo XIX, con autores tan relevantes como Bergson, Hartmann, Zubiri,… los cuales buscan modos de encuentro de realidad más allá de los meramente intelectivos. Son capaces de aprovecharse de las bondades de la inteligencia sin ‘caer en sus redes’, buscando referencias sólidas desde otras facultades humanas. Gracias a ello y de la mano de la ciencia contemporánea, se esfuerzan en repensar ideas clásicas metafísicas para adaptarla a los nuevos tiempos del conocimiento (tanto científico como filosófico), buscando trascender la realidad no elevándose a planos abstractivos de dudosa raigambre real, sino zambulléndose en la profundidad radical de la realidad, buscando en ella lo que otros buscaban en otros lugares. De ahí el calificativo de metafísica intramundana.

Antes de pasar a comentarla, quería destacar una corriente de especial importancia que deriva de la fenomenología y que tiene mucho que ver con esta serie de posts que estamos viendo: me refiero a la hermenéutica, disciplina que está íntimamente relacionada con el ‘sentido’, con los ‘significados’. Hablando de la fenomenología destacaba la relevancia de la relación noético-noemática, pues en ella se fundamenta tanto el ser de las cosas como el ser de la conciencia. Las cosas poseen un ‘ser’ en la medida en que son aprehendidas por una conciencia noética. No hay que pensar en el noema como un determinado contenido que va a aprehender la conciencia, sino como el término intencional de mi conciencia; el noema es lo que permite que la conciencia fenomenológica pueda ejercerse como tal, en tanto que ‘parte’ del objeto que puede ser aprehendido por ésta. El noema es la condición de posibilidad de que el acto noético pueda ser ejecutado, y consecuentemente es la condición de posibilidad de la propia conciencia fenomenológica. Si insisto en ello es porque aquí se fundamenta lo que para Husserl es el ‘ser’ de las cosas, el ‘sentido’ de su esencia. Este sentido, que no depende de la conciencia, no se puede dar sin ella; así, las cosas ‘son’ en tanto que ‘son sentido’ para una conciencia.

Mientras Husserl se quedó en un ámbito meramente intencional (aparentemente), Ortega y Heidegger intentaron descender a la realidad cotidiana, a lo vital, a lo fáctico. Y en este ámbito había que contar con un elemento que Husserl no consideró (aunque se dice que en sus trabajos inéditos, sí): me refiero al tema del tiempo, y por ende al de la historicidad. Todo ello desembocó en la segunda mitad del siglo XX en la conocida hermenéutica.

Las posibilidades de la reflexión hermenéutica son múltiples. Gracias a ella se hizo un verdadero esfuerzo por alcanzar un nivel de comprensión adecuado de las cosas, de los hechos. Podríamos decir que la hermenéutica es el ‘arte de la interpretación’, pero creo que se queda corto pues es mucho más. No se trata de interpretar, sino de llevar la comprensión de las cosas a estadios nuevos y desconocidos; se trataría de una forma nueva de habitar el mundo, mediante la cual el ser humano pudiera realizar con cierta facilidad ese acto tan difícil como es des-centrarse para poder focalizar nuestra atención en ‘el otro’ o en ‘lo otro’.

Es preciso ejercer sobre nosotros cierta violencia para realizar este descentramiento, para situarnos en disposición de comprender otras épocas, otras civilizaciones, otras personas, otros hechos,… aunque incluso estén cercanos a nosotros. Tenemos facilidad para mirar cualquier cosa o acontecimiento con ‘nuestra’ mirada, contemporánea, occidental,… y esto es un error pues no hacemos sino proyectar una forma de vida y una forma mental que no se corresponderá nunca con la realidad de los hechos.

Cuando pensamos en esto, tenemos la tendencia a creer que eso es algo que a nosotros no nos pasa, que eso lo tenemos ya superado; pero a la postre es algo que no podemos suprimir. Necesariamente, en nuestra comprensión de las cosas, ponemos de nuestra parte; y ponemos mucho más de lo que pensamos. El tema no es no poner de nuestra parte, sino siendo conscientes de ello, poner lo menos posible para poder estar pendiente de lo alter, de la alteridad, y no de mi egocentrismo.

Y no sólo es que inevitablemente pongamos algo de nuestra parte en nuestra comprensión de las cosas, sino que es una tarea fundamental en el ser humano. Para poder desenvolvernos en nuestra vida, necesitamos dotarla de sentido, necesitamos comprender. Esto se pone de manifiesto invariablemente en las primeras etapas de nuestras vidas, siendo niños. Necesitamos dar sentido, dotar de significado a lo que nos pasa, para poder aspirar a una vida sana y equilibrada. Y aunque los acontecimientos no nos acompañen, todavía con más motivo. También se pone de manifiesto en cualquier momento de la vida: necesitamos realizar proyectos, necesitamos comprender nuestra historia, ser capaces de narrar nuestra biografía alcanzando un nivel de comprensión que nos permita sencillamente vivir. ¿Qué si no es la ‘salvación’ orteguiana? ¿Qué si no significa que he de salvar mis circunstancias para salvarme yo?