31 de octubre de 2023

Una vida por hacer

Hace unas semanas participé en la presentación del libro de dos personas amigas, Enrique y Mercedes Montalt, un sacerdote y su hermana, titulado Como Él te ama, ama tú así, el cual se puede resumir en dos ideas básicas: en la necesidad de una espiritualidad de carácter contemplativo para crecer como persona, y en cómo ese crecimiento personal no puede sino reflejarse en la vida de cada cual. En el prólogo del mismo, Benjamín Oltra, otro sacerdote y amigo de los autores, a quien tuve el gusto de conocer, decía una idea interesante, como es que cada uno de nosotros no somos sino seres en proceso: nadie está hecho del todo como persona, ni está convertido del todo en la fe, ni lo poco que esté lo está para siempre. A todos nos queda mucho camino que recorrer, mucho trecho que progresar. Todos somos buscadores, y cada cual ha de trazar su propio camino. Esta es una idea que vale tanto para personas creyentes como para no creyentes, estamos todos en el mismo bombo, y ya verá cada cual cómo da solución a esta inmensa tarea. En el fondo tener fe no soluciona nada en este sentido; en todo caso, te sitúa en un marco distinto.

Y el asunto es: y esto, ¿cómo se hace?, ¿cómo sabe uno qué es lo que tiene que hacer con su vida?, ¿cómo sabe dónde si quiera puede dirigirse para encontrar la solución? Los autores apuestan por el hecho de que ello no es algo que pertenezca al ámbito del conocimiento, sino que pertenece más bien al ámbito de nuestra vida. Hay un tipo de saber que no se aprende en los libros, sino que uno lo va adquiriendo durante su propio vivir, tanteando entre sus aciertos y sus errores, y viendo cómo todo ello recae sobre su vida. Cuando uno es capaz de abstraerse del ajetreo cotidiano y mirar adentro de sí, el conocimiento se torna sabiduría, algo totalmente distinto.

Una cosa es lo que somos, y otra muy distinta lo que pensamos que somos. La pregunta ¿quién soy? puede ser contestada desde la personalidad, o desde la personeidad. Con frecuencia, lo que pienso acerca de mí es un relato, una narración; el asunto pasa por preguntarse quiénes somos antes de pensarnos, antes de narrarnos. Antes que pensarnos está nuestro ser, lo que somos, experiencia que no siempre estamos en disposición de llevar a cabo, subsumidos como estamos en la actividad de lo mental. En la mente todo orbita en torno al yo, siendo menester silenciarlo para acceder a lo que de verdad somos, más allá de lo que pensemos que somos. «Somos ese ‘fondo’ que se nos hace accesible a través de la atención», dicen.

Pues en eso estamos.

24 de octubre de 2023

‘Qué sé yo’ vs. las ‘razones del corazón’

Quizá el modo de afrontar la incertidumbre de la vida sea una de las características más definitorias de cualquier persona. Sobre todo, cuando está referida a cuestiones esenciales. Ello nos obliga a plantearnos a fondo nuestra escala de valores, así como la orientación de nuestra acción. La pretendida certeza a la que se aspiraba clásicamente no tardó en ponerse en entredicho en la modernidad. Autores como Montaigne o Pascal lo harán desde diversas perspectivas: el primero desde una más secular, el segundo desde otra más espiritual, tal y como nos explica Alicia Villar en un artículo publicado no hace mucho en la revista de nuestra facultad ; dice: «Ambos autores subrayaron la inseguridad, la ambivalencia y el claroscuro de la condición humana, ejemplificando la angustia ante la finitud o su aceptación».

Montaigne (1533-1592) vivió en una época marcada por dos tristes eventos de tremenda relevancia: las guerras de religión en su país, y la peste que asoló su ciudad, Burdeos. Magistrado de profesión, figura relevante en Burdeos, su ciudad natal, de la que fue alcalde, decidió finalmente recluirse en el castillo de su familia, en el que nació y murió. Fue un hombre de personalidad peculiar, la cual quedó reflejada en su legendaria obra: los Ensayos. En esta época da un giro radical en su vida, iniciando algo así como un viaje hacia su interior, el cual trata de expresar precisamente mediante esta obra. Ejemplificando de alguna manera el ideal griego, emplea el ocio para la actividad seguramente más elevada, como es la reflexión intelectual sobre sí mismo y sobre el mundo.

Es esta una buena ocasión para percibir cómo un autor se da a conocer no sólo por lo que dice, sino por cómo lo dice. Los ensayos no son una autobiografía, ni una especie de diario o de memorias; más que resultado de una retrospección lo son de una introspección, analizando su presente, su comprensión de las cosas, de la vida, de las personas, conforme se le iban ocurriendo los distintos asuntos. Sin ningún plan prestablecido ni ningún orden director, Montaigne se abandona a la espontaneidad de un escribir que responde a una incertidumbre de fondo, ante la cual duda, y desde la que se abre. Con sus ensayos da entrada a un modo distinto de pensar, sin dogmatismos, permeable al devenir de los acontecimientos, sin condenas, fiel a su máxima tal y como nos dice Villar: qué sé yo. Lejos de pretender dejar un legado a la humanidad, en sus Ensayos sencillamente pretende expresar su experiencia de la vida, seguramente para satisfacción propia, sin adherirse a ninguna forma de pensar, desde la libertad que le otorga cierto desapasionamiento ante la vida.

Montaigne escarba en la condición humana, insistiendo en dos aspectos tan contradictorios (a lo mejor no tanto) como su fragilidad y su vanidad. Y ello no sólo observando a los demás, sino atendiéndose a sí mismo, con una admirable serenidad y objetividad. No se preocupa tanto de cómo debamos ser, sino de cómo somos en realidad; no se pregunta tanto ‘qué es el hombre’ como ‘qué soy yo’. Montaigne desconfía de aquéllos que fantasiosamente colocan al ser humano por encima de sus posibilidades. Como dice Taylor en Las fuentes del yo, «en su descripción de sí mismo no intenta buscar lo edificante, sino describir la realidad cambiante de un ser, él mismo, en un ejercicio de lucidez». Montaigne, no adoctrina, no dogmatiza, no se propone como ejemplo de nada: entiende que quien no confiesa sus vicios es porque es presa suya; anhela una sinceridad que en tiempos de incertidumbre o de angustia no siempre hace acto de presencia. Con Montaigne uno pierde el rubor de saberse con sus defectos.

Lo que hace no es tanto una ética normativa como la descripción de una regla de vida, y que él denominó ‘mi ciencia’. Se trata de un conocimiento empírico de los rasgos y del modo de comportarse, lejos del acatamiento a una normatividad moral; su ciencia no aspira a una transformación ejemplificante del ser, sino una asunción realista de su vida. Es así como entiende la autenticidad, la veracidad de la vida la cual, lejos de ser perfecta, es contradictoria, cambiante, fluctuante, pero siempre honesta en su percibirse. Pero ante esta aceptación personal, cuyo sacar a relucir ha contribuido notablemente al conocimiento de nuestra identidad, no vale cualquier cosa. Incluso en las situaciones más difíciles, Montaigne apostó por ‘más humanidad’, aun en las situaciones más inhumanas. Lejos de polarizaciones extremas, él prefiere la moderación, el equilibrio, la sensatez, la fidelidad a la palabra dada, la responsabilidad para con todo. Si bien no siempre sabía qué hacer, desplazando en ocasiones la responsabilidad a la suerte de los dados, su actuar se guiaba por ciertas certezas morales cuyo fundamento no encontraba arraigo claro en él, pero que representaba la moral del hombre honesto. Será esta moral, y este modo desapasionado pero convencido de vida, lo que lleva al ser humano al saber vivir: «con la moderación y la prudencia, busca el punto medio entre dos extremos: rigorismo y desenfreno, haciendo habitable el mundo exterior e interior a pesar de sus múltiples fracturas». La incertidumbre se sobrelleva con ciertas pautas y rutinas, pero lo suficientemente flexibles como para poder atender a las exigencias de la situación. En Montaigne no encontraremos un hilo rector definido: quizás la propia sabiduría de la vida, no tanto pensada por encima de ella, sino experienciada desde las vivencias concretas de cada cual. Esta sabiduría de la vida le lleva a una vida que goza del momento, del aquí y del ahora. 

Frente a esta especie de moral secular que profesa Montaigne, Pascal ofrece un paradigma diverso: el de la fe. Donde el primero sólo ve fortuna, el segundo ve providencia; donde el primero es indulgente ante las contradicciones humanas, el segundo las vive con dolor; donde el primero asume la incertidumbre con su saber vivir, el segundo anhela una certeza que le permita saber a qué atenerse, y que no es capaz de encontrar en sí mismo. Como científico que es, Pascal no desestima en absoluto el papel de la razón y la esgrime frente a autoritarismos o dogmatismos, pero no la idolatra, necesitando apoyarla en algo otro que no se imponga. Lo que cuestiona a Pascal es hasta qué punto se puede vivir como Montaigne, hasta qué punto uno puede vivir sin ninguna certeza. Una cosa es que nuestra necesidad de certezas nos lleve a engaños, otra a pensar que no hay ninguna certeza: ¿dudamos acaso de que somos, de que vivimos? Montaigne se guía por una conducta honesta, sin saber muy bien por qué la hace; como dice la autora, Pascal «es consciente de los enigmas y riesgos de la existencia y se aleja de la tranquila instalación y aceptación de la finitud que se contenta con la moderación». Para Pascal no es aceptable el pirronismo de Montaigne, porque no cabe la abstención continua: hay que decidirse, la vida es opción; hay que comprometerse. Pascal es consciente de que no es la razón la que puede determinar qué hacer, sino el corazón, la felicidad de fondo que uno siente cuando está dando los pasos adecuados, sin saber muy bien la razón exacta. En Pascal este sentimiento de la vida, estas razones del corazón, son la vía para salvar las situaciones posibilitando una vida dichosa, aun en la desgracia.

17 de octubre de 2023

El ¿conocimiento? de lo ‘en sí’ según Driesch

Si ―como veíamos en el anterior post― se quiere dar un paso más allá de la teoría del orden, no se puede permanecer en el mismo plano que ella, sino que hay que acudir a otro diverso. Y el peldaño primero es ―a juicio de Driesch― «la admisión deliberada de un solo concepto como concepto provisto de pleno sentido: el concepto que se expresa en las palabras real o en sí o absoluto». Ciertamente, al hilo de todo el discurso de Driesch, es algo de lo que no podemos tener evidencia absoluta, pero que no es en absoluto irracional asumirlo. Porque no es irracional, todo lo contrario: es razonable, tiene sentido hablar de un algo ‘en sí’ que fundamente la noticia que podamos tener de ello en tanto que ‘para mí’. Y un algo ‘en sí’ que no solamente existe en tanto que es ‘para mí’, sino que ‘es’ aun sin tener conciencia de él, aun sin ser ‘para mí’. Y es razonable pensar así porque «si existiera esa realidad, se comprendería lo que no se comprende mientras estemos encerrados dentro de los límites de la pura Ciencia del orden». Dentro de los límites de la pura Ciencia del orden no tiene sentido hablar de ‘en sí’, de real, pero, saliendo de su marco mediante un salto que habrá que analizar críticamente, es muy razonable pensar que lo que entendemos cuando hablamos del calificativo real puede dar razón precisamente del ejercicio de la Ciencia del orden.

Ahora bien, lo real no lo aprehendemos con absoluta evidencia, sino con cierta duda: lo real se nos presenta con cierto carácter hipotético, con cierto ‘quizá’. La Metafísica se nos presenta con cierto titubeo; «y desgraciadamente tiene que mantenerse en esa posición, en ese ‘escándalo de la filosofía’ como le llamó Kant». Pero el hecho de poder hablar con cierto fundamento de dicha hipótesis, permite que no sea una hipótesis meramente gratuita o arbitraria. Y, una vez asumido lo real, lo ‘en sí’, lo vivido ‘para mí’ es exactamente fenómeno; el contenido de conciencia es ciertamente apariencia, pero apariencia de lo real.

El asunto que se plantea ahora no es baladí, a saber: ¿y cómo podemos llegar a ese modo de ser de lo real en tanto que ‘en sí’ una vez hemos afirmado hipotéticamente su existencia? ¿Es posible?

No podemos caer en el error del realismo clásico identificando un tanto precipitadamente la existencia de lo ‘en sí’ sin más con los objetos inmediatos del mundo empírico, o cuanto menos con sus esencias. En todo caso, se podría decir que el objeto empírico apunta hacia lo real, ‘significa’ lo real, pero no es necesariamente real en su modo de ser aparente. El problema es cómo realizar dicho tránsito pues se da la paradoja de que, para poder contrastar lo ‘para mí’ con lo ‘en sí’ eso ‘en sí’ debería convertirse antes también en ‘para mí’, y de este modo estaríamos comparando dos algos ‘para mí’, y no un algo ‘para mí’ con otro ‘en sí’. Además de que no está dicho que lo ‘en sí’ sean esencias, tal y como pensaba el realismo clásico.

Es éste un camino que se ha de dar por pasos contados. El primer paso que hemos dado con Driesch es admitir que, efectivamente, «la palabra ‘real’ en el sentido de lo ‘en sí’ tiene sentido». Pero no nos podemos detener aquí, sino que hemos de tratar de avanzar preguntándonos qué podemos decir de eso real una vez asumida la hipótesis de su existencia. El siguiente paso lo denomina principio de cognoscibilidad, que define con estas palabras: «lo real debe ser considerado como en cierto modo aprehensible en su modo de ser para el yo consciente, aunque esa aprehensión sólo tuviera por resultado el reconocer que la realidad es incognoscible en las particularidades de su modo de ser». Esta afirmación puede parecer un juego de palabras, pero encierra una idea profunda (y que creo que se aproxima bastante al pensamiento zubiriano). Nos dice Driesch ―si lo interpreto bien― que más que tratar de las particularidades de cómo es cada cosa ‘en sí’, nos podemos aventurar a hablar de lo que sea lo real ‘en general’; no tanto lo que sea cada cosa real ‘en sí’, sino lo que sea la realidad ‘en general en sí’.

10 de octubre de 2023

La sociedad de la (des)confianza

Hay una distinción fundamental entre agresividad y violencia. La agresividad es una conducta natural, que pertenece al bagaje de posibilidades de todo ser vivo, y que en no pocas ocasiones es muy oportuna, tanto con individuos de otras especies como con los de la misma especie. Es algo fácil de ver en animales mamíferos o en primates: en situaciones de caza o de huida, de delimitación del territorio, de búsqueda de apareamiento, etc. En el caso de que la agresividad sea con miembros de la misma especie, por lo general suele estar ritualizada, llegando muy pocas veces la sangre al río, en estos casos, la agresividad biológica está programada de tal modo que ante la muestra de sumisión por parte del adversario se detenga. La agresividad en su justa medida y en el momento oportuno, es un recurso más de la vida para poder salir adelante. A la conducta agresiva se le oponen otras conductas afiliativas o prosociales, que también se transmiten tal y como se observa en la cría individualizada de los cachorros, lo que supuso superar el comportamiento social tipo de los reptiles, basado en el dominio represivo y el sometimiento; de este modo, frente a la agresividad emergía una conducta de cordialidad, simpatía, afecto.
  
En el ser humano se ha heredado todo esto. En nuestro caso, la agresividad ya no suele ser por la supervivencia (aunque en algunos casos así sea) sino sobre todo a nivel cultural, empleándola instrumentalmente para alcanzar determinados objetivos, de modo que ya no se desempeña tanto físicamente como verbalmente, incluso psicológicamente, manipuladoramente, o mediante coacciones de otro tipo (económicas, profesionales, etc.). A su vez, está presente también en nosotros conductas prosociales, fundamentadas básicamente en la compasión y en el amor. Todo grupo social se debate entre estas dos fuerzas. La especie humana, como toda especie animal, está tensionada entre la agresividad y la compasión, con una salvedad: que los estímulos que las disparan ya no son estrictamente biológicos, sino que pueden ser desconectados culturalmente de nuestras conductas mediante el adoctrinamiento. En este caso fácilmente se pasa de la agresividad a la violencia, que podría ser caracterizada por un exceso gratuito de agresividad, cuyo fin es imponerse arbitrariamente o lastimar por el hecho de uno sentirse poderoso.

Los grupos sociales en los que vivimos pueden ser clasificados en dos grandes tipos: los tutelares y los opresivos. Los grupos tutelares son familiares o cuasifamiliares, generalmente reducidos, apoyados en el conocimiento personal, en los que las relaciones de dominio, necesarias para educar a la prole, son de carácter educativo. Los opresivos se suelen corresponder con grupos más amplios, en los que se convive con personas desconocidas, grandes sociedades anónimas, en los que uno tiende a enfrentarse competitivamente al otro explotando sus debilidades para salir airoso, mediante un dominio de carácter represivo.

En los grupos pequeños prima la confianza, en los grandes la desconfianza, porque el resquemor o el temor lastran las relaciones personales, viendo en el otro no un tú, no un prójimo, sino un enemigo en potencia.

La educación no debe pasar por alto este esquema, preparándonos para vivir democráticamente en confianza. Porque si se quiere que en las grandes sociedades anónimas de este siglo emerjan comunidades solidarias, hay que educarlo adecuadamente, hacen falta vínculos que mantengan la cohesión de un grupo cuyo aumento progresivo lo disminuye. En caso contrario priman lo que Eibl-Eibesfeldt denomina sociedades de la desconfianza: las grandes sociedades occidentales contemporáneas se caracterizan por eso, por la desconfianza. Más que un odio (que se da en casos extremos de adoctrinamiento) hay un temor al otro, algo que, dadas las circunstancias en que vivimos, es razonable, y evolutivamente justificable si se quiere, pero con un riesgo muy real: la desconfianza, el temor, despierta y mantiene activa la agresividad, cuando no la violencia, poniendo en peligro las bases mismas de la democracia.

Ante el horizonte que nos abren las ciudades cada vez más populosas y cosmopolitas, nos faltan herramientas para desenvolvernos adecuadamente en ellas, y no hemos sido capaces todavía de generar los vínculos necesarios para que prime la solidaridad y la confianza, tal y como acontece en los grupos pequeños. Es más, nos sentimos expuestos y vulnerables si mantenemos nuestras actitudes y disposiciones del grupo pequeño en el grupo grande: en el anonimato de las grandes multitudes, la confianza se torna en desconfianza, el amor en temor, la generosidad en instrumentalización, modelos de dominio tutelar en modelos de dominio represivo. Se trata de un análisis sutil, pues no toda agrupación se debe a la confianza y a al amor, sino que muy bien se puede deber a la desconfianza y al temor: no podemos olvidar que las personas buscan el amparo de otras tanto por motivos amistosos como por motivos de protección: el amor y el miedo se debaten continuamente, y quien no busca amar al otro, busca atemorizarle bien para destruirlo, bien para ofrecerle acto seguido su protección.

Hay aquí un enfrentamiento entre dos fuerzas: que la conducta de grupos pequeños permee la de grupos grandes, o que la de los grupos grandes permee la de los pequeños. Lo segundo es un riesgo muy presente, minando las relaciones personales cercanas, instrumentalizándolas, anonimizándolas; en no pocos casos no se viven relaciones personales desde la cooperación, el don y la gratuidad, sino desde el interés y el egoísmo, sin ningún tipo de compromiso, sin mayor vínculo que el interés personal. La desconfianza grava los grupos pequeños, emergiendo existencias desoladas, islotes de vida en un océano de cemento cada vez más frío y hermético; hay reacciones de fuga, de huida, buscando asideros para no caer en la oscuridad de una noche taciturna, adhiriéndose a ideologías que hacen que uno se sienta vivo, apegándose a personas que ofrezcan seguridad y amparo. Si el fin de la sociedad humana no es la instrumentalización y la atomización, es preciso generar vínculos en la anónima sociedad de masas, esfuerzos educativos y relacionales mediante proyectos e iniciativas que nos lleven a consolidar vínculos sociales en grupos cada vez más amplios.

3 de octubre de 2023

¿Por qué está hoy el mar tan encrespado? Porque Neptuno está furioso

Uno de los asuntos epistemológicos que más le preocupan a Popper es dar razón de la objetividad del conocimiento; si bien él tiene en la cabeza sobre todo el conocimiento científico, su pensamiento muy bien se puede extrapolar a otras áreas del conocimiento, siempre que se trate de un conocimiento crítico. Tiene una conferencia publicada en Conocimiento objetivo que se titula “El objeto de la ciencia”, quinto capítulo del mismo, en el que se hace eco de un problema tan sencillo como complejo: qué es conocimiento; algo que él articula en torno a la capacidad de explicación. Así, conocer algo supone en su opinión poder explicarlo: conocer algo desconocido supone poder explicarlo mediante lo conocido.

En toda explicación hay algo que se quiere explicar ―un explicandum― mediante un proceso explicativo ―un explicans―. Pero no todos los explicans son adecuados, sino que para que lo sean, deben cumplir ciertos requisitos. Por ejemplo, el explicans ha de implicar lógicamente al explicandum, es decir, han de tener algo que ver entre sí, siguiendo el argumento del explicans debemos poder llegar al explicandum; en caso contrario, difícilmente va a poder realizar su papel. Además, el explicans ha de ser coherente, y verdadero; en no pocas ocasiones no podemos estar tan seguros de esto, pero por lo menos hemos de haberlo investigado y analizado del mejor modo posible, llegando a la conclusión de que, hasta ese momento, por lo menos sabemos que no es falso, apoyándonos en otros juicios independientes que nos hablen en favor suyo.

En referencia a este segundo requisito, Popper realiza un análisis interesante, porque contrastar el explicans mediante procesos independientes que hablen en favor suyo va a ser fundamental para garantizar el progreso crítico del conocimiento. Puede ocurrir a veces que el explicans dé razón del explicandum mediante una relación, en principio evidente, pero que difícilmente puede ofrecer una explicación satisfactoria debido a la naturaleza de ambos. Él mismo pone como ejemplo este diálogo:
― ¿Por qué está hoy el mar tan encrespado?
― Porque Neptuno está furioso.
― ¿En qué se basa usted para decir que Neptuno está furioso?
― Caramba, ¿no ve usted qué encrespado está el mar? ¿Acaso no se encuentra así cuando Neptuno está furioso?
A poco que nos fijemos, se observará cierta circularidad, no del todo, pero casi casi. ¿Qué ha ocurrido aquí? Pues que el único juicio que podemos emitir en beneficio del explicans es el propio explicandum. Dice Popper: «La sensación que produce este tipo de explicación casi circular o ad hoc es muy insatisfactoria, por lo que creo que el requisito correspondiente de que hemos de evitarlas es una de las fuerzas motoras más importantes del desarrollo científico: la insatisfacción es uno de los primeros frutos del enfoque crítico o racional».

Esta idea es muy interesante. Si volvemos al protagonista del diálogo, para él la explicación de que si el mar está encrespado es porque Neptuno está furioso es satisfactoria, por lo que no tiene mayor problema. Ya tiene clara la cosa; ¿qué problema hay? Sólo en el caso ―sea por el motivo que sea― que a alguien esa explicación (o cualquier otra) le genere insatisfacción, empezará a buscar otra, un tipo de explicación cuyo explicans no sea ad hoc.

Y esto, ¿cómo se consigue? Pues se tratará de generar un explicans con una mayor riqueza de contenido, que tenga vinculación lógica con el explicandum pero que no dependa casi únicamente de él, sino que los argumentos o juicios empleados estén ya corroborados de alguna manera por el conocimiento en general, de modo que sus consecuencias hayan sido ya contrastadas en situaciones ajenas a la de nuestro problema.

Démonos cuenta de que esto es una condición necesaria pero no suficiente, en el sentido de que no necesariamente todo argumento independiente contrastado puede ser empleado adecuadamente en un explicans concreto; por muy independiente y contrastado que sea, en un caso concreto muy bien puede ser empleado ad hoc, asunto ante el cual habrá que estar atento para evitar precipitaciones acríticas. Quizá el modo más seguro para poder avanzar críticamente es que estos argumentos independientes utilizados en nuestro problema empleen enunciados universales o leyes de la naturaleza con las adecuadas condiciones de contorno. Por definición, las leyes de la naturaleza deben ser enunciados de gran riqueza, y que puedan ser contrastadas independientemente en cualquier momento y en cualquier situación. Así, si las empleamos para nuestro explicans difícilmente podrán ser ad hoc, y el explicandum se erigirá sencillamente en un caso particular suyo. Cuanto más ricas y contrastadas sean las leyes que empleamos, tanto más satisfactorio será nuestro explicans para dar razón del explicandum.

El progreso del conocimiento crítico va a una con la insatisfacción de un espíritu inquieto; para éste, las explicaciones ad hoc pronto le resultarán insuficientes, y tratará de buscar otro tipo de razones, es decir, de conseguir explicaciones cada vez más contrastables y ricas, con contenidos más universales y con menor posibilidad de convertirse en un argumento casi circular. Objetivo de este conocimiento crítico también será el ir analizando las propias teorías generales que se emplean en el explicans, para ir depurándolas, acrisolándolas, tratando de alcanzar un grado de universalidad cada vez mayor, hasta… ¿dónde? Pues no se sabe muy bien. Sí que parece que es difícil hablar de explicaciones últimas desde la ciencia o desde el conocimiento humano, pero no cabe duda de que siempre se puede ir profundizando y creciendo a la luz de esta metodología, sin un límite claro de hasta dónde se puede llegar. Asunto ciertamente interesante y que ha menester atenderlo.