26 de diciembre de 2023

El encuentro al modo de la dialéctica platónica

Esta actitud de apertura fundamental que comentábamos está íntimamente relacionada con la actitud del que pregunta. El que no se cuestiona, quizá no se plantee lo fundamental de una vida; el que no pregunta, quizá sea porque cree que ya lo sabe todo. Preguntar es un riesgo que no todos están dispuestos a asumir. En ocasiones no es necesario preguntar explícitamente, sino que basta con estar abierto, con una apertura radical en virtud de la cual uno se da cuenta de que las cosas no son como las esperaba, y lo asume: «El conocimiento de que algo es así y no como uno creía implica evidentemente que se ha pasado por la pregunta de si es o no es así». Pero seguramente esto no sea suficiente, precisando ser complementado por una auténtica pregunta.

Pero, cuando se pregunta, ¿hacia dónde se pregunta? Es esencial a toda pregunta dos caracteres. a) Por un lado, que posea un determinado sentido, una direccionalidad, que será en la que se tenga que situar la respuesta para ser adecuada a la pregunta que trata de responder. Lo preguntado no es irrelevante, sino que ya establece el marco en el que la respuesta se debe dar. «Con la pregunta, lo preguntado es colocado bajo una determinada perspectiva». b) Por el otro, supone ya como un aviso o un pre-anuncio de que se va a dar una ruptura con el estatus previo a la pregunta, un estar dispuesto a modificar lo ya sabido. Una modificación que, si se pregunta en serio, el que pregunta debe estar dispuesto a asumir.

Es por ello por lo que preguntar adecuadamente es tan complicado, frente al preguntar por preguntar. Es la misma diferencia existente entre el que habla con fundamento y el que habla por hablar, entre el diálogo y el parloteo. Frente a la apertura del hablar auténtico, el inauténtico sólo habla para tener razón y no «para darse cuenta de cómo son las cosas», porque en definitiva ‘ya lo sabe’.

El que está seguro de saberlo todo por lo general no pregunta, ya que para poder preguntar hay que querer saber; y para querer saber uno tiene que saber que no sabe, motivo por el cual quiere saber aquello que no sabe. El preguntar auténtico implica una actitud de apertura, en la que uno se queda en suspensión, al descubierto. Cuando no es así, en realidad no es una pregunta: es otra cosa, una pantomima.

Pero esta apertura no es total o infinita, sino que —como decía— se encuentra inmersa en un horizonte desde el cual se pregunta: y si este horizonte, en tanto que es más vasto que nuestro saber, posibilita la pregunta, también la confina. Cuando una pregunta no se realiza en la holgura existente entre lo que no sé y los límites del horizonte en el que me sitúo, se convierte en una pregunta sin sentido; no sé en definitiva qué estoy preguntando, a pesar de que efectivamente hay algo que no sé y que quiero saber. Pero no lo he sabido plantear, y la pregunta está desorientada, dificultando así su respuesta. Algo similar ocurre cuando emisor y receptor se encuentran en horizontes diversos, pues la posibilidad de diálogo auténtico se reduce considerablemente, se dificulta irremediablemente.

En tanto que confinada, la respuesta posee un aspecto positivo pero también negativo. Lo digo en el sentido de que, si bien posee una parte que responde efectivamente a la pregunta, también posee otra por la que desplaza respuestas negativas a esa pregunta. Porque no se trata sólo de responder correctamente la pregunta, sino de saber también por qué el resto son incorrectas. Uno sabe algo no sólo cuando lo sabe, sino también cuando sabe contrastar las diferentes posibilidades que tratan de darle respuesta. «La cosa misma sólo llega a saberse cuando se resuelven las instancias contrarias y se penetra de lleno en la falsedad de los contraargumentos». Es por esto por lo que saber implica entrar no sólo en aquello positivo sino también en lo negativo, en lo que se opone, en los contrarios; y es aquí donde hay que buscar la diferencia entre el saber riguroso y la mera opinión. El saber es dialéctico.

19 de diciembre de 2023

La causalidad no causal

El estado que se percibe del cosmos, a cualquier nivel, puede ser comprendido partiendo de un estado previo a él. Pero no siempre es fácil comprender este tránsito, no sólo a escala microfísica, en el que el comportamiento probabilístico de la materia nos es más familiar, sino también a escala macrofísica, en la que muchos procesos no se pueden explicar atendiendo a la causalidad típica de la física clásica. La constatación de este segundo fenómeno hizo aumentar decididamente el interés por la teoría del caos. De hecho, algunos autores han equiparado la importancia de la teoría del caos a la que pueda tener la relatividad, la mecánica cuántica o la biología molecular. Como apunta Bru, el estado caótico no es difícil de identificar; dicho muy brevemente, «su mayor característica es la imposibilidad de predecir acerca de su comportamiento». Pero vaya, aproximémonos un poco en su comprensión.

En el universo se pueden establecer tres grandes modos de determinar lo consecuente por lo antecedente, según Laín: la determinación determinista, la determinación indeterminista y el indeterminismo caótico. La determinación determinista, de carácter ideal y sólo aparente, es el paradigma de la ciencia clásica, y válida para los sistemas y movimientos de carácter macrofísico, ya que en ellos el error de la medida es despreciable en referencia a las magnitudes observables. La determinación indeterminista, de carácter probabilista, propia de la física de partículas, en virtud de la cual los sucesos son de carácter indeterminado a nivel individual, pero en conjunto las probabilidades ofrecen unas predicciones válidas, y de la cual se puede prescindir a nivel macrofísico, aunque también rige en él. Por último, el indeterminismo caótico propio de las partículas elementales en tanto que tales. Dice este autor: «Más allá del determinismo ideal y sólo aparente de la mecánica de Newton-Laplace, más acá del inexorable indeterminismo cuántico de la mecánica de Heisenberg y Bohr, la realidad atómico-molecular sería ocasional y transitoriamente caótica, porque caótico es el estado de la materia antes de constituir un orden estructural más o menos duradero».

Heisenberg se hizo eco de que, con el giro de la física al paradigma cuántico, se podía dar por abolida la ley de la causa y el efecto; ello parece indicar que sea apropiado dejar de hablar de que los procesos naturales estén regidos por leyes, idea que es sumamente imprecisa, aunque no es menos cierto que nos obliga a replantarnos el concepto de causalidad. ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de causalidad? El concepto de causalidad al que solemos estar acostumbrados —que es el propio de la ciencia moderna— se generalizó gracias al cambio de paradigma con que el hombre se comenzó a relacionar con la naturaleza, pasándose de una preocupación por lo que la naturaleza era (paradigma clásico) a una preocupación por cómo se comportaba. De este modo —explica Heisenberg— «el término de causa fue siendo referido [a partir de la modernidad] a la ocurrencia material que precediera a la ocurrencia que en determinado caso se tratara de explicar y que de algún modo la hubiera producido». Como dice gráficamente, cuando algo ocurre, presuponemos que algo otro lo ha precedido, de lo cual se sigue según una determinada regla. Con el auge de este tipo de conocimiento, se llegó a la convicción de que el acontecer de la naturaleza está unívocamente determinado, como un gran mecanismo cuyo conocimiento en un momento dado nos permitiría predecir su futuro, del mismo modo que nos podríamos remontar ad infinitum hacia los estados anteriores. Esta causalidad en sentido fuerte es lo que se conoce como determinismo, una de cuya figuras paradigmáticas fue Laplace.

Ciertamente, la física atómica ha desarrollado concepciones que no se ajustan a este esquema, aunque tampoco lo excluyen de modo radical. Curiosamente, este nuevo paradigma contemporáneo tenía que ver con una idea que no era ajena a los atomistas griegos (Leucipo y Demócrito), quienes admitían que ciertos procesos regulares tenían lugar gracias a la concurrencia de muchos procesos irregulares de detalle. Básicamente, esta idea es la que se mantiene en la física atómica actual, la cual puede ser perfectamente aplicada a procesos naturales, los cuales, en tanto que poseen átomos a su base, se apoyan en su comportamiento.

El punto clave cabe situarlo en la teoría de los cuantos de Planck. Recordemos que lo que descubrió no fue sino un elemento de discontinuidad en los fenómenos de radiación, es decir, que un átomo radiante no emite energía de modo continuo sino a ‘trocitos’, discontinuamente, en paquetes discretos. Una de sus consecuencias más importantes fue la necesidad de formular toda ley física estadísticamente, para lo cual fue necesario abandonar el puro determinismo: éste es el cañamazo de la física cuántica. Se dio así el hecho paradójico de que el conocimiento físico se montaba sobre un comportamiento indeterminista radical, pero cuyos resultados se mostraban muy fiables; la paradoja es que, tal y como estaba estructurado dicho conocimiento, para que esos resultados se mostraran válidos a la postre se debían obtener partiendo de un comportamiento indeterminista de sus objetos de estudio. Es decir: «el conocimiento incompleto de un sistema es parte esencial de toda formulación de la teoría cuántica», explica Heisenberg. Como decía, lo cierto es que procesos a escala mayor, a escala humana o mesocósmica— también se rigen por estos principios, aunque las leyes estadísticas aplicados a ellos arrojan probabilidades tan altas que en la práctica puede decirse que su comportamiento está determinado. Es un determinismo indeterminista. El determinismo y el indeterminismo no son conceptos tan alejados: éste es nuestro mundo en gran medida, si lo pensamos: a procesos que a nivel macroscópico podemos conocer y predecir con una gran fiabilidad, subyacen otros en los que la cosa es un poco más difícil.

12 de diciembre de 2023

La educación filosófica o tras los barrotes

Todo aquel que tenga intención de enseñar algo, sea lo que sea y a quien sea, parte de un presupuesto tácito: que el otro está en condiciones de comprenderlo y aprenderlo. Sea una enseñanza más básica a un niño, sea una reflexión intelectual a un alumno universitario, el que quiere enseñar estima que el que ha de aprender posee la edad o la madurez necesaria para dicho aprendizaje. Ningún aprendizaje se puede dar si no hay en el sujeto que aprende la posibilidad de aprenderlo; en caso contrario, el aprendizaje, por muy buenas intenciones que tenga el educador o el docente, no se dará. Sólo se puede aprender aquello que se está en disposición de aprender, aquello de lo que se tiene la posibilidad de aprendizaje. Esto es algo que parece de Perogrullo, seguramente lo sea, pero que en la práctica para nada es tan sencillo esclarecer. De hecho, un chivato adecuado para saber si un educador es mejor o peor consiste en tener ese tacto, esa sensibilidad, para saber cuándo debe enseñar algo a alguien, sabiendo esperar cuando el aprendiz no está ‘maduro’. El buen maestro llega cuando el aprendiz está preparado, se suele decir; y es buen maestro porque sabe cuándo el aprendiza lo está.

Los que nos dedicamos profesionalmente a la educación universitaria, sobre todo en lo que se refiere a las humanidades, en concreto a la filosofía, nos damos cuenta de lo difícil que es transmitir aquellos contenidos que consideramos importantes en cada asignatura, porque sabemos que no se trata tanto de comunicar meras ideas y conceptos teóricos, como de transmitir todo el bagaje experiencial que ha de acompañar para su conquista, que es algo totalmente distinto. En todo aprendizaje siempre hay ‘un algo más’ que sobrevuela a lo dicho y que, para comprender en su totalidad, es preciso que el que escucha se quede, no sólo con el contenido explícito de lo que escucha, sino también con cómo eso dicho resuena en el contexto amplio de la vida, de la realidad. Esa diferencia de marcos mentales debe tenerla muy presente el docente (también el alumno).

Cuando se quiere transmitir una idea con un relevante calado biográfico o experiencial (pensemos, por ejemplo, en la idea del instante kierkegaardiano) no podemos hacerlo sino empleando un lenguaje, unas palabras que pongan en contacto al docente y al alumno. Pero el caso es que esas mismas palabras no tienen ni mucho menos el mismo significado para el docente que para el alumno; cada uno las comprende desde su marco mental, que suele ser muy diferente. Aunque no siempre es necesariamente así, a mi juicio el marco mental del profesor suele ser más profundo, de mayor hondura, con una sensibilidad que sólo da el haberse dedicado muchos años a una disciplina; el de un alumno, que se está iniciando, difícilmente podrá compartirlo, aunque a ello aspire.

El conocimiento va acompañado de una paradoja, que ya puso de manifiesto Sócrates en el diálogo platónico Menón, que venía a decir que una persona no puede esforzarse por conocer lo que ya sabe ni aquello que no sabe. Lo que ya sabe, pues porque ya lo sabe, porque ya lo conoce; lo que no sabe, porque no sabe siquiera lo que tiene que buscar, porque si no lo conoce, no lo echa en falta. A mi modo de ver, esto es una verdad a medias, en el mejor de los sentidos; porque el que aspira a algo más de lo que sabe, de alguna manera posee una inquietud quizá todavía por definir, barrunta que hay algo más que es preciso saber porque, con lo que sabe, no se encuentra tranquilo, digamos que no puede dar razón de esa inquietud profunda que late en lo hondo de su ser. Por eso se suele afirmar que quien busca, ya ha encontrado, porque de algún modo el hecho de buscar algo ya pone de manifiesto esa inquietud, se echa en falta algo que ya se barrunta, pero que no se acaba de saber muy bien qué es.

Creo que la tarea del docente es, en buena medida, suscitar inquietudes, abrir horizontes, para que el alumno contacte con asuntos que hasta la fecha desconocía. Algunos alumnos, lejanos vitalmente a estas cuestiones, resbalarán sobre ellas; pero otros, más próximos a ellas, seguramente no, y verán resonar en su interior un resorte que les active una actitud de interés y de búsqueda. De eso se trata: de expandir los contornos de la posibilidad de aprendizaje de los alumnos, de extender sus horizontes, de ensanchar sus mundos, de difuminar sus límites. No se trata de añadir contenidos a un marco ya dado, sino de ampliar el marco en virtud de lo cual podremos conocer desde claves diversas no sólo contenidos nuevos, sino también los contenidos que ya sabíamos, porque, en definitiva, lo que cambia es el marco en que se está instalado y desde el cual se comprende, se actúa y se siente, se vive en definitiva.

5 de diciembre de 2023

El planteamiento del problema de Michelson y Morley

Nos encontramos situados en el contexto en el que, a pesar de las dificultades en su consideración, se aceptaba la existencia del éter como medio absoluto sobre el cual se daban los fenómenos físicos, en concreto la propagación de la luz. Recordemos que, con los trabajos de Maxwell, se consideraba a la luz como una onda, caso particular de las ondas electromagnéticas, que se desplazaba por el espacio, o por el éter, a una velocidad de 300.000 km/seg. Y, tal y como se deduce de sus fórmulas, esa velocidad de la luz no dependía de la velocidad del foco emisor, sino que era la misma se moviera como se moviera su foco.

Fue entonces cuando surgió una pregunta de bastante sentido común, como era intentar averiguar a qué velocidad se desplazaba la Tierra. De hecho, recordemos que Bradley empleó este dato (calculado según magnitudes astronómicas, según la estimación de su órbita y el tiempo que tardaba en dar la vuelta al Sol) para obtener una medición de la velocidad de la luz. Se pensaba que el éter estaba en reposo, se sabía que la luz se desplazaba a 300.000 km/seg en su seno, ¿por qué no preguntarse asimismo a qué velocidad se desplazaba la Tierra? 

Éste fue un problema que inquietó a Maxwell, quien pensó que igual se podría averiguar midiendo la velocidad de la luz, o su diferencia, cuando ésta se desplazara según la línea de desplazamiento de la Tierra, o según la línea ortogonal. Sin embargo, no había en la época modo alguno de medir esto, dada la calidad requerida de los aparatos a emplear. Hasta que llegó a oídos de Albert Abraham Michelson (1852-1931) quien, trabajando en Cleveland, pudo acometer gracias a las dotes técnicas de Edward Williams Morley (1838-1923). Para poder solucionar este problema, y dada la gran diferencia entre la velocidad de la luz y la estimable de la Tierra, había que crear un aparato de mucha sensibilidad, que pudiera proporcionar registros sumamente precisos. De hecho, muchos pensaban que tal experimento no podría llevarse a cabo. Pero Michelson confiaba plenamente en Morley.

Michelson se apoyaba, como todos en general, en el planteamiento de Maxwell, en virtud del cual el éter sería el medio en cuyo seno podrían viajar las ondas electromagnéticas. Un éter que, de modo natural, se encontraría en reposo respecto al universo, un reposo de carácter absoluto. Si esto era sí, la Tierra, como cualquier otro planeta, se desplazaría en su seno, ante lo que Maxwell postuló que debía poderse tener la experiencia de algo así como un ‘viento del éter’: del mismo modo que cuando el aire está quieto y viajamos con nuestro coche el aire nos incide en el rostro, algo análogo debía ocurrir con el éter, que, al desplazarse la Tierra a su través, debería ‘golpearnos en la cara’ de alguna manera.

Claro, el éter no era algo que se podía ver o tocar, por lo que difícilmente se podía medir algo respecto a él; no había un pilón ahí en medio que sirviera de referencia. Pero, había un dato que sí se sabía: la velocidad de la luz. El asunto pasaba, por tanto, por medir la luz emitida por distintas fuentes en distintas direcciones y, en función de los resultados, que debían ser diferentes, pues sería fácil calcular la velocidad de la Tierra. Cabía esperar que la luz viajaría a distintas velocidades según en qué sentido fuera emitida respecto al éter, porque no era lo mismo propagarse con el ‘viento’ a favor que con el ‘viento’ en contra, o con el ‘viento’ de costado.

Gamow lo explica pensando en una barca desplazándose por un río, primero en un viaje de ida y vuelta entre dos puntos a lo largo de su curso, y segundo viajando de una orilla a la otra, ortogonalmente. Vamos con el primero. Pensemos que estamos navegando con nuestra barca en un río. Si, en el interior de la corriente de un río, nos desplazamos con una barca en el sentido de la corriente o al revés: la velocidad total de nuestro movimiento no será la misma, ya que en el primer caso se suman las dos velocidades, la de la corriente de agua y la de nuestra barca, y en el segundo caso se restan. Hagamos unos sencillos cálculos. ¿Cuánto tardaremos en ir de nuestro embarcadero a otro que hay más abajo, y volver? Supongamos que la velocidad de la corriente es suave, de modo que nosotros con nuestra barca podemos ir contracorriente sin vernos arrastrados; dicho de otro modo: nuestra velocidad con la barca (V) siempre es mayor que la de la corriente del río (v), de mod que V-v siempre será mayor que cero. Cuando vayamos corriente abajo, nuestra velocidad total será la de nuestra barca (V) más la de la corriente del agua (v), es decir: V + v. Cuando navegamos aguas arriba, nuestra velocidad total será la diferencia entre ambas: V - v. Supongamos que entre los dos embarcaderos hay una distancia L: ¿qué tiempo tardaremos en hacer el trayecto de ida y vuelta? Si v = e/t, entonces t = e/v. El tiempo total (T) será la suma del tiempo de ida (ti) y el de vuelta (tv); entonces:


Si dividimos arriba y abajo por V² queda:


Si en vez de en un río estuviéramos en un lago, en el que el agua estaría estancada, entonces v=0, y v²/V² = 0 también, con lo que tardaríamos en realizar el trayecto 2L/V. Si v adopta cualquier valor menor a V, v²/V² siempre será distinto de cero y menor que 1, con lo que el denominador siempre será también menor que 1, y el T resultante mayor que cuando el agua estuviera quieta. Si v fuera igual que V, T tendería a infinito, con lo que la barca no podría regresar, sino que aguas abajo iría a doble velocidad, pero aguas arriba se quedaría paralizada por la compensación de las velocidades. Y ya hemos dicho, como hipótesis de partida, que v no podía ser mayor que V, porque entonces la barca se vería arrastrada siempre por el agua y no tendría sentido el experimento.

Vamos con el segundo caso, de modo que queremos llegar del punto A al B, enfrentados en línea recta. Si el río lleva una corriente de velocidad v, evidentemente cuando lo crucemos con nuestra barca nos arrastrará hacia abajo. Para evitarlo, debemos ir en ángulo en contra de la corriente (hacia C), de modo que, yendo un poco hacia arriba más el empuje de la corriente vayamos yendo enderezados a B, que es donde queremos llegar. Es fácil pensar que, cuanto mayor sea la corriente del río, más inclinados hacia arriba tendremos que ir (más aguas arriba estará C) para compensar la corriente. Nuestra velocidad resultante (la velocidad con que nos acercamos a B) ya no será V (pues V será la velocidad con la que nos estamos dirigiendo hacia C), sino que será la composición de la velocidad con la que vamos hacia C y el empuje de la corriente de agua. Es fácil observar que las tres velocidades (nuestra velocidad V, la de la corriente de agua v, y la resultante Vr) se encuentran relacionadas entre sí según el teorema de Pitágoras.


¿Qué tiempo tardaremos en ir y volver? Pues dos veces el tiempo de ir. Si suponemos que el ancho del río (AB) es L, tenemos:


Si dividimos numerador y denominador por V, nos queda:


El resultado es parecido al caso anterior, aunque ligeramente diferente. Cuando la velocidad del río es nula, igual que antes, tardamos en ir y volver 2L/V; y cuando empieza a haber corriente de agua, el factor corrector es ahora la raíz cuadrada del anterior.

La relación entre ambos factores correctores, cuando se va y vuelve en el sentido de la corriente y cuando se va y vuelve en sentido transversal es:


Pues bien, volviendo al experimento de Michelson (1852-1931) y su ayudante Morley (1838-1923), nuestra velocidad con la barca sería la del rayo de luz, y la de la corriente de agua, la del éter, o la del desplazamiento relativo de la Tierra respecto de él. Y con esta idea fue como se diseñó el famoso experimento. «Si Fizeau pudo observar la influencia de una corriente rápida de agua sobre la luz que se propaga a su través, se podría observar también el efecto del movimiento de la Tierra en el espacio sobre la velocidad de la luz medida en su superficie», dice Gamow. Conociendo la velocidad con la que la luz se desplaza en el éter (V = c), y conociendo las distintas variaciones de la luz respecto de ella, podremos aplicarles a estos resultados el factor corrector y extraer el valor de v, es decir, la velocidad de la Tierra respecto del éter.

28 de noviembre de 2023

Cuando el intolerante soy yo

Terminábamos hace tiempo un post con una afirmación interesante de Mill, alineada con el pensamiento de Ricoeur que estamos siguiendo, y que tiene que ver con la necesidad, sí, necesidad, de escuchar al otro, de escuchar al que no piensa como nosotros, si es que se quiere construir una sociedad en la que prime la tolerancia, la tolerancia auténtica y no el mero transigir o soportar. Es ésta una idea que Ricoeur aterriza a la presencia de las religiones en el diálogo social, apostando por la laicidad, es decir, por esa actitud honesta desde la que todos sean acogidos, creando espacios en los que todos quepan; nada que ver con el laicismo, cuya dinámica, si lo pensamos bien, va en contra de la libertad y respeto que dice defender, como explica Melloni: «El error del laicismo es convertirse en un nuevo absolutismo que acaba negando lo que trata de defender ―la igualdad y la libertad― al no aceptar la aportación de las religiones en el espacio social público».

¿No es ahí hacia donde se debería tender, y hacia donde deberían apuntar todas las fuerzas públicas? Lejos de provocar enfrentamientos que dividen y siembran la discordia, ¿no sería oportuno que tanto los poderes del Estado como la sociedad civil crearan marcos de encuentro y de debate, de respeto y de auténtica atención a la diferencia, en lugar de imponer clichés ideológicos que impiden pensar? La laicidad positiva, la tolerancia bien entendida, requiere esfuerzo y madurez, y sus resultados seguro que justifican cualquier esfuerzo en este sentido. Y los que han de realizar ese esfuerzo no son ‘los otros’, sino también ‘nosotros’, sobre todo ‘yo’, cada uno de nosotros. Si esto no empieza por todos y cada uno de nosotros, difícilmente se podrá avanzar ningún paso, por pequeño que sea. Máxime cuando, en los tiempos que corren, desde los espacios mediáticos políticos e informativos se potencia la divergencia y el enfrentamiento ideológico y emotivista.

A veces no es fácil darse cuenta de que vivimos la vida a base de ideologías, de pensamientos más o menos prefabricados y recibidos desde los cuales generamos nuestra identidad, cuando nuestras biografías, si por algo se caracterizan, es por ser narrativas, vivas, personales, originales; de modo que cuando así no se comprenden, cualquier contradicción genera rupturas profundas en nuestras personalidades que devienen en enfrentamientos emocionales, verbales, cuando no físicos: violentos, en cualquier caso.

Quien vive ideologizado fácilmente proyecta a los demás esa forma de entenderse: del mismo modo que uno vive a base de clichés, no duda en hacer lo propio con los del ‘otro bando’. Pensamos que los demás dirigen sus vidas por lo que nosotros pensamos que lo hacen, craso error. Cada vida es un mundo, y seguramente posee unas motivaciones desconocidas en gran medida para nosotros; cada persona es un misterio, un pozo sin fondo, al cual sólo podemos acceder ―parcialmente― en la medida en que el otro está dispuesto a compartirlo con nosotros, y en la medida en que lo pueda hacer, pues nadie es capaz de acceder del todo a la profunda hondura del pozo que es él mismo. El esfuerzo por reconocer esta actitud en nosotros es el único camino para adquirir la sensibilidad necesaria para identificar cuándo la estamos proyectando en el otro; sólo descubriendo nuestros procesos y resortes podremos ir adquiriendo un sentido crítico para con nosotros mismos, el cual revertirá beneficiosamente para descubrir a ese ‘tú’ que se esconde debajo de esos clichés en que lo habíamos reducido.

Sólo desde esta actitud para el encuentro y el diálogo auténticos, sólo cuando estemos dispuestos a dejarnos sorprender por el otro y a ser críticos, no tanto con el otro, como con nosotros mismos, estaremos en condiciones de expandir nuestro horizonte más allá de donde nos permiten nuestras miopes vidas. Hasta ese momento, nuestra libertad no será sino cierta holgura de movimientos en un espacio limitado por los barrotes de nuestra incapacidad de ir más allá de nuestras entendederas. Porque en el fondo, nos da pereza, nos da miedo, pensar siquiera que hay más mundo tras dichos barrotes, recluyendo nuestra capacidad de comprender al sentido marcado por dichos límites.

21 de noviembre de 2023

Entre el todo y las partes

Desde las partículas elementales hasta el universo considerado en su totalidad, todo lo que existe puede ser observado como un conjunto estructurado. Si se quiere comprender bien la realidad, pues, es preciso conocer bien lo que es una estructura física, un sistema físico, porque físicos y no conceptuales son los sistemas o estructuras que componen nuestro universo. Ya lo estuvimos viendo en el anterior post. Contra la idea tradicional de que lo que existen en el universo son ‘cosas’, en sentido amplio, lo cierto es que, cuando profundizamos en lo que sea esa cosa, aparece como una estructura, como un sistema de notas cíclica y constructamente constituido, y que estará constituido por sistemas más pequeños. Se podría decir que hablar de cosas significa un alto en ese camino de profundización, una renuncia a seguir indagando en qué sea una cosa porque eso que hemos conceptuado como ‘tal’ cosa nos es suficiente para nuestros intereses; camino que, si se continuara, nos llevaría a la consideración de sistemas más hondos. Por ejemplo: yo puedo pensar en la cosa ‘reloj’, que suele ser suficiente para manejarme con ello en mi vida cotidiana. Si soy relojero, no me es suficiente esa consideración, y digo que esa cosa es un sistema formado por engranajes, muelles, fuerzas, etc. Si soy físico, tampoco me quedo contengo, y digo que cada una de las notas de ese sistema que es el reloj (engranajes, etc.) es un sistema de átomos; y cada átomo, un sistema de partículas subatómicas, etc.

Pues bien: de lo que quería hablar hoy es de cómo nos podemos aproximar a un sistema a la hora de conocerlo o comprenderlo. Básicamente, lo podemos realizar desde dos flancos: desde las partes que lo forman, o desde el todo unitario y sistémico que es. Son dos puntos de vista tradicionalmente enfrentados: el atomístico y el holístico. La diferencia es relevante: para el segundo, no se puede dar razón del ‘todo’ atendiendo únicamente a la yuxtaposición o a la combinación de las propiedades de las partes, mientras que, para el primero, por el contrario, las propiedades del todo se pueden reducir a la suma o combinación de las propiedades de sus partes. Desde el enfoque holístico, sistémico, cada sistema lleva a aparejado la aparición de propiedades emergentes a las que difícilmente se les puede dar razón desde las propiedades de sus partes; desde el enfoque atomístico, esto no es sólo una posibilidad, sino que se erige en una exigencia del modo de ser de la materia.

La opinión de Bertalanffy (y de tantos otros: Ortega, Zubiri, Rof, Laín) es la holística, la sistémica, pues, en caso contrario, no se comprende cómo dar razón del comportamiento del sistema desde su consideración mecanicista. Y esto en todos los niveles de la realidad: la inanimada y la animada, también en el caso de los animales superiores y en las personas. Él llega a esta conclusión no por un razonamiento abstracto o una creencia personal sino, sencillamente, observando los hechos: «La afirmación de que el orden o la organización de un todo trascienden la suma de las partes de las que está compuesto, para él no es una afirmación metafísica, fruto de una especulación filosófica, sino simplemente un hecho observable cuando nosotros examinamos un organismo vivo, un grupo social, o también un átomo», explica Marjanedas.

Desde el enfoque sistémico de la realidad no se trata de comprender metafísicamente el ser (independientemente de que, desde él, desde el enfoque sistémico se pueda efectivamente pensar la realidad en clave metafísica), sino explicar o describir cómo se da en la naturaleza, que es distinto.

Este enfoque sistémico supone una actitud muy diversa a la del mecanicismo a la hora de enfrentarse con lo real, aun en el seno del ejercicio del conocimiento científico. Laín Entralgo realiza una buena descripción de esta actitud: «Quien no se decida a imitar la osadía mental de Heisenberg ante la realidad de las partículas elementales, y no sea capaz de rebasar la visión cosificante del mundo, la concepción de éste como una composición interactuante de ‘cosas materiales’ y ‘cosas espirituales’; quien no pase de ver el cosmos como sintaxis de cosas singulares y las estructuras del cosmos como conjuntos meramente relacionales; quien ante los entes materiales no se arriesgue a sustituir los conceptos de ‘forma sustancial’ y de ‘suma asociativa’ por el de ‘estructura dinámica’, ése no entenderá adecuadamente lo que la realidad del mundo es para nuestra inteligencia».

Además, este enfoque sistémico puede ser el mejor antídoto para evitar la práctica de un holismo precipitado, ejemplo de lo cual puedan ser las entelequias de Driesch, entendiéndolas como principios formales rectores del despliegue de un organismo. El enfoque sistémico permite entender las estructuras devinientes en el conjunto del universo, poseedoras ciertamente de propiedades nuevas, emergentes, pero no por ello ajenas a las posibilidades de sus partes. Ciertamente, las propiedades del todo no son reducibles a una combinación de las de sus partes, pero tampoco son del todo ajenas a ellas; las partes ponen su granito de arena en las propiedades del todo de un modo diverso a como se encuentran cuando no forman parte de dicho sistema: formando parte de él en subtensión dinámica. En caso contrario no habría una novedad, el sistema no aportaría algo original. Si pensamos en la molécula de agua, que haya hidrógeno y oxígeno es fundamental, pero no es suficiente: no siempre que hay presencia de moléculas de hidrógeno y de oxígeno se produce agua, se precisa algo más. Como dice Gracia, «tan esenciales son al agua el hidrógeno y el oxígeno como las condiciones que se requieren para que de ellos salga agua». Es entonces cuando aparece un sistema nuevo respecto al hidrógeno y al oxígeno: el agua.

14 de noviembre de 2023

El silogismo inductivo

Veíamos en el anterior post cómo, en el razonamiento de Peirce, el silogismo inductivo es diametralmente opuesto al deductivo, en el sentido de que lo que en éste es la conclusión, en aquél es una de las premisas de partida. Poníamos como ejemplo el porcentaje en el que la letra ‘e’ estaba presente en un texto inglés. Tras varios casos, se veía que esta cantidad era de un 11’25%, lo cual nos llevaba a inferir que, en cualquier texto en inglés lo suficientemente largo, con un mínimo de palabras, ese % se cumpliría. En palabras de Peirce: «la característica central y clave de la inducción es la de que al tomar como premisa mayor de un silogismo la conclusión así alcanzada, y, como premisa menor la proposición que afirma que tales objetos y tales otros se toman de la clase en cuestión, la otra premisa de la inducción seguirá deductivamente de ellas» (§12). En la inducción ‘se da la vuelta’ a un silogismo típico deductivo.

Tomemos la anterior inferencia inductiva y ‘démosle la vuelta’. Inicialmente teníamos: (i) Este libro está escrito en inglés; (ii) En él aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces; (iii) En todo libro en inglés aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces. Si ahora damos la vuelta a esta inferencia inductiva, tendremos el siguiente silogismo deductivo: (i) En todos los libros escritos en inglés aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces; (ii) Este libro está escrito en inglés; (iii) Luego en este libro aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces. Por este motivo dirá Aristóteles que la inducción es «la inferencia de la premisa mayor del silogismo, a partir de su premisa menor y su conclusión» (§12). Y explica Peirce: «La función de la inducción es la de sustituir una serie de muchos temas por una sola que abarque a estos y a un número indefinido de otros. Es así una especie de ‘reducción de la multiplicidad a la unidad’» (§12).

Pero el caso es que esta reducción no posee por su propia naturaleza certeza absoluta, sino que a lo sumo puede poseer un determinado nivel (el que sea) de validez estadística; o, lo que es lo mismo: siempre es ‘hipotética’. La inferencia inductiva que acabo de exponer se ha establecido con únicamente un caso, lo cual arroja una validez estadística muy pobre.

Sería oportuno repetir la experiencia un número de veces mínimamente razonable (comprobar la presencia de la letra ‘e’ en un razonable número mínimo de libros) para alcanzar validez estadística, y para que nuestra hipótesis sea consistente. ¿Cuántas veces? Las que, desde un cálculo estadístico, arroje un margen de confianza razonable.

Así se comprende mejor su definición de hipótesis. Dice Peirce: «La hipótesis puede definirse como un argumento que procede sobre el supuesto de que una característica, que se sabe que implica necesariamente un cierto número de otras, puede predicarse probablemente de cualquier objeto que tenga todas las características que se sabe que esta característica implica» (§13). Y continúa Peirce: «al igual que la inducción puede considerarse como la inferencia de la premisa mayor de un silogismo, así la hipótesis puede considerarse como la inferencia de la premisa menor a partir de las otras dos proposiciones». La función de la hipótesis es la de ir aunando diferentes afirmaciones o predicados, relacionadas entre sí pero que no conforman una unidad, en un único (o pequeño número) que los implica a todos (aunque muy bien pueda referirse también a otros). La función de la hipótesis sería la de «sustituir una gran serie de predicados, que en sí mismos no forman una unidad, por uno solo (o un pequeño número) que los implica a todos, junto (quizá) con un número indefinido de otros» (§13). En todo silogismo deductivo, la premisa menor aparece como antecedente; por este motivo, la ‘inferencia hipotética’ puede llamarse razonamiento del consecuente al antecedente.

7 de noviembre de 2023

El arte conceptual, y la transición a fluxus

Se podría definir al arte conceptual como aquel en el que el concepto prima sobre la propia dimensión artística. Un concepto que no sólo está presente en su aprehensión por parte del espectador, sino también mediante la realización de una especie de diario que refleja el proceso de creación por parte del artista (bocetos, anotaciones, borradores), el cual se expone también para que se vea cómo se ha ido desenvolviendo. Por lo general se trata de un arte con carga conceptual en detrimento de su dimensión material o sensible, acompañado de una gran crítica social. Una de sus principales críticas es el haberse reducido lo artístico a ser un objeto de consumo, tratando de superar su explotación mercantil, vinculada a criterios utilitaristas o acomodados al establishment cultural, en beneficio de —como decía— su reivindicación en aspectos políticos, sociales, culturales, etc. Se puede decir que la verdadera obra de arte no es tanto el objeto artístico en sí, sino todo lo que la acompaña y que tiene que ver con el proceso creativo.
 
Es un movimiento que surge entre las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX, y que se puede remontar a los ready-mades de Marcel Duchamp (1887-1968), famoso por su Fuente (1917). Iniciado en pinturas tradicionales, derivó hacia la ironía o el nihilismo. Lo que hacía era emplear objetos cotidianos proponiendo usos distintos, fuera de su contexto habitual, y que serían los diseñados en sus composiciones artísticas. No eran simples collages, sino exposiciones anti-artísticas, tratando de enfrentarse a una idea divinizada o sacralizada del arte. ¿Dónde estaba aquí lo artístico? Pues en la misma opción por su desacralización, por mostrar los objetos en su crudeza, sin ningún asomo de belleza ni de empeño por alcanzarlo. Lo estético había que situarlo en la ausencia de cualquier atisbo estético, algo que se conseguía con mayor intensidad cuanto más humilde o modesto era el objeto empleado, el cual no tenía importancia en sí mismo, sino más bien por su pertenencia a la nueva realidad que el autor trataba de expresar. Lo que muestra la obra de Duchamp son «las infinitas posibilidades de ‘lectura de lo real’», explica Vásquez; una obra diversa y plural, flexible y distendida, ajena a la normatividad propia de un mudo organizado e institucionalizado.

Relacionado con ello estaba el surrealismo, del que participó el propio Salvador Dalí, aunque no con tanta carga crítica (de la que sí participaba de modo acusado el dadaísmo), sino más bien provocativa, tratando de establecer relaciones entre objetos dispares, pero que podían ser vinculados, tal y como se aprecia en la Sonata africana, del artista ruso contemporáneo Vladimir Kush (agradezco a un lector anónimo que me sacara de la confusión, pues pensaba que era de Dalí). De lo que se trataba era de desafiar al espectador, proponiendo composiciones imposibles y extravagantes que despertaran su imaginación. También cabe mencionar el pop-art, que buscaba acercar el arte a lo cotidiano mediante objetos comunes, convertidos en iconos de las nuevas corrientes estéticas (paradigma de lo cual fue el famoso Andy Warhol).

Esta dimensión reivindicativa y crítica está presente en el arte conceptual, en el que la propia experiencia creativa del autor es parte fundamental en esa especie de diario que se conoce como el libro del artista. Viene a ser como la historia de esa creación, y nace con el propósito de acerca la creación artística a cualquier persona, más allá del reducido círculo de los marchantes y las galerías, es decir, de la explotación comercial del arte. El libro es un vehículo para comunicar el proceso creativo, además de para expresar el pensamiento del artista.

El espectador se ve solicitado a una mayor implicación, no sólo en la percepción de la obra sino en su participación en todo el proceso creativo. Las dinámicas artistas evolucionan hacia performances, dando origen al que se conoce como movimiento fluxus, representaciones relacionadas con problemas vitales desde una visión inconformista. En la experiencia fluxus, todo puede ser empleado, con una libertad total, en el seno de la cual se desvanecen los nexos de sentido, reivindicando todo lo que el arte también debería haber dicho, pero nunca dijo.

Fluxus es un movimiento interdisciplinar, tratando de integrar materiales y situaciones pertenecientes a ámbitos diversos en una especie de arte total, buscando un espacio propio análogo al del dadaísmo. Lleva asociado una nueva conciencia, sabedora de su capacidad para pensar y decir lo que quiera, con libertad absoluta para decir y expresar. Si los ready-mades introducen lo cotidiano en el arte, fluxus trata de disolver el arte en lo cotidiano, explica Vásquez. Seguramente sea su principal paradigma el polifacético artista alemán Joseph Beuys (1921-1986). Beuys creció como artista en la tradición romántica, tanto a nivel artístico como intelectual (con lecturas tanto de Novalis y Hölderlin, como de Schiller y Hegel). Especial influencia tuvo en él, como en otras figuras como Kandinsky, tuvo el teósofo Rudolf Steiner y sus teorías de carácter social. De hecho, para Beuys era importante implicar a la sociedad en el arte, haciendo aterrizar de algún modo el paradigma romántico, haciendo aterrizar la estética a una antropología de la creatividad. Si para el romanticismo la posibilidad estética era un antropológico universal, para Beuys cada persona era efectivamente un artista en potencia, cuyas facultades creativas debían ser reconocidas, cultivadas y perfeccionadas.

Para ello era necesario sacar al arte del circuito profesional y antivital, liberar a las obras de arte de su cárcel mercantil y elitista, transformando la realidad a la vez en un inmenso taller y en un inmenso museo. Un inmenso taller en el que tendría cabida toda persona, legitimando y reconociendo su talento, incluso aunque no se viera necesariamente así. El arte es extensible a toda la sociedad, y en este sentido es transformador, posibilitando a todos su crecimiento espiritual. La creatividad es intrínseca a la vida humana, tanto en la vida cotidiana como en el conocimiento intelectual y científico, especialmente en el arte, ámbito especialmente propicio para su desarrollo. Por este motivo entendía Beuys que había que fomentar la educación artística, pero no tanto enderezada hacia la creación de objetos artísticos al uso, sino más bien como el modo más eficaz de desarrollar la creatividad como topos antropológico, con la consiguiente ganancia para desarrollar nuevas miradas hacia la realidad y hacia la vida. Gracias a esta educación estética, el ciudadano podrá crecer en el desempeño de su vida, así como de sus compromisos y desempeños sociales. De lo que se trata es de que el ser humano pueda ver sus pensamientos tal cual el artista observa su obra: como un producto original de su propia creatividad.

No es casualidad que Beuys haya trabajado en zonas problemáticas o desfavorecidas. Para Beuys era prioritario identificar arte y vida, y ello en todos los niveles de la sociedad. Por este motivo, más que objetos artísticos él trataba de crear procesos artísticos, dinámicos, como dinámica es la vida. Un arte performativo, en el que el discurso también debe estar paralelamente presente, consciente de la importancia del lenguaje y de su capacidad de expresar verbalmente lo espiritual. El arte debe acompañar a la vida, y no debía guardarse o esconderse en unos pocos lugares al alcance de unos pocos. Lo que trata de hacer es descender a los ámbitos más primarios de la humanidad, lindando con la animalidad, no para animalizar lo humano, sino para humanizar ese fondo de angustia y opresión que anida y esclaviza a la persona, tal y como trató de expresar en su famosa performance Coyote.

Los roles tan marcados propios de la esfera artística se difuminan, siendo todos artistas y espectadores de una realidad que se torna artística. No hay trascendencia, sino narrativas exitosas en contextos plurales, visiones del mundo con su carga de verdad desde la pulsión creativa de toda persona. No es una estetización de lo banal, ni una pérdida de lo artístico, sino una reivindicación del valor que posee para la humanidad un arte tradicionalmente recluido en los cánones del espectáculo y de la moda. Para ello el artista debía renunciar al mundo de las galerías y del mercantilismo: esa fue la pretensión de Beuys.

31 de octubre de 2023

Una vida por hacer

Hace unas semanas participé en la presentación del libro de dos personas amigas, Enrique y Mercedes Montalt, un sacerdote y su hermana, titulado Como Él te ama, ama tú así, el cual se puede resumir en dos ideas básicas: en la necesidad de una espiritualidad de carácter contemplativo para crecer como persona, y en cómo ese crecimiento personal no puede sino reflejarse en la vida de cada cual. En el prólogo del mismo, Benjamín Oltra, otro sacerdote y amigo de los autores, a quien tuve el gusto de conocer, decía una idea interesante, como es que cada uno de nosotros no somos sino seres en proceso: nadie está hecho del todo como persona, ni está convertido del todo en la fe, ni lo poco que esté lo está para siempre. A todos nos queda mucho camino que recorrer, mucho trecho que progresar. Todos somos buscadores, y cada cual ha de trazar su propio camino. Esta es una idea que vale tanto para personas creyentes como para no creyentes, estamos todos en el mismo bombo, y ya verá cada cual cómo da solución a esta inmensa tarea. En el fondo tener fe no soluciona nada en este sentido; en todo caso, te sitúa en un marco distinto.

Y el asunto es: y esto, ¿cómo se hace?, ¿cómo sabe uno qué es lo que tiene que hacer con su vida?, ¿cómo sabe dónde si quiera puede dirigirse para encontrar la solución? Los autores apuestan por el hecho de que ello no es algo que pertenezca al ámbito del conocimiento, sino que pertenece más bien al ámbito de nuestra vida. Hay un tipo de saber que no se aprende en los libros, sino que uno lo va adquiriendo durante su propio vivir, tanteando entre sus aciertos y sus errores, y viendo cómo todo ello recae sobre su vida. Cuando uno es capaz de abstraerse del ajetreo cotidiano y mirar adentro de sí, el conocimiento se torna sabiduría, algo totalmente distinto.

Una cosa es lo que somos, y otra muy distinta lo que pensamos que somos. La pregunta ¿quién soy? puede ser contestada desde la personalidad, o desde la personeidad. Con frecuencia, lo que pienso acerca de mí es un relato, una narración; el asunto pasa por preguntarse quiénes somos antes de pensarnos, antes de narrarnos. Antes que pensarnos está nuestro ser, lo que somos, experiencia que no siempre estamos en disposición de llevar a cabo, subsumidos como estamos en la actividad de lo mental. En la mente todo orbita en torno al yo, siendo menester silenciarlo para acceder a lo que de verdad somos, más allá de lo que pensemos que somos. «Somos ese ‘fondo’ que se nos hace accesible a través de la atención», dicen.

Pues en eso estamos.

24 de octubre de 2023

‘Qué sé yo’ vs. las ‘razones del corazón’

Quizá el modo de afrontar la incertidumbre de la vida sea una de las características más definitorias de cualquier persona. Sobre todo, cuando está referida a cuestiones esenciales. Ello nos obliga a plantearnos a fondo nuestra escala de valores, así como la orientación de nuestra acción. La pretendida certeza a la que se aspiraba clásicamente no tardó en ponerse en entredicho en la modernidad. Autores como Montaigne o Pascal lo harán desde diversas perspectivas: el primero desde una más secular, el segundo desde otra más espiritual, tal y como nos explica Alicia Villar en un artículo publicado no hace mucho en la revista de nuestra facultad ; dice: «Ambos autores subrayaron la inseguridad, la ambivalencia y el claroscuro de la condición humana, ejemplificando la angustia ante la finitud o su aceptación».

Montaigne (1533-1592) vivió en una época marcada por dos tristes eventos de tremenda relevancia: las guerras de religión en su país, y la peste que asoló su ciudad, Burdeos. Magistrado de profesión, figura relevante en Burdeos, su ciudad natal, de la que fue alcalde, decidió finalmente recluirse en el castillo de su familia, en el que nació y murió. Fue un hombre de personalidad peculiar, la cual quedó reflejada en su legendaria obra: los Ensayos. En esta época da un giro radical en su vida, iniciando algo así como un viaje hacia su interior, el cual trata de expresar precisamente mediante esta obra. Ejemplificando de alguna manera el ideal griego, emplea el ocio para la actividad seguramente más elevada, como es la reflexión intelectual sobre sí mismo y sobre el mundo.

Es esta una buena ocasión para percibir cómo un autor se da a conocer no sólo por lo que dice, sino por cómo lo dice. Los ensayos no son una autobiografía, ni una especie de diario o de memorias; más que resultado de una retrospección lo son de una introspección, analizando su presente, su comprensión de las cosas, de la vida, de las personas, conforme se le iban ocurriendo los distintos asuntos. Sin ningún plan prestablecido ni ningún orden director, Montaigne se abandona a la espontaneidad de un escribir que responde a una incertidumbre de fondo, ante la cual duda, y desde la que se abre. Con sus ensayos da entrada a un modo distinto de pensar, sin dogmatismos, permeable al devenir de los acontecimientos, sin condenas, fiel a su máxima tal y como nos dice Villar: qué sé yo. Lejos de pretender dejar un legado a la humanidad, en sus Ensayos sencillamente pretende expresar su experiencia de la vida, seguramente para satisfacción propia, sin adherirse a ninguna forma de pensar, desde la libertad que le otorga cierto desapasionamiento ante la vida.

Montaigne escarba en la condición humana, insistiendo en dos aspectos tan contradictorios (a lo mejor no tanto) como su fragilidad y su vanidad. Y ello no sólo observando a los demás, sino atendiéndose a sí mismo, con una admirable serenidad y objetividad. No se preocupa tanto de cómo debamos ser, sino de cómo somos en realidad; no se pregunta tanto ‘qué es el hombre’ como ‘qué soy yo’. Montaigne desconfía de aquéllos que fantasiosamente colocan al ser humano por encima de sus posibilidades. Como dice Taylor en Las fuentes del yo, «en su descripción de sí mismo no intenta buscar lo edificante, sino describir la realidad cambiante de un ser, él mismo, en un ejercicio de lucidez». Montaigne, no adoctrina, no dogmatiza, no se propone como ejemplo de nada: entiende que quien no confiesa sus vicios es porque es presa suya; anhela una sinceridad que en tiempos de incertidumbre o de angustia no siempre hace acto de presencia. Con Montaigne uno pierde el rubor de saberse con sus defectos.

Lo que hace no es tanto una ética normativa como la descripción de una regla de vida, y que él denominó ‘mi ciencia’. Se trata de un conocimiento empírico de los rasgos y del modo de comportarse, lejos del acatamiento a una normatividad moral; su ciencia no aspira a una transformación ejemplificante del ser, sino una asunción realista de su vida. Es así como entiende la autenticidad, la veracidad de la vida la cual, lejos de ser perfecta, es contradictoria, cambiante, fluctuante, pero siempre honesta en su percibirse. Pero ante esta aceptación personal, cuyo sacar a relucir ha contribuido notablemente al conocimiento de nuestra identidad, no vale cualquier cosa. Incluso en las situaciones más difíciles, Montaigne apostó por ‘más humanidad’, aun en las situaciones más inhumanas. Lejos de polarizaciones extremas, él prefiere la moderación, el equilibrio, la sensatez, la fidelidad a la palabra dada, la responsabilidad para con todo. Si bien no siempre sabía qué hacer, desplazando en ocasiones la responsabilidad a la suerte de los dados, su actuar se guiaba por ciertas certezas morales cuyo fundamento no encontraba arraigo claro en él, pero que representaba la moral del hombre honesto. Será esta moral, y este modo desapasionado pero convencido de vida, lo que lleva al ser humano al saber vivir: «con la moderación y la prudencia, busca el punto medio entre dos extremos: rigorismo y desenfreno, haciendo habitable el mundo exterior e interior a pesar de sus múltiples fracturas». La incertidumbre se sobrelleva con ciertas pautas y rutinas, pero lo suficientemente flexibles como para poder atender a las exigencias de la situación. En Montaigne no encontraremos un hilo rector definido: quizás la propia sabiduría de la vida, no tanto pensada por encima de ella, sino experienciada desde las vivencias concretas de cada cual. Esta sabiduría de la vida le lleva a una vida que goza del momento, del aquí y del ahora. 

Frente a esta especie de moral secular que profesa Montaigne, Pascal ofrece un paradigma diverso: el de la fe. Donde el primero sólo ve fortuna, el segundo ve providencia; donde el primero es indulgente ante las contradicciones humanas, el segundo las vive con dolor; donde el primero asume la incertidumbre con su saber vivir, el segundo anhela una certeza que le permita saber a qué atenerse, y que no es capaz de encontrar en sí mismo. Como científico que es, Pascal no desestima en absoluto el papel de la razón y la esgrime frente a autoritarismos o dogmatismos, pero no la idolatra, necesitando apoyarla en algo otro que no se imponga. Lo que cuestiona a Pascal es hasta qué punto se puede vivir como Montaigne, hasta qué punto uno puede vivir sin ninguna certeza. Una cosa es que nuestra necesidad de certezas nos lleve a engaños, otra a pensar que no hay ninguna certeza: ¿dudamos acaso de que somos, de que vivimos? Montaigne se guía por una conducta honesta, sin saber muy bien por qué la hace; como dice la autora, Pascal «es consciente de los enigmas y riesgos de la existencia y se aleja de la tranquila instalación y aceptación de la finitud que se contenta con la moderación». Para Pascal no es aceptable el pirronismo de Montaigne, porque no cabe la abstención continua: hay que decidirse, la vida es opción; hay que comprometerse. Pascal es consciente de que no es la razón la que puede determinar qué hacer, sino el corazón, la felicidad de fondo que uno siente cuando está dando los pasos adecuados, sin saber muy bien la razón exacta. En Pascal este sentimiento de la vida, estas razones del corazón, son la vía para salvar las situaciones posibilitando una vida dichosa, aun en la desgracia.

17 de octubre de 2023

El ¿conocimiento? de lo ‘en sí’ según Driesch

Si ―como veíamos en el anterior post― se quiere dar un paso más allá de la teoría del orden, no se puede permanecer en el mismo plano que ella, sino que hay que acudir a otro diverso. Y el peldaño primero es ―a juicio de Driesch― «la admisión deliberada de un solo concepto como concepto provisto de pleno sentido: el concepto que se expresa en las palabras real o en sí o absoluto». Ciertamente, al hilo de todo el discurso de Driesch, es algo de lo que no podemos tener evidencia absoluta, pero que no es en absoluto irracional asumirlo. Porque no es irracional, todo lo contrario: es razonable, tiene sentido hablar de un algo ‘en sí’ que fundamente la noticia que podamos tener de ello en tanto que ‘para mí’. Y un algo ‘en sí’ que no solamente existe en tanto que es ‘para mí’, sino que ‘es’ aun sin tener conciencia de él, aun sin ser ‘para mí’. Y es razonable pensar así porque «si existiera esa realidad, se comprendería lo que no se comprende mientras estemos encerrados dentro de los límites de la pura Ciencia del orden». Dentro de los límites de la pura Ciencia del orden no tiene sentido hablar de ‘en sí’, de real, pero, saliendo de su marco mediante un salto que habrá que analizar críticamente, es muy razonable pensar que lo que entendemos cuando hablamos del calificativo real puede dar razón precisamente del ejercicio de la Ciencia del orden.

Ahora bien, lo real no lo aprehendemos con absoluta evidencia, sino con cierta duda: lo real se nos presenta con cierto carácter hipotético, con cierto ‘quizá’. La Metafísica se nos presenta con cierto titubeo; «y desgraciadamente tiene que mantenerse en esa posición, en ese ‘escándalo de la filosofía’ como le llamó Kant». Pero el hecho de poder hablar con cierto fundamento de dicha hipótesis, permite que no sea una hipótesis meramente gratuita o arbitraria. Y, una vez asumido lo real, lo ‘en sí’, lo vivido ‘para mí’ es exactamente fenómeno; el contenido de conciencia es ciertamente apariencia, pero apariencia de lo real.

El asunto que se plantea ahora no es baladí, a saber: ¿y cómo podemos llegar a ese modo de ser de lo real en tanto que ‘en sí’ una vez hemos afirmado hipotéticamente su existencia? ¿Es posible?

No podemos caer en el error del realismo clásico identificando un tanto precipitadamente la existencia de lo ‘en sí’ sin más con los objetos inmediatos del mundo empírico, o cuanto menos con sus esencias. En todo caso, se podría decir que el objeto empírico apunta hacia lo real, ‘significa’ lo real, pero no es necesariamente real en su modo de ser aparente. El problema es cómo realizar dicho tránsito pues se da la paradoja de que, para poder contrastar lo ‘para mí’ con lo ‘en sí’ eso ‘en sí’ debería convertirse antes también en ‘para mí’, y de este modo estaríamos comparando dos algos ‘para mí’, y no un algo ‘para mí’ con otro ‘en sí’. Además de que no está dicho que lo ‘en sí’ sean esencias, tal y como pensaba el realismo clásico.

Es éste un camino que se ha de dar por pasos contados. El primer paso que hemos dado con Driesch es admitir que, efectivamente, «la palabra ‘real’ en el sentido de lo ‘en sí’ tiene sentido». Pero no nos podemos detener aquí, sino que hemos de tratar de avanzar preguntándonos qué podemos decir de eso real una vez asumida la hipótesis de su existencia. El siguiente paso lo denomina principio de cognoscibilidad, que define con estas palabras: «lo real debe ser considerado como en cierto modo aprehensible en su modo de ser para el yo consciente, aunque esa aprehensión sólo tuviera por resultado el reconocer que la realidad es incognoscible en las particularidades de su modo de ser». Esta afirmación puede parecer un juego de palabras, pero encierra una idea profunda (y que creo que se aproxima bastante al pensamiento zubiriano). Nos dice Driesch ―si lo interpreto bien― que más que tratar de las particularidades de cómo es cada cosa ‘en sí’, nos podemos aventurar a hablar de lo que sea lo real ‘en general’; no tanto lo que sea cada cosa real ‘en sí’, sino lo que sea la realidad ‘en general en sí’.

10 de octubre de 2023

La sociedad de la (des)confianza

Hay una distinción fundamental entre agresividad y violencia. La agresividad es una conducta natural, que pertenece al bagaje de posibilidades de todo ser vivo, y que en no pocas ocasiones es muy oportuna, tanto con individuos de otras especies como con los de la misma especie. Es algo fácil de ver en animales mamíferos o en primates: en situaciones de caza o de huida, de delimitación del territorio, de búsqueda de apareamiento, etc. En el caso de que la agresividad sea con miembros de la misma especie, por lo general suele estar ritualizada, llegando muy pocas veces la sangre al río, en estos casos, la agresividad biológica está programada de tal modo que ante la muestra de sumisión por parte del adversario se detenga. La agresividad en su justa medida y en el momento oportuno, es un recurso más de la vida para poder salir adelante. A la conducta agresiva se le oponen otras conductas afiliativas o prosociales, que también se transmiten tal y como se observa en la cría individualizada de los cachorros, lo que supuso superar el comportamiento social tipo de los reptiles, basado en el dominio represivo y el sometimiento; de este modo, frente a la agresividad emergía una conducta de cordialidad, simpatía, afecto.
  
En el ser humano se ha heredado todo esto. En nuestro caso, la agresividad ya no suele ser por la supervivencia (aunque en algunos casos así sea) sino sobre todo a nivel cultural, empleándola instrumentalmente para alcanzar determinados objetivos, de modo que ya no se desempeña tanto físicamente como verbalmente, incluso psicológicamente, manipuladoramente, o mediante coacciones de otro tipo (económicas, profesionales, etc.). A su vez, está presente también en nosotros conductas prosociales, fundamentadas básicamente en la compasión y en el amor. Todo grupo social se debate entre estas dos fuerzas. La especie humana, como toda especie animal, está tensionada entre la agresividad y la compasión, con una salvedad: que los estímulos que las disparan ya no son estrictamente biológicos, sino que pueden ser desconectados culturalmente de nuestras conductas mediante el adoctrinamiento. En este caso fácilmente se pasa de la agresividad a la violencia, que podría ser caracterizada por un exceso gratuito de agresividad, cuyo fin es imponerse arbitrariamente o lastimar por el hecho de uno sentirse poderoso.

Los grupos sociales en los que vivimos pueden ser clasificados en dos grandes tipos: los tutelares y los opresivos. Los grupos tutelares son familiares o cuasifamiliares, generalmente reducidos, apoyados en el conocimiento personal, en los que las relaciones de dominio, necesarias para educar a la prole, son de carácter educativo. Los opresivos se suelen corresponder con grupos más amplios, en los que se convive con personas desconocidas, grandes sociedades anónimas, en los que uno tiende a enfrentarse competitivamente al otro explotando sus debilidades para salir airoso, mediante un dominio de carácter represivo.

En los grupos pequeños prima la confianza, en los grandes la desconfianza, porque el resquemor o el temor lastran las relaciones personales, viendo en el otro no un tú, no un prójimo, sino un enemigo en potencia.

La educación no debe pasar por alto este esquema, preparándonos para vivir democráticamente en confianza. Porque si se quiere que en las grandes sociedades anónimas de este siglo emerjan comunidades solidarias, hay que educarlo adecuadamente, hacen falta vínculos que mantengan la cohesión de un grupo cuyo aumento progresivo lo disminuye. En caso contrario priman lo que Eibl-Eibesfeldt denomina sociedades de la desconfianza: las grandes sociedades occidentales contemporáneas se caracterizan por eso, por la desconfianza. Más que un odio (que se da en casos extremos de adoctrinamiento) hay un temor al otro, algo que, dadas las circunstancias en que vivimos, es razonable, y evolutivamente justificable si se quiere, pero con un riesgo muy real: la desconfianza, el temor, despierta y mantiene activa la agresividad, cuando no la violencia, poniendo en peligro las bases mismas de la democracia.

Ante el horizonte que nos abren las ciudades cada vez más populosas y cosmopolitas, nos faltan herramientas para desenvolvernos adecuadamente en ellas, y no hemos sido capaces todavía de generar los vínculos necesarios para que prime la solidaridad y la confianza, tal y como acontece en los grupos pequeños. Es más, nos sentimos expuestos y vulnerables si mantenemos nuestras actitudes y disposiciones del grupo pequeño en el grupo grande: en el anonimato de las grandes multitudes, la confianza se torna en desconfianza, el amor en temor, la generosidad en instrumentalización, modelos de dominio tutelar en modelos de dominio represivo. Se trata de un análisis sutil, pues no toda agrupación se debe a la confianza y a al amor, sino que muy bien se puede deber a la desconfianza y al temor: no podemos olvidar que las personas buscan el amparo de otras tanto por motivos amistosos como por motivos de protección: el amor y el miedo se debaten continuamente, y quien no busca amar al otro, busca atemorizarle bien para destruirlo, bien para ofrecerle acto seguido su protección.

Hay aquí un enfrentamiento entre dos fuerzas: que la conducta de grupos pequeños permee la de grupos grandes, o que la de los grupos grandes permee la de los pequeños. Lo segundo es un riesgo muy presente, minando las relaciones personales cercanas, instrumentalizándolas, anonimizándolas; en no pocos casos no se viven relaciones personales desde la cooperación, el don y la gratuidad, sino desde el interés y el egoísmo, sin ningún tipo de compromiso, sin mayor vínculo que el interés personal. La desconfianza grava los grupos pequeños, emergiendo existencias desoladas, islotes de vida en un océano de cemento cada vez más frío y hermético; hay reacciones de fuga, de huida, buscando asideros para no caer en la oscuridad de una noche taciturna, adhiriéndose a ideologías que hacen que uno se sienta vivo, apegándose a personas que ofrezcan seguridad y amparo. Si el fin de la sociedad humana no es la instrumentalización y la atomización, es preciso generar vínculos en la anónima sociedad de masas, esfuerzos educativos y relacionales mediante proyectos e iniciativas que nos lleven a consolidar vínculos sociales en grupos cada vez más amplios.

3 de octubre de 2023

¿Por qué está hoy el mar tan encrespado? Porque Neptuno está furioso

Uno de los asuntos epistemológicos que más le preocupan a Popper es dar razón de la objetividad del conocimiento; si bien él tiene en la cabeza sobre todo el conocimiento científico, su pensamiento muy bien se puede extrapolar a otras áreas del conocimiento, siempre que se trate de un conocimiento crítico. Tiene una conferencia publicada en Conocimiento objetivo que se titula “El objeto de la ciencia”, quinto capítulo del mismo, en el que se hace eco de un problema tan sencillo como complejo: qué es conocimiento; algo que él articula en torno a la capacidad de explicación. Así, conocer algo supone en su opinión poder explicarlo: conocer algo desconocido supone poder explicarlo mediante lo conocido.

En toda explicación hay algo que se quiere explicar ―un explicandum― mediante un proceso explicativo ―un explicans―. Pero no todos los explicans son adecuados, sino que para que lo sean, deben cumplir ciertos requisitos. Por ejemplo, el explicans ha de implicar lógicamente al explicandum, es decir, han de tener algo que ver entre sí, siguiendo el argumento del explicans debemos poder llegar al explicandum; en caso contrario, difícilmente va a poder realizar su papel. Además, el explicans ha de ser coherente, y verdadero; en no pocas ocasiones no podemos estar tan seguros de esto, pero por lo menos hemos de haberlo investigado y analizado del mejor modo posible, llegando a la conclusión de que, hasta ese momento, por lo menos sabemos que no es falso, apoyándonos en otros juicios independientes que nos hablen en favor suyo.

En referencia a este segundo requisito, Popper realiza un análisis interesante, porque contrastar el explicans mediante procesos independientes que hablen en favor suyo va a ser fundamental para garantizar el progreso crítico del conocimiento. Puede ocurrir a veces que el explicans dé razón del explicandum mediante una relación, en principio evidente, pero que difícilmente puede ofrecer una explicación satisfactoria debido a la naturaleza de ambos. Él mismo pone como ejemplo este diálogo:
― ¿Por qué está hoy el mar tan encrespado?
― Porque Neptuno está furioso.
― ¿En qué se basa usted para decir que Neptuno está furioso?
― Caramba, ¿no ve usted qué encrespado está el mar? ¿Acaso no se encuentra así cuando Neptuno está furioso?
A poco que nos fijemos, se observará cierta circularidad, no del todo, pero casi casi. ¿Qué ha ocurrido aquí? Pues que el único juicio que podemos emitir en beneficio del explicans es el propio explicandum. Dice Popper: «La sensación que produce este tipo de explicación casi circular o ad hoc es muy insatisfactoria, por lo que creo que el requisito correspondiente de que hemos de evitarlas es una de las fuerzas motoras más importantes del desarrollo científico: la insatisfacción es uno de los primeros frutos del enfoque crítico o racional».

Esta idea es muy interesante. Si volvemos al protagonista del diálogo, para él la explicación de que si el mar está encrespado es porque Neptuno está furioso es satisfactoria, por lo que no tiene mayor problema. Ya tiene clara la cosa; ¿qué problema hay? Sólo en el caso ―sea por el motivo que sea― que a alguien esa explicación (o cualquier otra) le genere insatisfacción, empezará a buscar otra, un tipo de explicación cuyo explicans no sea ad hoc.

Y esto, ¿cómo se consigue? Pues se tratará de generar un explicans con una mayor riqueza de contenido, que tenga vinculación lógica con el explicandum pero que no dependa casi únicamente de él, sino que los argumentos o juicios empleados estén ya corroborados de alguna manera por el conocimiento en general, de modo que sus consecuencias hayan sido ya contrastadas en situaciones ajenas a la de nuestro problema.

Démonos cuenta de que esto es una condición necesaria pero no suficiente, en el sentido de que no necesariamente todo argumento independiente contrastado puede ser empleado adecuadamente en un explicans concreto; por muy independiente y contrastado que sea, en un caso concreto muy bien puede ser empleado ad hoc, asunto ante el cual habrá que estar atento para evitar precipitaciones acríticas. Quizá el modo más seguro para poder avanzar críticamente es que estos argumentos independientes utilizados en nuestro problema empleen enunciados universales o leyes de la naturaleza con las adecuadas condiciones de contorno. Por definición, las leyes de la naturaleza deben ser enunciados de gran riqueza, y que puedan ser contrastadas independientemente en cualquier momento y en cualquier situación. Así, si las empleamos para nuestro explicans difícilmente podrán ser ad hoc, y el explicandum se erigirá sencillamente en un caso particular suyo. Cuanto más ricas y contrastadas sean las leyes que empleamos, tanto más satisfactorio será nuestro explicans para dar razón del explicandum.

El progreso del conocimiento crítico va a una con la insatisfacción de un espíritu inquieto; para éste, las explicaciones ad hoc pronto le resultarán insuficientes, y tratará de buscar otro tipo de razones, es decir, de conseguir explicaciones cada vez más contrastables y ricas, con contenidos más universales y con menor posibilidad de convertirse en un argumento casi circular. Objetivo de este conocimiento crítico también será el ir analizando las propias teorías generales que se emplean en el explicans, para ir depurándolas, acrisolándolas, tratando de alcanzar un grado de universalidad cada vez mayor, hasta… ¿dónde? Pues no se sabe muy bien. Sí que parece que es difícil hablar de explicaciones últimas desde la ciencia o desde el conocimiento humano, pero no cabe duda de que siempre se puede ir profundizando y creciendo a la luz de esta metodología, sin un límite claro de hasta dónde se puede llegar. Asunto ciertamente interesante y que ha menester atenderlo.