29 de marzo de 2022

Reflexiones filosóficas tras el teorema de Gödel (I)

Una vez situado a Gödel en el contexto matemático de la época (que vimos aquí), quería comenzar a desentrañar algunas consecuencias filosóficas del mismo. La aportación de Gödel, a pesar de truncar las esperanzas de Hilbert, para nada fue negativa; como se suele decir, cuando se cierra una puerta, se abre una ventana. Y el caso es que, tras su famoso artículo, se introdujo un nuevo modo de entender la investigación matemática, abriendo nuevos problemas y apuntando nuevas vías de trabajo.

Una primera consecuencia puede ser ésta: que tras Gödel, ya no se trata de poner en evidencia las bondades de un determinado sistema axiomático, sino de destacar que en todo ámbito matemático (en este caso) hay más verdades que las que podamos pretender abarcar. O, dicho de otra manera: «que existe un número sin fin de proposiciones aritméticas verdaderas que no pueden deducirse formalmente de ningún grupo dado de axiomas, mediante un grupo cerrado de reglas de inferencia», dicen Nagel y Newman. Esto ocurre tanto en sistemas axiomáticos aritméticos (los cuales no pueden abarcar 'todas las verdades' referentes a los números) como en cualquier sistema axiomático referente a otro ámbito de las matemáticas. Con esto no se quiere decir que los teoremas de un sistema axiomático no nos digan o no nos puedan decir verdades de la realidad, sino que no pueden agotar todas las que ‘cabrían’ en su ámbito de trabajo. A lo cual hemos de añadir otra circunstancia, como es que parece razonable pensar que la realidad es más amplia que lo que las verdades matemáticas, entendiendo a éstas como las correspondientes que nos puedan aportar todo el conjunto de sistemas matemáticos que podamos esbozar. Lo matemático nos ofrece una dimensión de la realidad, aquella que es matematizable, dejando fuera todo lo que ‘no cabe’ en su metodología específica.

Un sistema axiomático no sólo no puede agotar todas las verdades de su ámbito, sino que tampoco las matemáticas en general pueden agotar todas las verdades de la realidad. Las verdades matemáticas son un subconjunto de todas las verdades decidibles, muchas de las cuales no son necesariamente matemáticas.

Hay una segunda consecuencia interesante que no quisiera dejar de destacar, a saber: que lo que entendemos por procesos matemáticos incluye más de lo que es el ejercicio de una metodología axiomática formalizada. Cuando esa vinculación fuerte entre teoremas matemáticos y realidad ya no es tal, se ponen de manifiesto estrategias de razonamiento matemático que no son en su totalidad estrictamente lógico-matemáticas, sino de otra índole; es decir: que los matemáticos no sólo razonan matemáticamente, sino que incluyen en su razonar elementos de otra índole. De ello se hacen eco estos autores: «(…) no puede fijarse ningún límite previo a la capacidad inventiva de los matemáticos para descubrir nuevas reglas de prueba», que ya dejan de ceñirse a un procedimiento eminentemente lógico-formal, y pueden apelar a otros recursos.

Ejemplo paradigmático de ello fue sin duda otro genio de la matemática, Henri Poincaré, quien ponía de manifiesto cómo factores estéticos, con un correlato importante en la fisiología del cerebro humano, eran determinantes a la hora de poder investigar en la matemática y de resolver problemas matemáticos. Venía a decir algo así como que con la lógica se demuestra, pero con la intuición se inventa. Se hacía así eco de lo que Eugenio d’Ors denominó razón estética que, como ya comenté en otro lado, no significaba tanto que lo estético era un añadido, o un acompañante de la verdad lógica, sino que lo estético proporcionaba un modo de conocimiento verdadero ajeno a los cánones del razonamiento lógico, que es totalmente distinto. En línea con la primera consecuencia que comentaba, se puede decir que ‘la’ verdad es más amplia que la verdad ‘lógico-matemática’: cabe una verdad ‘estética’, por lo pronto. Por este motivo, buena parte de esta verdad siempre será indemostrable formalmente. La verdad presenta diversas dimensiones, cada una de las cuales se ha de alcanzar con una metodología propia. En función de la metodología (no olvidemos que método significa ‘vía para’, ‘camino para’ llegar a un fin o a un resultado), alcanzaremos un tipo de conocimiento, afín a dicha metodología; si la metodología es matemática, el conocimiento será matemático; si la metodología es estética, el conocimiento será estético; si la metodología es ético-vital, el conocimiento ético-vital; etc. Como dice Rodríguez-Salinas, es importante preocuparse por el método que se emplea para adquirir el conocimiento, pero más importante es llegar a una verdad que desborda cualquier método que podamos emplear; más importante es tener una mente abierta, ejercitada y tenaz pero abierta, capaz de reflexionar bajo distintas claves, y tener la sensibilidad suficiente como para alcanzar la belleza profunda que subyace a cualquier conocimiento verdadero que podamos alcanzar.

Esto que estoy comentando pone de manifiesto las limitaciones de la inteligencia artificial, ya que las máquinas calculadoras, por muy potentes que sean, siempre se encontrarán en un sistema axiomatizado determinado, y habrá cuestiones que nunca podrán resolver. Es cierto también que el cerebro humano tendrá limitaciones intrínsecas que le impedirán acceder a determinados tipos de conocimiento; pero no lo es menos que nuestro cerebro puede utilizar medios diversos en su razonamiento, el cual ya no tendrá que ceñirse estrictamente al lógico-matemático, y que le permitirá acceder a otro tipo de verdades que permanecerán veladas a los súper-ordenadores, limitados a la inferencia matemática. Se pone de manifiesto a su vez que la razón humana no puede ser totalmente formalizada; menos mal porque ello significa que podemos generar nuevos modos de razón y nuevos marcos conceptuales más allá de los dados y no generados lógicamente a partir de ellos. De hecho, hay proposiciones matemáticas que no pueden establecerse mediante una deducción formal partiendo de los axiomas correspondientes, pero que muy bien pueden ser establecidos mediante razonamientos meta-matemáticos ‘informales’. Evidentemente, que no puedan ser alcanzables mediante razonamientos lógicos no implica que no sean alcanzables, sino que no lo son por razonamientos lógicos; muy bien podrían serlo por otro tipo de razonamientos, no lógico-matemáticos, lo cual no implica ni mucho menos que sean meras ocurrencias; de hecho, también son racionales, pero no según la razón lógico-matemática. Nagel y Newman llegan a decir que, afirmar lo contrario (que sólo son válidos los resultados de una razón lógico-matemática) es poco menos que una irresponsabilidad: «sería una irresponsabilidad afirmar que estas verdades formalmente indemostrables, establecidas por argumentos meta-matemáticos, estén basadas en nada más ni mejor que meros recursos a la intuición».

22 de marzo de 2022

Hannah Arendt según Karl Jaspers

El motivo de este post son unas páginas que he leído en la Autobiografía filosófica (que publicó el año pasado la editorial Ygriega) de Karl Jaspers, un filósofo contemporáneo al que quizá no se le ha otorgado la atención que se le debiera. Conocido es el enfoque existencialista de su pensamiento con el que, recogiendo el hilo de Kierkegaard, supo establecer horizontes de sentido y esperanza en un contexto tan complejo como la Alemania de la primera mitad del siglo XX.

Es sobrecogedor leer los testimonios de personas que vivieron enfrentados al régimen en el drama de la Alemania nazi. Un testimonio privilegiado es sin duda el de Karl Jaspers, un intelectual que no sucumbió a ‘lo normal’, tal y como hicieron no pocos compatriotas suyos; algo de lo que tampoco se vanagloria, pues reconoce que muy bien pudo hacer más de lo que hizo. Según nos cuenta, esos largos doce años se redujeron a «impotente espera basada en cautela meditada, cuidadosos en nuestros contactos con la Gestapo y las autoridades nacionalsocialistas, resueltos a no hacer ni decir nada incompatible con la integridad moral, pero aviniéndonos, sí, a pasividad culpable». De hecho, honestamente admite que no dudó en echar mano de algunos contactos nacionalsocialistas para reivindicar algunos derechos como alemán, aunque también es cierto que en varios casos renunció tácitamente a la ayuda, sobre todo cuando algún colega o miembro de la administración justificaba lo que se estaba haciendo con las personas judías. A mi modo de ver, creo que no se puede dejar de poner en valor esa integridad, insuficiente para él, pero meritoria en su contexto; más allá de una resistencia activa, ejerció esa resistencia moral ‘pasiva’, en un ambiente en el que el gobierno, consciente del valor político y social que posee la filosofía, la censuraba fuertemente; como muy bien nos dice, ya más mayor, «no es una casualidad que el nacionalsocialismo y el bolcheviquismo hayan considerado a la filosofía como su enemiga mortal en el plano espiritual». Toda coacción al libre pensamiento y a su libre expresión dentro de los márgenes razonables que dicta la legalidad cívica, es una estrategia totalitaria.

Según parece, estaba previsto que él y su mujer fueran deportados el 14 de abril de 1945, suceso que no ocurrió gracias a la providencial entrada de los aliados en Heidelberg dos semanas antes. Jaspers destaca el hecho de que tuviera que ser salvado por los americanos: «un alemán ―dice en su autobiografía― no podrá olvidar nunca que él y su mujer deben a los americanos su vida amenazada por alemanes que querían darles muerte en nombre del Estado alemán nacionalsocialista». Por desgracia, algo que sigue siendo frecuente en otros lugares.

Pues bien, en estas páginas ―que es a lo que iba― cuenta cómo, tras el final de la IIGM, toma contacto con Hannah Arendt, con la idea de recomponer la universidad alemana. Y le dedica unas líneas que no tienen desperdicio, y que paso a transcribir literalmente, aunque sean unas cuantas. Dice en referencia a ella:

«En esos años siguientes a la contienda, su solidaridad filosófica y humana fue para nosotros el hecho más grato. Vino ella, que pertenecía a la joven generación, a aportarnos a nosotros, los viejos, sus pasadas experiencias. Habiendo emigrado en 1933 y desde entonces rodado por el mundo, sin que las adversidades sin cuenta consiguieran abatir su ánimo, sabía ella de los terrores elementales que rodean nuestra existencia cuando, cortada del Estado de origen y desamparada, se halla reducida a la condición subhumana de apátrida. No obstante su siempre renovado y logrado intento de rehacer su vida en un nuevo medio, en ninguno había llegado a arraigar hasta el punto de aceptarlo sin reservas. Su íntimo sentimiento de independencia había hecho de ella una ciudadana del mundo, su fe en la fuerza única de la Constitución americana (y en el principio político que se había mantenido como el mejor de todos), una ciudadana de Estados Unidos. Gracias a ella adquirí una noción más clara que antes había sido posible de ese mundo del máximo ensayo de libertad política y, por otra parte, de las estructuras del totalitarismo; si ocasionalmente experimenté una leve vacilación, fue porque ella aún no había asimilado los modos de pensar, los métodos de investigación y las comprensiones de Max Weber [a quien Jaspers siempre consideró su maestro]. A partir de 1948 nos visitó de vez en cuando para mantener conversaciones intensivas con nosotros y cerciorarse de una coincidencia que escapaba a toda fijación racional. Con ella podía yo, una vez más, discutir en la forma que toda la vida he anhelado pero que, en rigor, desde mis años juveniles ―abstracción hecha de las personas más estrechamente unidas a mí por comunidad de destino― sólo me ha sido deparada en el trato de algunos hombres: e sea con la absoluta franqueza que veda segundos pensamientos; con la libérrima despreocupación de quien sabe que no debe tener cuidado de no equivocarse, porque el error será corregido e indicará algo que vale la pena; en la tensión de discrepancias, acaso hondas, pero envueltas en una confianza a toda prueba que permite que incluso ellas se manifiesten, sin que por ello se resienta el afecto, en un radical mutuo brindarse y el cesar de demandas abstractas por cuanto se extinguen en la lealtad de hecho».

15 de marzo de 2022

Los primeros pasos modernos en el estudio de la luz

No se puede negar la fascinación que ha originado en no pocos científicos e intelectuales algo tan cotidiano en nuestras vidas como la luz. Así lo expresó Louis de Broglie en el comienzo de una conferencia dictada en 1959 referida a la luz, titulada “La luz, los quanta y la técnica del alumbrado”:

«La naturaleza de la luz, lo que varía en ella según sea intensa o débil, blanca o coloreada, la manera como se propaga sin debilitamiento notable en el vacío mismo a lo largo de las inmensas distancias de los espacios interplanetarios, el modo como esa propagación es afectada por el encuentro de obstáculos o la travesía de medios materiales, son problemas que desde hace siglos han preocupado a todos los espíritus curiosos deseosos de comprender mejor los diversos aspectos del mundo físico».

¿Qué es la luz? ¿De qué está hecha? ¿Qué propiedades tiene? Preguntas como estas han sido formuladas desde hace muchos siglos. Qué duda cabe de que nuestro conocimiento al respecto ha avanzado mucho, sobre todo gracias al giro que supuso para su comprensión el trabajo de Maxwell y su consideración como onda electromagnética. Pero lo cierto es que Maxwell no fue el primero que afirmó su carácter ondulatorio; su mérito fue otro, como ya vimos, porque, desde luego, la idea de que se tenía sobre la luz cuando se realizaron estas primeras afirmaciones sobre su carácter ondulatorio no era la que tenía Maxwell en mente, quien ‘jugaba en otra liga’, como se suele decir.

El caso es que en el imaginario de la modernidad había cierta perplejidad. Por un lado, era evidente que los rayos luminosos se propagaban de forma rectilínea, y no era difícil interpretar que algo hubiera en su interior, es decir, que la luz estuviera formada por ciertos elementos que seguían precisamente esa trayectoria. Se observaba cómo la luz seguía la misma trayectoria rectilínea que seguía cualquier proyectil que pudiéramos lanzar; y que rebotaba en un espejo igual que cualquier otro proyectil rebotaba sobre una superficie; y variaba su dirección igual que variaba la trayectoria de otro objeto al pasar de un medio a otro. A la vista de estas analogías, ¿no era más que razonable pensar que, efectivamente, la luz estaba compuesta por pequeños corpúsculos, razón por la cual su comportamiento era similar al de partículas proyectadas? De hecho, está fue la interpretación generalizada de la luz durante estos primeros pasos.

Los primeros pasos de la óptica geométrica se dieron en este sentido de la mano de Snell y Descartes, quienes enunciaron matemáticamente por primera vez las leyes de la reflexión y de la refracción de la luz.

El astrónomo holandés Willebrord Snell (1580-1626) tuvo la inquietud de profundizar en las investigaciones que en su día hiciera Ptolomeo (85-165), sobre todo en lo que se refiere a la refracción de la luz. El resultado de ello fue su famosa ley, la ley de Snell, en virtud de la cual los ángulos de incidencia y de refracción (respecto a la normal) de un rayo de luz cuando pasa del aire (en principio) a cualquier otro medio (agua, por ejemplo) es proporcional a sus senos respectivos, siendo esa constante de proporcionalidad lo que se conoce como índice de refracción, el cual depende del medio en cuestión. De modo que: sin⁡ϑ1/sinϑ2=n. Snell no se preocupó por la naturaleza de la luz, dando por supuesto lo que se consideraba por tradición, y que era que la luz estaba compuesta por partículas que provenían del Sol o de los cuerpos calientes o incandescentes. Inicialmente, en la antigüedad se pensaba que la visión se producía porque el ojo lanzaba una serie de partículas específicas que rebotaban en la superficie de los objetos no transparentes, volviendo de nuevo al ojo. Tal fue la hipótesis de Herón de Alejandría (18-62), teoría que predominó durante muchos siglos hasta que el astrónomo árabe Ibn-al Haytam (965-1039) la corrigió, afirmando lo que hemos comentado: que la luz era emitida por los cuerpos calientes (también el Sol), siendo captada por el ojo en su rebote sobre la superficie de los diferentes objetos.

El filósofo y científico René Descartes (1596-1650) sí que hizo ya mención explícita a la naturaleza de la luz, afirmando que estaba formada por corpúsculos que viajaban a una velocidad cuasi infinita, de modo que sus efectos eran prácticamente instantáneos. Ello daba lugar a una paradoja. Cuando un rayo de luz se reflejaba, la componente horizontal de la velocidad se mantenía constante, mientras que la vertical cambiaba de sentido. En la refracción se pensaba que ocurría algo parecido, pero no igual. Por razones de simetría, no había razón para pensar que se modificaría la componente horizontal de la luz, paralela a la línea de separación de ambos medios, de modo que el cambio de dirección sólo podría darse si aumentaba la componente vertical de su velocidad. Si, efectivamente, cuando la luz pasa de un medio menos refringente (como el aire) a otro más refringente (como el agua) se acerca a la normal, y la componente horizontal era la misma, ello implicaba que la componente vertical de la velocidad sería mayor, concluyendo que la luz se aceleraría al pasar del aire al agua. Claro, esto era difícil de justificar, pues parece que las partículas de que estaba formada la luz encontrarían mayor dificultad para viajar a través del agua que del aire, pero así fue cómo se interpretó este modelo.  De hecho, el mismo Newton (que se adhería a la teoría corpuscular de la luz) le dio una explicación: él pensaba que debería haber una especie de atracción entre las partículas de que estaba compuesta la luz, y el medio en el que se desplazaba; como el agua era más densa que el aire, atraía con más fuerza a las partículas de la luz, motivo por el cual la componente vertical aumentaba.


Pero pronto surgió un problema al estudiar la refracción. Desde siempre se pensaba que la luz siempre seguía el camino más corto: así ocurría, por ejemplo, en la reflexión. Sin embargo, cuando se comenzó a estudiar más científicamente la refracción, se vio que este fenómeno no cumplía aquel principio, sino que la luz seguía un camino más largo que el más corto posible. Para ir del punto A al punto B (en la figura), no sigue la luz la línea recta entre A y B, sino que hace el quiebro mediante el punto M. ¿Por qué esto era así?

En un plazo corto de tiempo, Fermat (1601-1665) demostró que ambos fenómenos, el de la reflexión y el de la refracción, se apoyaban en un principio más general (y que lleva su nombre), cuyo valor fue fundamental para la física posterior. Este principio consistía en la afirmación de que los rayos luminosos se comportan de tal manera que el tiempo que tardan los corpúsculos en llegar de un punto a otro a lo largo del rayo es mínimo. No siempre el camino más corto es el más rápido, sino que en ocasiones puede no ser así. De modo concomitante, Fermat introdujo en la ciencia de la época un modo de pensar distinto, que tiene que ver con el hecho de que haya variables que tienden a minimizarse en su comportamiento, lo cual interviene en el asunto en cuestión. Evidentemente, Fermat nunca imaginó el alcance que estos pilares iban a llegar a tener en toda la física posterior.

A lo largo del siglo XVII, sobre todo en su segunda mitad, se empezaron a observar fenómenos curiosos en el comportamiento de la luz, que no encajaban en su consideración corpuscular. Uno de ellos fue el de la doble refracción o birrefringencia; Bartholin (1616-1680) comprobó cómo, al hacer pasar un rayo de luz a través de algunos cuerpos, se desdoblaba en dos haces polarizados que lo cruzaban a distintas velocidades. ¿Por qué los mismos proyectiles luminosos poseían comportamientos diferentes cuando atravesaban el mismo medio material? Otro es el de la difracción de la luz en el borde de una superficie, o al hacer pasar la luz por un orificio muy pequeño, tal y como comprobó Grimaldi (1618-1663): las proyecciones generadas no eran las esperadas considerando únicamente un desplazamiento lineal de la luz, pues había zonas difusas en los bordes.

El caso es que no se supo interpretar muy bien a qué se debían estos fenómenos. De hecho, se comprobó que, con los conocimientos que se poseían de la luz, no se podía dar razón de ellos. Fue necesaria la aportación de un genio original de la física, Huygens, para poder ofrecer una novedosa explicación, imaginando una hipótesis aventurada, totalmente diferente de la establecida.

8 de marzo de 2022

La experiencia hermenéutica frente a la experiencia científica

Decíamos en el anterior post que el punto de encuentro entre lo real y la razón lo situaba Gadamer en la experiencia, categoría relevante para su análisis hermenéutico de la historia efectual. El análisis que realiza Gadamer de la experiencia es muy interesante. Lo que va a hacer a lo largo de estas páginas es ir desgranando distintas concepciones de la experiencia que, si bien no son falsas, sí que las estima insuficientes, entendiendo que no encierran toda la verdad, o que no acaban de agotar lo que para él significa la ‘experiencia hermenéutica’. La experiencia no es uniforme, monolítica, sino que encierra una riqueza multiforme, plural.

El profesor Conill explicaba que de algo de esto ya se hizo eco Heidegger, reivindicando la necesidad de ‘vencer la costumbre de pensar por una sola vía’, que somete todo bajo el dominio de la ‘univocidad’. La riqueza la aporta una predisposición a escuchar abriéndonos a lo inicialmente desconcertante, un campo libre en el que uno ha de dejarse decir por lo nuevo, por lo otro. Heidegger entendía que para ello es preciso situarse en un momento previo al propio ejercicio de la razón, y que posibilita precisamente su ejercicio desde distintas claves, ese momento de claridad en que pensar y ser son uno. «Esta unidad de ser y pensar sólo es posible a partir de un encuentro experiencial, de una ‘experiencia previa de la Aletheia como Lichtung’. Sólo desde este carácter experiencial del pensar pueden surgir todas las ulteriores determinaciones e interpretaciones». Estamos hablando de un momento pre-racional, pre-lógico, una experiencia originaria en virtud de la cual son posibles las diversas razones y las diversas lógicas.

Gadamer tratará de comprender hasta el fondo este nuevo horizonte que se abre tras la experiencia originaria; una experiencia originaria que no sólo es previa a cualquier ejercicio discursivo, sino que es gracias a ella que el pensar puede tener sentido, también el pensar lógico. Es la fuente de la que mana el sentido.

El concepto de experiencia ha sido tradicionalmente circunscrito a la experimentación científica, ámbito en el que alcanzaría su máxima rentabilidad. Sería oportuno preguntarse hasta qué punto es así, hasta qué punto este tipo de experiencia científica es suficiente para ámbitos ajenos al científico, como por ejemplo el de la vida; ¿es aplicable a la vida este tipo de experiencia, o es menesterosa de ser complementada o sustituida por otro tipo de experiencia más… ‘experiencial’? Cuando hablamos de la vida, ¿no es necesario ampliar el concepto de experiencia? A juicio de Gadamer, sí.

En su opinión, una experiencia científica no es sino una esquematización epistemológica, lo cual supone una reducción importante porque, por su propio carácter, el ejercicio científico lo que busca precisamente es «objetivar la experiencia hasta que quede libre de cualquier momento histórico», consiguiéndolo mediante su propia metodología. Lo que hace la experiencia científica es recortar todo lo accidental y casuístico, para quedarse con el esquema del fenómeno a estudiar, y que será lo que pueda expresarse matemáticamente. De la experiencia real, el científico suprime todo lo que sobra, que, en el fondo, es su contenido inicial, imposibilitando de raíz cualquier aproximación a su momento hermenéutico. Al científico no le interesa tanto ‘esta’ experiencia concreta, con su contenido y situación concreta, sino lo que ella me puede aportar en orden a la generalidad que está buscando.

Uno de los grandes errores de las ciencias del espíritu fue aproximarse a este enfoque propio de las ciencias naturales, intentando objetivarlas como si fueran algo que está ahí, como los fenómenos naturales, sin considerar la dimensión efectual. Entendida así, la experiencia como tal cercena de raíz su propia historia en cuanto ejecución, se la aísla, se la desconecta de lo vital porque en definitiva lo que hace todo esto no es sino desvirtuarla. La experiencia científica intenta minimizar todo lo que no sea objetivable, para lo cual debe suprimir todo aquello que le estorbe para tal fin.

De algo similar culpa Gadamer a Husserl, aunque en un sentido diverso porque, en su opinión, el padre de la fenomenología ilustra «la parcialidad inherente a la idealización de la experiencia que subyace a las ciencias». Aunque Husserl parte de una experiencia vital, según Gadamer no la acaba de considerar como tal, sino que lo que hace es proyectar esa idealidad científica a la experiencia perceptiva-eidética. Husserl se ciñe a la aprehensión fenomenológica de la esencia de las cosas, según la estructura noético-noemática de la percepción, la cual se consigue reduciéndola de todo aquello que la dificulta. Probablemente esta interpretación no sea compartida por muchos husserlianos, sobre todo porque parece que se están dando a conocer textos inéditos de Husserl en los que se pone de manifiesto su interés por lo fáctico, argumentando así la crítica que se le realiza a Heidegger de que en su filosofía hay más de Husserl de lo que parece. Pero bueno, esto es otra historia.

1 de marzo de 2022

Casualidades, sí, pero no del todo: el caso de Becquerel

Henri Becquerel (1852-1908) es el perfecto ejemplo de cómo en ocasiones la casualidad se alía con la ciencia, y el éxito depende de situaciones fortuitas que nada tienen que ver con ella. En su caso, el hecho de dejar un paquete con sales de uranio ―material todavía poco conocido en la época― en un cajón, junto con una placa fotográfica; lo que le llevó, allá por 1896, a uno de los descubrimientos más importantes de cara al siglo XX, que se denominó radiactividad. Es conocida por muchos esta anécdota; lo que no lo es tanto es por qué Becquerel guardó en un cajón oscuro con una placa fotográfica un trozo de uranio. No parece que sea algo muy común; es decir, no es muy frecuente que tengamos en casa placas fotográficas y trozos de uranio, que puedan coincidir casualmente en un cajón, ni aun siendo científicos. De hecho, nunca había ocurrido hasta la fecha o, si ocurrió, nadie le dio la lectura adecuada, pero él sí. ¿Por qué?

Becquerel fue un estudioso de los fenómenos de fluorescencia y fosforescencia, siguiendo la tradición familiar. Una sustancia fluorescente es aquella capaz de emitir energía visible mientras absorbe energía ultravioleta, y una fosforescente es capaz de mantener la emisión en ausencia del fenómeno de la absorción. A causa de esta investigación, Becquerel se interesó por el descubrimiento de los rayos X por Roentgen; o, mejor dicho, por un fenómeno asociado al mismo, a saber: el de que los rayos X obtenidos eran emitidos por una pared de la misma ampolla de vidrio en la que chocaban rayos catódicos; es decir, que la pared de vidrio actuaba como una sustancia fosforescente una vez habían incidido en ella rayos catódicos, emitiendo acto seguido rayos X.

Lo que se planteó Becquerel era si el fenómeno de la fosforescencia estaba asociado generalizadamente a la emisión de rayos X, de modo que materiales fosforescentes que emitían energía visible por estar expuestos a la luz, emitían también rayos X.

Para estudiar esto empleó un material común en su laboratorio, unas sales de uranio con propiedades fluorescentes y fosforescentes. Así, «guiado por una idea que debía finalmente revelarse como falsa, el hábil físico se puso a investigar una hipotética emisión de rayos X por sales de uranio hechas fosforescentes por una exposición previa a la luz solar», explica de Broglie. Lo que hizo fue exponer a la luz solar sales de uranio para, posteriormente envolverlas en papel negro y encerrarlas en un cajón junto con una placa fotográfica, con la esperanza de que dicha radiación X fuera emitida por el cuerpo fosforescente y, atravesando el papel negro, impresionara a la placa. Comprobó felizmente que la placa había sido afectada, con lo que pensó que su experimento fue un éxito, comunicando sus resultados a la comunidad científica el 24 de febrero de 1896.

Y es aquí donde entró la casualidad, para hacerle ver a Becquerel que su interpretación no era adecuada; casualidad que, como suele ser en estos casos, debe ir asociada a un espíritu laborioso y trabajador. Cuando se dice que la suerte sonríe a los sabios, no es ‘por casualidad’. Ilusionado por su ‘éxito’ siguió preparando muestras para continuar investigando; el caso es que se sucedieron unos días en los que no brilló el sol, por lo que Becquerel no expuso las muestras; a la espera de un día más indicado para poder hacerlo, Becquerel las guardó en el cajón de siempre, esperando el día en que podría emplearlas. El día 1 de marzo, escasos días después de su anterior experimento, el sol salió y Becquerel cogió las muestras del cajón para ponerlas a su luz; como buen profesional, repasó todo el material y, al repasar las placas fotográficas, se dio cuenta de que estaban veladas. ¿Por qué podría ser, si no había lugar a la presencia fosforescente de los rayos X?

Pero no sólo es que las placas fueron impresionadas por un material no expuesto a la luz solar, sino que su impresión era exactamente igual a las anteriores. ¿Qué quería decir esto? Becquerel postuló la única hipótesis posible: que «el uranio debía emitir continuamente, y sin que ninguna exposición previa a la luz fuese para ello necesaria, radiaciones muy penetrantes de una naturaleza desconocida, que serían completamente diferentes de la de los rayos X», fenómeno que Becquerel dio a conocer al día siguiente, el 2 de marzo de 1996, y al que denominó radiactividad. Acto seguido, Becquerel compartió su descubrimiento con una colega joven, recién graduada, una polaca desconocida: una tal Marie Curie.