21 de agosto de 2018

La ¿pureza? del quehacer científico

En el post anterior ponía así, como de pasada, entre paréntesis, un pequeño comentario que me ha supuesto algún que otro tirón de orejas. Vaya por delante que de lo que en él estaba hablando no era de la ciencia, sino del cientificismo, que es algo diferente. A poco que alguien me conozca, sabrá que un servidor nada tiene contra la ciencia, todo lo contrario; siendo fiel a mi formación técnica, creo que hoy en día no es recomendable —ni posible, diría yo— pensar filosóficamente sobre cualquier tema desconociendo el estado de la cuestión del conocimiento científico (entre otros) en tal asunto.

La frase a la que me refería es aquella en la que dudaba de la posibilidad de que la ciencia fuera un asunto de conocimiento de ‘hechos’, de verdades eminentemente ciertas referidas a un conocimiento absoluto de la realidad. Evidentemente, el conocimiento científico por ser como es y por apoyarse en una experiencia empírica sensible de objetos físicos (llamémosles así), goza de un estatuto de objetividad del que no gozan otros tipos de conocimiento, como el filosófico, por ejemplo, más especulativo. Pero —a mi juicio— ello no quiere decir, por un lado, que no haya conocimiento válido fuera de ella y, por el otro, que su conocimiento sea perfectamente objetivo, que es a lo que iba. También hay que decir que tampoco todos los científicos piensan así (algo de lo que puedo dar fe). Como decía, no se trata de ir contra la ciencia, sino contra el cientificismo, sencillamente para caer en la cuenta de que no todo es tan bonito.

A mi modo de ver, se puede dudar de esa pretendida ‘objetividad absoluta’ de la ciencia en dos aspectos, aunque en este post me referiré sólo al segundo. El primero tiene que ver con el hecho de que los científicos antes que científicos, son personas. Esto que, dicho así, resulta obvio, arroja una serie de matizaciones que es preciso considerar, como el hecho de que, en tanto que personas, y como el resto de personas, ven influido su quehacer profesional no pocas veces por elementos —digamos— poco profesionales, científicos en su caso: estados de ánimo, momentos de inspiración, inquietudes, intereses personales, problemas afectivos, trastornos de distinta índole… Pensar que por el hecho de estar aplicando una metodología científica el resultado no se ve afectado por todas estas ‘contaminaciones del quehacer científico’ me parece sencillamente simplista. Se me dirá que, independientemente de todo ello, el resultado de la ciencia ha de ser capaz de soportar su crisol metodológico; y, ciertamente, es así, claro, pero no es menos cierto que gran parte de los resultados no dependen únicamente de la metodología científica, sino de todo lo que se hace previamente a comenzar dicha metodología en una experimentación, y que con no poca frecuencia es de todo menos científico. La ‘creatividad’ del científico tiene mucho que decir aquí (experiencias de distinto carácter que les marcan el rumbo a seguir); y, por qué no, también el factor suerte, casualidad… (llamémosle como queramos) el cual, no pocas veces tampoco, ha sido determinante para realizar grandes descubrimientos. Y, por qué no, también deberíamos hablar aquí del grave problema de la inducción. Con estos comentarios no quiero decir que la metodología científica no sirva para nada, ni mucho menos; tan sólo pretendo poner de manifiesto que, además de ella, hay otra serie de factores o de dimensiones que también están presentes en el ejercicio de la ciencia, y que no hay nada de malo en ello, todo lo contrario.

Pero bueno, paso ya al segundo aspecto referido a ‘la’ ciencia en general, más que al científico en particular. Se suele tener la impresión de que el quehacer científico es algo que se debe a sí mismo, que la ciencia misma se dicta su propio camino. Se dice que la ciencia es la búsqueda de la verdad por excelencia, capaz de superar supersticiones y sofisterías de distinta índole, ‘a golpe de metodología científica’, distinguiendo así el conocimiento verdadero de ‘otras’ formas de conocimiento. La ciencia sería así un ‘conocimiento puro’, ajeno a las vicisitudes de la vida cotidiana y de su aplicación, desvinculándose incluso de cualquier responsabilidad ética, la cual recaería no sobre ella sino sobre la tecnología en tanto que aplicación suya. Pues bien, tal y como explica José Sanmartín en su libro Los nuevos redentores, quizá esto no sea tan así; o, seguramente, no es tan así.

Porque el devenir de la ciencia no es algo ‘decidido’ únicamente por la ciencia, sino que se debe en mayor o menor medida a distintas ‘presiones’. Creo que aquí hay que distinguir el quehacer de los científicos ‘auténticos’ que, seguramente, serán multitud, del quehacer de los que manejan los hilos de la ciencia o de las investigaciones científicas, que esto es harina de otro costal.

Para explicarlo, el profesor Sanmartín nos habla de tres niveles en las teorías científicas, mediante los cuales pone de manifiesto que esa pretensión de conocimiento puro es más una ilusión que una realidad, y ello por el hecho de que los caminos por los cuales avanza la ciencia están íntimamente relacionados con el contexto social, cultural y tecnológico en el que se lleva a cabo, así como el político y, cómo no, el económico.

El primer nivel estaría compuesto por aquellas teorías científicas que tienen su origen en tradiciones operativas ya asentadas y generalizadas, como la elaboración del pan o de la cerveza. En dichas técnicas, se sabe cómo funciona la naturaleza, pero no se sabe por qué. Lo que hace la ciencia es avanzar en el conocimiento de dichos fenómenos, para amplificarlos e incluso, reemplazar a la naturaleza en aquellos casos que sea posible; reemplazo que, en no pocos casos, dista mucho de ser inocuo como, por ejemplo, en los que tienen que ver con la modificación genética.

Las teorías de segundo nivel suelen acompañar a las anteriores; se apoyan en una tecnología dada, y lo que suelen hacer es tratar de justificar científicamente los beneficios que dicha tecnología puede aportar a la humanidad. Frente a los distintos riesgos que toda nueva aplicación tecnológica (genética, energética…) pueda aportar, de los que la opinión social pueda hacerse eco y ejercer presión en sentido contrario a su desarrollo, estas teorías prometeicas nos dibujan paraísos futuros, pero próximos, que serán alcanzables gracias a estas nuevas tecnologías. Estas teorías no sólo existen, sino que están a la base de grandes enfrentamientos entre los mismos científicos.

Por último, están las teorías científicas de tercer nivel, que tienen que ver con la cosmovisión que en un momento dado se tenga de la realidad; están referidas, pues, a un marco más amplio, conformado por enunciados generales, comúnmente aceptados, y que no son susceptibles de falsación. Estas teorías son extrapoladas del ámbito científico, y permean todos los sectores de la población.

Pues bien, en el seno de esta estructura (para nada inocente) se sitúa el quehacer científico, en el cual habrá sin duda una dimensión de autenticidad, pero que es acompañada en una proporción elevada de momentos no tan puros. Por un lado, la ciencia está determinada por los intereses de su aplicación tecnológica, y por otro, por los intereses de grupos de presión que, por qué no decirlo, a lo mejor (sólo a lo mejor) se benefician de su aplicación, moneda de pago de la financiación (des)interesada que han realizado previamente, cuanto menos en algunos sectores. Y sí, la ciencia también está dirigida por la búsqueda de la verdad y la comprensión de la realidad. Supongo que sería del interés general que sólo perviviera esta última, la ciencia básica, pero como vemos no siempre es así. Y el caso es que, cuando es así, también genera grandes beneficios; para muestra un botón.

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