27 de septiembre de 2016

De pusilánimes y héroes

Pío Baroja pensaba que para que una sociedad tuviera unos buenos gobernantes, dicha sociedad debía ser también buena. Los gobernantes no son seres especiales ni privilegiados, sino que son ciudadanos como el resto, independientemente de que tengan más o menos responsabilidad por el cargo público que ostentan. A menudo les pedimos un comportamiento que nosotros no estamos dispuestos a asumir en nuestros ámbitos de actuación. Aunque siempre encontramos una justificación u otra, la más común de las cuales sea disolver nuestra identidad individual en la colectiva.

Si la originalidad o la ‘libertad’ son rasgos del individuo concreto, cuando hablamos de los grupos sociales desaparecen como por arte de magia. El ser humano en grupo se comporta de modo radicalmente diferente: si individualmente es imprevisible, en grupo podemos predecir su comportamiento con cierta facilidad. El sentimiento (y la necesidad de pertenencia a un grupo) nos hace previsibles, simples. En las sociedades humanas parece que sea inevitable comportarse según el hombre masa que ya en su día denunciara Ortega y Gasset. Hay en las masas unas dinámicas de comportamiento que muy pocos están dispuestos a reconocer o identificar, mucho menos a franquearlas; normas tácitas que por lo general son obedecidas sin ningún tipo de queja, aunque no superen la más mínima prueba de la razón y del sentido común. Para conseguir la aprobación del grupo vale todo; no hay que desentonar, no hay que destacar, hay que seguir al grueso de individuos sin saber muy bien ni qué se quiere ni a dónde se va. La masa se moviliza según motivaciones espontáneas y emotivistas, alimentándose a sí misma en una espiral de autocomplacencia inconsciente, en la que si uno participa no podrá ser culpado de nada. Uno se siente dichoso en el seno de la manada.

Ortega definía al hombre-no-masa como héroe, con la capacidad suficiente para no seguir a la masa y vivir por sí mismo. El anti-héroe no dudará en silenciar cualquier atisbo de coherencia que pueda perjudicar al grupo, no sea que tal denuncia se vuelva contra él. Ejercerá una libertad tal que no le suponga enfrentarse, un grado de libertad máximo que no le suponga renunciar a su ‘merecido’ estatus de consideración y respeto. Sufrirá la alucinación de pensar que es libre, cuando no se mueve más que por ciertos hilos que le sujetan al entramado social del que no puede escapar. Tendrá el grado de moralidad necesario para poder seguir al resto sin ningún coste personal, para no tener así que enfrentarse al resto sin que eso le suponga manifestar una incoherencia vital. No querrá tener grandes convicciones, no sea que por ser coherente deba escoger no seguir al resto. Y ello lo hará creyéndose libre, cuando no seguirá más que los cauces que le marcan las invisibles respuestas establecidas a modo de la tela de araña.

Ni siquiera será consciente de que hay hilos que le sujetan, y en esa medida no los podrá cortar. Hilos creados por la sociedad no tanto conscientemente como fruto de un entramado confeccionado a base de infinidad de relaciones y de intereses, de comodidades y de silencios, de ocios y de liberaciones. Tramas que se forjan solas como resultado de la acción aturdida de sus protagonistas. Miedo a destacar, miedo a la segregación, miedo al enfrentamiento, miedo a ser señalado,… Prefiere seguir viendo las sombras de su caverna antes de que venga ningún héroe a decirle que lo que vive no es la realidad, sino un pálido y triste reflejo. El que tal le dice, en todo caso, es un loco del que se ríe abiertamente o se sonríe con condescendencia; o peor aún, es un ser peligroso que hay que quitar de en medio, un inadaptado incapaz de comprender cómo funcionan las cosas. Entre tanto el pusilánime exige a la manada lo que él es incapaz de conseguir por sí mismo.

Mientras una sociedad ofrezca tal destino al héroe que se atreve a poner ante sus ojos en qué consisten sus pequeñas vidas, mientras a los héroes no les quede más salida que el silencio y la soledad (aunque en ellos encuentren su salvación), será una sociedad mediocre, que quedará anclada en la queja, en ‘lo que hay’, en el egoísmo y en la búsqueda alienada de siquiera una pizca de placer que le ofrezca algún lenitivo para su ausencia de sentido vital, pendiente de la compra del último grito que no es sino muestra de una insatisfacción existencial que se apresura mórbidamente a silenciar. Luego recordará al héroe, e incluso igual escucha lo que dijo, y hasta lo valora,… Y permanecerá en su alucinada vida, dando vueltas sobre sí mismo para morderse la cola. Éste es en definitiva el destino de aquellos que piensan que han triunfado, que han alcanzado un estatus de vida y de bienestar que les proporciona la ficción de ‘vivir’, como por encima de cualquier mundanal ruido. Pero quizá a ellos les permanezca vedado de manera especial la capacidad de reconocer al héroe. Los ‘triunfadores’ siguen inmersos en el círculo, e incluso quizás con mayor radicalidad pues han tenido que mimetizarse y no han tenido más remedio que seguir ‘las’ reglas impuestas por el entorno, haciéndolas suyas e impidiendo vivir según una construcción personal adecuada, pendientes como estaban de construírsela según las directrices marcadas por ‘lo que hay’, al ritmo que marca la masa.

Paradójicamente, 'triunfar' puede convertirse en una desgracia. Desde su silencio y soledad, el héroe mira con ojos apenados, serenos, compasivos, en paz.

20 de septiembre de 2016

Entre lo temporal e intemporal del arte

Siguiendo con los posts dedicados a Verdad y método, decía en el último que no hay un único modo de acceder experiencialmente a todo ese ámbito en que se desborda lo primariamente aprehendido. En este sentido, es complicado hablar de ‘la’ representación correcta; lo cual no impide que las distintas representaciones se convengan adecuadamente (o no) con aquello que pretenden representar. Y si atendemos a nuestra intrínseca historicidad, no sólo es complicado hablar de una representación correcta sino que es absurdo. La historicidad (y finitud) no sólo apuntan a las limitaciones lógicas en el momento de la realización de la obra de arte, sino también y sobre todo a las de su contemplación por parte del espectador; en este sentido se mantienen en un continuo presente ya que continuamente poseen la capacidad de decir algo al espectador, aunque éste sea de generaciones posteriores.

Esto le lleva a Gadamer a preguntarse por la ‘temporalidad del ser estético’, o por la temporalidad de la compresión misma. No se trata de una repetición de un mismo acontecimiento en sucesivas ocasiones; es otra cosa, que se parece al fenómeno de la fiesta. Aunque año tras año celebremos una misma fiesta, cada celebración es algo nuevo; aunque lo que se celebre sea siempre una rememoración de algo que ocurrió allá en el origen, cada rememoración es siempre algo nuevo. Como dice Gadamer, «el carácter temporal de la celebración se comprende bastante mal si se parte de la experiencia temporal de la sucesión». Para la esencia de lo que es una fiesta esto es secundario: lo importante no es sólo lo que ocurrió, sino lo que está ocurriendo, de modo que se puede afirmar que cada fiesta es diferente. Es el sentido de la celebración: «sólo hay fiesta en cuanto que se celebra».

Ello no inclina la balanza hacia la subjetividad, porque si hay celebración es porque hay algo que celebrar: la fiesta. Todo lo que rodea a la fiesta pide esta incorporación de sentido, tanto la celebración como la participación: no se trata de una mera presencia, sino de participar en ella. Este sentido de presencia activa (de estar activo) es el que —según Gadamer— caracteriza a la theoría griega, de modo que más que un mero hacer es un padecer estando, un dejarse arrastrar y poseer por la contemplación. Y este sentido de presencia activa es el que debe poseer cualquier espectador: es una asistencia caracterizada por un ‘estar fuera de sí’; carácter (el ‘estar fuera de sí’) que es el único que garantiza precisamente la posibilidad de asistir a algo por entero, un auto-olvido que permite la entrega absoluta a la contemplación. Actitud que permanece totalmente ajena a la del simple curioso. El curioso se interesa por esnobismo, por aburrimiento,… nada que ver con esa pretensión de permanencia del auténtico espectador. Este concepto de pretensión nos mantiene alejados de la exigencia o del determinismo; si bien hay una tensión, ésta no nos conmina inequívocamente a ninguna vía, sino que más bien posibilita precisamente que se dé la relación estética sin ningún resultado determinado de antemano. Y esta relación estética posible puede darse mientras haya un espectador de la obra de arte, porque en ella se da de nuevo —una vez más— una plena presencia, un nuevo asistir a la manifestación de la naturaleza a través de ella (una celebración festiva).

Y vamos con una nueva idea interesantísima, con una aplicabilidad fundamental. Cuando uno asiste o se encuentra en esta situación de plena presencia, desaparece cualquier participación orientada a fines prácticos (cotidianos); supone un distanciamiento respecto a este tipo de fines que es el que posibilita precisamente que se dé la asistencia plena. Es el auto-olvido del espectador el que le permite encontrarse de modo auténtico consigo mismo: «es la verdad de su propio mundo (…) la que se representa ante él y en la que él se reconoce a sí mismo». Es preciso que el ser humano pase por esta especie de desconexión del mundo y de uno mismo, porque «lo que le arranca de todo lo demás le devuelve al  mismo tiempo el todo de su ser». Este efecto catártico (purificador) es el que le sucede al espectador de la tragedia —según Aristóteles— y que por extensión podemos atribuir a cualquier espectador de otras diversas disciplinas artísticas. Efecto del que también el artista es consciente y paciente, y en virtud del cual escoge el modo material en que va a realizar su obra:

«La elección del material y la configuración de la materia elegida no son producto de la libre arbitrariedad del artista, ni pura y simple expresión de su interioridad. Por el contrario, el artista habla a ánimos ya preparados, y elige para ello lo que le parece prometer algún efecto».

Ello lo sabe de alguna manera el artista, por pertenecer a una misma tradición que el espectador, cuyo mundo no le parece ya extraño. Esta catarsis no es un delirio o encantamiento, sino un modo diverso de apropiarse de un mundo ya conocido —el suyo— pero de una manera más auténtica al reconocerse más profundamente en él.

13 de septiembre de 2016

El proceso sentiente

Llevo ya unos pocos posts hablando de la posibilidad de fundamentar un modo diverso de ejercer la razón más allá de su uso meramente lógico-científico y que venía a denominar algo así como razón estética (sentiente, poiética) en la que sin abandonar esa dimensión cognitiva apareciera también de modo relevante la otra, la dimensión sentiente, en orden a capacitarnos así para conseguir otros modos de aprehensión de lo real. No sabía muy bien qué etiqueta escoger para esta serie de posts, y dándole vueltas me parece que lo más adecuado sea hacerlo como el mismo Zubiri define a esta facultad primaria, pero en su uso menos frecuente: en vez de ‘inteligencia sentiente’ utilizar sentir intelectivo, y ello por dos razones. La primera, para destacar el peso que entiendo que posee la dimensión sentiente, física, fisiológica,… en la especificidad de nuestro comportamiento humano. La segunda, para destacar también el ‘enlace’ de nuestras estructuras constitutivas con las del resto de animales, y que también ejercen un papel relevante en nuestras vidas que no podemos soslayar.

Para entender en toda su complejidad el alcance del sentir intelectivo que nos propone Zubiri creo que es oportuno fijarnos en lo que ocurre en los procesos según los cuales vivimos los seres vivos, comunes a todos ellos. En primer lugar, hay una cuestión interesante como es la de definir qué sea la vida. ¿Qué es vida?, ¿qué es vivir? No es fácil dar respuesta a esta cuestión, la cual puede ser abordada desde diversos enfoques: filosófico-antropológico-ético, biológico, físico-químico,… Desde un punto de vista fisiológico (que es el que aquí estoy siguiendo), hace tiempo escuché en un documental que los seres vivos debían cumplir tres características para sencillamente vivir (hablo de memoria, así que supongo que esto que digo podría ser perfilado fácilmente): a) tener cierta limitación que proporcione una individualidad (un ser vivo no puede ser algo inespecífico o indeterminado sino que ha de ser un ser concreto, definido); b) capacidad de interaccionar adecuadamente con el medio (conseguir alimento, relacionarse,…); y c) capacidad para auto-mantenerse (asimilar los alimentos y convertirlos en nutrientes, etc.) y reproducirse (bueno, esto último no es necesario estrictamente para que un individuo viva, pero sí para dar continuidad a la especie).

De alguna manera, la vida de todo ser vivo se reduce a mantenerse en ella una vez se ha nacido, un mantenimiento para el cual precisa tanto de su relación con el medio como de su propia actividad individual. Se ha de poseer cierta independencia (distancia) sobre el medio, cierto control sobre él, y además se ha de ejercer cierta actividad por parte del individuo para mantenerse en la vida. Esta idea puede ser extendida a todo ser vivo: desde los invisibles microorganismos hasta el más complejo que conocemos: nosotros. No todos los seres vivos viven igual, lógicamente (sus modos de vivir dependen de su grado de desarrollo, etc.), pero en esencia, todos necesitan (necesitamos) hacer lo oportuno para mantenernos en la vida según nuestras capacidades constitutivas.

El proceso básico que rige este despliegue vital es la homeostasis, según el cual cuando se produce una circunstancia que altera nuestro estado de equilibrio, tendemos a realizar las acciones oportunas para restablecerlo. Hablar de un estado de equilibrio es complicado pues difícilmente estamos en un auténtico estado de equilibrio: más bien estamos en continuo cambio, moviéndonos, haciendo cosas,… pero dentro de ese continuo cambio en el que estamos inmersos hay algunos momentos más estacionarios que otros, los cuales podemos considerar más estables. Esta circunstancia que nos afecta puede ser de toda índole, tanto externa como interna: un ruido, un depredador, hambre, dolor, alegría…

Cualquiera de estos fenómenos altera nuestro estado estable en un momento dado, y nosotros tratamos de restablecer nuestro equilibrio perdido según seamos capaces, cada especie según sus posibilidades fisiológicas.

Este proceso homeostático Zubiri lo entiende como un todo unitario, y lo divide en tres momentos: suscitación, afección o modificación tónica y respuesta. Suscitación sería aquello que da origen al desequilibrio de nuestro estado inicial (hambre, frío, ruido) y que produce una modificación en nuestro tono vital (nos afecta), provocando como resultado una acción para restablecer nuestro equilibrio. Quisiera insistir en la idea de que este proceso sea un todo unitario, porque es una idea muy interesante. Podríamos pensar que el proceso homeostático está formado por una suma o una yuxtaposición de tres partes, que se trata del resultado de yuxtaponer suscitación, modificación tónica y respuesta. Pero no es ésta la lectura, ya que estas tres partes que hemos descrito no son exactamente partes independientes que se puedan unir, sino que son tres momentos de un único acto.

Esto es algo que nos puede sorprender si pensamos en nosotros, en los que precisamente a causa de nuestra especificidad y de no depender exclusivamente de nuestras tendencias ni de lo que nos ocurre, podemos suspender la respuesta, independizarla de aquello que nos haya suscitado el proceso homeostático. Pero no es así, independientemente de que en nuestro caso efectivamente no estemos determinados por nuestras estructuras fisiológicas. Para entender esta unidad del proceso homeostático pensemos, por ejemplo, en el caso de un animal inferior, cuanto más inferior mejor. Por ejemplo, si tocamos el ojo a un caracol, automáticamente se esconderá debajo del caparazón. Visto así, observamos que hay como cierto automatismo en el proceso, que nos permite comprender bien la idea de que se trata de un proceso que no se puede romper o deshacer en partes, sino que es un todo unitario que si lo dividimos en distintas fases es únicamente para comprenderlo mejor.

Ciertamente, para analizarnos a nosotros mismos tendemos a compartimentar nuestras formas de actuar, pero más allá de su utilidad conceptiva, cuando descendemos al correlato fisiológico de aquello que percibimos, sentimos y hacemos, nos damos cuenta de que no hay límites definidos, sino que se establece un continuum en el que no podemos delimitar cuándo finaliza un proceso y cuando da comienzo otro; incluso procesos neuronales que intervienen en la generación de lo que denominamos una emoción (momento de afección) intervienen en la respuesta que vayamos a dar. Hay una retroalimentación continua entre las distintas zonas de nuestro cerebro, penosamente rastreable tecnológicamente, y que como digo dificulta (¿imposibilita?) distinguir con independencia estas dimensiones del proceso.

Pues bien, a este acto unitario Zubiri lo denomina estrictamente como el acto de sentir. El proceso sentiente es un acto unitario que posee tres momentos: suscitación, modificación tónica y respuesta; y es patrimonio de todo ser vivo. Evidentemente no todo ser vivo lo lleva a la práctica igual, sino que cada uno lo hará según su propia especificidad. Para distinguir el comportamiento humano del resto, el sentir humano no será sino el sentir inteligente y el animal puro sentir.

6 de septiembre de 2016

Y ahora... ¿qué?

Con este post finalizo esta serie dedicada a la educación no consciente. A lo largo de todos estos posts dedicados a la identificación de procesos no funcionales en la educación he intentado describir actitudes y situaciones en las que todos nos podemos reconocer. Y digo ‘todos’ a conciencia: creo poder afirmar que no se salva nadie (cada uno en sus circunstancias particulares). Y creo que es algo de lo que… debemos tomar consciencia (valga la redundancia). Lo importante de la tarea educativa —a mi modo de ver— no es hacerlo todo perfectamente sino intentar crecer siempre; ser conscientes de la situación en la que estamos y de los procesos de relación que establecemos con los que nos rodean, y esto es de todo menos fácil. Con naturalidad nos dejamos deslizar por la suave pendiente de la evasión de la responsabilidad, de la culpabilización a los demás, al mundo,… incluso a los niños (¡son ellos los que me obligan a…!), cuando a poco que nos detengamos un poco podremos percibir en nosotros modos de actuar no funcionales. Y cuando ello ocurre, podremos identificar con realismo nuestra propia situación vital para desde ella trabajar en firme y a fondo por nuestros hijos; pero no sólo por ellos, sino también por la gente con la que podamos relacionarnos e incluso por nosotros mismos. En la medida en que nosotros seamos personas más íntegras, más coherentes,… ello influirá sin duda a todas las personas que nos rodean, y sobre todo a los niños.

Los niños se enteran de todo. Y es preciso estar al tanto de nuestros modos de actuar desde muy pronto, porque sobre todo cuando son bebés les estamos comenzando a transmitir lo que será el fundamento de su personalidad. Hablar de ‘procesos conscientes’ es llegar ya muy tarde.

Efectivamente, los niños se enteran de todo. Es una frase típica, pero… ¡es cierta! Los que no solemos ser conscientes de nuestras coherencias e incoherencias somos nosotros, si no estamos ojo avizor (y aun estándolo). ¿De qué depende, entonces, una educación funcional? Pues básicamente de nuestro comportamiento cotidiano, rutinario, diario. ¿Somos coherentes en nuestras casas, día a día? ¿Es nuestra comunicación no verbal coherente con la verbal? ¿Somos moderados en nuestra comunicación? Vaya por delante que no es nada extraño que en nuestros hogares haya estos procesos no funcionales. Lo normal es que nuestros hijos vivan en un ambiente en el que se les quiere; tan sólo quiero destacar es que en ese ambiente sano, es fácil que existan ciertas pautas de comportamiento que sin duda son mejorables. Nada más.

Sí que quisiera insistir en una cuestión, a saber: que, por lo general, pocas veces suele ‘tener la culpa’ el niño (y ojo, tampoco se trata de que seamos los padres los culpables). El comportamiento de nuestro hijo no es sino el resultado de su adaptación al ambiente familiar. Una familia es como una barca sobre el agua: para que la barca esté en equilibrio y tranquila, cada tripulante debe ocupar un sitio determinado; y hasta que no estén todos en su lugar, la barca no dejará de balancearse. Lo que hace el niño es subirse a una barca en la que ya están subidos el resto de miembros de la familia: y del mismo modo que la llegada del niño supone una cierta modificación del equilibrio de la barca (del equilibrio familiar), de alguna manera la ubicación del resto de miembros ‘determina’ o ‘condiciona’ los lugares que puede ocupar el niño. En definitiva, para que el equilibrio de la barca pueda continuar dándose, el niño deberá ocupar un sitio determinado: el que los demás (consciente o inconscientemente) le ‘han dicho’ que ocupe. Pero en todo lo que ocurra en la barca (en la familia), sea bueno o malo, suele intervenir el entramado familiar al completo. Cada uno ocupa su lugar e interviene a su modo en el entramado familiar, entramado en el que es obvio que los padres poseen una responsabilidad que no poseen los niños.

Debemos ser conscientes de que son los ámbitos familiares los que generan los procesos internos de nuestros hijos, ámbitos en lo que si bien son los padres los principales responsables no dejan también de participar de alguna manera los hijos (con sus caracteres, sus personalidades, sus hobbies,…). Pero como digo, los principales responsables son los padres y educadores. Con ámbitos destructivos, generamos personalidades delicadas y problemáticas; con ámbitos amorosos y de confianza, generamos personalidades ilusionadas y felices, generamos vínculos afectivos seguros. Tan sólo hemos de ponernos manos a la obra. Es curioso apreciar cómo cambiando el ambiente familiar hay muchos problemas que se solucionan por sí solos. Sin embargo, cambiar el ambiente es tarea harto complicada: ¡la rigidez en los comportamientos suele estar más en los adultos que en los niños! Ellos se adaptan con facilidad.

El ser humano presenta una característica sorprendente: cuando se da cuenta de que una forma de actuar no ofrece los resultados esperados… insiste y todavía con más fuerza. Y esto nos ocurre a nosotros con frecuencia: empleamos castigos cada vez más fuertes, nos enfadamos y chillamos cada vez más alto,… hasta que ya no sabemos qué hacer. Y yo me planteo: en vez de insistir más veces y más fuerte, ¿no será más funcional cambiar de táctica? Como he comentado más arriba, la familia es una barca, y yo puedo provocar el movimiento del otro de dos modos: bien empujándole directamente (a las bravas), bien desplazándome sutilmente hacia un lado, lo que provocará a su vez que él se desplace casi sin darse cuenta hacia donde yo quiero para rehacer el equilibrio… Normalmente empleamos el primero método, queremos que el otro cambie sin cambiar nosotros, y eso es imposible; en el modo de ser del otro nosotros tenemos buena parte de responsabilidad, y si queremos que el otro se comporte de otro modo, quizá sea más útil ver qué podemos modificar en nuestro comportamiento. Lo demás vendrá sólo.

En fin, me gustaría haber destacado la importancia de cobrar conciencia de todos estos procesos no conscientes. Espero que todo ello redunde en beneficio de todos, sobre todo de los pequeños. Claro que tendremos errores, claro que nos equivocaremos,… Estaremos cansados, tiraríamos a los niños por la ventana, ¡no puedo más! En fin, todo esto es normal. Pero… les queremos, haríamos lo que fuera por ellos. Y ellos nos adoran. Para ellos somos el referente, el ejemplo a seguir. Ellos siempre, siempre, nos ven, son auténticas esponjas; continuamente nos están mirando, están aprendiendo de nosotros, de nuestro comportamiento,… ¿No debemos ofrecerles lo mejor? Procuremos ofrecerles aquel ambiente familiar que les posibilite escribir sus vidas desde una auténtica libertad sustentada por una confianza básica ante el mundo.