4 de diciembre de 2018

Afectos que se solapan

Un padre y un hijo estaban paseando por una calle silenciosa, por la noche, prácticamente en la soledad más absoluta. Pero solos del todo no, ya que a media altura se les apareció un atracador. Inmediatamente surgió en ambos (padre e hijo) un sentimiento de temor ante el inminente peligro. El atracador sacó de un bolsillo una navaja, y la blandió delante del padre. Éste, paralizado por el temor, apenas podía reaccionar. El atracador se dio cuenta de ello, y para hacerle reaccionar amenazó con su navaja al niño. Cuando el padre reaccionó, el atracador dirigía ya su mano hacia el vientre del pequeño cuando, en una fracción de segundo, el padre se interpuso en la trayectoria del brazo y recibió el navajazo en su propio cuerpo. Casualmente, dobló la esquina un grupo de personas, lo que provocó que el atracador huyera corriendo. La herida no fue grave, y estas personas llamaron enseguida a las ayudas asistenciales, que curaron al padre sin mayores consecuencias.

¿Por qué cuento esta historia? El objetivo no es otro que atender a cómo se fueron desenvolviendo los sentimientos en el padre, y cómo ello le llevó a actuar cómo lo hizo. Una de las explicaciones fundamentales de la acción humana es que ésta se debe no únicamente a la deliberación racional, sino también a la presencia de las emociones, las cuales hacen que la balanza se incline definitivamente en un sentido o en otro. Como dijera Antonio Damasio, si nuestras decisiones dependieran únicamente de la deliberación racional, seguramente no llegaríamos nunca a ninguna determinación, perdidos en una maraña de razonamientos, juicios, consecuencias… siendo preciso que la emoción ‘desatasque’ en un momento dado dicha deliberación. Según este enfoque, cuando uno actúa lo hace porque en el fondo de su afectividad estima que lo que está haciendo es lo adecuado, hay como un sentimiento de agrado (o de desagrado) que le indica que eso que está haciendo es lo que le conviene hacer (o no). Si no fuera así, sencillamente no actuaría de ese modo, sino que lo haría de otra manera, que sería la que estimaría como adecuada. ¿Se puede aplicar esta idea a este ejemplo? Lo primero que nos viene a la cabeza cuando conocemos este modo de comprender la acción, es que no es adecuado dejarnos llevar por nuestros sentimientos. Pero, a mi modo de ver, no es esto lo que se nos quiere decir. Es un asunto mucho más complejo, en el que la facultad afectiva no está desconectada de la cognitiva ni, por ende, de la volitiva.

A nadie le gusta que le claven un cuchillo. Ante una amenaza así, sería perfectamente comprensible evitar la ocasión. Junto con la representación de la amenaza, surge en nosotros el sentimiento de temor. Este sentimiento propicia una acción de huida, por ejemplo, que no es necesariamente la única: muy bien podría propiciar una acción de ataque, o de paralización… Digamos que, desde un planteamiento primario del problema, ésta sería la reacción natural: la huida. Pero el padre no reaccionó así, sino que ‘prefirió’ recibir el dolor que suponía el navajazo por salvar a su hijo. En esta acción, la representación que se hizo el padre de la situación fue radicalmente distinta; si en el anterior planteamiento, su mundo (fenomenológico) o su circunstancia (orteguiana) se circunscribía a sus necesidades primarias (mantener su vida), en el segundo caso ese mundo o esa circunstancia se amplió de un modo relevante. Porque ya no contempló únicamente su propia salvación, sino que contempló la salvación de otra persona, en este caso la de su hijo. Estimó que lo que más conveniente era salvar a su hijo, lo que significaba recibir él el navajazo.

¿Qué afectos se pusieron entonces en acción? ¿Qué estaba sintiendo el padre? Creo que es evidente que el padre seguía teniendo miedo, pero en este segundo caso no fue determinante, sino que lo determinante fue salvar al pequeño. Esta acción —salvar a su hijo— fue propiciada por su amor hacia él, por su deseo de protegerle, etc… es decir, por un sentimiento diverso, más profundo, como de otra índole. Y este sentimiento más profundo fue tan potente, que provocó que venciera su miedo.

Se pone así de manifiesto una especie de gradación afectiva: una más relacionada con uno mismo, y otra que solicita una dimensión de alteridad, más relacionada con aquello que no es uno: como un salir de sí mismo. En el primer caso, el sentimiento está directamente vinculado conmigo; en el segundo, la dimensión afectiva se abre a algo que no soy yo. En el primer caso, la representación que yo me hago de la situación comienza y finaliza en mí; en el segundo, considero mi alteridad, lo otro.


Estos dos planos creo que se pueden identificar en este ejemplo. Por un lado, en lo que se refiere a uno mismo, está el dolor físico de la herida, pero sobre todo el temor por la propia muerte; por el otro, ese sentimiento de amor que provoca que ayude a su hijo. Si éste segundo se pudo dar, fue porque el mundo del padre, su circunstancia, iba más allá de sí mismo, y consideraba al hijo. En la medida en que nuestro ‘mundo’ se ensancha y se expande, somos capaces de abarcar ámbitos de realidad, de representarnos tramas de relaciones cada vez más amplias y profundas las cuales, desde una perspectiva más egocéntrica, permanecen veladas. Y esto en todos los aspectos. De este modo, al final de la escena, el padre ha sentido miedo, pero a la vez compasión, amor, una mezcla de sentimientos que —a mi modo de ver— se corresponden a planos distintos de la afectividad: uno más externo, y otro más profundo. Y si eso ha sido posible, es porque su mundo era más rico, más extenso, más profundo, lo cual a su vez propició una acción que fuera más allá de salvar su propia vida, a la cual puso en juego en beneficio de la de su hijo. Si en el primer caso el sentimiento de agrado lo encontraba en la huida, en el segundo caso lo encontró en la ayuda a su hijo. En ambos casos había una gratificación: más primaria la primera, más profunda la segunda.

Nuestra comprensión de las cosas, nuestras posibilidades de actuación, así como nuestra afectividad dependen de la amplitud de nuestro mundo. Conforme éste se amplia, nuestras posibilidades en todos los sentidos se multiplican exponencialmente, además de que se propicia un encuentro más íntimo con la realidad de las cosas, más entrañable que diría María Zambrano. Nunca sabremos con toda certeza si nuestra compresión de las cosas es correcta o no, si nuestra acción en un momento dado es la adecuada o no… Quizá el sentimiento de satisfacción, de fruición, de agrado… pueda ayudarnos, quizá la dimensión estética pueda servirnos de auxilio, ya que nos permite captar la belleza tanto de la realidad como de nuestras vidas. Lo cual supone una dimensión de alteridad relevante; de hecho, lo primero que se puede pedir para hablar de verdad, bondad y belleza, ¿no es un mínimo de alteridad que nos posibilite ir más allá de nosotros mismos para abrazar al otro y a la realidad?

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