25 de mayo de 2021

Materia inanimada y animada

Si algo caracteriza a la investigación científica es su metodología experimental, la posibilidad de poder realizar diversos y variados experimentos, mediante los cuales trata de reproducir cómo ocurren las cosas en la naturaleza, segregando algunas variables en beneficio de las que se quiere estudiar; en el caso de las ciencias biológicas seguramente será así también. Pero lo cierto es que en la actividad científica no siempre es así, pues hay aspectos de la naturaleza que no se pueden reproducir experimentalmente. En el ámbito de la Física, se me ocurre la astronomía, por ejemplo; en el de la Biología, el origen de la vida, que es en el que me quisiera detener un poco. Si lo pensamos, los únicos hechos con los que cuenta la investigación sobre el origen de la vida son principalmente las mismas formas de vida, tanto las que existen hoy en día como las que hayan existido en otras épocas y de las que se dispongan evidencias. No son pocas las disciplinas que estudian esto: paleontología, etología, fisiología, biología (citología, genética, morfología, etc.), todas ellas con una finalidad convergente, como es la de alcanzar un conocimiento que permita ordenar y relacionar los distintos hechos, articulándolos mediante teorías y leyes científicas. Pero el asunto del origen de la vida es ciertamente peculiar.

En lo que supone el devenir del universo material, el fenómeno de la vida es un fenómeno anodino. No lo digo porque, tal y como vimos hablando de "Schrödinger y la vida", en el seno de esta dinámica, su surgimiento es muy difícil de explicar, y de muy escasa probabilidad. Lo digo sobre todo porque supone una inversión de la dinámica entrópica habitual del universo. Como es sabido, el universo tiende al desorden, a la disminución de energía útil capaz de generar trabajo, es decir, tiende al aumento de la entropía. Curiosamente, con el fenómeno ‘vida’ se produce como digo una inversión, pues con ella aumenta el orden y, consecuentemente disminuye la entropía. El gran problema que surge de esto es inmediato: ¿cómo integrar el fenómeno ‘vida’, que invierte el ritmo usual de la entropía, en el seno de un universo cuyo devenir general es opuesto? Un modo de explicarlo puede ser mediante la argumentación de que, el hecho de que haya fenómenos ‘locales’ en los que la entropía disminuye, no obsta para que la entropía del universo, en total, siga su ritmo implacable. Como dice el profesor Jacinto Choza, «esto significa suponer que la materia-energía del universo, en su trayecto hacia el estado de mayor degradación, describe especies de bucles ascendentes, en el planeta Tierra y quizá en otros puntos del universo, sin que por eso se altere el término de su flujo». En este sentido, los fenómenos vitales locales serían bucles entrópicos ascendentes, en los que su direccionalidad vendría marcada no por el generalizado aumento del desorden del universo sino al revés, por el aumento del orden producido localmente.

Estos son, a mi modo de ver, los dos grandes retos de la biología en este ámbito: investigar sobre el origen de la vida, así como dar explicación a este fenómeno que estamos comentando, el de la inversión entrópica.

Filosóficamente hablando, y siguiendo el planteamiento de Choza, el origen de la vida supuso la entrada en el universo de un tipo de entidades con cierta identidad, con cierto sí-mismo. Un ser vivo es un ‘ente’ como otros entes materiales, con la salvedad de que tiene un sí-mismo que mantener sobreviviendo. Así, lo característico del universo material sería la ‘no-identidad’, frente a la identidad de los entes vivos. Identidad no quiere decir aquí que las cosas son ellas mismas, sino que tienen un sí-mismo. Con la afirmación de que los entes vivos poseen un sí-mismo se quiere decir dos cosas: que poseen una capacidad de relacionarse con su entorno con cierta autonomía respecto de él, y que tienen la posibilidad de tener memoria en sentido amplio, es decir, de retener información mediante la cual de algún modo retienen lo que les ha pasado previamente, y en virtud de lo cual actuarán con posterioridad.

Si lo pensamos, estas dos cosas también ocurren con la materia inanimada: poseen una interacción con su entorno, y también tienen cierta memoria (pensemos en la fatiga de un metal, por ejemplo); también la materia ‘se relaciona’ con su entorno y ‘retiene’ en sí aquello que le ha ocurrido, pero, como muy agudamente explica el profesor, no la retiene para sí, como sí que ocurre con un organismo vivo. Es por esto por lo que se dice que la materia no tiene memoria, en el sentido de que no hay un sí-mismo que despliegue un ‘programa vital’ que guíe y controle el proceso de su desarrollo; no así en los organismos. En todo caso, se dice que la materia tiene memoria en sentido analógico.

Mientras la materia no posee identidad, los organismos poseen identidad, porque su sí-mismo permanece durante su desarrollo, y lo vivido se va acumulando para beneficio (en principio) de ese sí-mismo. Como dice Zubiri, el organismo es capaz de relacionarse con el entorno de tal modo que emplea esa relación para poder mantenerse en la existencia, motivo por el cual define vida como autoposesión en decurrencia. El organismo se debe a sí mismo, a su sí-mismo. Y esta autoposesión la realiza a lo largo del tiempo, con dos importantes características: no se confunde con el medio, sino que posee cierta independencia (no absoluta) frente a él, y gracias a esa cierta independencia ejerce un control sobre él (en el sentido de que puede utilizar cosas que en él halle en orden a sus fines). En qué modo se autoposea cada organismo, es decir, en qué modo cada organismo se sitúe frente al medio y ejerza ese determinado control sobre él en orden a su supervivencia, dependerá de las posibilidades de cada especie.


18 de mayo de 2021

Si la aritmética es consistente, es incompleta: ecos del teorema de Gödel

En el anterior post de esta serie culminé una serie mediante los cuales trataba de comprender cuál fue el planteamiento de Gödel en su famoso teorema, así como su demostración. No estoy seguro de haberlo conseguido del todo, pero, en fin, espero haber esclarecido algunas cuestiones; por lo menos, esa ha sido mi experiencia personal, siendo como soy ajeno al mundo matemático. Aunque he de reconocer que creo que no lo he captado en toda su riqueza.

¿Y por qué fue tan importante este teorema? Como es fácil pensar, después de él ya nada fue igual, en cuanto que supuso un grave trastorno en el ámbito matemático. Podemos extraer diversas consecuencias. Démonos cuenta de que, para deducirlo, hemos tenido que contar necesariamente con la autorreferencialidad que, si bien en la paradoja de Richard fue falaz, aquí no sólo no lo es, sino que ha servido para echar por tierra, no el ‘gran sueño americano’, sino ―podríamos decir― el ‘gran sueño de todo matemático’, como dice Gutiérrez: «con este resultado Gödel echa por tierra el famoso ‘axioma de la solubilidad de todo problema matemático’ que postulaba Hilbert (y en su corazoncito cada matemático)»    . ¿Qué era lo que decía Hilbert? En un discurso de 1900 afirmó: «Es probablemente este importante hecho [se refiere a que importantes y viejos problemas finalmente han encontrado completa y rigurosa solución] junto a otras razones filosóficas lo que da origen a la convicción ―que todo matemático comparte, pero nadie hasta el momento ha apoyado con una demostración― de que todo problema matemático definido debe necesariamente ser susceptible de una exacta solución, ya sea en la forma de una respuesta concreta a la cuestión planteada, o por la demostración de una imposibilidad de su solución y por consiguiente el necesario fracaso de todos los intentos». Esperanza que su fiel discípulo Kurt Gödel se encargó de truncar, acabando con el sueño de «una matemática segura, consistente, decidible, categórica, formalizable y completa».

Pero lo importante de este teorema está en el siguiente detalle. Con él hemos llegado a la conclusión que en un teorema consistente hay por lo menos un enunciado indecidible, con lo que dicho teorema es incompleto. Pero el caso no es que ‘este’ sistema sea incompleto, sino que los sistemas consistentes, ‘todos’ los sistemas consistentes, son esencialmente incompletos.

Podríamos pensar que, si al sistema axiomático inicial, le añadimos este teorema que no habíamos podido demostrar, ‘ahora sí’ que ya abarcaríamos todas las verdades decidibles en dicho sistema. Pues no: esta estratagema no bastaría para que con dicho sistema pudiéramos suministrar todas las verdades aritméticas. Como dice Raguní, el teorema de Gödel puede aplicarse a cualquier ampliación del sistema de partida al añadirle cualquier teorema nuevo, siempre que sean respetadas sus hipótesis, y el resultado siempre será el mismo. Porque, en definitiva, se trataría de realizar una operación similar a la que hemos realizado hasta aquí, ahora con un sistema axiomático un poco más potente, pero, incompleto, en definitiva. De ello se hacen eco Nagel y Newman: «Esta notable conclusión se mantiene sin que importe cuántas veces se aumente el sistema. Nos vemos así obligados a reconocer una limitación fundamental en el poder del método axiomático. Contra hipótesis previas, el vasto continente de la verdad aritmética no puede ser llevado a orden sistemático estableciendo de una vez por todas una serie de axiomas de los cuales puedan derivarse formalmente todas las proposiciones aritméticas verdaderas».

O, lo que es lo mismo: si la aritmética es consistente, el sistema es incompleto. «Sintetizando, un sistema clásico que satisface las hipótesis del teorema de incompletitud es esencialmente incompleto: no se puede completar añadiéndole axiomas, aunque sean infinitos, mientras se conserve la consistencia y la recursiva numerabilidad del conjunto de sus axiomas», dice Raguní.

Esto nos lleva a otra conclusión importante, que dio lugar a lo que se conoce como segundo teorema de incompletitud, el cual fue formulado por el mismo Gödel (también, de modo independiente, por John von Newman). Lo que viene a decir es que, si el sistema es consistente, su consistencia no puede establecerse en el seno de dicho sistema. Baltasar Rodríguez-Salinas lo explica así: «En efecto, la formalización del primer teorema muestra que la única hipótesis sobre el sistema lógico es su propia consistencia, de modo que, si la consistencia de una aritmética suficientemente fuerte o exigente fuera demostrable dentro de esa misma aritmética, entonces la proposición indecidible sería demostrable a su vez. La consecuencia es inmediata: si la aritmética en cuestión es consistente, entonces dentro de ella misma no es demostrable esa consistencia».

Pero ojo, esto hay que interpretarlo bien. Lo que esta afirmación dice, es que no es posible probar su completitud según las reglas formales de deducción en el seno del sistema axiomático; pero nada impide que pueda haber una prueba meta-matemática de ello, o una prueba finitística fuera de la aritmética. De hecho, se han realizado pruebas meta-matemáticas de la consistencia de la aritmética, en concreto por un miembro de la escuela de Hilbert, Gerhard Gentzen (entre otros). Esto es muy importante, porque se proponen nuevos modos de aritmetizaciones de enunciados meta-matemáticos, a la vez que se depuran los modos en que se deben ir ampliando las reglas de inferencia manteniendo firme la consistencia del sistema.

El hecho de que, para poder afirmar algo sobre el sistema, en este caso su consistencia, debamos ‘salirnos’ de él, utilizando argumentos meta-matemáticos tiene unas indudables consecuencias, tanto matemáticas como filosóficas, las cuales abordaremos en breve.

11 de mayo de 2021

El significado paradigmático de la hermenéutica jurídica

Si Gadamer apela al ejemplo de la aplicación de la justicia para ir argumentando lo que a su juicio es la hermenéutica no es por casualidad, sino porque mediante esta analogía se puede ver claramente lo que él nos quiere decir, que no es otra cosa que lo que es la hermenéutica frente a otras prácticas que no lo son. Y le sigue dando vueltas a este asunto, planteándose nuevos interrogantes. Quizá sean estas líneas un poco farragosas, pero en fin.

Pensemos en un texto jurídico concreto, en una determinada ley; y pensemos que a este texto se aproximan dos personas pertenecientes al mundo jurídico, aunque con distintos roles: pongamos por caso, un juez y un historiador del derecho. ¿Se comportarían los dos por igual?, ¿atenderían los dos al texto con la misma actitud? Seguramente no. El primero se aproximaría al texto en vistas a su aplicación a un juicio concreto que se lleva entre manos, para ver cómo lo podría emplear en su sentencia. El segundo no se acercaría por su interés para aplicarlo a un caso concreto, sino por el texto en sí mismo, un interés más académico, más técnico si se quiere, ya que, en el fondo, no tiene ningún juicio que le motive y por el cual se fije en él; ni siquiera tiene sentido que apele al caso que originariamente motivó dicha ley para alcanzar algo así como su sentido originario, ya que precisamente lo que ha de hacer es estudiar los modos diversos según los cuales se han ido interpretando dicha ley a lo largo de la historia, etc. Estas dos actitudes las denomina Gadamer interés dogmático e interés histórico, intereses que no son tan fáciles de deslindar, como va a tratar de argumentar.

A continuación, realiza Gadamer esta interesante pregunta. ¿Se podría decir que la labor del historiador jurídico es captar el sentido originario del texto, y la del juez la de aplicarla hoy en día con aquel sentido? Por lo que respecta al segundo, ello implicaría por un lado que la labor del jurista comprendería a su vez a la del historiador, y por el otro que efectivamente se conoce dicho sentido originario. De hecho, esto es lo que se piensa comúnmente: que el jurista en su praxis jurídica se limita a aplicar en este caso concreto el sentido adecuado de la ley. Pero para nada se ajusta esto a la realidad, todo lo contrario: para realizar una adecuada praxis jurídica es preciso conocer y reflexionar sobre los cambios históricos de las cosas, pues sólo así se alcanza una comprensión adecuada.

¿Tiene sentido aplicar una ley de hace años a un presente cuyas características ya no responden al presente de cuando se promulgó dicha ley? En la medida en que van cambiando las circunstancias, «la función normativa de la ley tiene que ir determinándose de nuevo». De este modo, el jurista tiene un poco de historiador.

Y vayamos con éste, con el historiador: si su tarea fuera únicamente captar el sentido originario del texto, ello implicaría que lo único que le preocupa al historiador es el sentido originario de la ley. Pero el caso es: ¿cómo accede a él?, ¿cómo puede hacer para ponerse en ‘escena’ para comprender adecuadamente dicho sentido originario? Máxime cuando, inevitablemente, al acercarnos a un texto ya lo hacemos bajo una determinada expectativa de sentido, nunca de un modo objetivamente puro. Y una expectativa de sentido no escogida arbitraria ni libremente, sino ‘dada’ por la tradición cultural a la que se pertenece: «el que comprende no elige arbitrariamente su punto de mira sino que su lugar le está dado con anterioridad». Luego toda aproximación histórica, implica una ‘toma de posición’, un punto de vista desde el que inicialmente nos acercamos al texto.

Si nos fijamos para que haya un conocimiento histórico de un texto debe haber alguna conexión, la que sea, entre el pasado y el presente. Esta conexión se encadena a través de los eslabones que son todas las aplicaciones que de dicha ley han hecho los distintos juristas a sus presentes, intentando mantener su espíritu original pero adaptado a su circunstancia actual. En este sentido se ocupa de la historia de la ley no como un historiador, pero sí como un jurista, en aras de ofrecer una mejor aplicación. Y quizá sea esta problemática que encuentra el jurista la que le proporcione al historiador el contenido para enfrentarse a la historia del texto, una problemática que parte de un presente que se remonta a su pasado original, tarea que puede hacer precisamente a partir de los vestigios que han ido dejando los juristas en sus diferentes aplicaciones de la ley.

Y Gadamer se pregunta: ¿no es éste el caso de cualquier texto? El opina que sí. «El caso de la hermenéutica jurídica no es por lo tanto un caso especial, sino que está capacitado para devolver a la hermenéutica histórica todo el alcance de sus problemas y reproducir así la vieja unidad del problema hermenéutico en la que vienen a encontrarse el jurista y el filólogo». De hecho, lo que hace el intérprete es una analogía con la aplicación de la ley en cada caso, es decir, una concreción del significado de un texto a un aquí y a un ahora: el del intérprete.  La interpretación cobra así un matiz diverso, pues no consiste en dar con ‘el’ significado original, sino con desvelar algo que estaba oculto, a la luz de la situación actual.

4 de mayo de 2021

El fundamento geométrico de la materia en Platón

Pudiera pensarse que hoy en día, el planteamiento que poseía Platón sobre la estructura de la materia es algo totalmente anacrónico y superado; seguramente sea así, aunque no es menos cierto que se pueden encontrar en él algunas intuiciones relevantes. Algo tendrá que ver sin duda los orígenes de los que parte su pensamiento, que no es otro que el de los filósofos que le precedieron, y que pueden agruparse en dos corrientes: los materialistas, para quienes el fundamento de la materia era a su vez algo material (el agua, los cuatro elementos, etc.), y los idealistas, que postulaban dicho fundamento en algo ideal, a saber: los números.

Platón fue un pensador que viajó mucho y que vivió mucho (como se suele decir), aprendiendo de primera mano doctrinas de ambas tradiciones. Seguramente se pueda decir que se sintió especialmente atraído por el pensamiento pitagórico y su planteamiento del fundamento numérico del universo; algo que influyó no sólo en su cosmología, sino también en su teoría de la materia. A la estela de esta tradición, lo que hizo fue buscar el fundamento de la materia, el arjé, en lo matemático. Si lo pensamos, es algo que no deja de llamar la atención: ¿cómo lo matemático, lo geométrico, puede ser el fundamento de la materia, aquella fuente originaria de la que brotan todas las cosas materiales? La verdad es que su postura, ya digo, un tanto anacrónica, es cuanto menos sorprendente y creativa; y, lo que a mi modo de ver es más importante, tuvo dos consecuencias muy importantes: a) la de ‘leer’ la realidad en términos matemáticos, postura que será continuada por científicos medievales hasta llegar a la modernidad, momento en el que se origina la conocida como nuova scienza, en la que dicha metodología se consolida, danto tantos y tan buenos frutos; b) la limitación de este enfoque a la hora de estudiar lo que sea la materia en sí misma, mostrando las dificultades de poder explicar la materia metafísicamente en términos matemáticos.

En su teoría de la materia, Platón parte de la idea de que ésta estaba compuesta por los cuatro elementos fundamentales: tierra, agua, aire y fuego, a los cuales subyacía un sustrato común, un principio universal, pero que no era material sino de carácter geométrico: el triángulo. Decisión que no fue arbitraria ni ingenua: hoy en día el método de la triangulación es ampliamente utilizado en topografía, por ejemplo. ¿Qué tiene de particular el triángulo? Pues que, a base de triángulos, se podía cubrir cualquier superficie.

Su razonamiento venía a ser como sigue. Platón partió del hecho de que todos los cuerpos poseían volumen, el cual era definido por una superficie, por su superficie; a su vez, toda superficie puede ser extendida sobre un plano (como en nuestros mapamundis o atlas geográficos) y, consecuentemente, puede ser dividida en triángulos, de cualquier tipo que sean. Y no importa el tipo de triángulos en que se divida, pues todo triángulo puede ser a la vez subdividido a la larga en dos tipos de triángulos: el rectángulo escaleno y el isósceles. Pues bien, estos dos tipos de triángulos son los que constituyen el principio último de la realidad, triángulos elementales que emplearía el Demiurgo para dar la existencia a las cosas partiendo del modelo de los triángulos ideales, tal y como explica Platón en el Timeo. Como dice Melogno, «podemos establecer que la estructura última está compuesta por estos dos triángulos ―rectángulo escaleno e isósceles― desde el momento en que una vez que dividiendo cualquier superficie obtenemos alguno de los dos, y podemos seguir efectuando divisiones que reproduzcan de modo invariante el triángulo obtenido, por lo que éste tendría el carácter irreductible que le fue negado respectivamente a los elementos, al volumen y a la superficie».

Pero claro, el caso es que los triángulos son bidimensionales, y los cuerpos tridimensionales. ¿Cómo pasar de una unidad originaria plana, a los cuerpos reales con volumen? En el planteamiento platónico, esto correspondía a cierto tipo de entidades, también estructurales pero híbridas, en el sentido de que poseían volumen, pero formadas de modo estrictamente puro por estos tipos de triángulos. ¿Qué entidades son estas? Pues los poliedros regulares: tetraedro, hexaedro, octaedro, dodecaedro e icosaedro, cuyas caras son todas polígonos regulares, y que podían a su vez dividirse en triángulos fundamentales. Cada uno de estos poliedros tenía volumen, y su superficie podía ser desplegada en un plano, y dividida en triángulos elementales. Y con los poliedros regulares ya se podría apreciar el volumen que en los triángulos elementales estaba ausente. De alguna manera, los triángulos son una especie de ‘átomos planos’, unos átomos geométricos a partir de los cuales, mediante procesos de orden y simetría, como dice Wilczek, se obtienen construcciones cada vez más ricas y complejas, formando la materia tal y como la conocemos.