25 de octubre de 2022

La dialéctica hegeliana todavía no es una experiencia hermenéutica (pero se acerca)

Estamos acostumbrados a que en nuestras vidas haya novedades. Y, si las hay, si en nuestras vidas ha lugar para algo novedoso, es porque surge de lo acostumbrado, de lo rutinario. ¿Qué tiene de particular eso novedoso? Pues la novedad que emerge de la rutina nos ofrece una noticia de nuestro entorno diversa a la que teníamos por costumbre; por lo general, nos ayuda a corregir o a ampliar nuestro conocimiento, yendo más allá de lo que sabíamos o creíamos saber. Este diálogo con las cosas que nos ayudan a aumentar el conocimiento en contraste con lo sabido es el fundamento de la dialéctica, instituida como sabemos por Hegel. La novedad nos obliga a reconfigurar nuestro marco mental, a ampliarlo y a rearmarlo, creciendo tanto en conocimiento como en nuestra capacidad de conocer.

Hegel ―tal y como Heidegger y Gadamer se hicieron eco― no pensó la experiencia desde la dialéctica, lo que supondría imponer a la experiencia ya un marco pensado desde la razón, sino al revés, pensó la dialéctica desde la experiencia, posibilitando así la dialéctica como tal. Como explica el profesor Conill, para Hegel «la experiencia tiene la estructura de una inversión de la conciencia y precisamente por eso tiene carácter dialéctico». Es por esto que, para Gadamer, la experiencia posee un valor en su negatividad, en su oposición, que es lo que le dota de productividad.

Con ello se introduce en el fenómeno del conocimiento un aspecto que hizo fortuna durante el siglo XX: me refiero al aspecto de la historicidad. Estrictamente hablando, nunca tenemos dos veces la misma experiencia; es imposible, aun en el caso de los experimentos científicos. Toda experiencia deja un bagaje en el sujeto, nos cambia, y nunca somos los mismos ‘antes de’ que ‘después de’, por leve que sea. Y cuando hemos tenido una experiencia, lo novedoso pasa a convertirse en algo conocido, su carácter de novedad se reduce; ahora se puede prever. «El que experimenta se hace consciente de su experiencia, se ha vuelto un experto: ha ganado un nuevo horizonte (…)», dentro del cual deberá ocurrir algo distinto para poder tener una nueva experiencia. El mismo suceso ya no generará una novedad, sino que comenzará a formar parte de lo acostumbrado; toda novedad deberá ser ahora algo diferente.

Albert Gyorgy: "Melancholy"
Y es así como se van abriendo nuevos horizontes, y como la conciencia se va forjando a sí misma. Este aspecto es fundamental, y en relación a él destaca Gadamer un punto en el que Hegel resulta un testigo importante, a saber: «en la Fenomenología del Espíritu Hegel ha mostrado cómo hace sus experiencias la conciencia que quiere adquirir certeza de sí misma». La conciencia se va forjando según aquellas experiencias que vive, de modo que lo en sí de la realidad se encuentra íntimamente ligado a la conciencia que experimenta: «el en-sí del objeto es en-sí ‘para nosotros’». Es preciso que la conciencia esté en ello que trata de conocer, porque sólo se sabe a sí misma conociendo el en-sí de las cosas; y conociendo el en-sí de las cosas no sólo se sabe a sí misma, sino que se va configurando. De esta manera, mi conocimiento de mí mismo va parejo a mi conocimiento de la realidad, pues aquello que yo sea influye en aquello que conozco, y aquello que conozco influye en aquello que yo sea. La construcción de la conciencia se da simultáneamente al conocimiento del mundo, tiene que ver con ese proceso según el cual cada individuo se va forjando en diálogo con su entorno. Y esto acontece en todos los organismos. No se trata de pensar que un organismo crece y se desarrolla, y posteriormente se relaciona con su entorno, sino de que dicho proceso de crecimiento y desarrollo no puede darse sino en diálogo con su entorno, el cual si bien no lo determina sí que lo condiciona. Así también con nosotros: somos como nuestro mundo, nuestro mundo es como somos. Por este motivo, en Hegel, el saberse a sí mismo de la conciencia, llevado a su máximo infinito, le llevará a un saber de la Naturaleza; y viceversa. Es el final del despliegue del Espíritu Absoluto, que vuelve a encontrarse a sí mismo. Si este encuentro entre conciencia y realidad es posible es porque, en definitiva, no son dos elementos extraños, sino que ya en su origen se encontraban unificados, y fue tan sólo en el desarrollo dialéctico que se separaron para volverse a encontrar al final. Es la identidad entre conciencia y objeto, entre razón y realidad.

Sin embargo, tal planteamiento, a pesar de incluir la historicidad, y a pesar de incluir esta novedad dialéctica desde lo experiencial, todavía permanecía ajeno a la experiencia hermenéutica que defiende Gadamer, en tanto que participaba de una cierta teleología: la establecida por el devenir del Espíritu Absoluto; a juicio de Gadamer, «la esencia de la experiencia es pensada aquí desde el principio desde algo en lo que la experiencia está ya superada». La experiencia en Hegel remite a su superación hacia el Absoluto, por lo que no hace justicia a una conciencia hermenéutica.

18 de octubre de 2022

El porqué del concepto de intuición en Gödel

El hecho de que Gödel tuviera razón, y las intenciones logicistas del viejo Frege y compañía no pudieran llevarse a cabo, implica la existencia de una diferencia radical entre matemática y lógica, la cual pone de manifiesto que tratar de subsumir lo matemático en lo formal no es sino un reduccionismo insostenible. Esta situación nos lleva a indicar la existencia de dos materias distintas (aunque no desconectadas): la lógica y la matemática; es decir: ha aparecido un abismo donde Frege sólo veía una diferencia de nivel. El asunto pasa por determinar dónde situar esa diferencia radical, aunque algo hemos visto ya de eso.

Si lo pensamos bien, si un sistema real, sea el que sea, pudiese ser formalizado perfectamente, en el fondo ambos sistemas, el real y el formal, tratarían de lo mismo, serían dos sistemas isomorfos, de modo que todo lo que hubiera en uno estaría también en el otro, y viceversa. Pero ya sabemos que no es el caso. A lo más que puede llegarse es a cierta correspondencia estructural entre ambos, en el sentido de que ciertas proposiciones del sistema lógico pueden ser traducidas en proposiciones verdaderas en el real, y viceversa; pero no totalmente. ¿Qué ventajas aporta, pues, el programa logicista, a sabiendas de que nunca podrá agotar el sistema real? Básicamente que permite un cálculo más fácil, y con mayor rigor, posibilitando una aplicación en la ciencia. Pero insisto: esta formalización, que puede ser positiva, no es absoluta, dada la limitación intrínseca a todo formalismo, tal y como Poincaré ya vaticinó y Gödel demostró.

Este ‘algo más’ que hay en la matemática es precisamente lo que impide su formalización completa, porque ‘no cabe’ en el molde logicista, y es lo que tiene que ver con aquello de la ‘solidez’ de la matemática. Vimos en este post cómo a Gödel cabía calificarlo como un autor realista, aunque hacerlo en sentido platónico era problemático; y que, para comprender su postura, era interesante aproximarnos al pensamiento que Zubiri expresa en su Inteligencia y logos.

Pues bien, el concepto gödeliano que podemos emplear para la aproximación entre ambos autores puede ser el de intuición, con el cual trata de poner de manifiesto un algo más que posee el hacer matemático frente al marco de cálculo establecido por la lógica. Entender esta diferencia entre lógica y matemática puede sernos muy útil para comprender su postura.

Recordemos que lo que Gödel probó fue, en palabras que Jesús Mosterín escribió en el prólogo a la primera edición de sus obras completas que él editó, lo siguiente: «En 1931 probó que todo sistema formal que contenga un poco de aritmética es necesariamente incompleto y que es imposible probar su consistencia con sus propios medios». Esto implica ―a mi modo de ver― una idea muy importante, como es que lo lógico y lo matemático no son reducibles entre sí; o bueno, que la matemática no es reducible a la lógica, que ha sido la tendencia más acentuada durante las primeras décadas del siglo pasado. Que esto es así es lo que probó Gödel, lo que supuso, evidentemente, una buena estocada al logicismo: la lógica no es absoluta, no es completa. Y, si esto es así, si la matemática no puede ser reducida a la lógica, ello quiere decir que la matemática posee un ‘algo’ (habrá que ver qué es ese ‘algo’) que no es lógico, que no pertenece a la esfera de la lógica; y ello implica que en la matemática hay cabida para ‘algo’ de una naturaleza no lógica. Este ‘algo’ es lo que Gödel trata de establecer mediante el concepto de intuición, concepto que adquirirá matices diferentes a los de otros autores que también siguen esta línea de pensamiento como, por ejemplo, Poincaré que lo enfoca más desde el momento creativo intrínseco al hacer matemático (espero que esto lo podamos ver en su momento).

11 de octubre de 2022

El fracaso del poder: los fascinadores

Cuenta Eibl-Eibesfeldt que uno de los rasgos que caracteriza a la vida en todos los niveles es la competencia: las plantas compiten por el sol y por los nutrientes de la tierra, los organismos y los animales por su alimentación, supervivencia y reproducción, siempre en el seno de un entorno de recursos limitados. En su opinión, en tanto que etólogo, el hombre no es una excepción a ello. En nuestro caso, sobre todo, la competencia va unida indefectiblemente a la consecución de algún tipo de poder, estableciendo dos modos básicos para adquirirlo (y ejercerlo): por la violencia y por el prestigio.

El primero, como es fácil pensar, suele darse en sociedades en cuyas relaciones está presente algún tipo de violencia, mediante la cual se somete al otro atemorizándolo o amenazándolo. Aunque parece más propio de sociedades antiguas, no pocos son los ejemplos recientes. Más propio de sociedades democráticas puede ser el segundo, un poder adquirido por el asentimiento, por un reconocimiento de ciertas características que elevan a posiciones de prestigio a la persona en cuestión, bien como resultado de las relaciones establecidas bien como resultado de un proceso electivo.

Sin embargo —como decía— en las sociedades actuales ‘democráticas’ es frecuente ver que ambos tipos de poder se entremezclan. Las sociedades anónimas en las que vivimos no favorecen precisamente las relaciones de confianza, y la tendencia que tenemos de alcanzar posiciones estables que nos den seguridad se apoya fundamentalmente en conductas de carácter competitivo y agresivo.

Muchos son los casos en los que tanto empleando violencia explícita como mediante amenazas sutiles, tratamos de lograr y mantener nuestro sitio en la sociedad, o dar pábulo a nuestras aspiraciones. Por el contrario, en grupos sociales más reducidos, se posibilitan relaciones de confianza ya que todos conocen a todos; surgen relaciones de aprecio o de desprecio fruto del contacto real, dirigiéndose nuestros afectos hacia aquellas personas que destacan por cualidades positivas, tanto a nivel personal como profesional, y que contribuyen positivamente a la cohesión y al éxito del grupo. De alguna manera, a estas personas se les va concediendo poco a poco un poder, un poder que no es el resultado de la violencia para alcanzarlo sino del prestigio que se ha ganado con su comportamiento. Las personas van adquiriendo el prestigio poco a poco, y no tanto como un objetivo en sí mismo, sino por su actitud original ante la vida y ante los demás. Este aumento de prestigio se percibe en la atención que van despertando a su alrededor gracias a su carácter prosocial. Mientras el desconocimiento suele generar actitudes desconfianzas y agresivas, el trato cercano genera confianza y amables.

También es cierto que el interesado puede conseguir fraudulentamente este prestigio, aunque estos ‘fascinadores’ (como dice Eibl-Eibesfeldt) a la larga tienen pocas posibilidades. Los fascinadores tratan de generar esta confianza torticeramente, aprovechándose de la necesidad de líderes y de ídolos que tienen tantas personas que precisan encontrar un amparo a causa de su inseguridad radical. En el fondo, los fascinadores que anhelan el poder como prestigio pertenecen de algún modo al primer grupo pues, a causa de su falsa estrategia, intercambian los propósitos, generando inevitablemente violencia e inestabilidad. Son violentos, pero revestidos de un pseudo-prestigio. Escudándose en una búsqueda de valores y defensa del grupo, en la práctica se apuntalan en los puestos de poder, imponiendo al poco tiempo un modo de ver las cosas que ya no responde al beneficio de sus conciudadanos, sino a su interés personal. Los resortes internos que verdaderamente los mueven, hace que a estos fascinadores se les nuble la vista realizando promesas utópicas que en ningún caso están en condiciones de cumplir, ni siquiera de planteárselo. Como dice fantásticamente Stefan Zweig en su Castellio contra Calvino estos fascinadores, fatalmente, «se revelan casi siempre como los peores traidores al espíritu, pues el poder desemboca en la omnipotencia, y la victoria, en el abuso de la misma». Los fascinadores caen con facilidad en la tentación de transformar la mayoría en totalidad (Ricoeur), desestimando la riqueza de lo plural, estigmatizando opiniones que difieren del discurso oficial, incluso convirtiéndolas en delito. Cada vez en mayor medida provocan intromisiones y vejaciones sistemáticas de la intimidad, tejiendo una red cada vez más densa de prohibiciones y penalizaciones sobre cualquier conducta divergente, generando una sensación de culpabilidad que deviene en un estado de miedo permanente. Como muy agudamente insiste Zweig, «precisamente aquellos que no tienen ningún miramiento a la hora de forzar la opinión de los otros son los más sensibles ante cualquier oposición hacia su propia persona». Hay que desconfiar de todas las respuestas obligatorias, sean de una autoridad religiosa anacrónica o de un nuevo mesías político, que dicen lo que hay que pensar y opinar.

4 de octubre de 2022

Pensando lo cuántico (para la vida)

Como comentábamos en este post, Schrödinger nos explica que era preciso que tanto la mecánica cuántica como la teoría del mecanismo genético de la herencia maduraran antes de poder estudiar su posible contacto. Quizá el punto de inflexión se diera con la teoría de Heitler-London (de 1926-27), la cual estudiaba el enlace químico de las partículas en sus principios más generales (orbitales, electrones desapareados, etc.), asumiendo los conceptos propios de la mecánica cuántica. El conocimiento cuántico de la materia estaba ya lo suficientemente consolidado como para poder aplicarlo, en este caso, al comportamiento de la materia viva. Es lo que Schrödinger trató de hacer pensando el fenómeno de las mutaciones.

La gran revelación de la teoría cuántica fue poner de manifiesto cómo, a fenómenos que se mostraban continuos a la observación, les subyacían estados discretos; y ello en un contexto (energetista) en el que todo aquello que no fuera ‘continuidad’ era visto poco menos que absurdo. Aunque los experimentos propiciaron que lo cuántico se fuera imponiendo por la fuerza de los hechos. No es de extrañar esta reticencia. Lo cierto es que, en el espíritu de una época en la que la realidad de los átomos todavía no estaba asumida, era evidente que, por ejemplo, la energía, cambiaba de modo continuo en los cuerpos: cuando el calor fluía de un cuerpo a otro, cuando la energía potencial se convertía en cinética, etc., todos estos fenómenos aparecían continuos a los ojos del observador. ¿Cómo podía ocurrir que en los ‘cuerpos’ de escala atómica no sucediera lo propio?, ¿por qué, a nivel microscópico, ocurrían las cosas de modo diferente a como sucedían a nivel macroscópico? No era fácil dar respuesta a esta pregunta, respuesta que permanecía incomprensible para la mayoría de la gente de la época.

Pero ―como decía― los hechos se fueron imponiendo, y el salto cuántico se fue erigiendo en algo corriente: se asumió que, «un sistema pequeño, a causa de su misma naturaleza, posee sólo determinadas cantidades discretas de energía, llamadas sus niveles de energía particulares. La transición de un estado al otro es un acontecimiento bastante misterioso, y se llama, por regla general, un ‘salto cuántico’», explica Schrödinger.

La consecuencia es que no toda disposición de las partículas subatómicas es posible en la configuración de un átomo, sino que, por su propia dinámica sistémica, sólo pueden adquirir unas disposiciones y no otras. El paso de una disposición a otra es lo que tiene que ver con el salto cuántico, salto en la medida en que no hay estados intermedios que le sirvan a modo de peldaños, o mejor, de rampa, sino que ese paso sólo se puede hacer a una, ‘a la brava’ como decía un querido profesor mío. Dada una disposición o estado inicial, si el otro supone un estado energético más elevado, será necesario proveer de energía desde fuera al sistema en una cantidad como mínimo la diferencia entre ambos niveles; si supone un estado energético menos elevado, la transición podrá darse espontáneamente emitiéndose el sobrante de energía a modo de radiación. Cuanto más alta es la montaña, más difícil será superarla; y viceversa.

Esta idea extraída del comportamiento de un átomo podía ser extendida al ámbito molecular. En una molécula, los átomos están dispuestos según una situación energética estable; para que la molécula pueda existir, es condición indispensable su estabilidad, de modo que no cambie su configuración a menos que se le suministre energía suficiente desde el exterior; energía suficiente para llevarle a un estado de nivel energético superior. De alguna manera, esta diferencia de nivel define el grado de estabilidad de la molécula: cuanto más grande sea la diferencia de nivel con respecto al estado superior, más estable será la molécula. Si lo pensamos, la repercusión biológica de esto es importante, ya que esta estabilidad estará estrechamente vinculada con su capacidad de sufrir alteraciones, léase, mutaciones.