28 de diciembre de 2021

Una de cal de Merleau-Ponty sobre el problema de Driesch

Veíamos en otro post el planteamiento contemporáneo de la metafísica, a la luz del pensamiento de Driesch. A propósito de ello, quisiera traer a colación unas reflexiones interesantes sobre lo ‘en-sí’ que realiza Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción, lo que no deja de ser intrigante: que un fenomenólogo hable de lo en-sí, cuanto menos sorprende. Y la verdad es que ―por lo menos a mi parecer― lo que dice tiene mucho sentido. Sabido es que su reflexión gira en torno a la percepción (¡qué novedad, ¿no?!); pues bien, en un momento de la obra se plantea sobre qué descansa lo percibido; es decir, qué es aquello sobre lo que nuestra percepción recae. En su opinión, nuestro proceso perceptivo tiene como término natural el objeto constituido, el cual, una vez así, constituido, se erige en la razón de todas las experiencias que hemos tenido o que pudiéramos tener de él. El asunto pasa por averiguar si dicho objeto es así en realidad, gracias a lo cual nosotros lo percibimos así o, en caso contrario, cuál es el proceso según el cual lo constituimos si el objeto en su origen no es tal cual lo percibimos.

Merleau-Ponty entiende que, cuando hablamos de lo ‘en sí’, esto ‘en sí’ no se corresponde con ninguna de nuestras percepciones, sino que precisamente es aquello que las posibilita. Dice el filósofo francés: lo en sí «no es ninguna de estas apariciones, es, como decía Leibniz, el geometral de estas perspectivas y de todas las perspectivas posibles, eso es, el término sin perspectiva desde el que pueden derivarse todas, es la casa vista desde ninguna parte».

Podríamos preguntarnos ―con él― qué significa esto exactamente. Cuando percibimos algo, independientemente de qué sea ese algo en sí mismo, lo hacemos necesariamente desde una perspectiva, la nuestra. ¿Qué quiere decir exactamente ‘el geometral de todas las perspectivas posibles’, el término sin perspectiva desde el cual se originan todas las perspectivas? Pensemos en la casa. Si lo pensamos, decir que la casa ‘en sí’ es la casa vista desde ninguna parte, es como no decir nada. Plantearse esto supone hacerse cierta violencia porque, nada nos impide afirmar que, cuando percibimos la casa, estamos completamente seguros de que lo que estamos percibiendo es la casa, independientemente de que esa percepción sea más o menos fiel, sea más o menos acertada. Y esta es la cuestión: ¿cómo poder decir algo de lo ‘en sí’, si la posible noticia que podamos tener de ello es necesariamente desde una percepción situada en una perspectiva, la cual suprime de facto que lo ‘en sí’ se nos haga presente?

Merleau-Ponty concluye que cada objeto no sería sino la suma de todos aquellos aspectos ocultos que podrían ser identificados no sólo por las distintas percepciones que diferentes personas podríamos realizar, sino también por todas las cosas que pertenecen al horizonte de cada una de las percepciones. Creo que aquí Merleau-Ponty es muy agudo, en el sentido de que, efectivamente, cuando percibimos algo no sólo percibimos ese algo, sino que junto con él percibimos una gran cantidad de cosas que sirven de fondo y que también son percibidas, aunque difusamente. Cuando percibimos algo, no sólo percibimos ese algo, sino que junto con él percibimos muchas más cosas de las que no somos conscientes, un fondo sobre el cual destaca precisamente aquello que estamos percibiendo. Pues bien, si con cada objeto obtenemos también una noticia de su horizonte y de lo que en él haya, cuando percibamos cualquier otro objeto de ese fondo, también nos proporcionará concomitantemente alguna noticia de nuestro objeto, de la casa en tanto que nuestra casa está incluida en el horizonte del objeto que estamos percibiendo.

La casa en sí, pues, sería la suma de todas estas noticias percibidas al percibirla directamente en tanto que objeto de mi percepción, y concomitantemente en tanto que percibo todo lo existente con lo que comparte su horizonte. Dice el filósofo francés: «Toda visión de un objeto por mí se reitera instantáneamente entre todos los objetos del mundo que son captados como coexistentes porque cada uno es todo lo que los demás ‘ven’ de él. Así, pues, hay que modificar la fórmula que hemos dado; la casa misma no es la casa vista desde ninguna parte, sino la casa vista desde todas partes. El objeto consumado es translúcido, está penetrado por todos sus lados de una infinidad actual de miradas que se entrecortan en su profundidad y que nada dejan oculto».

Ante esta respuesta, podríamos preguntarnos si Merleau-Ponty está siendo lo suficientemente radical. Podríamos preguntarnos si, en definitiva, lo que es cada cosa, lo que cada cosa es ‘en sí’, es la suma de todas las perspectivas que podamos percibir de cada una, aunque fuera la suma de todas las perspectivas que todos los objetos de su horizonte pudieran aportar. Creo que este planteamiento no es lo suficientemente radical según el enfoque metafísico contemporáneo. A mi modo de ver, se mueve en un plano horizontal, pero no acaba de trascender lo percibido, o cuanto menos de intentarlo; no es capaz de trascenderlo, aprehendiéndolo desde una actualización no más rica, sino cambiando la clave. En términos zubirianos, creo que Merleau-Ponty se mueve en términos campales, y no mundanales, que es hacia donde apunta Driesch. A lo que tiende el filósofo alemán (y el español) es al mundo, no al cosmos (como el francés); es a la posibilidad de poder decir algo de lo allende, a sabiendas de que… ¡no puede ser percibido!, ya que, en ese caso, dejaría de ser mundo para pasar a ser campo.

En el planteamiento de Merleau-Ponty, esa casa en sí en tanto que suma de la totalidad de percepciones, no deja de ser, al final de todas esas percepciones, un objeto percibido, ajeno por lo tanto al planteamiento de Driesch. Como también es ajeno Husserl cuando identifica lo que sea la casa ‘en sí’ con su esencia eidética, la cual no deja de ser un objeto; ideal, sí, pero un objeto. Y esta fue precisamente una crítica fuerte que le hizo Driesch a Husserl. Porque, aunque sea ideal, en tanto que es un objeto aprehendido, ya no puede ser algo nouménico, sino fenoménico. En opinión de Driesch, criticando a Husserl, hablar de metafísica no es hablar de esencias, correlatos ideales de la intuición fenomenológica, sino que es otra cosa.

Bien, esta es la de cal. En otro post veremos la de arena.

21 de diciembre de 2021

Las pequeñas cosas grandes

Pues sí, las cosas grandes de la vida suelen ser las más pequeñas, porque, aunque rutinarias y acostumbradas, a veces desgraciadamente insignificantes, se convierten en las más grandes cuando son vividas desde lo profundo y lo auténtico. Tal cual. No hace mucho celebré mi cumpleaños con mi familia. Fue un día… ¿normal? Pues creo que no. No por encontrarte repetidas veces con las mismas personas que quieres cabe calificar a dichos encuentros como normales, porque lo grande de esos encuentros no es que se repitan, sino que cada vez que se repiten, en el fondo, siempre son nuevos, diferentes. Lo importante no es la repetición de una celebración un año tras otro, sino la novedad que cada celebración supone. Cuando uno está verdaderamente presente, cada celebración siempre es nueva, original, aunque su motivo sea el mismo y se realice entre las mismas personas. Y, cuando es así, cada celebración se erige en una experiencia renovadora, transformadora. Ello las convierte a todas y cada una en algo especial.

Volviendo a casa con mis hijos les decía que habíamos vivido un día grande. Así lo sentía yo. Ellos me preguntaron por qué; no comprendían. Les traté de hacer ver una de las cosas más importantes de la vida —a mi modo de ver— como es la posibilidad de compartir sus ¿pequeños? momentos con los seres queridos desde esa complicidad que te permite confiar, bajar las armas, disfrutar.

Supongo que no todos compartirán esta experiencia. En mi caso me siento afortunado por poder compartir estos momentos con las personas de mi familia, y con mis amigos que, aunque no son estrictamente familia, es como si lo fueran, pues están ahí. ¿Qué más hace falta? Creo que es una maravilla contemplar la vida. Los años van pasando, y bueno, algunos ya no están (aunque de alguna manera siguen estando), pero otros van viniendo; la familia sigue estando ahí, se renueva. Es una realidad que se mantiene actual todos y cada uno de los días de nuestras vidas. Ocurren circunstancias, unas tristes y otras alegres, por debajo de las cuales la felicidad de saberte unido a los tuyos está ahí, sin hacer ruido, configurándote como persona.

Al final uno no aspira a ‘hacer cosas’, a ‘vivir experiencias’, sino, sencillamente, a estar con los suyos, queriéndolos y sabiéndote querido por ellos. Compartir experiencias, con los amigos, viendo cómo los hijos crecen, cómo los lazos se estrechan, cómo los caminos se cruzan. Como decía un amigo, la felicidad es alcanzada, sencillamente, cuando puedes dar abrazos de mínimo seis segundos. ¿Ya está? Ya está. Porque detrás de cada uno de estos abrazos hay muchos años, muchas historias compartidas, muchos sufrimientos y muchas alegrías… hay mucha vida. Vida de la de verdad, de la que se vive desde lo hondo del corazón. No es lo mismo abrazar que abrazar. A veces un abrazo es un abismo, porque en el fondo no lo es. Uno sabe cuándo le están abrazando y cuándo no, aun cuando los cuerpos se estrechen. A veces, una mirada es un abrazo. A veces un recuerdo es un abrazo. A veces una llamada es un abrazo.

Creo que la felicidad pasa por saber apreciar lo que uno tiene aquí y ahora, y no por añorar lo que ya no está o anhelar lo que está por venir. Todos tenemos recuerdos, sobre todo de personas queridas; todos tenemos proyectos, esperanzas que compartir. Y supongo que es bueno que todo eso esté; pero quizá no lo sea tanto cuando nos impide vivir la vida presente. A veces las relaciones se rompen, o es la vida la que nos rompe, porque golpea. La felicidad pasa, a mi modo de ver, por no dejar que esos golpes endurezcan nuestro corazón hasta el punto de no poder disfrutar de lo bueno que nos ofrece la vida ahora y aquí que, con frecuencia, también suele ser más de lo que pensamos. La felicidad no se recuerda, no se sueña: se vive. Ahora y aquí. Quisiéramos que nuestros seres queridos estuvieran con nosotros siempre, pero sabemos que esto no es así; nos gustaría que los buenos momentos duraran siempre, pero sabemos que esto no es así. Lo único que está en nuestras manos es integrar todo lo que nos ocurre, lo bueno y lo menos bueno, en una clave que nos permita asumirlo como parte de la vida, actualizándolo en el presente de modo que no nos impida disfrutarlo. Porque sí, forma parte de la vida. De nuestra vida.

Algo así pensaba cuando volvía a casa con mis hijos.

¡Feliz Navidad!



14 de diciembre de 2021

Un protagonista desafortunado de la historia de la ciencia

Sabido es que Jean Baptiste Lamarck (1744-1829) fue el principal interlocutor de Darwin en su época. Creo que a todos nos es familiar su nombre, sobre todo por ir asociado a una teoría que, al recordarla hoy, nos hace esbozar una sonrisa, aunque no por ello hay que obviar su importancia, que la tuvo, y mucha. Efectivamente, fue el primer autor que trató de dar una explicación científica a las diferencias entre las distintas especies desde una perspectiva evolucionista. Él secundaba la idea de progreso desde organismos menos avanzados hasta los más avanzados. Un carácter progresivo que seguía presente en todo momento; es decir: del mismo modo que, por ejemplo, los caballos actuales provenían de gusanos pasados, los gusanos actuales, con el tiempo, darán lugar a nuevos caballos. La vida, en sus formas sencillas, siempre aparecía por generación espontánea y, siguiendo distintos ritmos, las especies iban surgiendo. Se trataba de una tendencia natural afectada o determinada por las necesidades particulares de los organismos concretos al tratar de adaptarse a las condiciones de su entorno. Pertenecía al modo de ser orgánico esta tendencia hacia el progreso, hacia el cambio en su organización, cambio que vendría definido por su adaptación.

Así postuló esta teoría evolucionista en su obra Filosofía zoológica (1809), según la cual «un ser vivo podría pasar a su descendencia las características que obtuviera por su propio esfuerzo durante su vida». Es decir, que las reacciones de un organismo al medio ambiente, pasarían a las generaciones subsiguientes. Las reacciones que Lamarck ponía de manifiesto eran fundamentalmente las adaptativas. Según un ejemplo clásico, las jirafas consiguieron su cuello largo debido al esfuerzo de sucesivas generaciones por alcanzar las ramas más altas (ejemplo que él apenas mencionó, por cierto, salvo en un pasaje de su Filosofía zoológica y en otro de sus Investigaciones sobre la organización de los cuerpos vivos). Entendía que en los animales sus órganos se fortalecían o debilitaban en función de su uso; y el resultado en la vida del animal era transmitido a la generación siguiente. Él se adhirió a la teoría de los fluidos imponderables que, en el caso del cuerpo, se convertían en fluidos corporales; cuanto más se usaba una parte del cuerpo, más actividad había de estos fluidos, propiciando proporcionalmente el desarrollo de las partes afectadas del organismo. Debido a la actividad de los individuos, los fluidos internos creaban nuevos canales haciendo al organismo más complejo, algo que, a la postre, acababa transmitiéndose a las generaciones posteriores. En virtud de este esfuerzo adaptativo, las especies podían vivir en las circunstancias siempre cambiantes del ambiente; su supervivencia pasaba por esta capacidad de esfuerzo, esfuerzo que iría cristalizando en la modificación de sus estructuras biológicas, modificación que se iría transmitiendo hereditariamente. Es la teoría conocida como lamarckismo.

Pronto se vieron las deficiencias de esta teoría. Por ejemplo, se observó que mutilaciones efectuadas a través de varias generaciones, no dejaban huella en los caracteres hereditarios de la especie. Para dar explicación a ello, los lamarckianos recurrieron a una hipótesis de circunstancia: sólo son hereditarias las modificaciones adaptativas. Pero el caso es que nunca se dio razón alguna que permitiera explicar la diferencia entre ambos mecanismos: el de mutilación y el cambio somático adaptativo, y por qué los primeros no eran hereditarios y los segundos sí.

No nos debe parecer extraña la persistencia en la fe en la teoría lamarckiana: basta saber que la embriología es la rama más reciente de la biología. Con el erróneo concepto de evolución que había en la época, «no es de extrañar que la idea de la herencia de los caracteres adquiridos pareciese perfectamente razonable», dice Hogben. Con los nuevos descubrimientos sobre la fecundación, etc., fue ya definitivamente desestimada.

Pero no ha sido justa la historia con él. La verdad es que este autor, a diferencia de otros muchos, es más recordado por sus errores (o por su gran error) que por sus aciertos: todo el mundo conoce que su teoría evolutiva fue desplazada por la darwiniana (aunque los más recientes estudios epigenéticos la están recuperando desde una perspectiva inimaginable entre el siglo XVIII y el XIX), pero pocos conocen todo lo bueno que aportó, y que no fue poco.

Por ejemplo, fue el primer gran sistematizador de los cada vez más numerosos conocimientos que se iban adquiriendo sobre Historia Natural, situándose próximo a Linneo o Cuvier. Las clasificaciones de los animales que elaboró fueron muy importantes, sobre todo en el ámbito de los invertebrados. Pero no sólo eso. Según parece, fue él quien acuñó el término de biología para denominar a la ciencia natural dedicada al estudio de la vida. En su opinión, el origen de los seres vivos había que atribuirlo al conocido proceso de la ‘generación espontánea’, teoría que era la generalizadamente aceptada. No se adhirió a las concepciones vitalistas de la naturaleza, intentando comprender el mundo de la vida desde un enfoque científico, enfrentándose a no pocos colegas. También contribuyó al estudio y a la comprensión del sistema nervioso: a) asoció la conciencia a la actividad cortical; b) no aceptó la frenología de Gall; c) enlazó la actividad nerviosa con el movimiento del organismo, actividad que ¬—conocedor de los avances de Galvani— articuló en torno a una especie de fluido eléctrico; d) insistió en la distinción entre la conducta consciente y la refleja. En fin, como vemos, fue un gran investigador.  Quizá ―como decía― la epigenética actual pueda contribuir a un reconocimiento que su propio tiempo no le proporcionó; de hecho, la biología molecular ha demostrado que la herencia de caracteres adquiridos existe en distintas especies.

7 de diciembre de 2021

Los límites de la filosofía de la reflexión

Veíamos en el anterior post una de las categorías más jugosas del pensamiento de Gadamer: la historia efectual, que tiene que ver con los efectos que la tradición va depositando en nuestro modo de sentirnos en el mundo, de sabernos en la historia, abriéndonos horizontes para comprendernos mejor a la luz de una comprensión más rica de otras épocas. En los siguientes posts trataremos de ir desmenuzándola poco a poco. El primer paso consiste en establecer los límites de una filosofía de corte racionalista, como la kantiana o la hegeliana, y que él denomina la filosofía de la reflexión.

Para comenzar, nuestro autor distingue dos cosas: una es la investigación del rastro que deja tras de sí la historia efectual (en una determinada obra, por ejemplo), y otra es la conciencia de que la historia efectual efectivamente se da. No es lo mismo. Gadamer estima oportuno insistir en lo segundo, ámbito en el que él mismo sitúa toda la reflexión que hila este trabajo. Y estima oportuno insistir en este segundo aspecto porque en dicha conciencia se produce un fenómeno que va en contra de la tesis principal de la filosofía racionalista, a saber: que toda conciencia de algo implica una especie de elevarse sobre ese algo, precisamente para tomar distancia y poder así tomar conciencia de ello, y pensarlo mejor. Ciertamente, algo de eso hay también en la conciencia de la historia efectual; pero, por su propia índole, la conciencia de la historia efectual se ve inmersa a su vez en aquello de lo que quiere tomar distancia, porque la historia efectual también ejerce su efecto sobre dicha conciencia. Y si ésta se sobre-eleva demasiado del ámbito de lo efectual, se desvirtúa a sí misma en tanto que conciencia de la historia efectual, en aras de una pretendida e inexistente ‘razón pura’. Esto no significa que la razón hermenéutica sea presa de su carácter efectual, sino que no puede ejercerse si no es a su luz: «cuando hablamos de la conciencia de la historia efectual, ¿no nos encontramos necesariamente presos en la ley inmanente de la reflexión, que rompe toda afección inmediata como la que entendemos bajo el nombre de efecto?», se pregunta Gadamer.

Efectivamente, la razón hermenéutica se sabe bajo los efectos de la historia efectual, pero no se reduce a ser un mero efecto de la misma, sino que, a pesar de estar situada en dicho marco, puede ejercerse como tal razón. ¿Cómo resolver esta paradoja? Para hacerlo, Gadamer nos invita al que es uno de los capítulos más interesantes de Verdad y método.

Su punto de partida es exponer los límites del uso de la razón (racionalista, pura), para lo cual enfrenta a Hegel con Kant y su ‘cosa en sí’. Hay que decir ―a mi modo de ver, creo que ya he hecho mención de ello anteriormente― que la lectura que hace Gadamer de Kant es un tanto parcial. Es cierto que en Kant hay un concepto de experiencia un tanto cerrada, racional; pero no es menos cierto que en su discurso (razón práctica y sobre todo facultad de juzgar, segunda y tercera críticas respectivamente) introduce elementos que, aunque estrictamente fuera del ámbito de la experiencia en el sentido kantiano, tienen que ver con ella. De hecho, en la evolución intelectual de Kant se percibe un esfuerzo precisamente por ir más allá de lo puramente especulativo. En cualquier caso, Hegel arguye en contra de la distinción kantiana entre lo fenoménico y lo nouménico; lo que dice Hegel es que esta diferencia entre lo que se puede conocer y lo que no de la cosa, es una diferencia, sí, pero que se da en el seno de la misma razón, y no como un límite de sí misma. La razón está limitada, pero dicho límite no es el establecido por la distinción entre fenómeno y noúmeno, sino que está más allá de dicha distinción en el seno del propio ejercicio de la razón. ¿Qué quiere decir esto? A donde quiere llegar Hegel es que ese ‘ser en sí’ que caracteriza a la cosa en sí nouménica a diferencia de su manifestación fenoménica, es un modo de ser de la cosa que no escapa a la razón; sí, a una razón teórica, racionalista, como la del Kant de la primera crítica, pero no a una razón dialéctica, mediante la cual la experiencia va efectivamente más allá de lo racional, accediendo a algo otro que sí misma, de modo que puede llegar en verdad a lo ‘en sí’ de la cosa.

Lo que hay que ver ―y ésta es su limitación― es si el ejercicio dialéctico de la razón hegeliana alcanza una verdad objetiva o se queda en un mero ejercicio formal. Porque, en definitiva, la razón dialéctica hegeliana se mueve en la esfera de la lógica, independientemente de que dicha razón llevada a lo absoluto coincida con la verdad objetiva. Un entramado lógico puede ser coherente en sí mismo (verdad lógica) pero no tener referencia a la realidad de las cosas (verdad objetiva). ¿Está en Hegel justificado este salto? Desde su perspectiva, como lo lógico tiende a identificarse con lo real sí; pero, ¿y desde una perspectiva hermenéutica?

Ya Platón vio este problema en su discusión con los sofistas; y en su opinión «no existe ningún criterio argumentativamente suficiente para distinguir el uso verdaderamente filosófico del discurso respecto del sofístico», o lo que es lo mismo: el uso que nos pone en relación con la realidad respecto del meramente lógico. De hecho, la apelación de Platón al relato mítico es una manifestación de su conciencia de que la razón lógica necesita de algo más que su mero ejercicio para encontrarse con la realidad; y como la razón lógica no alcanzaba, necesitaba un recurso para subsanar esa deficiencia. Lo mítico en Platón no es sino la constatación de que la razón argumentativa no es suficiente por sí misma para mostrar la verdad de las cosas, y precisa de un soporte externo apoyado en otro tipo de conocimiento o de argumentación: el mito. Otra cosa es que este recurso de Platón al mito satisfaga al espíritu contemporáneo.

A juicio de Gadamer, ese recurso a algo otro para apoyar el discurso reflexivo es lo que hizo Hegel a su modo, aunque apoyándose en la ‘logicidad de la realidad’ más que en el relato mítico; y ante ello cabe cuestionarse lo mismo: si es suficiente este planteamiento para satisfacer a un espíritu actual. En su opinión, no (algo que a nivel personal me genera dudas, pues no sé yo si Gadamer se hace debido eco del carácter orgánico de la lógica hegeliana). Y su solución pasa por enfocar el punto de encuentro entre lo real y la razón desde otro lugar, a saber: la experiencia, en la que lo ‘positivo’ se torna como algo extraño a la razón y tiene que reconciliarse con ello «reconociéndolo como propio y familiar».

30 de noviembre de 2021

La caída de una manzana o por qué la Tierra gira alrededor del Sol

Comentaba hace unas semanas en clase lo importante que es el pensamiento creativo en el seno del ejercicio científico. Estamos acostumbrados a pensar la ciencia desde esa metodología rigurosa, metódica, y seguramente sea así en buena medida; pero no es sólo así. Aunque en la ciencia contemporánea sea menos frecuente o llamativo que en los primeros pasos de la ciencia moderna, no dejan de estar presentes momentos de auténtica creatividad, en los que se enlazan unos fenómenos con otros sin una lógica evidente, saltando de un conocimiento dado a otro en ciernes por golpes de intuición. Y aquel día comentamos este caso.

Todos conocemos la ley de la gravitación universal de Newton, igual que todos conocemos la famosa historia, de dudosa credibilidad, de que se le ocurrió cuando, sentado plácidamente debajo de un manzano, le cayó uno de sus frutos en la cabeza. ¡Parece todo tan fácil y evidente! Efectivamente, no solemos hacernos eco del salto que supone que un objeto nos caiga encima de la cabeza, o que un objeto caiga siempre hacia la superficie de la Tierra, con la definición de la teoría de la gravedad. Parece que, de estas situaciones cotidianas a la ley de la gravitación universal, esa que rige la caída de los cuerpos, o la atracción de unos por otros, sea un paso fácil y evidente, cuando para nada es así. De hecho, hasta que llegó Newton la cosa estaba bastante verde.

Pero en esta clase que comento no nos detuvimos en ello, sino que se planteó la siguiente cuestión. La gravitación universal rige la caída de los cuerpos, sí; lo que no deja de ser un caso particular de la atracción entre unos y otros, sí; de hecho, sabemos que los planetas giran alrededor del Sol por la atracción gravitatoria, sí. Pero, si lo pensamos: ¿qué tiene que ver la caída de una manzana con el hecho de que la Tierra gire alrededor del Sol? Pongámonos en la época, en la que esto, si bien se barruntaba por algunas personas, para nada era algo evidente. ¿Cómo se le ocurrió a Newton? ¿Cómo hizo para enlazar la caída de los cuerpos con la explicación del desplazamiento de la Tierra alrededor del Sol? Pues fue una idea ciertamente sugerente, la verdad, para lo cual era necesario imaginarse un experimento mental, como dice Wilczek.

Dice Newton en su Principia: «El hecho de que, por virtud de las fuerzas centrípetas, los planetas puedan ser retenidos en ciertas órbitas podemos comprenderla fácilmente si consideramos el movimiento de los proyectiles». ¿Cómo puede ser esto? Pues tiene su sentido, vaya si lo tiene.

Pensemos en el lanzamiento de un proyectil, ese típico problema que estudiábamos en el colegio. Cuando lanzamos una piedra, ésta describe una trayectoria parabólica a causa de las dos fuerzas que actúan: la que le empuja por el lanzamiento (la componente horizontal de la fuerza del lanzamiento) y la vertical que le atrae hacia abajo (la fuerza de la gravedad, en sentido opuesto a la componente vertical del lanzamiento que la proyecta hacia arriba). Así lo explica Newton: «Cuando es proyectada una piedra, a causa de la presión de su propio peso está forzada a seguir la trayectoria rectilínea, que por la proyección inicial sola debiera haber seguido, y a describir una línea curva en el aire y, por virtud de esta línea encorvada termina por caer al suelo».

Y dice a continuación una idea que es de Perogrullo, pero muy interesante. Aquí está el meollo del asunto, la genialidad de su mente. Sabiendo que la piedra recorre esta curva, cuanto más fuerte se la lance, más tiempo tardará en caer y más distancia alcanzará. Evidente, ¿no? La curva parabólica se irá alargando, la piedra estará más tiempo en el aire, recorriendo más distancia. Dice Newton: «Podemos, por tanto, suponer que la velocidad aumente de modo que describiera un arco de 1, 2, 5, 10, 100, 1.000 millas antes de que llegue al suelo, hasta que al fin, excediendo los límites de la Tierra pasaría al espacio son tocar en ella». Es decir: si subimos a lo alto de una montaña, y lanzamos la piedra con cierta fuerza, alcanzaremos 10 millas; si la lanzamos con más fuerza, pues 20; así, cada vez con más fuerza, la piedra iría alcanzando más y más distancia, cayendo más y más lejos, hasta que, al final daría la vuelta al planeta para llegar al mismo punto desde el que se lanzó; si la velocidad de salida fuera aumentando, «llegaría al fin al otro lado de la circunferencia de la Tierra para volver a la montaña de que había partido». Es decir, habría recorrido una trayectoria circular alrededor de la Tierra; habría orbitado alrededor de ella. ¿No es eso lo que hacen los planetas alrededor del Sol?

Ciertamente este experimento mental, como cualquier otro, no prueba nada; pero si su resultado es razonable sí que puede indicar un camino a seguir, camino que tampoco es evidente. Wilczek nos cuenta cómo lo explica el mismo Newton con sus palabras, en las que, por cierto, no aparece ninguna manzana: «Empecé a pensar en la gravedad extendiéndose a la órbita de la Luna, y habiendo hallado cómo estimar la fuerza con que un cuerpo que giraba dentro de una esfera presiona la superficie de la esfera; de la regla de Kepler sobre los tiempos periódicos de los planetas… deduje que las fuerzas que mantienen los planetas en sus órbitas deben ser recíprocamente como los cuadrados de sus distancias a los centros sobre los que giran; y así comparé la fuerza requerida para mantener la Luna en su órbita con la fuerza de la gravedad en la superficie de la Tierra, y hallé que responden muy cerca».

Por otro lado, si lo pensamos, este paso de Newton desmentía la teoría de Galileo. Éste afirmaba que una piedra lanzada al aire describía en su movimiento libre una parábola (excepto, claro, en una caída libre vertical) pero, desde la perspectiva newtoniana, esto es falso porque, como acabamos de ver, cuando el proyectil posee la suficiente velocidad de arranque porque es impulsado con la suficiente fuerza, ya no describe una parábola, sino una elipse (como los planetas), de modo que sólo se aproximará a una parábola cuando la distancia total del proyectil sea despreciable respecto al radio terrestre. Así que lo cierto es que cuando lanzamos un proyectil la trayectoria es elíptica, y no una parábola, la cual es un caso particular que, en casos concretos, supone una aproximación excelente.

23 de noviembre de 2021

Los objetos del conocimiento humano

Berkeley comienza su famoso libro Principios del conocimiento humano cuestionándose qué es lo que conocemos cuando conocemos. Su pensamiento ha venido rodeado a menudo de cierta oscuridad, incluso de cierta incongruencia, cuando, a mi modo de ver, e independientemente de que se esté más o menos de acuerdo con él, esta valoración no es justa. Hay que entender bien lo que dice, en qué marco se sitúa, fuera del cual evidentemente sus afirmaciones pierden solidez; y esto no es sencillo, pues en ocasiones sus afirmaciones son sutiles, matizables, y depende mucho del contexto general de la obra y del autor para comprenderlas, y no hacer decir a Berkeley cosas que no ha querido decir. Ciertamente esta tarea es imposible llevarla hasta el fin (¿quién puede arrogarse tal pretensión?), pero quizá ayude aproximarse a este autor con cierta actitud crítica.

En mi opinión, la clave principal de su lectura está en que entremezcla de alguna manera la dimensión gnoseológica con la metafísica; es decir, cuando habla de existencia o de no existencia, de ser o de no ser, el asunto es primariamente la presencia de las cosas en un espíritu y, secundariamente, su existencia en cuanto tales. Esto da lugar a cierta confusión ¬―en mi opinión― ya que juega no únicamente con espíritus humanos, creados, sino también con el espíritu divino, cuyo pensamiento posee unas connotaciones muy diferentes al nuestro, por lo pronto es capaz de crear cosas reales, como se verá.

De lo primero que se preocupa Berkeley es de concretar cuáles son los objetos del conocimiento humano, y en su opinión son tres, a saber (§1): a) ideas impresas en nuestros sentidos; b) ideas percibidas mediante atención a nuestras pasiones u operaciones de la mente; y, finalmente, c) ideas formadas con ayuda de la imaginación o de la memoria, bien porque las traemos al presente mediante el recuerdo, bien porque las construimos a base de las que ya poseemos por haber sido percibidas según los dos primeros casos. Y ya está. El ser humano conoce gracias a las ideas que posee por noticia sensible (bien de las cosas externas, bien de sus estados internos), y por el modo que tiene de elaborarlas; y cualquier idea debe tener su origen en uno de estos tres casos. Démonos cuenta de que aquello con lo que juega el conocimiento no es tanto con las cosas consideradas en sí mismas, sino con las ideas que obtenemos gracias a la noticia que recibimos de ellas, que es algo muy diferente. Y a estas realidades percibidas por los sentidos las denomina tanto ideas como objetos del conocimiento, cosas sensibles, cosas reales o cosas no pensantes.

Si nos damos cuenta —tal y como explica Berkeley— en nuestro conocimiento no están las cosas (¿cómo podrían estarlo?) sino las ideas que nos suscitan, asunto ciertamente complejo y que sigue estando presente en los contemporáneos debates sobre la verdad.

Se puede distinguir entre ‘ideas del sentido’ e ‘ideas de la reflexión’. Entre las primeras cabría establecer claramente a las del apartado a), y creo que de alguna manera también a las del b), pues de también las sentimos de alguna manera; entre las segundas estarían las del apartado c). Las ideas del sentido son externas respecto a su origen, es decir, no son generadas desde dentro, desde la conciencia misma; las ideas de la reflexión, por el contrario, sí que son generadas por la propia actividad mental. Si las ideas del sentido no son generadas por la conciencia, ello implica que su origen es extramental, motivo por el cual son ordenadas y coherentes, y más consistentes, como que tienen más ‘realidad en sí’, lo que le permite aseverar que «hay algo ‘real’ que no depende de la voluntad del perceptor, es decir, que hay algo externo al espíritu (un entorno o mundo) que permanece estable pese a las posibles contingencias de los seres finitos», dice López. Asunto complicado en el que nos detendremos extensamente más adelante, porque habrá que dar razón de ese mundo estable. Pero bueno, lo que va delante, va delante.

En su explicación de las ideas ocasionadas por la impresión en nuestros sentidos, Berkeley es muy agudo. Es consciente de que cada sentido nos ofrece distintos caracteres de las cosas: la vista su color, su figura; el tacto su rugosidad, su dureza; etc. Y, ocurre frecuentemente que varias de estas impresiones se presentan de modo simultáneo; cuando esto ocurre «se viene a significar su conjunto con un nombre y ese conjunto se considera como una cosa» (§1). Así, cualquier cosa (manzana, piedra…) es el resultado de un conjunto de ideas sensibles que denominamos así, de modo que cada cosa tiene su combinación específica de ideas sensibles. Otra cosa distinta es que estas cosas nos sean agradables o desagradables, y despierten en nosotros diferentes pasiones, como la alegría o la tristeza, el enfado o la simpatía, o cualquier otra. Estas serían las correspondientes al segundo grupo.

Cuando Berkeley se pregunta por las del tercer grupo, se plantea qué o quién es exactamente el responsable de manejar las ideas mediante la imaginación o la memoria; o, lo que es lo mismo, ante qué o ante quién se hacen presentes estas ideas, pues en definitiva será el agente que las mantenga en el recuerdo o pueda manejarlas. En su opinión debe existir un ‘ser activo’, un principio activo que «es lo que llamamos mente, alma, espíritu, yo» (§2; algo que se ha denominado tópicamente como conciencia, aunque él no emplee aquí este término). Cuando habla de ‘mente’ Berkeley es consciente de que es algo ‘enteramente distinto’ a las ideas, ya que éstas existen en el seno de aquélla. Y dice a continuación una reflexión muy importante: con estas palabras (mente, espíritu, etc.), «no denoto ninguna de mis ideas, sino algo que es enteramente distinto a ellas, dentro de lo cual existen; o lo que es lo mismo, algo por lo cual son percibidas, pues la existencia de una idea consiste simplemente en ser percibida» (§2). La existencia de ‘una idea’ consiste simplemente en ser percibida. La existencia de ‘una idea’ consiste simplemente en ser percibida. Una idea no tiene existencia en sí misma, es pasiva por sí misma, existiendo únicamente en cuanto está presente en un espíritu activo.

16 de noviembre de 2021

Descartes ya intuyó los dos paradigmas fundamentales de la Física

Tras pasar la época del Renacimiento, comenzó a fraguar el espíritu científico moderno, que tantas sorpresas y conocimientos hubo de deparar en los siglos venideros. El paradigma clásico y medieval, de marcado carácter aristotélico, fue siendo desplazado a causa de un esfuerzo por la continua verificación experimental de las teorías, sometiendo a experimentación los hechos que trataban de describir. Ello trajo consigo también un desplazamiento del objeto de estudio: del gran interrogante aristotélico sobre el fundamento de la realidad, tan presente en la antigüedad y en el medioevo, comenzó a preocupar las leyes de su comportamiento, en tanto que éstas podían ser verificadas experimentalmente y no verse abandonadas a la ‘mera’ especulación teórica; tendencia que ya surgió a finales de la Edad Media y que, tras su acrisolamiento durante el Renacimiento, cristalizó en la Modernidad. Este tránsito es algo que muchos aplauden; no seré yo quien niegue sus bondades, ni mucho menos; lo que me planteo es si somos capaces de valorar lo que hemos perdido por haber dejado de plantearnos el problema de la realidad desde una perspectiva filosófica. Pero bueno, no quería hoy hablar de eso, sino de un asunto que concierne a los orígenes de la ciencia moderna, sobre todo la Física. Porque en esta primera época la ciencia por excelencia fue la Física, cuya finalidad estaba ya bastante determinada: describir los hechos de la naturaleza, tanto de la Tierra como del cielo. Esta tarea se asumió generalizadamente bajo dos variables: la descripción espacial y la evolución en el tiempo de estos fenómenos.

Ya Descartes, con su concepción mecanicista de la res extensa, afirmaba que la descripción de los fenómenos físicos debía articularse mediante ‘figuras y movimientos’. Tal y como explica Louis de Broglie, debido a ello la concepción mecanicista de la naturaleza podía interpretarse bajo dos paradigmas, que se pueden identificar con uno más limitado o concreto (el mecanicista) y otro más amplio o difuso (el campal).

El primer paradigma, la interpretación más limitada o concreta, consiste en asumir que la naturaleza se debía representar mediante cuerpos (o figuras) que se desplazan bajo la influencia de acciones recíprocas (fuerzas, energías) según las leyes de la Mecánica (de las cuales entonces ya se empezaba a tener un conocimiento bastante exacto). Esto es algo que se correspondía con todos los estratos de la naturaleza, erigiéndose la Mecánica en la base de todo conocimiento físico que se pudiera obtener. Desde este enfoque, era fácil acompañar el avance del conocimiento mediante la representación de ‘mecanismos’ cada vez más fieles a la naturaleza, formados por piezas más pequeñas cuyas conexiones facilitaban descripciones más flexibles y ajustadas a los procesos naturales, también a los procesos biológicos. La concepción de que la naturaleza estaba formada por infinidad de corpúsculos diminutos que interaccionaban entre sí cuadra a la perfección con este planteamiento. Es el caso de los típicos problemas de describir la trayectoria de una bala, por ejemplo.

Pero también cabía otra interpretación más amplia o más abstracta, según la cual la realidad física podía ser descrita no tanto por el comportamiento de sus partes, sino por el valor de distintas magnitudes (gravedad, electricidad, magnetismo, etc.) en los distintos puntos del espacio, así como por su evolución en el tiempo según ecuaciones matemáticas. Este paradigma más abstracto seguramente no figuraría en el imaginario del propio Descartes; ciertamente, es menos intuitivo, motivo por el cual tardó más en consolidarse. Ya no se atendía a representaciones de los cuerpos y sus movimientos, ni las leyes debían ser las conocidas leyes mecánicas: ya no se veía tan clara esta descripción como cuando nos imaginamos la parábola que describe la bala. Aunque, pensándolo bien, esta descripción también supone describir la naturaleza en el espacio y en el tiempo, no mediante la representación de imágenes representativas de los cuerpos de la naturaleza, sino mediante los valores de las magnitudes en cada punto del espacio y su evolución temporal. Esto tiene que ver, por ejemplo, con la distribución de las limaduras a causa del campo magnético alrededor de un imán, que a todos nos será familiar.

Si nos fijamos, cualquiera de estos dos paradigmas se corresponde de alguna manera con la inclinación natural del físico, que no es sino una extrapolación de nuestro modo natural de percibir las cosas, no sólo asociadas inevitablemente al espacio y al tiempo, sino también al entenderlas conectadas las unas a las otras, encadenándose los fenómenos de unas con los fenómenos de las otras, bajo leyes que se mantienen inmutablemente. Esta idea básica estaba en el origen de la nuova scienza, agudizándose poco a poco hacia un ‘determinismo riguroso’, según el cual «un conocimiento preciso del estado actual del mundo físico en un instante dado debe permitir prever exactamente lo que pasará inmediatamente después», como dijo de Broglie. Para todo ello hacía necesario un apoyo matemático cada vez más perfeccionado, paso que se dio con el descubrimiento del cálculo diferencial, cuyo honor se disputan Leibniz y Newton, y sin el cual difícilmente la ciencia podría haber progresado como lo hizo en esta época.

La interpretación que hizo fortuna inicialmente fue sin duda la primera; la segunda sólo fue imponiéndose precisamente conforme el análisis matemático pudo hacerla posible, paradigma de lo cual fueron sin duda las ecuaciones de Maxwell descriptoras de los fenómenos electromagnéticos.

9 de noviembre de 2021

El entusiasmo del filósofo

Una de las experiencias más generalizadas de los que nos adentramos por los caminos de la filosofía —a mi modo de ver— es nuestro interés por profundizar o por indagar en esa intuición inicial que nos ha sobrecogido y que nos ha embargado, motivo por el cual dirige inicialmente nuestros pasos. Por lo general, entusiasmados, estudiamos e investigamos, interesados más en su profundización y conocimiento que por su definición objetiva, por su análisis riguroso. Solemos descubrir un ámbito filosófico en el que se trata aquella primera intuición que no sabíamos definir muy bien, y nos zambullimos en él implicados, dispuestos a iniciar una aventura que no sabemos muy bien cuándo acabará ni cómo, sumergidos en un océano del que apenas podemos vislumbrar un entorno reducido. La filosofía se caracteriza inicialmente por ser más intuitiva, incluso difusa, con horizontes abiertos y argumentos incipientes seguramente susceptibles de ser precisados.

Pero los años van pasando y el filósofo, en su crecimiento, no se debe quedar aquí, sino que debe intentar, sobre todo, dar solución a dos cuestiones. La primera es delinear del modo más preciso posible los contornos de su idea, de su intuición, de su problema, algo que, aunque resulte paradójico, va aprendiendo a hacer con el paso de los años; la segunda, conectar dicha intuición con la realidad, enlazar su problema en el contexto más amplio de la siempre problemática realidad. Esto, que es algo fácil de comprender, es muy difícil de llevar a la práctica y, por lo general, sólo los grandes son capaces de hacerlo, frecuentemente poco a poco, madurando su propio pensamiento a lo largo de los años, dando lugar a las conocidas ‘etapas’. Estas etapas surgen de la propia evolución de los filósofos, tanto a nivel estrictamente académico como también personal, y seguramente, mientras están sucediendo en la práctica, ellos no las vivan como tales. Sólo con el poso y la serenidad que produce la experiencia de la vida, y echando la vista atrás, se podrán identificar períodos en los que el marco desde los que tratar esas cuestiones fundamentales que lleva arrastrando desde siempre poseen caracteres definidos.

Si quiere ser filosofía, aquello que vayamos averiguando no puede ser dicho de cualquier manera. No toda expresión de ideas es una expresión filosófica, pudiendo quedar reducida a mera opinionitis. Esto ocurre cuando, lejos de un mayor compromiso con el diálogo riguroso, nos limitamos a verter sobre el papel, sin mucha reflexión y con cierta premura, meras ocurrencias o ideas precipitadas; lo que en definitiva no es sino muestra de pereza intelectual. La filosofía requiere esfuerzo, es muy exigente, y solicita muchos recursos, si se quiere hacer bien.

A menudo estas ligerezas se esconden bajo una expresión elegante y fluida, debajo de la cual yacen errores de información, ideas apenas entrevistas, conclusiones precipitadas. La ocurrencia sustituye el esfuerzo tenaz necesario para expresar filosóficamente una idea original, primando el comentario superficial sobre el estado de las cosas en prejuicio del auténtico pensar filosófico. En ocasiones tiene más éxito el escritor atrevido, desafiante, que, saliéndose de los modos habituales llama la atención por su condición alternativa, que el humilde investigador y trabajador que siempre duda de si su idea está lo suficientemente elaborada o si, por el contrario, todavía requiere más trabajo e investigación.

El ensayo, el auténtico ensayo, tiene que ver con esto: surge de una idea original, aún difusa, cuya formulación no es explícita, por tratarse todavía de una idea en construcción, y que va definiéndose conforme se piensa y se escribe con el paso de los años.

2 de noviembre de 2021

Más allá del conformismo

Uno de los textos más enjundiosos de la historia de la filosofía es, a mi modo de ver, la pequeña carta que Kant escribió en 1784, apenas comenzada la que se conoce como su etapa crítica; me refiero a su “(Respuesta a la pregunta) ¿Qué es la Ilustración?”. Aparecen en ella muchos temas, de los cuales quisiera destacar hoy uno, que tiene que ver con el equilibrio que tiene que mantener cada ciudadano entre el ejercicio de su libertad y el hecho de deberse de alguna manera a la sociedad en la que vive, a la que se tiene que adaptar respetando sus normas; texto publicado ―no lo olvidemos― en un ambiente internacional bastante alterado, a causa de los sucesos que se estaban dando en Francia y que cristalizarían pocos años después en la revolución.

Kant conceptúa estos dos modos de nuestro comportamiento distinguiendo entre el uso público y el uso privado de la razón, respectivamente. La razón según el uso privado debe esforzarse por mantenerse dentro de los cánones establecidos por el sistema social, sobre todo para que dicho sistema pueda ser funcional; uno tiene que comportarse conforme se espera de él, no puede salirse del guión establecido, en el mejor de los sentidos. Por ejemplo, un funcionario no puede estar cuestionando continuamente su tarea, sino que se debe adaptar a lo que hay, y ejercer su función del mejor modo posible, para contribuir a la buena marcha de la sociedad. Este uso público es necesario, y no va en contra del progreso ilustrado, en estos términos que comentamos. Pero eso no quita que tal ciudadano pueda pensar por sí mismo: es lo que tiene que ver con el uso público de la razón, el cual puede ejercitar siempre que no suponga un padecimiento en lo que tiene que ver con sus ocupaciones anteriores. Un uso que es estrictamente libre, expresado o manifestado abiertamente, sin ánimos violentos, sino desde la reflexión crítica con las costumbres asumidas. Todo ciudadano, hasta el más vinculado con la administración del Estado, está solicitado a realizar cualquier observación que estime oportuno para someterla al juicio público: debe pagar sus impuestos, pero muy bien puede hacer un juicio crítico del sistema fiscal, por ejemplo.

A juicio de Kant, y con los vientos revolucionarios de la vecina Francia soplando muy próximos, este espíritu crítico —que daba por supuesto, aunque no ingenuamente— debía ser atemperado para no generar violencia en la consecución de sus éxitos: él entendía que una revolución suponía cambiar un naipe por otro, unos dirigentes por otros, manteniéndose en el fondo todo igual, y que el verdadero cambio (ilustrado) suponía la modificación de la sociedad pero con espíritu crítico, con serenidad y con seguridad.

¡Qué lejos queda en nuestra sociedad ese compromiso crítico y constructivo por su mejora y progreso, lejos de enfrentamientos polarizados! Aunque quizá lo más frecuente, independientemente de esos focos polarizados y extremistas, sea ―como ya denunciaba Rof Carballo hace unas décadas― un cómodo conformismo. Ciertamente, para poder vivir en sociedad un cierto grado de conformismo es necesario (lo que equivale al kantiano uso privado de la razón), pero seguramente en nuestros tiempos este conformismo, con todos los accidentados movimientos tanto políticos, como sociales y económicos, esté ciertamente acentuado. ¿Por qué? Pues porque es muy difícil hoy salirse de lo comúnmente establecido; se está cómodo dentro del pensamiento generalizado, y todo lo que se salga de ahí supone un heroísmo que no se está en condiciones de asumir.

La explicación que da Rof es interesante, y lo enlaza, en línea con lo que en su día hiciera Ortega, con el alivio que un individuo alcanza cuando se siente en el seno del grupo, de la masa. Dentro del grupo uno se siente seguro, y encuentra las seguridades que no encuentra… ¿dónde?, pues en sí mismo, en su propia persona. Es común que las situaciones novedosas generen cierta incomodidad, cuando no cierta angustia que sólo se puede superar cuando uno sabe lo que quiere y se siente capaz de conseguirlo.

Y el caso es que este tipo de seguridad no es la que propicia la sociedad, una sociedad que suele ofrecer, no la educación que uno necesita, sino la que necesita él (el Estado), entendiendo educación en sentido amplio. No es casualidad que cada vez se viva con más celeridad, con un exceso progresivo de información que impide el pensamiento crítico, con relaciones fugaces que dificultan establecer lazos de confianza, con inacabables ofertas de distracción y evasión… Como dice Rof, no hay así oportunidad de que la personalidad de uno vaya creciendo con sosiego, orgánicamente. Todo lo cual repercute en que somos mucho más manipulables: nuestro pensamiento es fácilmente dirigido por los refinados recursos de la propaganda y publicidad, tanto comerciales como políticos. Curiosamente, Hegel ya se quejaba de que la sociedad moderna (la de su tiempo) era una sociedad acelerada, burocratizada… todo lo cual le impedía poseer la serenidad suficiente para poder apreciar las cosas importantes del espíritu, con el subsecuente prejuicio para nuestras vidas. ¡Qué diría si levantara hoy la cabeza!

26 de octubre de 2021

Días de silencio, días de contemplación

Uno de los grandes misterios de la persona, a mi modo de ver, es la experiencia que en ocasiones tenemos de nosotros mismos de un calado inusual, y que no sabemos muy bien cómo expresar. Hablamos de niveles de profundidad, porque esa experiencia no es asimilable al modo habitual en que nos situamos en nuestras vidas, más ‘de superficie’, sin que ello conlleve ningún matiz peyorativo. Este tipo de experiencias que comento, experiencias de profundidad, pertenecen a una dimensión con la que no estamos familiarizados y, sin embargo, suponen pequeños oasis en nuestras existencias en los cuales parece que, sin saber muy bien cómo, tenemos noticia de nuestra intimidad de un modo especial, inefable.

Estos estados no se pueden alcanzar a golpe de voluntad; lo más que podemos hacer es crear las condiciones para que se den, para que se silencien nuestras ajetreadas facultades, y permitan que nuestra intimidad se haga presente, una intimidad usualmente ahogada por el ruido ensordecedor de nuestras vidas. Y es que el silencio es el único camino para experienciar nuestra intimidad, más allá de las palabras, más allá de las emociones y más allá de nuestras acciones.

El silencio contemplativo nos ayuda a descondicionarnos, a eliminar todos esos ruidos que, acostumbrados a ellos, ya no nos molestan, pero que impiden una vivencia personal fresca, una vivencia originaria. Conforme nos descondicionamos aprendemos a entrar en el mundo de lo ‘no condicionado’, momento en el que empieza a darse un sorprendente proceso de personalización. De todo esto, lo más difícil es, sencillamente, darse cuenta. Días de silencio, días de contemplación.

19 de octubre de 2021

El 'conocimiento estético'

Como decía en este post, podemos plantearnos ampliar nuestro conocimiento de la realidad de distintos modos; no siempre nos contentamos con aquello que nuestros sentidos nos ofrecen primariamente, sino que tendemos ir más allá. Vimos que un modo de entender ese ‘más allá’ es el científico, el cual por su propia índole trata tanto de ahondar en la investigación de lo real, así como de situarle en un ámbito más amplio al que pertenece. Otro era el filosófico, el cual cambiaba la clave del conocimiento para, sin olvidar el conocimiento científico, tratar de trascenderlo buscando interrogantes sobre la realidad que ya no serían estrictamente hablando científicos, sino meta-científicos, metafísicos. Hoy quisiera presentar un tercero además del científico y el metafísico: el estético. Quizá sirva de puente entre ambos.

Pensemos en un cuadro. En primera instancia podemos aprehenderlo cognitivamente, como una serie de figuras dibujadas con unos contornos y con unos colores, que nos transmiten una determinada escena o una determinada imagen, que identificamos: un paisaje con unos árboles y con una casa, un bodegón con determinadas frutas, un retrato de una persona que nos recuerda a un pariente lejano… Pero el caso es no es éste el modo más recomendable para contemplar el cuadro: fijarnos en la información que contiene y ya está; podemos intentarlo de otro modo: viendo más allá de lo que en primera instancia nos ofrece.

Cuando realizamos esto, se genera en nosotros una noticia que se escapa a lo conceptual, a lo conocido, y que tiene que ver con lo que tradicionalmente se conoce como experiencia estética, en la que se produce no un conocimiento al uso, sino un conocimiento de carácter intuitivo, para lo cual hay que ser capaces de ejercer una mirada como de segundo orden, que diría Hartmann.

Si nos fijamos, en aquello que nos es ofrecido a los sentidos, no todo es susceptible de ser conocido cognitivamente, sino que aquello que se nos ofrece puede ser aprehendido desde otra clave. Me explico. Pensemos en un texto poético, o en un cuadro. En la época moderna ya se ponía de manifiesto que la contemplación de una imagen artística, despertaba en nosotros unos sentimientos que ya no eran como las pasiones inferiores tan denostadas en la época, sino que era un sentimiento diferente que no era rechazable sino que nos hacía participar de las cosas, pero de otro modo.

El cuadro que comentaba al principio (o una poesía, o una escultura, o la música,…) dice mucho más de lo que aparece ‘literalmente’ ante nosotros. Igual ocurre con un poema: puedo leer literalmente el texto, pero con ello probablemente me habré perdido todo; si soy capaz de leerlo desde esa otra clave, líricamente o estéticamente, alcanzaré una comprensión del texto totalmente diferente. A mi modo de ver, toda obra de arte nos remite más allá de sí misma, nos catapulta diciéndonos algo más de lo que físicamente nos presenta, transportándonos a otros ámbitos de relación o de encuentro.

Podemos plantearnos: ¿es real o no aquello a lo que nos remite una obra de arte? Físicamente es lo que es (un conjunto de dibujos, unas frases escritas, cuerdas vibrando en el aire…), pero ―como digo― el arte no es sólo eso, sino que es mucho más. ¿Qué es todo ‘ese más’? ¿Es algo real o no? ¿Se queda únicamente en mi experiencia interna, o me ofrece algo que efectivamente excede mi subjetividad? ¿Se acaba la realidad de la música, de la poesía, en todo eso que primariamente se nos presenta a los sentidos o hay algo más? Y si hay algo más, ¿qué es?

12 de octubre de 2021

Los modelos matemáticos y los mapas de la modernidad

Comienzo este post con dos ideas, que me han surgido a colación de una conversación que mantuvimos el otro día en clase. La primera tiene que ver con el hecho de que, para aquellos sistemas formales en los que el correlato con la realidad no es evidente, comentábamos que precisaban de un modelo que les sirviera de referente, en base al cual podían construir una imagen de dicho sistema, y le sirviera a la vez de criterio para establecer el valor de verdad de sus teoremas. Este modelo no es en absoluto algo evidente, sino que muy bien puede poseer un carácter abstracto que dificulte su representación, pues no necesariamente ha de adecuarse a nuestro modo natural de entender el mundo. En sentido amplio, el modelo podría entenderse como una representación construida a partir del sistema formal, y que a la vez sirve de marco de referencia. La segunda idea tiene que ver con el hecho de que los físicos son conscientes de que en la matemática hay muchos modelos, hay muchos mundos posibles, y no todos necesariamente nos pueden decir algo del mundo de la naturaleza, del mundo en el que vivimos y en el que nos movemos, que es el que ellos estudian. Ya de Broglie ponía de manifiesto cómo, desde la perspectiva matemática, los sistemas axiomáticos son simplemente sistemas cuyo valor estriba en la coherencia interna, cuando lo que busca el físico es si esos sistemas reflejen la realidad de las cosas. «Entre las teorías lógicamente posibles, las hay, sin embargo, que están más cerca de la realidad física, mejor adaptadas en todo caso a la intuición del físico y más aptas a secundar sus esfuerzos». Ello nos lleva a un segundo problema, como es el de la posibilidad de que ‘este modelo’ en concreto sirva para describir la realidad o no.

El reto es ciertamente complejo. Porque ese modelo matemático no se crea de buenas a primeras, sino que se va creando conforme el propio sistema formal se va desarrollando, y ya digo, por lo general con un carácter bastante abstracto. El modelo es como una foto: mediante el juego de los axiomas, las reglas de transformación, etc., se van obteniendo los distintos teoremas y, en consideración con todo ello se va elaborando el modelo. Para que el modelo sea adecuado, su construcción debe ser coherente; y así, una vez ha sido creado, sirve para contrastar las verdades de los sucesivos teoremas que se vayan demostrando. Y hay que ver si ese modelo construido únicamente a base de condicionantes internos (del propio ejercicio matemático) puede decirnos algo válido de la realidad natural, y en qué medida lo puede hacer. ¿Es verdadero? ¿Representa de alguna manera, aunque sea imperfectamente, la realidad de las cosas?

Si lo pensamos, parece que esto sea un contrasentido: elaboramos un sistema axiomático el cual nos da lugar a un modelo, el cual nos sirve posteriormente para calificar la verdad o falsedad de los sucesivos teoremas; estando por ver, además, que dicho modelo se adecúa o no a la realidad física. Pero es así. Estos modelos bien pueden llevarnos a realidades imaginarias, bien pueden llevarnos a nuevas representaciones de lo real ajenas a nuestra experiencia actual, ayudándonos a comprenderla mejor (caso paradigmático es el de la geometría de Riemann y la curvatura del espacio-tiempo según la teoría de la relatividad de Einstein).

Ya digo, comentando esto el otro día en clase se me ocurrió una analogía que puede ser útil para clarificarlo. Pensemos en un mapa geográfico; pero un mapa no de los actuales, sino de los de hace algunos siglos, cuando se comenzaron a surcar los mares. Si ahora observamos un mapa actual, seguramente obtenido mediante satélites, etc., veremos que son de una exactitud asombros; muy distinto es observar un mapa de los que elaboraron en su día los primeros navegantes. De hecho, cuando ahora vemos esos mapas, los vemos deformados. La diferencia está en que los mapas actuales son tan exactos porque se han podido elaborar ‘desde fuera’, desde un punto de observación distante, lo que permite una perspectiva óptima; pero estos navegantes aventureros sólo podían hacer sus mapas ‘desde dentro’, desde los mismos mares, costas y tierras que estaban tratando de representar.

Imaginemos que somos uno de esos primeros geógrafos, el famoso Abraham Ortelius, por ejemplo; y que, después de un período de intenso trabajo, elaboramos un mapa, mediante el cual representamos una zona geográfica del globo, según nuestras posibilidades. No necesariamente coincide con la realidad (de hecho, no coincide) pero a nosotros nos sirve. Incluso, una vez dibujado, muy bien lo podemos utilizar para medir distancias, ubicar pueblos y ciudades, etc. Tomándolo como referencia, podemos saber si es cierto que dos ciudades están cercanas, o si este golfo tiene esta extensión o no, etc. Pues bien, este mapa puede considerarse un modelo de la realidad. Seguramente otro geógrafo elaboraría un mapa diferente, obteniendo un modelo distinto. Pero todos estos mapas serían modelos de la realidad, representaciones suyas, independientemente de que algunos fueran más adecuados que otros, o que incluso no tuvieran nada que ver con ella. En todos los casos, haría falta contrastarlo con la realidad de las cosas (que es lo que hizo Einstein con la geometría de Riemann). De alguna manera el modelo se construye ‘desde dentro’, desde el trabajo del geógrafo o del matemático, con la idea en principio de que pueda ser de utilidad para comprender la realidad de las cosas, para lo cual hará falta calificarlo ‘desde afuera’.

Creo que esta idea nos puede servir para comprender mejor lo que es el modelo para las matemáticas. La utilidad que tiene el modelo es importante, como la tiene un mapa. Si queremos saber la distancia de una ciudad a otra, no hemos de medirla in situ sino que podemos medirla sobre el mapa, algo que desde luego es mucho más sencillo. Con el modelo matemático ocurre algo igual: una vez ha sido elaborado y contrastado, sirve de un modo más sencillo para calificar los teoremas y las proposiciones. En un sistema formal, todo modelo tiene que ver de algún modo con la interpretación del sistema; se va confeccionando a la luz de los axiomas, reglas, etc., y a la vez estos deben ser consistentes con tal interpretación. Una vez hecho esto, hay que seguir comprobando que todos los teoremas que surjan según las reglas de transformación, que las proposiciones resultantes continúen siendo verdaderas, para lo cual nos sirve dicho modelo: si el modelo es verdadero, y el teorema ‘encaja’ en él, será verdadero también. De este modo se puede afirmar, con Raguní, que «la regla [las reglas de transformación] cuando actúa sobre axiomas interpretados en el modelo, produce teoremas verdaderos en el modelo, sobre los cuales puede todavía actuar produciendo otros teoremas verdaderos. Y así sucesivamente producirá sólo teoremas verdaderos para el modelo». Así, cada vez más enunciados formales del sistema irán resultando proposiciones verdaderas, consolidando así dicho modelo.

Pero también tiene otra utilidad muy importante, como es la de ahorrarnos mucho trabajo a la hora de establecer o de aplicar la verdad de un teorema en un sistema de cálculo formal, el cual puede ser visto a la luz de distintos modelos; así, «cualquier teorema, aunque sea formidablemente largo y difícil (tal vez descubierto también gracias a la ayuda ‘visual’ de un modelo concreto), vale automáticamente (esto es, sin necesidad de repetir la demostración) para todos los modelos correctos con respecto a las reglas de deducción del sistema».

Esto es especialmente interesante, por dos motivos. Primero porque, para la confección de dicho sistema formal, no viene mal ‘echar mano’ de la experiencia que podamos tener con el entorno o con otros modelos, y que nos sirva para desarrollar ciertos teoremas a los cuales quizás no hubiéramos llegado de no contar con esa experiencia (procedimiento que, como se puede suponer, no es exclusivo, y muy bien los teoremas pueden derivarse según el desarrollo meramente formal, que es de hecho como suele ocurrir). Y el segundo porque, si nos fijamos, no tiene sentido hablar de verdad en el seno de un sistema formal. ¿De qué verdad estamos hablando? En principio, toda verdad lógica es una verdad inherente a un sistema, y sólo concierne a la coherencia interna del mismo. Pero ¿nos referimos a esto cuando hablamos de verdad?, ¿no pensamos en el correlato con la realidad de un pensamiento, o de un juicio? En este sentido y en este contexto, sólo cabría hablar de verdad según la interpretación que se dé a los símbolos y a las reglas del sistema formal; es decir, sólo cabe hablar de verdad cuando los referimos a los modelos, de modo que se puede afirmar que «la utilidad indiscutible del lenguaje matemático se pone de manifiesto sólo cuando éste viene interpretado por los modelos correctos, concretándose así en proposiciones significativas». Ya digo, otra cosa es que dicho modelo tenga que ver algo con la realidad. Nosotros podemos confeccionar un sistema axiomático, coherente en sí mismo, pero que, en definitiva, poco nos diga de la realidad. De eso ya se ocuparán los físicos.

Resuenan aquí las palabras de Russell, cuando dijo que los matemáticos no son sino un conjunto de personas hablando no se sabe de qué, ni sabiendo si lo que dicen es verdadero o no. Lo que hace un sistema formal no es sino establecer un lenguaje depurado de cualquier significado semántico, para quedarse en el mero valor simbólico que el propio creador le haya querido dar, separándolo de cualquier lenguaje al uso. Tendremos así, un sistema formal, coherente en sí mismo, que es susceptible de ser verificado por su consistencia ante modelos… verdaderos. A veces dirigirán el concierto los modelos verdaderos, a veces dirigirá el concierto el sistema formal, ofreciéndonos nuevos modos de comprender lo real.

5 de octubre de 2021

Un encuentro (literario) oportuno

Decía François Mauriac que, en su opinión, los encuentros en la vida casi nunca se dan en el momento favorable. Y lo justifica mediante su propia experiencia ―la verdad es que no muy afortunada en este sentido― que relata en un texto de su bloc de notas. Dice: «Un día en casa de una amiga, un amable austríaco me hizo grandes cumplidos que yo escuché, cortés y distraído; era Rilke, del que desconocía casi todo. Otra vez quizá hablé con Hoffmansthal, ¡pero ni siquiera estoy seguro de ello! Creo haber entrevisto en casa de Daniel Halevy a un inglés escuálido e hirsuto que se preparaba para morir: era D.H. Lawrence. No había leído nada de él y apenas le miré».

He leído esta cita en un libro delicioso e instructivo a la par, Medicina y actividad creadora, de una de las figuras intelectuales más potentes del siglo XX español, e injustamente de las más desconocidas: me refiero a Juan Rof Carballo. Un autor sorprendente, no sólo por sus conocimientos médicos y fisiológicos sobre el ser humano ciertamente avanzados para su época, sino también por sus amplios conocimientos literarios e incluso filosóficos, codeándose con la intelectualidad más destacada de la España de entonces. No en vano, y supongo que tampoco por casualidad, este libro que comento fue publicado en Revista de Occidente.

Con la sensibilidad que le caracteriza, dice Rof comentando este pasaje de Mauriac que, efectivamente, estos encuentros o desencuentros afortunados o desafortunados pesan sobre nuestras vidas, poseen efectos cuyo alcance desconocemos. Creo que todos tenemos experiencia de citas a destiempo cuyas consecuencias suelen ser difíciles de reparar. Sin embargo, el autor español es más positivo que el francés; Rof cree que, de hecho, no es tan cierto que el encuentro oportuno casi nunca ocurra, todo lo contrario: para Rof «aun sin darse cuenta de ello, la vida de la mayoría de los mortales está colmada de providenciales azares, de citas a las que, de manera inconsciente y sin merecerlo, llegamos con la precisa oportunidad». Y ello no depende de ser más o menos listos, pues hasta los más sabios (¡el mismo Mauriac!) pasan por delante de muchos encuentros que el destino les ofrece, sin percatarse de ello. La vida está repleta de huellas que no sabemos identificar.

La verdad es que Mauriac se caracteriza por cierto pesimismo. ¿Cómo lo sé? Pues aquí viene el origen del post, el cual hay que situarlo gracias a un encuentro (literario) oportuno, muy oportuno. Siendo joven, un sacerdote amigo mío ya fallecido, un hombre sabio, y con una mirada profunda y serena sobre la vida, a quien yo quería mucho, me recomendó un libro fantástico.

Que yo recuerde, durante todo el tiempo que compartimos sólo me recomendó tres: Esperando a Godot, de Beckett; Introducción al cristianismo, de Ratzinger; y al que me refería: Literatura del siglo XX y cristianismo, una obra escrita en seis tomos por el sacerdote belga Charles Möeller, y traducida por uno de los mejores traductores en España: Valentín García Yebra. Pues bien, creo que la lectura sobre todo de esta tercera obra fue uno de esos encuentros oportunos que el destino depara, en este caso en mi vida. En cada uno de los tomos analiza Möeller varios escritores contemporáneos (del siglo XX), agrupados en torno a un eje temático que los hilvana. El primero habla de Camus, Gide, Huxley, Weil, Graham Greene, Julien Green y Bernanos, en torno al tema del silencio de Dios. Otros tomos giraban en torno a la esperanza, la figura de Jesucristo, o en torno a la existencia humana articulada en torno al exilio y al regreso, en cada uno de los cuales analizaba la obra de diversos autores: Jean Paul Sartre, Marguerite Duras, Miguel de Unamuno (único español que aparece, por cierto), Kafka… en fin, la flor y nata de las letras del siglo XX.

Cuando una vez me preguntaron, si me fuera a una isla desierta, qué obra me llevaría, seguramente ésta sería una de las candidatas. Con una pluma cautivadora, y un conocimiento sorprendente, Möeller nos introduce en las vidas de los protagonistas, desde las cuales poder comprender mejor su producción literaria. Y me enseñó a leer; me enseñó a no contentarme con las obras más conocidas de los autores, sino a bucear en su universo literario de la mano de sus biografías, intentando mirar más allá de lo que a primera vista se ve. Estuve disfrutando de esta obra varios años (son seis tomos), pues a la vez que leía el capítulo correspondiente a un autor, intentaba, en la medida de mis posibilidades, leerme algunas de las obras comentadas.

Pues bien, en el último de ellos descubrí a François Mauriac, a quien describía (hablo de cabeza) como un hombre intelectualmente muy preparado, con un tono vital ligeramente melancólico, pero con una sensibilidad excepcional para descubrir las motivaciones profundas que nos mueven a las personas. Recuerdo muy bien cuando leí su Nudo de víboras, novela que me impactó al mostrar las intenciones ocultas que aparecían enfrentadas en el seno de una familia no muy bien avenida…

Este post venía motivado por esta paradoja. Frente a la opinión de Mauriac, me siento más afín a la de Rof Carballo, en lo que se refiere a que hay en la vida muchos encuentros oportunos, de la mayoría de los cuales no somos conscientes, pero que nos dejan huella indeleble, que podemos identificar cuando las canas empiezan a aparecer y uno mira hacia atrás. Y así fue cómo yo conocí precisamente a Mauriac, gracias a Möeller, para adentrarme literariamente de su mano en el que quizá sea ―como dice Rof― la mayor de las aventuras que nos han invitado a vivir los grandes hallazgos del siglo XX: el descenso a las profundidades del subconsciente.

28 de septiembre de 2021

Imaginación e intuición: el solitario juego creador

Sabido es que Louis de Broglie fue uno de los grandes protagonistas del giro que sufrió la física durante las primeras décadas del siglo XX. Su década dorada fue la década de los años veinte, concretamente de 1919 a 1928, cuando dio a conocer su teoría del carácter ondulatorio de las partículas subatómicas. En uno de los tantos discursos que realizó (en concreto el pronunciado a causa de la entrega que se le hizo de la medalla de oro de la investigación científica en su país, en 1956), explicaba su modo de trabajar, de investigar, de hacer ciencia, y confesaba que difícilmente hubiera podido realizar su aportación sin momentos de soledad; no sólo gracias a los equipos con los que trabajó ―que también¬― sino sobre todo a la soledad, pudieron ir fraguando sus ‘meditaciones científicas’ y cristalizando en su teoría sobre el comportamiento ondulatorio de las partículas.

Dicha soledad tenía una doble vertiente: una buscada, y otra impuesta. La primera, más de carácter personal, en el sentido de que buscaba esos espacios para poder ir contrastando, pensando, analizando sus teorías. La segunda, más de carácter público, tenía que ver con el hecho de que, en realidad, pocos colegas podían seguir entonces el ritmo de sus elucubraciones, por lo que poco podía ir compartiendo con ellos, pocas ideas podían ser intercambiadas con los demás, además de que, ciertamente, no había excesivo interés en la todavía desconocida teoría de los quanta.

Un dato significativo de ello es el inicio de un pequeño seminario de investigación en el comienzo de su etapa en la educación superior, al que sólo asistían tres estudiantes (estudiantes que, con el tiempo, por cierto, se convirtieron en científicos de prestigio). Un seminario que, por otro lado, ha ido creciendo progresivamente y que, a la altura de la fecha de este discurso, a mediados de los cincuenta, contaba ya con medio centenar de colaboradores. Por suerte o por desgracia, y como suele ocurrir en la vida académica, su creciente reconocimiento en el panorama científico nacional e internacional se fue traduciendo en nombramientos y cargos de prestigio, y con una buena carga añadida de gestión, lo que le impidió seguir con sus reflexiones y meditaciones científicas.

Pero a lo que iba. En su opinión, fue gracias a esos espacios de soledad que pudieron ser fructíferas otras facultades humanas ‘poco científicas’, a saber: la imaginación y la intuición; facultades que él articula sorprendentemente ―por lo menos para mí― en torno al juego, a la actitud lúdica de la que tanto hablaron Schiller, Huizinga, d’Ors o Gadamer. De Broglie se hacía eco del horizonte que abre cada nuevo descubrimiento, cada nuevo paso en la investigación, excitando el asombro y suscitando nuevas curiosidades, a la vez que avisaba de cómo la especialización y la rutina contribuían a reducir esos horizontes, haciendo más difíciles ‘las comparaciones y las analogías fecundas’, convirtiéndose en una losa para los espíritus difícil de gestionar. El juego, la actitud lúdica, por el contrario, esponjaba a la mente permitiéndole establecer conexiones donde el pensamiento discursivo no alcanzaba.

Curiosamente, sitúa en ello la clave para distinguir la inteligencia humana de otro tipo de inteligencias… llamémosles artificiales. Él hablaba de ‘cerebros electrónicos’, ‘máquinas que piensan’, toda una serie de dispositivos mecánico-electrónicos capaces de sobrepasar, en algunos casos, las posibilidades del cerebro humano. Pero, por muy potentes que sean estas máquinas, en su opinión no podrá nunca, no superar, sino siquiera aproximarse a ciertas funciones del cerebro humano; sí que lo podrán hacer, ciertamente, en todas aquellas que tengan que ver con el cálculo mecánico o con los silogismos lógicos, pero no en todas aquellas que escapen a este ámbito, y que nos introduzcan al ámbito de la sagacidad, de la curiosidad, de la imaginación… un ámbito de nuestra inteligencia difícil de darle una definición precisa, pero que, en su opinión, responde a «una realidad profunda que se oculta bajo estas denominaciones imprecisas». Como muy plásticamente dice, es más que dudoso que las máquinas amen a la ciencia.

La imaginación nos permite representarnos de un solo golpe una porción de la naturaleza poniendo en evidencia algunas de sus veladas articulaciones; la intuición nos hace adivinar repentinamente, mediante un proceso que nada tiene que ver con el silogismo, un aspecto profundo de la realidad. Estos fenómenos, junto con la fascinación que despiertan, son frecuentes en el ámbito de la investigación científica, por no mencionar su fecundidad. No por ello hay que abandonarse ciegamente en ellas, pues muy bien se correría el riesgo de extraviarse si se les diese una cabida demasiado grande; pero no menos cierto es que, sin ellas, no pocos descubrimientos científicos, quizá la gran mayoría, no se hubieran podido dar; como dice el gran físico francés, «la imaginación y la intuición contenidas dentro de justos límites subsisten como indispensables auxiliares del sabio en su marcha progresiva».

Y esto, ¿por qué es así? Si suponemos que el universo es racionalmente cognoscible, presupuesto implícito de la misma ciencia, ¿por qué no pensar que, tras hechos bien observados, descritos de un modo exacto y completo, no basta la secuencia de silogismos racionales para avanzar en el conocimiento? Su respuesta pasa por reconocer que, es tan complejo el mundo, desafía tanto a nuestro entendimiento, además de que no conocemos sino una pequeña porción suya, que precisamos las más de las veces pasar de un razonamiento a otro mediante tránsitos discontinuos, mediante saltos más allá de la razón que son precisamente los que nos proporcionan la intuición y la imaginación. «Rompiendo por saltos irracionales, (…) el círculo rígido en que nos encierra el racionamiento deductivo, la inducción fundada en la imaginación y en la intuición permite por sí sola las grandes conquistas del pensamiento: es el origen de todos los verdaderos progresos de la Ciencia». Aunque no es menos cierto ―como digo― que, por su aspecto eminentemente creativo, lleven aparejado el riesgo de que no se sabe a ciencia cierta hacia dónde van, en tanto que estas facultades están liberadas de la deducción rigurosa, pudiendo extraviar la investigación. Por eso la investigación científica no puede olvidarse de su metodología racional.

Si lo pensamos, es algo paradójico. Una disciplina humana, la científica, eminentemente racional, observa que según sus principios esenciales no puede justificar sus grandes conquistas, sino que precisa echar mano de otras facultades que entran en juego y que propician saltos bruscos que no se pueden enmarcar en la sucesión de los silogismos rigurosos. La ciencia no es sólo razón, sino también juego. Ciertamente, lo que intentará el científico es volver a andar, paso a paso, aquello que se le presentó de golpe, camino que seguirá hasta que pueda volver a jugar y encontrarse con su objeto de estudio estéticamente. «Y es por eso por lo que la investigación científica, si bien casi constantemente guiada por el razonamiento, constituye no obstante una aventura».