25 de febrero de 2020

La aritmetización del sistema de cálculo formal

La verdad es que el planteamiento de Gödel fue complicado. A ver si podemos ir alcanzando poco a poco su comprensión, partiendo de la base que explicamos en el anterior post. A ver si poco a poco podemos ir recogiendo toda la información que hemos visto, para ir dando forma a su planteamiento. Lo primero que hizo Gödel fue establecer un sistema de cálculo formalizado (con todos los ingredientes que ya vimos en este post) en cuyo seno se pudieran expresar las notaciones y relaciones aritméticas corrientes, con sus fórmulas de cálculo en las que se combinan los signos que constituyen el vocabulario fundamental del sistema. También estableció los axiomas, a partir de los cuales se podían ir aplicando las distintas fórmulas en los correspondientes teoremas. Hasta aquí nada nuevo.

Una primera novedad que hizo Gödel fue la aritmetización de este sistema formal. ¿En qué sentido? Lo que hizo fue asignar un número a los signos elementales, a las fórmulas y a los teoremas, número que se conoce como el número de Gödelnumeración que, en principio, alcanza a todos los enunciados, independientemente de si son verdaderos o falsos. En referencia a los signos elementales, les asignó el número tanto a los signos constantes que expresan las operaciones fundamentales (‘no’, ‘si… entonces…’, ‘igual’, etc.), como a las variables numéricas (‘x’, ‘y’ y ‘z’) como a las proposicionales (‘p’, ‘q’ y ‘r’) y a las predicativas (‘P’, ‘Q’ y ‘R’), a base de números naturales, números primos, cuadrados de números primos y cubos de números primos, según el siguiente criterio. Los signos constantes (variables constantes y signos de puntuación) los identificó sencillamente con los números del 1 al 10 (por ejemplo, los paréntesis de apertura ‘(‘ y de cierre ‘)’ con los números 8 y 9 respectivamente; las variables numéricas con los primeros primos mayores que 10, o sea, 11, 13 y 17; las proposicionales con los cuadrados de éstos; y las predicativas con sus cubos. Así, por ejemplo, el número 11 equivale a ‘x’, el 13² a ‘q’ y el 17³ a ‘R’.

A partir de ahí, estableció también el modo de asignar números a las fórmulas y a los teoremas, mediante una serie de normas que él estableció. Quizá el mejor modo de explicarlo sea con un ejemplo. Pensemos en la siguiente fórmula: ‘todo número tiene un sucesor inmediato’; expresado como una fórmula, se puede decir que ‘hay una x, tal que x es el inmediato sucesor de y’. Y en notación aritmética, (∃x)(x=sy). Cada uno de estos signos tiene ya establecido un número: ‘(‘ el 8; ‘’ el 4; ‘x’ el 11; ‘)’ el 9; ‘=’ el 5; ‘s’ el 7; e ‘y’ el 13. Pues bien, el número asociado a esta fórmula se obtiene elevando los sucesivos números primos a las potencias establecidas por los números asociados a cada signo, multiplicándolos. Como la fórmula tiene 10 elementos, necesitaremos una serie de 10 números primos, que será: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23 y 29. El número de Gödel de esta fórmula sería el resultado de multiplicar todos los números primos, elevados cada uno a la potencia que define el valor de cada uno de los signos que intervienen en la fórmula. Así el resultado sería elevar 2 al número de (; 3 al número de ∃; 5 al número de x; etc. Y sería este resultado: 28 · 34 · 511 · 79 · 118 · 1311 · 175 · 197 · 2313 · 299. Es una metodología no demasiado compleja, pero sí farragosa. Pero, de este modo, a cada fórmula se le aplicaría también un número. Y, de manera análoga, a toda secuencia de fórmulas: supongamos las fórmulas (1), (2) y (3) con sus números de Gödel respectivos n1, n2 y n3. Dicha secuencia tendría el número de Gödel siguiente: 2n1 x 3n2 x 5n3.

¿Qué ha conseguido Gödel con esto? Pues aritmetizar completamente todo el cálculo formal de su sistema. Ha logrado establecer una correspondencia entre los elementos y fórmulas de su sistema y ciertos elementos de la serie natural de los números enteros. Mediante dicho método, toda expresión formal tiene su correspondiente número de Gödel. Y tiene uno y no otro. De modo que conociendo uno de estos números, podemos determinar perfectamente de qué fórmula se trata. Y además, dado un número entero cualquiera, podemos averiguar si es un número de Gödel o no; es decir, si responde a una expresión concreta la cual puede ser ‘recuperada’ o ‘restaurada’ a partir de él. ¿Por qué? Si es un número del 1 al 10, es evidente que el signo que determina se puede identificar, porque así se ha definido. Si es mayor que 10, tal número puede ser descompuesto en factores primos y, a través de ellos, identificar sus elementos. Dicen Nagel y Newman: «Si es un primo mayor que 10 o la segunda o tercera potencia de este primo, es el número de Gödel de una variable identificable. Si es el producto de primos sucesivos, cada uno elevado a alguna potencia, puede ser el número de Gödel de una fórmula o de una secuencia de fórmulas», las cuales pueden ser identificadas exactamente, y reconstruir la expresión a la que se refieren.

Por ejemplo: sea el número 243.000.000. ¿Es un número de Gödel? Su descomposición en números primos es la siguiente: 26 · 35 · 56, por lo que apunta maneras. Se trataría de una fórmula de 3 elementos (porque hay tres números primos: 2, 3 y 5), elementos que son los que se corresponden con los números respectivos de los exponentes: 6, 5 y otra vez 6; que, según sus definiciones previas, son el número 0, el signo ‘=’, y otra vez el número 0. O sea, la expresión es 0 = 0. Nos damos cuenta de que al número de Gödel 243.000.000 le corresponde la expresión 0 = 0. Operando al revés, partiendo de la expresión 0 = 0, habríamos llegado al mismo número de Gödel, 243.000.000.

Con esto no hemos hecho más que empezar. El siguiente paso tiene que ver con la aritmetización ya no de los elementos propios del sistema formal, sino de enunciados meta-matemáticos. Pero eso lo dejo para el siguiente post.

18 de febrero de 2020

Realidad y cosa-realidad en Zubiri

Hablábamos en otro post de la diferencia entre realidad y ser en Zubiri. Hoy vamos a tratar otro tema cercano a éste. La congenereidad entre realidad e inteligencia es un dato fundamental de Zubiri. Quizá podamos decir que es ‘el’ dato. De hecho, tal es el acto primario de la inteligencia, aprehender realidad, aprehender las cosas como ‘de suyo’. La inteligencia tiene primariamente una función biológica, a saber: hacer viable al ser humano evolutivamente hablando, como consecuencia de su hiperformalización; aprehendiendo las cosas como de suyo, puede enfrentarse a ellas, puede suspender la respuesta y optar, ya no se ve determinado por sus instintos (a pesar de tener tendencias), etc. En resumen, aprehende según la formalidad de realidad.

El hombre se relaciona con las cosas aprehendiéndolas como de suyo; es lo que denomina ‘aprehensión primordial de realidad’ (o mejor, como le escuché recientemente a Diego Gracia, momento primordial de la aprehensión, pues es una constante en ella, siempre está presente en toda aprehensión). No existe la aprehensión primordial pura, sino que se da a una con la aprehensión de las cosas. Dicha aprehensión, pues, tiene dos momentos: el material y el formal, el contenido y el que ese contenido sea ‘de suyo’. El fenómeno mediante el cual esto ocurre es actualización. La cosa le es actual al ser humano realmente.

En los textos zubirianos hay una anfibología del término realidad, ya que en algunos textos se refiere con él a todo lo que existe, y en otros a la formalidad desde la que el ser humano aprehende eso que existe. Se suele decir que se trata en un caso de realidad como contenido y en el otro de realidad como formalidad. Sería oportuno distinguir, entonces, entre ‘cosa-realidad’ y ‘realidad’.

Realidad tiene que ver con actualización en inteligencia sentiente, con cómo queda la cosa en la inteligencia sentiente, con formalidad. Tendemos a pensar que realidad es el conjunto de cosas reales, pero no es así en el pensamiento zubiriano. En alguna ocasión llegó a acuñar el término reidad para distinguir realidad en este sentido (en el de formalidad) del más común de entender la realidad como conjunto de todo lo que existe, pero no ha tenido mucha fortuna. En este sentido, realidad es una formalidad, un modo de quedar las cosas ante el ser humano, precisamente en tanto que reales (también podrían quedar en tanto que estímulos -formalidad de estimulidad, como sabemos- que sería el modo común de quedar las cosas ante los animales).

Por su parte, cosa-realidad, tiene que ver con las cosas que existen, con las que nos relacionamos cotidianamente, digamos, en sí mismas. Digo ‘en sí mismas’ para diferenciarlas de otro concepto clave de Zubiri, como es el de cosa-sentido, es decir, el papel que juegan las cosas en la vida humana el cual, si bien está fundado en su dimensión de cosa-realidad, no coinciden ni mucho menos. A la cosa-realidad le compete el análisis que realiza en Sobre la esencia, referido a su sustantividad, etc. Surge la duda de si cosa-realidad es un concepto límite, hacia el cual tendemos ‘depurando’ nuestras cosas-sentido, pero bueno, no es el lugar de este debate. La aprehensión específicamente humana es actualización en inteligencia sentiente. La noticia que tengamos de las cosas será formalmente real, pues el hombre sólo puede tener noticia de las cosas como de suyo (independientemente de que también se pueda relacionar con las cosas estimúlicamente, lo específicamente humano es hacerlo realmente). Las cosas son las mismas (su contenido) las aprehenda el ser humano o las aprehenda cualquier especie animal, pero no quedan igual: ante el animal quedan como meros estímulos, ante nosotros como ‘de suyo’. Pero las cosas son las mismas.

Sin embargo, el hecho de que un animal las aprehenda estimúlicamente, hace que su aprehensión se acabe ahí, en el mero estímulo. Sin embargo, al aprehenderlas como ‘de suyo’, a esa impresión física (similar a la de cualquier animal) se le une en el hombre otro momento: el de la aprehensión de la formalidad de realidad (gracias a la hiperformalización de su cerebro). Un animal y un hombre perciben lo mismo (sensiblemente, salvo las diferencias derivadas de los distintos órganos perceptivos de cada especie) o, quizá, mejor dicho, perciben el mismo contenido (con las diferencias comentadas en cuanto a sus estructuras perceptivas) pero, en el caso del hombre, dicha aprehensión posee otro momento, el de la formalidad de realidad. El hecho de que el ser humano aprehenda realidad, le permite inteligir en la cosa un momento según el cual dicha cosa es más que su contenido sensible: es precisamente su carácter real. Y esto es fundamental, pues mediante dicho carácter real, tenemos noticia de que la cosa no se acaba ahí, sino que nos abre respectivamente a más allá de ella, nos lanza allende, hacia otras cosas reales.

11 de febrero de 2020

Los límites de la probabilidad cuántica en la percepción

Una aplicación importante de la ley √n que nos explica Schrödinger (y que veíamos en este post), está directamente relacionada con nuestros procesos perceptivos, poniendo de manifiesto lo complejo que sería que dichos procesos se debieran a leyes estocásticas, tal y como acontecen en la materia atómica, y lo diferente que sería nuestra vida, si es que en estas condiciones fuera posible.

Uno de las metodologías que utilizan los científicos para medir de un modo cada vez más fino, es emplear, en la medida en que la tecnología así lo permite, instrumentos de elevadas sensibilidades. Por ejemplo, si se quiere medir la actividad de un determinado campo energético o de fuerzas, que sea lo suficientemente débil, se utiliza un material liviano pendido de un hilo; como se puede suponer, cuanto más liviano sea el material empleado, más débil será la fuerza que lo pueda desplazar de su postura de equilibrio. Éste es el principio de la balanza de torsión, el cual encuentra un límite curioso; es decir, que no siempre es oportuno recurrir a cuerpos cada vez más livianos, ya que a la postre, podía resultar contraproducente. Efectivamente, si se eligen cuerpos cada vez más ligeros, se llega a un momento en que estos cuerpos se ven afectados no tanto por aquello que se quiere medir, como por los choques propiciados por los movimientos térmicos de las partículas que les rodean. Así, no es posible alcanzar una posición de equilibrio a partir de la cual comenzar a medir, por lo que el experimento quedaría imposibilitado.

Ciertamente, este efecto ocurre siempre, aunque, cuando se trata de estudiar fuerzas más elevadas, se puede despreciar sin ninguna alteración significativa del resultado. No obstante, cuando las fuerzas son débiles, hay que afinar y repetir varias veces el experimento para poder eliminar los efectos del movimiento browniano de las partículas sobre nuestro material de medición.

El mismo Schrödinger lanza la idea que me hizo pensar en este post. Porque, si nos damos cuenta, nuestros órganos sensibles no dejan de ser una especie de instrumentos, sensibles a la alteración que les pueda advenir desde el entorno. Si nuestros órganos no tuvieran un tamaño mínimo, difícilmente podrían asumir su función, como es la de ofrecernos una noticia fiable del entorno a la escala en que nuestra vida es viable (y así, con cualquier otra especie). Para tamaños más pequeños, su relación con la realidad sería indefectiblemente diversa, siendo afectados por una información que cualitativamente ya no se debería únicamente a la información que nos pudieran transmitir de nuestro entorno (y que necesitamos para relacionarnos con el mismo), sino que también registraría otra serie de afecciones propiciadas por dicho movimiento browniano. De alguna manera tal información también sería una información del medio, pero no nos ofrecería un contenido informativo válido para poder desplegar nuestras vidas, por lo menos tal y como éstas se encuentran en nuestro estado evolutivo.

Como dice el gran físico, gracias a esto «podemos convencernos de lo inútiles que serían nuestros órganos en el caso de que llegaran a poseer una excesiva sensibilidad». Supongo que lo mismo se podría afirmar de cualquier otra especie.

Creo que esto enlaza con una cuestión especialmente importante, como es qué sea la realidad: ¿la que vemos nosotros, la que ven otras especies, la que detectan nuestros aparatos a nivel subatómico? Normalmente se nos dice que lo que percibimos no existe como tal, que es un constructo nuestro. En mi opinión, esto es una verdad a medias. ¿Acaso, cuando afirmamos que percibimos átomos y quarks, no se trata también de un constructo, de una interpretación de la realidad? Yo creo que sí. Igual que lo mismo acontece ante la percepción de cualquier otra especie. Yo creo que preguntar cómo es la realidad, si cómo la percibimos nosotros, o cómo la perciben los murciélagos, o los delfines, o las hormigas… o que no es ninguna de ellas porque se trata de pequeños corpúsculos de materia y energía, no es una pregunta adecuada.

A mi modo de ver, creo que la realidad es, en todos los casos, un constructo entre la información que nos proporciona la realidad en sí misma, y la elaboración que realice cada especie según sus posibilidades fisiológicas. Decir que una es más realidad que otra creo que no es una afirmación justa. Creo que para poder discernir todo ello, debemos decir en qué nivel de realidad nos situamos. Tan real puede ser un color, como tan irreal si nos situamos en otro nivel de realidad (a nivel fotónico, por ejemplo).

4 de febrero de 2020

El paso en falso de lo total a lo totalitario

Todos nacemos en un determinado contexto socio-cultural, y en él hemos de desarrollar nuestras vidas. Buena parte de éstas se reduce a ser capaces de gestionar nuestras necesidades bio-sociales, en el ámbito que nos es abierto por las posibilidades y oportunidades que nuestro entorno nos genera. Como digo, unas necesidades son biológicas, y otras sociales, sin que se pueda establecer una nítida diferencia entre unas y otras. Si bien al grueso de las especies lo que les importa son las primeras, en el caso humano las segundas alcanzan como mínimo un estatus equivalente, cuando no superior. Ciertamente, toda persona nace en un contexto cultural, social, etc., al que se tiene que adaptar, y en el cual tiene que ser reconocido. Una de sus grandes tareas es la de conjugar su libertad personal con su necesidad de ser reconocido y aceptado, sea el entorno que sea. Su dependencia del entorno es elevada, tanto como que en ocasiones —tal y como nos recuerda Ricoeur— puede llevarle a tergiversar la realidad de las cosas, así como la de sus relaciones.

El equilibro entre la libertad personal y el reconocimiento social puede resolverse de distintas maneras; hay diversas variables cuya combinación pueden dar lugar a muchas posibilidades, posibilidades que quizá se puedan agrupar en torno a dos grandes tendencias, y que seguramente no dependerán sólo del sujeto, sino del contexto en el que se sitúe (independientemente de que contribuya en mayor o menor medida al mismo): son las que el filósofo francés denomina el espíritu de la mentira y el espíritu de la verdad. Será en el seno de estos contextos, tácitos, no explícitos, pero que rigen la vida de las personas, en el que uno aprenderá el modo básico en que irá resolviendo el conflicto personal antes citado. ¿A qué se refiere Ricoeur con ello?

Es común en la actualidad una queja constante de lo que se miente en la sociedad, de lo poco fiel que se es a la verdad (independientemente de lo complejo que sea establecer qué sea la verdad). Muy agudamente, Ricoeur señala que, antes de dichas mentiras, hay algo previo a las mismas, algo previo que, de algún modo, las posibilita, e incluso las facilita o las propicia: es lo que Ricoeur denomina el espíritu de la mentira. Anterior a las mentiras, está el espíritu de la mentira, del mismo modo que, en el sentido opuesto, el espíritu de la verdad está antes que cualquier verdad formulada. Tanto uno como otro se encuentran en un plano pre-comprensivo, existencial se podría decir, primario, sobre el cual se montarán los hechos concretos de nuestras vidas, en los cuales cabe hablar de mentiras y de verdades concretas.  Y no sólo de mentiras y de verdades dichas, sino, sobre todo, vidas mentirosas y verdaderas, que es algo de mucho más calado. La diferencia entre ambos no está en su carácter, sino en la orientación que adquiere su explicitación. Si el espíritu de la verdad implica moverse en un espacio en el cual se aprecia cómo «la cuestión de la verdad culmina en el problema de la unidad total de las verdades y de los planos de la verdad», lo que hace el espíritu de la mentira es contaminar la búsqueda de la verdad en su corazón, es decir: ‘en su exigencia unitaria’.

De lo que se trata es de una actitud compartida radical y de fondo hacia una búsqueda honesta de la verdad, o un ampararse en los propios criterios sin un contraste intersubjetivo válido. En vez de buscar la integración y la armonía en una totalidad de sentido, se prima la disgregación precipitada por la búsqueda egocéntrica como superación del temor existencial. Y ello tiene una consecuencia dramática; en palabras de Ricoeur, «es el paso en falso de lo total a lo totalitario».

Lo totalitario se implanta cuando se ha perdido ese horizonte de verdad, en el que ya ‘cabe todo’; la verdad, humilde y manejable, se ve manipulada por los poderes fácticos de toda índole. Y lo relevante aquí ya no es tanto que se tenga o no razón —que también, evidentemente— sino la no búsqueda compartida de la verdad, la desatención hacia otros interlocutores que, por no compartir unas convicciones, se consideran inválidos, ilegítimos. Como ya decía Stuart Mill en Sobre la libertad, no importa tanto si lo que se afirme sea verdadero o no, como el modo de llegar a esa afirmación; cuando este camino no es el adecuado, cuando se legitima el aislamiento aunque sea de uno solo por ‘no ser de los nuestros’, se genera un cáncer social, una beligerancia militante de la que, con frecuencia, sus propios causantes ni siquiera son conscientes; incluso se vive con cierta euforia, con la satisfacción del vencedor, sin ser conscientes del riesgo de ser devorados por la propia bestia que se ha engendrado. La verdad ya no brota por sí misma, ya no se hace valer por su propio carácter verdadero, sino que se impone con violencia.

Continúa Ricoeur: «este desliz se produce históricamente cuando un poder sociológico inclina y logra reagrupar más o menos completamente todos los órdenes de la verdad y plegar a los hombres a la violencia de la unidad». Y es que lo totalitario tiende a ejercer violencia en todos los órdenes (físico, social, público, político, religioso…) para que se converja hacia ‘su’ verdad; el totalitario es incapaz de asumir humildemente la postura de que, quizás, sólo quizás, no posea la verdad, y que, como mucho, se ha de esforzar por alcanzarla, junto con todos los demás. El que no escucha a los demás, es como si se creyera en posesión de la verdad, no le hace falta escuchar más opiniones; y —se pregunta Stuart Mill—: ¿quién es capaz de saberse en posesión de la verdad?

Quizá el problema más grave no esté en los que se sitúan al otro lado, los que se oponen a la opinión totalitaria, aunque sea del totalitarismo de lo políticamente correcto, de la sanción social implícita, sino de los que se sitúan al mismo lado, no tanto por convicción como por complacencia, o por interés, o por comodidad, o por inconsciencia. Se creen poseedores de una verdad que a la postre resulta ser una verdad de papel, dejándose arrastrar por un orden momentáneo que, una vez pase su fase de esplendor, sucumbirá bajo el peso de la historia. No puedo sino recordar aquí la gran historia que nos narró Stefan Zweig, Castellio contra Calvino, en la que contrapone la libertad de los que no se dejan seducir por la comodidad de acogerse a la verdad del poder (ejemplarizado en la figura de Castellio), y la esclavitud del que renuncia a su propia libertad por complacer al totalitario: «Por complacerle, sólo para dejarse guiar sin oponer resistencia, renuncian a aquello que hasta ayer constituía su mayor alegría: su libertad. La vieja ruere in servitium de Tácito se cumple una y otra vez, cuando, en un fogoso rapto de solidaridad, los pueblos se precipitan voluntariamente en la esclavitud y ensalzan el látigo con el que se les azota».