23 de febrero de 2021

Para comprender a Lorentz conviene comenzar con Galileo (y Copérnico)

Hay un asunto que me resulta de interés, y que tiene que ver con lo que comentaba en este post, como es el hecho de que Lorentz pudiese resolver matemáticamente unas relaciones entre velocidades y espacios recorridos, pero no pudiese interpretarlas adecuadamente. Para comprenderlo me gustaría tratar de introducirme en el pensamiento de Lorentz (o en el pensamiento de la época, antes de Einstein) para ver si puedo crecer en dicha comprensión.

El problema al que se enfrentaba Lorentz es el siguiente, que ciertamente es una paradoja interesante. A ver si me sé explicar bien. Si recordamos las ecuaciones de Maxwell (en este post) veíamos que, si teníamos una carga fija, generaba a su alrededor un campo eléctrico; y si la carga estaba en movimiento, generaba a su alrededor un campo magnético. Esto creo que está claro. Nosotros estamos tranquilamente sentados, y tenemos delante a una carga A que está fija, o a una carga B que se acelera o que se frena y, en función de ello, se genera bien un campo eléctrico, bien un campo magnético. Ahora imaginemos que, junto a nosotros, hay un compañero, que se desplaza paralelamente a la carga B que se mueve; entonces, desde su punto de vista, para él la carga que B está parada, y la que se desplaza es ahora la carga A que era la que para nosotros estaba detenida, ya que él se está desplazando respecto de ella. Por ejemplo, si yo me desplazo igual que un móvil que se mueve, para mí ese móvil está quieto, y todo lo que en realidad está quieto, se me aparece moviéndose; si vamos dos coches en paralelo por una autopista, el otro coche está parado respecto al mío, mientras que los árboles y las casas van pasando (se van moviendo) a nuestro alrededor.

Pues bien, si nos ponemos en la situación de nuestro compañero, la carga que se mueve ahora es la que antes estaba quieta (la A), y la que antes se movía ahora está quieta respecto a él (la B). ¿Qué ocurre ahora con los campos generados? Desde su sistema de referencia, como ahora la B está quieta, verá cómo se genera un campo eléctrico, y como ahora la A se mueve, verá cómo se genera un campo magnético. O sea, que mientras para mí, que estoy sentado está ocurriendo una cosa, para él, que se está moviendo, está ocurriendo otra. ¿Qué está pasando, en realidad? Podemos pensar que, en el fondo, mi compañero y la carga B que se mueve, realmente se están moviendo, aunque entre ellos no haya desplazamiento relativo, de modo que la carga B realmente se mueve, y la carga A realmente está quieta, y lo que manda es lo que yo veo, que soy quien está sentado y parado. Esto sería un modo de pensar razonable; y sería lo que ocurriría si se pudiese comprobar que existe un sistema de referencia absoluto desde el cual poder afirmar que los que se desplazan respecto a él, efectivamente se están moviendo, mientras él se encuentra quieto.

Como era de esperar, lo que ocurre es lo que no es razonable: que, según quién observe y el estado desde el cual observe, ocurre una cosa u ocurre otra. ¿Cómo puede ser esto? Si hay una carga parada, y yo estoy parado, se genera un campo eléctrico; pero si hay un desplazamiento relativo entre la carga y mi compañero, es decir, o él se desplaza respecto a la carga, se genera un campo magnético. Nos damos cuenta de que lo que observan dos personas diferentes que se mueven la una respecto a la otra, no es lo mismo, algo que va en contra de nuestro sentido común, y del sentido común de los físicos de la época. Ante la pregunta (que nos haremos exactamente igual cuando nos planteemos los movimientos relativos en el marco de Galileo), de qué es lo que realmente ocurre, cabe contestar que esta pregunta no tiene sentido, ya que depende del sistema de referencia en el que nos situemos. Fijándonos en las ecuaciones de Maxwell, vemos cómo se pueden dar algunos hechos curiosos. Uno es que no todas las fuentes influyen igual en ambos campos (el eléctrico y el magnético), sino que lo hacen según sus características. Es decir: en el campo eléctrico influyen la presencia de cargas eléctricas estáticas y la variación de un campo magnético (ecuaciones 1ª y 3ª), mientras que en el campo magnético lo que influye son cargas eléctricas en movimiento y las variaciones del campo eléctrico (ecuaciones 2ª y 4ª). Pero claro, a la luz de todo lo que estamos viendo, el asunto pasa por definir desde qué sistema de referencia hay que entender estos movimientos relativos. Pensemos que tenemos un conjunto de cargas estáticas; pues bien, en función de cómo se encuentre el observador respecto de ellas, y atendiendo a las ecuaciones de Maxwell, el resultado será diferente: si el observador se encuentra en una situación de reposo respecto a las cargas, observará que se genera un campo eléctrico, pero si otro observador se mueve respecto a ellas, lo que observará es la generación de un campo magnético. O sea, en función de cómo se encuentre el observador respecto a las cargas eléctricas, lo que se genera es o bien un campo eléctrico o bien un campo magnético, algo que puede ocurrir simultáneamente. O sea, en función de las velocidades relativas entre ambos sistemas, lo que ocurría en cada sistema de referencia era algo diferente. Hoy se podría afirmar que, en el fondo, hay un único campo electromagnético el cual, en función de cómo estemos situados, se manifiesta eléctrica o magnéticamente. Pero esto lo podemos afirmar ahora, que se tiene claro que el campo electromagnético es en el fondo una única realidad física, que se puede manifestar de ambas formas. En los tiempos de Maxwell y Lorentz, se trataba de dos fenómenos íntimamente relacionados, pero diferentes. Y, en cualquier caso, aunque se trate de un único y mismo fenómeno, no es menos cierto que su manifestación es diversa.

Pues bien, la resolución de este galimatías está a la base de lo que se conoce como las transformaciones de Lorentz, ecuaciones que fueron propuestas por Hendrik Antoon Lorentz en 1904, un año antes de que Einstein postulara su teoría de la relatividad especial, algo que pudo hacer gracias a la puerta que le abrió el físico holandés sin éste saberlo, una puerta para poder salir del marco de un espacio absoluto al marco de una relatividad del continuo espacio-tiempo.

Como decía, no deja de llamar la atención el hecho de que Lorentz, quien obtuvo matemáticamente el meollo de la relatividad especial (que así acuñaría Einstein un poco más tarde), no fuera capaz de leer en la realidad lo que él mismo estaba ayudando a comprender. ¿Y qué fue lo que no logró comprender? En su época la física que imperaba todavía era la moderna, apoyada en Galileo y en Newton, que es la que nos es familiar a todos. Lo que hizo fue aplicar las ecuaciones que rigen la composición de movimiento de Galileo, que son las que nosotros conocemos de toda la vida, a las ecuaciones de Maxwell de la luz. Y se dio cuenta de que no se cumplían, sino que aparecían unos términos residuales que no sabía muy bien qué hacer con ellos. Estos términos residuales fueron los que, a la postre, le darían pie a Einstein para enunciar su teoría especial de la relatividad, según la cual, recordemos, los cuerpos se expanden y se contraen, el tiempo pasa para ellos más rápido o más lento, según la velocidad con que se desplacen. Pero claro, esto para Lorentz no tenía sentido, y entendía que esos términos residuales eran útiles a efectos matemáticos, pero no tenían repercusión real en el estado de las cosas. Fiel a su concepto de éter, lo que hizo fue leer estos resultados para que se adaptaran a su enfoque físico de las cosas.

Y es que, ciertamente el enfoque de Einstein va contra el sentido común. Fue algo así como un giro copernicano. Pensemos en el cambio de mentalidad que hay que dar para comprender el cambio del geocentrismo al heliocentrismo. Hoy en día lo vemos natural, pero en la época lo natural era entender que era el Sol el que giraba a nuestro alrededor. Nos es muy difícil hacernos una idea de la violencia que uno tenía que hacerse mentalmente para imaginarse que no, que era el Sol el que estaba quieto y él mismo, todo su mundo, el planeta entero, se ‘levantaba’ de su situación fija y giraba en torno al Sol. El que estaba quieto era el Sol, y nosotros y toda la naturaleza los que ‘plegábamos’ nuestro movimiento alrededor de él. Era como si el suelo se levantara y nosotros con él. Pues algo parecido es a lo que nos invita Einstein. No es que haya diferentes espacios y tiempos en función de la velocidad del desplazamiento, sino que lo que ocurre es que, según cada observador, el espacio-tiempo se ‘curva’ con respecto a él, no se comporta igual. Einstein, como Copérnico, fueron de estas personas capaces de ir más allá de la ‘evidencia empírica’, postulando cómo debía comportarse la naturaleza, aun en contra del sentido común amparado por esa evidencia empírica común. Como comenta Wilczek en El mundo como obra de arte, algo así debió pensar Pitágoras, cuya gran aportación —a su juicio— no hay que entenderla tanto como que el mundo podía encarnar números enteros, sino como que el mundo debería encarnar conceptos bellos.

16 de febrero de 2021

El análisis del lenguaje de Berkeley

La crítica que realiza Berkeley a la posibilidad de poder representarnos ideas abstractas (tal y como vimos en este post) no es casual ni arbitraria, sino que responde a una estrategia de la que él es muy consciente, como es poner en evidencia ese modo de pensar y de conocer en los que son piedra de toque dichos conceptos, a saber: el racionalismo. Ya hemos visto cómo —desde su argumentación— no son posibles, ni falta que nos hacen para el conocimiento, pues muy bien podemos ejercer el conocimiento apoyados en las nociones universales, así como en sus relaciones. Y, todo esto, ¿para qué? Pues esta investigación trae una gran ventaja, ya que puede sacar a la luz pautas de conocimiento o modos de pensar que pueden no ser tan fidedignos como en un principio se pudiera pensar. Se puede entender a Berkeley como uno de los primeros representantes que van a trasladar la crítica del conocimiento a una crítica del lenguaje, anteponiendo una crítica que posteriormente se le hará a Kant, como es su apoyo total a las posibilidades de la razón. Claro, Berkeley no es ni Herder, ni Nietzsche, ni Humboldt, pero no es menos cierto que él ya se cuestionó hasta qué punto es idóneo el lenguaje para decir el mundo, o incluso decirse a sí mismo. Él fue de los primeros que vio los peligros del lenguaje: el principal problema no va a ser la posibilidad de que los sentidos nos engañen (Descartes) sino la posibilidad de que las que nos engañen sean las palabras.

Da así el último paso antes de acometer la exposición positiva de su pensamiento, de lo que según él son los principios del conocimiento humano, que es en definitiva el objetivo de su obra. Y este último paso consiste en reflexionar sobre por qué ha sido común que los más sabios de entre los hombres se hayan dejado llevar por ese error, por el de confiar su conocimiento a los conceptos abstractos. Y su conclusión es que ello es debido al uso del lenguaje (§18), desde el cual se establece un paralelismo evidente entre estas ideas abstractas y los conceptos lingüísticos, tal y como dice Locke. Pero esto no está tan claro para él.

En primer lugar, porque no es cierto que cada palabra tenga un único significado, preciso y definido, de modo que la idea abstracta se constituya en el sentido inmediato de tales palabras; si fuera así, efectivamente gracias a esta correlación entre idea abstracta y lenguaje, un nombre genérico sería aplicable a muchas cosas particulares. Pero según Berkeley eso no es cierto en el sentido de que de una definición no se sigue en absoluto una idea abstracta determinada. ¿Qué quiere decir esto exactamente? Fiel a su línea argumentativa, y partiendo de que la función del lenguaje es comunicar nuestras ideas (entendamos ‘ideas’ en la mentalidad de la época, como representaciones mentales), Berkeley entiende que se ha realizado una proyección inapropiada enlazando ideas con palabras, dando por hecho que toda significante se asocie a una idea. Pero una cosa es que con una palabra podamos designar a varios particulares, muchos si se quiere, y otra muy distinta es que designe a un concepto abstracto. Además de que el lenguaje muy bien puede utilizarse no para comunicar ideas, sino para otros fines, como para suscitar una pasión, disuadir a alguien de algo, o inducir a una acción, etc.

Por lo tanto, concluye Berkeley: «el lenguaje ha sido el origen de las ideas generales abstractas, debido a un doble error: que cada palabra tiene una sola significación, y que el único fin del lenguaje es la comunicación de las ideas» (§20).

Dicho esto, realiza un par de afirmaciones interesantes. Dice nuestro obispo: «No se puede negar que las palabras son de una utilidad muy apreciable. (…) Pero al mismo tiempo hay que reconocer que muchísimos de esos conocimientos han quedado embrollados y oscurecidos por el abuso de las palabras y por la forma en que se ha querido darlos a entender» (§21). De ahí que él trate de no abusar en su uso, e intentar ser lo más riguroso posible en su empleo, actitud prudente que, como él mismo dice, no puede sino traer muchas ventajas. Con la segunda afirmación que comentaba y, haciéndose eco de la claridad y distinción característicamente cartesiana, aunque en un sentido diverso, insistirá en que es preciso, para que el conocimiento avance por la senda de la claridad y de la distinción, que no se apoye tanto en palabras y conceptos generales como en la percepción de los objetos, ante los cuales no se puede engañar; camino que, si nos fijamos, es totalmente opuesto al del racionalista Descartes. Dice Berkeley: «Mientras mi pensamiento se limite a las ideas despojadas de toda palabra, no creo que pueda caer fácilmente en el error. Los objetos que considero los conozco clara y adecuadamente, no me puedo engañar pensando que tengo una idea que en realidad no poseo. Ni me será posible imaginar que mis ideas son semejantes o diferentes si en realidad no lo son» (§22). Y continúa que, para la concordancia o discrepancia que pueda haber entre las ideas que aparecen en mi mente, qué ideas componen a otras y cuáles no, «simplemente me basta una percepción atenta de lo que sucede en mi propio entendimiento», el cual sería como un escenario en el cual las ideas claras y adecuadas se irían sucediendo en función de las leyes que rigen la percepción sensible. Las ideas, pues, no se deben a una proyección realizada desde un lenguaje con el que está muy lejos de establecer una relación de biunivocidad, sino que se deben sencillamente a cómo van surgiendo al percibir los objetos clara y adecuadamente.

Es consciente de que hay una tradición muy potente para vincular conceptos con ideas, y estos con la realidad: de hecho, esto era el argumento de Locke, para quien es la existencia de estos signos generales del lenguaje lo que nos pone en la pista de ideas abstractas, como explica Lema-Hincapié; por este motivo, también es consciente de que hace falta un esfuerzo grande para superar dicha traba, ya que a través de los siglos ha quedado un ‘hábito universal’. Pero entiende que esto es necesario, porque el caso es que así se daba pie a un error muy importante, a saber: que «mientras el hombre creyó que las ideas abstractas iban anejas a las palabras, no era de extrañar que sus elucubraciones y disputas versaran sobre palabras más que sobre ideas» (§23), es decir, sobre entelequias que no necesariamente tenían que ver con la realidad. La razón se enredaba en palabras y conceptos abstractos, cuando es mucho más fácil dejar que sea la misma percepción de los objetos la génesis de dichas ideas.

Es así como Berkeley nos previene del ‘engaño de las palabras’; y así, si ya sabemos que no poseemos ideas abstractas sino ideas particulares, no malgastaremos nuestro tiempo buscando ideas generales allí donde no las podemos encontrar. «Sería, por tanto, de desear que todos se esforzaran en adquirir una visión clara de las ideas que se han de considerar, desembarazándolas de todo ropaje y estorbo de las palabras, que en tan grande manera contribuyen a cegar el juicio y dividir la atención» (§24). Los principios del conocimiento no pueden estar en las palabras, sino en los propios objetos.

9 de febrero de 2021

De la moral a la justicia, y de la justicia a la moral

Veíamos en el anterior post la diferencia fundamental que se da entre la aplicación de un saber técnico (el del alfarero, por ejemplo) y la de un saber moral (la aplicación de unas normas morales generales a los casos concretos de nuestras vidas). Para ahondar en este asunto, Gadamer se detiene en la consideración del ámbito judicial, en la aplicación de las leyes por parte del juez. Porque, efectivamente, el caso del juez es diferente al del artesano. No se puede aplicar la ley a rajatabla, en todas las ocasiones y a todas las personas, no por nada, sino porque la casuística es infinita e imposible de recoger en unos cuantos artículos, por muchos que sean. Precisamente por esto ―como muy agudamente observa Gadamer― el juez es consciente de que en ocasiones tendrá que hacer algunas concesiones a la ley general con la finalidad precisamente de salvaguardar la justicia, ya que aplicando la ley general al pie de la letra puede no ser justo atendiendo a la particularidad de la situación concreta. Por su carácter general, la ley no puede contemplar toda la diversidad de la situación concreta y, como ya vio Aristóteles, de esto el juez ha de ser consciente. También nosotros cuando somos ‘jueces’ de nosotros mismos.

Para la definición de la ley general Aristóteles distinguía entre el derecho positivo (humano) y el derecho natural, ninguno de los cuales es inalterable. Esta ‘movilidad’ del derecho natural no iría a favor de ningún relativismo ―en su opinión―, sino todo lo contrario: sería la condición necesaria para su función; por ejemplo, para servir de guía o de contraste ante la oposición entre dos leyes positivas. Gadamer reconoce que para Aristóteles «la idea del derecho natural es completamente imprescindible frente a la necesaria deficiencia de toda ley vigente», pero no de un modo directo, digamos, sino desde un punto de vista más crítico, en el sentido de algo a lo que se pueda apelar ante una discrepancia entre dos leyes. La ley natural tendría que ver con algo así como la naturaleza de las cosas, también la naturaleza de las cosas humanas. Una cosa es ‘la’ valentía, y otra es cómo ser valiente aquí y ahora. Más que algo concretamente aplicable, la ley natural viene a ser como un patrón de las cosas, como unas directrices morales que hay que conocer y saber aplicar. No son meras convenciones, sino que es un reflejo de la naturaleza de las cosas, un aire de lo humano.

Porque claro, el asunto no pasa por resolver cuestiones concretas de nuestras vidas, sino de enderezar buenamente nuestra vida. El saber moral no atiende únicamente a casos concretos (que también) sino que afecta a la vida global del individuo. Es un saber no meramente enseñable, sino un saber que se ha de interiorizar, haciéndolo uno consigo mismo, para convertirnos en nuestros mejores consejeros. No se trata de aprender unas normas morales, sino de ser capaz de discernir en cada ocasión qué sea lo mejor; tarea harto complicada cuando «no existe una determinación, a priori, para la orientación de la vida correcta como tal». Y el que es capaz de saber lo que hay que hacer en cada ocasión posee el nous, cuyo opuesto no es el error o el engaño sino la ceguera: «El que está dominado por sus pasiones se encuentra con que de pronto no es capaz de ver en una situación dada lo que sería correcto», sino que estima como correcto lo que su pasión le sugiere.

Cuando uno alcanza este nous puede llegar a comprender verdaderamente al otro, porque posee la capacidad de desplazarse por completo a la situación del otro (sin quedarse en los parámetros propios). Y esto, ¿cómo es posible? Aquí Gadamer explica una idea aristotélica que a mi juicio es clave: el punto de conexión entre mi mundo y el mundo del otro pasa por ir ambos tras la búsqueda de lo justo, de lo verdadero, de lo bueno… nexo de comunicación que posibilita el encuentro entre los dos mundos, una relación de comunidad que apunta en la misma dirección. Cuando alguno de los dos individuos no responde a esta intención, la posibilidad de comunicación se trunca de raíz, y se genera el desencuentro y el consecuente enfrentamiento. Tal es el caso de quien Aristóteles denomina deinós, quien engatusa a los otros con un aparente saber moral para buscar únicamente su propio beneficio. No es casualidad que esta expresión sea sinónima de ‘terrible’ pues «nada es en efecto tan terrible ni tan atroz como el ejercicio de capacidades geniales para el mal».

2 de febrero de 2021

El lenguaje: un fenómeno biológico

Eugenio d’Ors posee una reflexión interesante sobre el origen del lenguaje, en el seno de su pensamiento filosófico, personificado en el hombre que trabaja y que juega. Parte del hecho de que no es posible considerar al lenguaje como ‘una cosa’, es decir, como algo acabado, como un objeto de estudio ya dado con sus leyes propias, independientes del mundo de la vida. A su modo de ver esto no es así, y sin duda fue el gran error de los primeros esfuerzos de la filosofía analítica del lenguaje, del que mismo Wittgenstein se hizo eco en lo que se conoce como su segunda etapa. En opinión de d’Ors, en el lenguaje se han de considerar dos aspectos; es preciso distinguir «una parte fijada, intelectual, de un fondo cordial, biológico, rebelde a la regularización». Este fondo biológico no es algo metafórico que empleamos para denotar ese carácter dinámico que todo lenguaje posee, esa especie de ‘energía interna’ que le dota de cierta autonomía, sino que es algo que compete realmente a su estructura. El lenguaje posee un momento biológico. Momento biológico que no se puede separar del mismo fondo biológico nuestro, de nuestra especie.

Así también nuestra inteligencia; tanto la una como el otro, la inteligencia como el lenguaje, no son sino ―en el pensamiento orsiano― una respuesta que el primer individuo de nuestra especie pudo ofrecer a un entorno que le estaba afectando, provocándole un desequilibrio que debía compensar o restablecer. Se puede decir así que la inteligencia es un instrumento de defensa con el que hacer frente a nuestro entorno y mantener así la supervivencia, tal y como puede ser un caparazón o unas garras. Y lo mismo el lenguaje. Y aun cuando en sus inicios el lenguaje no fuera tal y como lo entendemos hoy en día, con sus construcciones sintácticas, su léxico y su semántica, en su primera expresión como grito, como aullido, o como cualquier otro sonido todavía inarticulado, ya se encontraba en germen. «El lenguaje articulado es, en el hombre, un instrumento de defensa contra una conmoción vital, producto de una excitación que, si el lenguaje fuese expresión pura, se traduciría por el aullido».

Este origen biológico es algo a lo que cada vez estamos más familiarizados gracias al conocimiento que alcanzamos de nuestra filogénesis desde la antropología biológica. Si esto es así, hemos de pensar que el lenguaje conceptual es ‘consecuencia de’, es creado a partir de unas estructuras más profundas, de carácter biológico, sobre las que se monta.

Desde esta concepción, nuestra capacidad lingüística no es primariamente expresiva, sino reactiva; reactiva ¿a qué? El lenguaje, la conciencia, la inteligencia no son sino modos en que un organismo ha resuelto su condición de inferioridad frente a un entorno que se le presentaba amenazante, y ante el cual estaba presente el riesgo de perder su vida. Esto no debe entenderse como algo negativo, o pesimista, sino como la situación en que cada ser vivo se mantiene en la existencia, poniendo en activo las posibilidades que le brinda su organismo ante ese entorno con frecuencia peligroso, en ese equilibrio inestable que es la vida.

Por eso dice d’Ors que el entorno es tóxico, ante el cual las especies vivas se han de ir inmunizando sencillamente para sobrevivir. Conforme se va complejizando el proceso, surgen nuevas toxinas que requieren nuevos procesos inmunizadores: hasta llegar a nuestra conciencia, la cual requirió también de su sistema de defensa específico, que no es sino la razón, pero no una razón teórica, sino una razón global, holística. Las distintas capacidades que evolutivamente se van adquiriendo responden a la misma dinámica según la cual los individuos se van inmunizando, es decir, van haciendo suya un poco de esa realidad tóxica que les amenaza (así las vacunas, por ejemplo) convirtiéndola en una inesperada aliada para seguir adelante, fenómeno que en biología se conoce como diastasa. Pues bien, la razón no se escapa a este planteamiento, ya que «las excitaciones, tóxicas, transformadas por la razón en conceptos, dan al individuo una inmunidad relativa con las nuevas conmociones»; inmunidad que no es otra que el ejercicio de nuestra inteligencia en sentido amplio.