30 de mayo de 2017

Pero, ¿es que tenemos más de dos sentidos?

Enlazando con el anterior post de esta serie, a mi modo de ver es difícil conceptuar cómo se mantienen en nosotros todos estos procesos sentientes que subyacen a nuestra actividad cognitiva. Y más si echamos la vista atrás hacia nuestra tradición filosófica occidental, que nos dificulta y mucho asumir esta circunstancia. Nuestra tendencia suele ser la de mantener como en planos paralelos el sentir y el inteligir, pero nos cuesta acabar de comprender qué significa inteligir sintiendo, o sentir inteligiendo. Y ello en dos aspectos: el primero, y en este sentido que estoy comentando, en el de tomar consciencia de que nuestra inteligencia en primera instancia, y nuestra cognición en segunda, se ejercen en el seno de una actividad sentiente; es más, que realmente se trata de una actividad sentiente coloreada por la inteligencia. Y el segundo, en el sentido de que precisamente por el devenir de nuestra tradición y de nuestras costumbres, por lo general tenemos nuestros sentidos fisiológicos adormecidos, no sabemos sacarles todo el fruto que podríamos. Y creo que ésta es una limitación relevante que reduce notablemente nuestras posibilidades vitales.

Vivimos en una sociedad en la que lo que prima eminentemente es la imagen, el oído en todo caso. Nuestra sociedad es una sociedad audio-visual. El resto de nuestros sentidos (tacto, gusto, olfato… propiocepción, sensación térmica, etc.) sabemos que existen, pero normalmente pasan desapercibidos. Y ya digo, a mi modo de ver esta circunstancia, a la que cada vez más nos aboca el mundo virtual, supone una reducción importante de nuestras posibilidades vitales. La vista, la imagen, van muy estrechamente relacionada con la cognición, lo que relega necesariamente a un segundo plano todo lo que no sea cognitivo. Y ello tiene también una implicación directa sobre estos dos sentidos: que no somos capaces de utilizarlos con esa finura que implica un modo de estar diferente en la realidad. Los usamos de forma violenta, buscando cada vez más mayores excitaciones, más fuertes y más intensas, incapacitándonos para poder percibir la sencillez de unas experiencias cotidianas, que en su cotidianeidad apenas susurran un modo diferente de ser el cual, en su sencillez, no estamos preparados para percibir.

Efectivamente, no estamos familiarizados con modos de vida ‘no cognitivos’; todo lo que se escapa a su control y dominio, se presupone peligroso, cuando no nocivo. Lo afectivo, lo sentimental, en vez de ser algo con lo que comerciemos cotidianamente se convierte en algo desconocido, algo que ni tenemos presente ni aprendemos a trajinar con ello. Poco a poco se va convirtiendo en ‘lo’ pasional, en ‘lo’ instintivo, quizá como consecuencia de nuestra propia inoperancia, pues en lugar de aprender a vivir con ello y a incorporarlo en nuestra vida cotidiana (¿puede ser de otro modo?) lo hemos reprimido generando violencia en nosotros mismos, hasta que ‘la bestia’ despierta y arrasa con todo. Si en lugar de ello aprendiéramos a incorporar lo sentiente en nuestras vidas, quizá las cosas fueran de otro modo. En los más críticos, al escuchar esto, afloran todo tipo de suspicacias: ¿cómo?, ¡si uno de los peores males de la sociedad es la gente dejada llevar por sus impulsos desenfrenados! Y sí, supongo que es cierto: el emotivismo supongo que no es recomendable en ninguna de sus versiones. Pero lo que no es recomendable es todo lo demás que también acabe en ‘-ismo’, no sólo el emotivismo: el emotivismo también, sí, pero junto a él el racionalismo y el voluntarismo. Supongo que el secreto está en compaginar estas tres grandes patas del comportamiento humano. No sólo la afectividad, sino también nuestro raciocinio y nuestra voluntad necesitan ser educadas adecuadamente, so pena de generar seres desequilibrados emocional, racional o volitivamente. Y creo que se puede afirmar que en general, la ‘pata’ que ha sido más desatendida es la afectiva. Cuando si aprendemos a recuperarla, podemos conseguir un modo de estar en la realidad muy diferente al que estamos acostumbrados.

Nuestra sociedad nos ofrece todo tipo de facilidades para satisfacer nuestras necesidades básicas, y ello conlleva el hecho de que nuestras facultades biológicas dirigidas principalmente hacia la consecución de las mismas permanezcan atrofiadas. Nuestra fisiología, salvo en el caso de los que la cuiden específicamente por distintos motivos, suele estar si no atrofiada sí que muy lejos de todo su potencial. A nuestros cuerpos les falta por lo general la tensión vital que les ‘obliga’ a estar siempre a punto, como acontece con los de cualquier otro ser vivo. Si nos damos cuenta, y a modo de anécdota, sólo vemos animales obesos en las ciudades; en la vida natural, no es que no los haya, es que no los puede haber (salvo los que sean así por constitución), porque en el momento en que uno comenzara a engordar tendría sus posibilidades muy limitadas y consecuentemente sus días contados. Por suerte o por desgracia, nuestro estado de vida no favorece el desarrollo de nuestras posibilidades fisiológicas, todo lo contrario: hemos de buscar conscientemente huecos o espacios para llenarlos con actividades que nos ayuden a llevar una vida mínimamente sana, y no caer así en alguna de esos interminables cúmulos de enfermedades o de lesiones derivadas de una vida pasiva.

Así es nuestra vida urbana. Y fruto de ella, todo lo que compete a nuestro tema, y que tiene que ver con ese ‘cuerpo atento’, con ese ‘cuerpo en guardia’, con nuestras estructuras fisiológicas convenientemente desarrolladas, pues bueno, no está muy bien situado. Hemos desarrollado (híper-desarrollado) en su lugar las facultades cognitivas, más visuales… cuando quizá sean las primeras las que nos arraigan física y fisiológicamente con la realidad. Consecuencia de lo cual estamos, pues eso, desconectados de la realidad de las cosas. Hemos perdido en general esa especie de sentimiento de realidad que nos ayuda a sentir ese pálpito de las cosas en nuestro corazón, nos sentimos incapaces para percibir ―como decía Heidegger― cómo la realidad entera resuena en nuestro interior. Nos sentimos desarmados ante experiencias como estas; es más, no sabemos muy bien qué significan.

No sé si conocéis la vida de una mujer fantástica, Helen Keller. A los pocos meses de nacer, y a causa de una enfermedad, perdió la vista y el oído. No tuvo otro modo de relacionarse con su entorno y con sus seres queridos que a través de sus otros sentidos fisiológicos. Tuvo que aprender a comunicarse mediante procesos que permanecen totalmente ajenos a cualquiera de nosotros, con unos resultados sorprendentes (si no me equivoco, fue la primera persona sordomuda que consiguió un graduado universitario). Si traigo esto a colación es porque, cuando se lee su experiencia personal, a uno le llama poderosamente la atención ―hecho que ella misma dice expresamente― cómo por lo general las personas tenemos mermados esos sentidos fisiológicos que para nosotros no son sino secundarios, pero que, en su caso, su vida entera dependía de ellos. Su modo de explicar sus sensaciones es una verdadera escuela estética para todos nosotros. Pero esto ya lo dejo para el siguiente post.

23 de mayo de 2017

El falso entusiasmo

Hay en nosotros una característica de difícil clasificación, pero que nos define muy bien como especie. Me refiero al entusiasmo. Es específica nuestra esa capacidad de levantarnos el ánimo, de crearnos metas, de proponernos grandes ideales, de cambiar el mundo… para soñar con lugares a los que a menudo ni el más refinado ejercicio de la razón podría llevarnos. ¿Qué sería del ser humano si perdiera su capacidad de ilusionarse, de entusiasmarse, de motivarse? Basta tener presente los innumerables cursos, conferencias, charlas, etc., que se realizan continuamente sobre la motivación. El ser humano actual es un ser que necesita vivir motivado, con proyectos en su vida… ¿Nos podemos imaginar un ser humano sin capacidad para desear? ¿Qué seríamos sin deseos?

Sin embargo, podemos observar que este carácter tan nuestro en no pocas ocasiones se aleja de la realidad de las cosas, y se desliza con suma facilidad no sólo hacia lo fantástico, sino también (lo que seguramente es mucho peor, no desconectado de lo anterior) hacia lo fanático. Un fanatismo que fácilmente puede convertirse en exaltación tanto hacia abajo (melancolía, desidia, tedio, suicidio…) como hacia arriba (endiosamiento, violencia, terrorismo…). Por desgracia, el fanático es capaz de contagiar extáticamente su fanatismo. Y si ya el fanatismo ensombrece la razón, cuando se unen un elevado número de prosélitos es su anulación total.

En el fanatismo se sustituye el sentido natural de las cosas (el sensus communis) por el nuevo orden artificialmente construido, identificándolo con una especie de nuevo paraíso que se explica a sí mismo, institucionalizándose en una serie de ritos y liturgias que imitan la sacralidad de lo verdaderamente espiritual, para llegar a las normas y costumbres de una sociedad que ya ha olvidado su origen artificial. Se vive según unas formas que ocultan una experiencia natural, cercana y sencilla de las cosas, de modo que la vida se convierte en un carnaval donde todos llevan una pseudo-vida, convencidos sin embargo de su autenticidad. Necesitamos creernos felices en un mundo artificial, sin darnos cuenta de que así dirigimos nuestro propio destino hacia el abismo.

Procesos como éste se han dado innumerables veces a lo largo de la historia. Cuando no se tiene una referencia clara, las construcciones humanas se convierten en el fundamento de una existencia desarraigada, desvaneciéndose la pregunta por su verdadero sentido, pues tal pregunta se erige inoperante, extraña, ajena a la vida común, destinada quizás a las mentes de los llamados intelectuales. Porque se ha perdido esa capacidad de escucha, de tanteo, mediante la cual alcanzamos una sensibilidad experiencial que nos permite conocer la medida de las cosas, la medida de lo que hacemos, nuestra medida.

Desgraciadamente, lo que mueve a las sociedades no son sino grandes movimientos emotivistas que suelen eclipsar la posibilidad de una reflexión serena. Desde anhelos de paraísos terrenales ―más lejanos quizá que el propio paraíso celestial― hasta, si nos conformamos con menos, seguir religiosamente las victorias de nuestro equipo de fútbol (por decir un ejemplo, alcanzando el verdadero éxtasis si se convierte en campeón); y si el equipo de mi tierra no es tan bueno como para conseguir victorias que me entusiasmen, da igual: me hago hincha de alguno grande y lo defiendo con más empeño si cabe, pues lo importante es el hechizo del no parar. Vivimos tanto de grandes utopías inalcanzables como de pequeñas ilusiones cotidianas; da igual si es grande o pequeño: lo importante es vivir entusiasmado, alucinado, ajeno a nuestra auténtica realidad. ¿A quién le importa? Nos gusta mantener esas metas, esos deseos que sabemos imposibles pero que nos ayudan a evitar el detenernos. Necesitamos esa presión emocional para no tener que parar, pues no sabemos qué hacer cuando nos paramos.

Cabría preguntarse si lo que nos mueve a actuar son motivos o motivaciones; cabría preguntarse por qué a menudo no hacemos lo que queremos hacer sino aquello que no queremos hacer, por qué a veces las mejores razones no pueden llevarnos a una buena meta. Nuestro comportamiento anda entre cognición y afectividad, en una tensión cuya resolución depende de nuestra propia vida. Y se ha de contar con la afectividad, sin duda, pero también se ha de saber educarla (igual que la cognición). Porque cuando nos detenemos un poco, y saboreamos un poco siquiera algo de auténtica belleza o bondad, resuena en nosotros una especie de encantamiento que no podemos describir pero que nos lleva, siquiera un instante, como a otra dimensión. A menudo sofocamos tal experiencia, pero queda ahí; quizá vivamos a partir de entonces con el anhelo de una segunda vez, quizá prefiramos volver a nuestra vorágine cotidiana ahogando cualquier atisbo de profunda realidad.

Pero el caso es que esa experiencia, esa como otra dimensión, es quizá el gran misterio de la existencia. Porque nos lleva a algún lugar o a algún estado en el que no somos los dueños, no dominamos la situación, pero de alguna manera nos embriaga en el mejor de los sentidos, nos seduce, y nos hace dichosos. Entendemos que ha ocurrido algo especial, que no sabemos ni cómo ni por qué. Pero queda ahí. Como si hubiéramos alcanzado una especie de fondo profundo del que todos participamos, porque en realidad en él todos coincidimos. Es entonces cuando aflora el auténtico entusiasmo, motor de la energía humana, no el otro, el artificial, el alienante, el alucinógeno.

El ejercicio de la razón puede hacernos olvidar este momento experiencial tan necesario para no desviarnos por una senda meramente artificial. La razón (nuestro pensamiento, nuestros razonamientos, nuestra imaginación…) fácilmente crea cursos nuevos para las cosas, incluso para nosotros mismos, convirtiéndonos en convidados de piedra de una vida que en realidad nada tiene que ver con nosotros, porque nos impide llegar a la hondura fontanal de nuestro más íntimo ser. Y sin llegar a esa hondura, por mucho que vivamos, nunca seremos verdaderas personas, títeres todo lo más.

Es humano imaginar proyectos, es legítimo anhelar metas, pero estas construcciones humanas no tienen que desgajarse de nuestro fontanal ser, todo lo contrario. Ello ocurre cuando entusiastas fanáticos arrastran a grupos de personas que no saben dónde pisar, cuyo frágil andar necesita el apoyo ¿equilibrador? de una especie de misticismo profano que a modo de báculo ofrezca un apoyo para enderezar sus pasos. Un misticismo que adquiere distintas figuras, como la que tristemente vivimos ayer, aunque a mi modo de ver una más entre otras muchas que usualmente pasan desapercibidas (progreso, Estado, bienestar…), y que en su narcótica atracción nos adormece dificultándonos acceder a otro orden de cosas, aunque no lo imposibilita. ¿Qué sería de nosotros si así lo hiciera? La autenticidad de vida, la verdadera generosidad y fortaleza, no brota sino de alguien capaz de alcanzar su yo auténtico; y ello no se consigue gratuitamente. Sencillamente precisa el esfuerzo y la superación de alguien que sabe hacia dónde va, porque los cantos de sirena prometeicos no han acallado la hondura de su escucha interior.

16 de mayo de 2017

La hermenéutica según Schleiermacher

No es éste uno de los posts más entretenidos de esta serie. Quizá sea uno de los más técnicos. Si leer a Gadamer no es especialmente fácil (supongo que como a tantos grandes autores), en este caso su lectura se complica por el asunto que trata. Un asunto que, por otro lado, tiene su interés porque acaba de presentarnos uno de los primeros planteamientos hermenéuticos serios, como fue el de Friedrich Schleiermacher (complementando lo que vimos en el post anterior). Si Schleiermacher pensaba dar un paso más a partir de Spinoza, efectivamente lo dio, sin duda, aunque con ello no acabara de resolver el problema hermenéutico, muy a su pesar. Vimos cómo Schleiermacher fundamentaba su proyecto hermenéutico, no en esa especie de capacidad comprensiva tácita que posee todo ser humano en tanto que ser humano (al modo de Spinoza), sino en la posibilidad de poder recrear de alguna manera el sentido según el cual un determinado texto fue escrito por su autor. Lejos de considerar al texto un objeto que está ahí y al cual nos podemos acercar, entendía que era preciso ir un poco más allá, acudiendo a su proceso genético, es decir, a cómo dicho texto surgió desde el interior de su autor. Para ello era preciso hacerse con el autor, intentar salir del propio contexto para hacerse con el suyo, con su modo de pensar, con su cosmovisión, con su imagen del ser humano… para así, de esta manera, realizar una auténtica re-construcción de lo que el autor quiso efectivamente decir.

La cuestión que surge de modo inmediato es: pero, ¿acaso es esto posible?, ¿cómo podemos meternos en la cabeza de otra persona?, ¿cómo podemos comprender una situación histórica pasada, o la psicología que acompañó a un individuo al redactar un texto?, ¿cómo podemos salir de nosotros mismos y asumir la sensibilidad de otra persona? Para Schleiermacher esto no dejaba de tener cierto carácter de misterio, pero no tanto como dificultad insalvable como por oportunidad de apelar a otro orden de cosas más allá de lo lingüístico o racional, como es el orden del sentimiento o de la intuición, ya que ellos nos permitirían esa comprensión «inmediata, simpatética y congenial: la hermenéutica es justamente arte y no un procedimiento mecánico».

Según nos dice Gadamer, en su opinión Kant y Fichte (en el seno del racionalismo) se situaban en un orden de cosas diverso, aunque con un mismo objetivo: de lo que se trataba era de llegar a una comprensión que respondiera a la verdadera intención del autor, solo que en este caso dicho objetivo quedaba enmarcado en un contexto más conceptual, más racional, más cognitivo. Se debía partir de los conceptos que él empleó para, desde la mejor situación del intérprete, más avanzada en conocimientos de todo tipo, más madura por estar situada después en esa gran línea evolutiva de la humanidad regida por el progreso, poder interpretarlos mejor que el propio autor, gracias a todo ese conocimiento de más del cual el autor evidentemente no había podido disponer. De este modo, cuanto mejor situado esté el intérprete mayor posibilidad de éxito tendrá, en el sentido de que podrá interpretar un texto a la luz de un conocimiento adquirido que permanecía inalcanzable el autor, y por tanto con más posibilidades de extraer su ‘verdadero’ mensaje’. De hecho, el intérprete (bien preparado) siempre debería estar mejor situado que el propio autor.

Es de esta postura más científica de la que se separa Schleiermacher (junto con el romanticismo en general), para quien lo importante no es tanto el contenido cognitivo como su expresión misma. Independientemente de las normas de la expresión, lo relevante es el proceso de creación libre (en el marco de esas normas). El medio de expresión (el lenguaje, las técnicas artísticas) no son sino el medio en el que se produce esa libre creación, convirtiéndose las creaciones en ‘fenómenos puros de la expresión’. De hecho, una idea similar se tiene de la historia, un drama que va aconteciendo: «el verdadero sentido histórico —dice Schleiermacher— se eleva por encima de la historia. Todos los fenómenos están ahí tan sólo como milagros sagrados, que orientan la consideración hacia el espíritu que los ha producido en su juego» (idea que no puede dejar de recordarnos a Hegel).

Pero el problema sigue sin estar resuelto: ¿cómo hacer para reconstruir lo que ha hecho otra persona?, ¿cómo realizar esa re-construcción, aunque sea desde esa co-genialidad artística? Es más: ¿hasta qué punto una reconstrucción podrá equipararse a la construcción original? Como hemos comentado, para ello tendría que abarcar el mundo del autor, su forma de pensar, todos los detalles posibles, incluso quizá más detalles de los que era consciente el mismo autor. Para Schleiermacher, comprender es reconstruir la producción original, y ello pasa por comprender a un autor mejor de lo que él mismo se habría comprendido. Y a su vez todo ello pasa por hacerse uno mismo genio, como el productor original.

Consecuentemente, no se trata tanto de comprender el texto, sino de alcanzar lo que tuvo el autor en mente cuando originó dicho texto, seguramente que en gran medida de modo inconsciente. El autor utilizó sus recursos sintácticos y estilísticos (reglas gramaticales, frases perifrásticas, etc.) seguramente de modo inconsciente, tal y como nosotros usamos nuestro lenguaje en gran medida. Las elecciones de los términos que utilizaba probablemente ni se le pasaron por la cabeza; o probablemente no, sino seguramente, ya que en el caso de que lo hubiera hecho, en el caso de que hubiera reflexionado sobre su propia creación, habría abandonado el rol de genio para adoptar el de lector, lector de su propia obra.

Schleiermacher pretendía así llegar al meollo de la tarea hermenéutica. Ahora bien: ya sea de modo más racional, ya sea de modo más intuitivo como el suyo, sigue en pie la cuestión: ¿es suficiente esta metodología para resolver en toda su profundidad el problema hermenéutico? ¿Qué quiere decir esto de ‘comprender al autor mejor de lo que se comprendió él mismo? ¿No puede ser que esta regla metódica dé pábulo a las fantasías más arbitrarias y con poca raigambre hermenéutica? ¿Puede el intérprete superar al maestro? Quizá el punto fuerte de Schleiermacher fuera no tanto su idea de la comprensión (llamada a ser superada) sino su superación del punto de vista tradicional, más acrítico y dogmático, tan presente hasta la época. Sin embargo, él abrió la vía para este nuevo modo de enfocar la hermenéutica, cuyo correlato directo fue la recepción de la tradición, hecho que Gadamer articula alrededor de lo que denomina la conciencia histórica. Desde este nuevo modo de situarse ante la historia, su interpretación se comenzó a convertir en una tarea más crítica o científica (en el mejor de los sentidos) liberando de todo interés dogmático su interpretación y la lectura de los acontecimientos (tanto en la historia, como en los textos clásicos y en la misma Biblia). De hecho, ésta era el verdadero foco de interés para él, pero la problematicidad de su pensamiento le supuso una barrera para avanzar en dicha concepción histórica del mundo, testigo que pronto fue recogido.

10 de mayo de 2017

La belleza de una sucesión matemática (y iii)

Hemos visto esa analogía que se da en el modo de desarrollarse la realidad, tanto matemática en la sucesión de Fibonacci como inanimada y orgánica en la naturaleza, lo cual nos ofrece una vía interesantísima para poder articular la aprehensión de la belleza. Efectivamente, el número φ nos permite enlazar con la belleza que podemos aprehender en la naturaleza y en el objeto artístico.

Qué duda cabe que a lo largo de la historia la naturaleza es algo que ha producido una experiencia estética a innumerables personas, por no decir a todas. ¿Quién no se ha sentido subyugado alguna vez por un amanecer, por una tormenta, por un valle nevado, incluso por una sencilla hoguera…? La cuestión es por qué nos sentimos subyugados por dichos fenómenos. ¿Qué es lo que despierta en nosotros dicha atracción?, ¿por qué nos sobrecoge? Yo creo que la repuesta a tal pregunta habría que ir a buscarla en dos direcciones: por un lado en las imágenes que presenciamos; y por el otro —que creo que es el más importante, estéticamente hablando— en los procesos mediante los cuales se generan dichas imágenes o mejor dicho, los efectos en nosotros de la aprehensión de esos procesos. Me explico.

La belleza de la naturaleza no es únicamente plástica, sino también y sobre todo procesual, funcional. La naturaleza no es algo estático, sino que está en continuo devenir. Todo, hasta lo que podamos considerar como más inamovible, hasta la montaña más sólida y grande, se encuentra en proceso de cambio, en proceso de fluctuación. En la naturaleza vemos cómo distintas estructuras se están generando continuamente, estructuras armónicas cuya finalidad primaria no era la de ser bellas, sino la de ser funcionales; esto es, la de mantenerse en la existencia, la de sencillamente poder llegar a existir y mantenerse en su existir. En este sentido, la belleza que pudieran albergar todas estas estructuras (ya digo, animadas o inanimadas) es algo secundario. Y aquí está también su gran misterio: si todas estas estructuras responden a una necesidad de existencia, cómo es que el modo en que han logrado dicho objetivo de subsistencia es un modo bello. Una humilde concha, o una imponente galaxia, o una sencilla flor, o la rítmica disposición de las hojas en un tallo, etc., no responden primariamente a un motivo bello sino a uno estrictamente funcional; y lo misterioso es que el modo de resolver esa funcionalidad no es sino un modo bello.

Ante cualquier fenómeno de la naturaleza, bien podemos quedarnos en esa primera impresión que nos ofrece, bien podemos hacer otra cosa. ¿Qué? Pues podemos intentar ir más allá atendiendo a todo aquello que lo subyace y que está a la base de su génesis, por decirlo así. Más allá de lo que en primera instancia nos ofrece (el paisaje, la flor, el insecto), podemos trascenderlo para atender a su proceso formativo, al modo en que se dicha estructura ha venido a la existencia, al modo en canaliza todo su ser. Si somos capaces de adoptar esta actitud, inevitablemente nos lleva a apreciar otro tipo de belleza más penetrante y más honda de la Naturaleza, un tipo de belleza que subyace a aquella que se ve a primera vista, y que se manifiesta en ella. No se trata de desentenderse de la imagen inicial sino de, conservándola de algún modo, ir más allá de ella para atender a ese fenómeno desde esa doble dimensión: la imagen que se nos ofrece y que se nos manifiesta, y el proceso mediante el cual se ha dado la génesis de ese fenómeno cuyo resultado es el que se nos manifiesta.

La belleza que se nos manifiesta en la Naturaleza no es un fin en sí mismo, sino que es el resultado de los procesos mediante los cuales la materia y los seres animados resolvieron sencillamente el problema de existir.

Podemos afirmar que la belleza no brota tanto de la figura sino del proceso generante, o de la aprehensión de dicho proceso generante; la belleza es el resultado de esa fuerza genética que desde el fondo de su ser provoca que la realidad se manifieste en esas estructuras, en las que con unos recursos limitados es capaz de alcanzar la máxima eficiencia. Es por esto que la auténtica belleza no reside en la imagen, en la figura, sino en la tensión que dicha imagen y figura nos provoca hacia lo profundo, hacia esos procesos que las constituyen. La figura bella, antes que ser bella es manifestación de su proceso genético. Y ello es lo que nos provoca la auténtica fruición estética: no tanto la aprehensión de una imagen estática como el de un proceso que la trasciende y que la conforma. La aprehensión de dicho fenómeno nos provoca un sentimiento interior y profundo de fruición, mucho más profundo que los sentimientos al uso, de otro nivel, resultado de la aprehensión dinámica de dicho fenómeno, porque el sentimiento generado no deja de ser también dinámico. La belleza no está tanto en el objeto bello en sí como en el efecto que provoca en nosotros su aprehensión.

Y a ello es a lo que tiende cualquier artista con su obra de arte. A generar en nosotros esa tensión que, trascendiendo el mismo objeto artístico, nos catapulte más allá de él, y de algún modo nos permita trascenderlo hacia los ámbitos más profundos de la realidad. Una obra de arte no es un fin en sí misma, sino que los medios expresivos de los que dispone están al servicio de esa realidad más valiosa que pretende transmitir. Si la obra de arte pretende quedarse en sí misma, se desvirtúa y cae en una especie de virtuosismo egocéntrico que finalmente provocará el desdén del espectador. La obra de arte es palabra que revela, dintel que invita a ser traspasado y que nos permite adentrarnos en un ámbito ignoto, ámbito que permanece velado para aquel que se queda en el mero deleite superficial de los sentidos.

En fin, a mi modo de ver, esa afinidad entre la realidad y la vida, y nuestra aprehensión, nos produce una honda fruición estética, en tanto que nos permite profundizar en los estratos de lo real yendo más allá de aquello que se nos manifiesta primariamente; afinidad que es la que de alguna manera propicia también el objeto artístico. Quizá haya algo de todo ello en la sucesión de Fibonacci.

2 de mayo de 2017

La belleza de una sucesión matemática (ii)

Tal y como comentábamos en el anterior post, la analogía que pueda haber entre la sucesión de Fibonacci y la naturaleza queda muy bien perfilada alrededor de la figura espiral. Efectivamente, entre lo que se denomina espiral de Fibonacci y no pocas figuras espirales que se dan en la naturaleza en los más variados ámbitos, hay una similitud ciertamente sorprendente.

Como es fácil suponer, las espirales de Fibonacci se construyen geométricamente a partir de la sucesión que lleva su nombre. Construirla es muy sencillo. Partamos de la sucesión, y vamos a construir tantos cuadrados como elementos haya en la sucesión, cada uno con un lado cuya longitud sea el del valor de dicho elemento de la sucesión. De esta manera, dibujaremos dos cuadrados de lado la unidad, uno de lado dos, otro de lado tres, otro de lado cinco, otro de lado ocho, etc., y vamos a ir adosándolos de modo que los lados del cuadrado inmediatamente siguiente se acoplen a los lados de los cuadrados anteriores. Es más difícil de explicar que de hacer; si se mira la siguiente figura se verá qué sencillo es. Comenzamos dibujando los dos cuadrados de lado 1; a esos dos le adosamos el de lado 2 (encima, por ejemplo); luego adosamos en un lateral el de lado 3 para que nos quede bien (2+1); luego similarmente el de 5, luego el de 8… y así sucesivamente, de modo que el lado de cada cuadrado superior se pueda adosar a un conjunto de lados y se obtenga como suma de aquellos.

Quedaría una figura como ésta:


Vemos cómo, conforme vamos añadiendo cuadrados, se van creando sucesivos rectángulos de mayor tamaño. Pues bien, una primera característica geométrica sorprendente es que, conforme vamos añadiendo cuadrados y se van generando rectángulos cada vez más grandes, de forma simultánea y paulatina se van aproximando a lo que se conoce como rectángulo áureo, es decir, a aquel rectángulo cuyos lados guardan la relación áurea φ. Y es que cuando estamos inmersos en este mundo, la relación áurea aparece por todos lados: φ, siempre φ.


¿Y qué hacemos con todos estos cuadrados, cómo construir la espiral a partir de ellos? Pues bien, de lo que se trata ahora es de ir dibujando sucesivos arcos de circunferencia de 90º, situando el centro del compás en los sucesivos vértices y ampliando los radios a las longitudes de los lados de los distintos cuadrados. Como he comentado antes, es más complicado de explicar que de hacer. Quedaría así:


Se ve intuitivamente cuál es el centro de cada arco, sobre todo conforme vamos dibujando los arcos más grandes. Y bueno, ya tenemos dibujada la espiral de Fibonacci. Y como decía, lo curioso del caso es que se pueden encontrar múltiples ejemplos en la naturaleza en los que esta disposición geométrica aparece. Aquí os dejo un ameno vídeo explicativo:


La verdad es que todo esto no deja de ser un misterio. Lejos de hacer lecturas precipitadas forzando concordancias, no deja de ser curiosa toda esta serie de coincidencias. Algo habrá en esa sucesión que efectivamente la adopción de esa forma haya sido un topos en la naturaleza tanto inanimada como biológica. ¿El qué? Pues no se sabe. Como comenté, algo de esto ya vio Kepler cuando explicaba cómo entre la génesis de esta serie y la génesis de algunos procesos naturales había cierta analogía.

Si nos fijamos, cada nuevo elemento de la serie se apoya sobre los anteriores, y manteniendo su vinculación con ellos es capaz de superarlos, de ir un poco más allá de ellos, pero sin olvidarlos; es decir, como manteniéndolos de algún modo en su ser. Y este mantener en su ser cada nuevo elemento lo que es previo a él, lo hace según una proporción que no es que se mantenga constante, ya que no es del todo así, sino que conforme se va avanzando en la serie se va tendiendo hacia φ, hacia la proporción áurea, hacia la proporción perfecta. Y, salvando todas las distancias, ¿no ocurre algo similar en la realidad orgánica? Partiendo de elementos y estructuras más básicas, se van dando (van emergiendo) estructuras más complejas, que si bien no se reducen a las anteriores sino que las superan, no las superan desmarcándose de ellas sino que las mantienen en sí mismas pero para ir más allá de ellas; aquello que llegan a ser las nuevas estructuras no podrían serlo si no mantuvieran en su ser a aquello de lo que proceden y que las sustentan, pero si se redujeran a ellas tampoco podrían alcanzar todo lo que pueden dar de sí. En los seres emergentes se va más allá de lo dado, aunque manteniendo en su ser de alguna manera a eso dado previamente. Y ese patrón (formal) que se mantiene, en lo matemático se articula mediante φ, y en lo natural, desde procesos tanto inanimados como biológicos, también. Analogía analogía en forma de espiral que, partiendo de la sucesión hemos dibujado fácilmente, y que en la realidad aparece ‘dibujada’ por fenómenos que a menudo escapan a nuestra comprensión.

No son pocos los autores que buscan esa comprensión no tanto en términos científicos como estéticos.