28 de mayo de 2015

Lo fácil y lo difícil

Llama la atención el lenguaje que se utilizaba en los mandos alemanes para referirse a cuestiones tan delicadas. Por ejemplo, cuando se hablaba en términos de ‘administración’ en referencia a los campos de concentración, o de ‘economía’ en referencia a los de exterminio; o también eufemismos como ‘solución final’ (matar), ‘tratamiento especial’ (llevar a un campo de exterminio), ‘evacuación’, ‘cambio de residencia’, ‘reasentamiento’, ‘trabajo en el Este’,… Un lenguaje que sin duda tenía su eficacia para mantener cierto orden y serenidad. Claro que todos eran conscientes de lo que estaban hablando, pero dicho de esta manera parecía objeto de su cometido profesional. E incluso justificaban así su forma de actuar, tergiversando sus acciones en términos de deber, de misión, de honor… En esto de dar la vuelta a las cosas era especialista Himmler: no se trata de infringir un daño horrible a los demás, sino de soportar ese horrible espectáculo en el cumplimiento de mi deber.

Eichmann no tuvo contacto directo con los campos de exterminio. Cuando Hitler dio la fatídica orden en 1941, el acusado fue enviado por Himmler a inspeccionar algunos de ellos (Lublin, Chelmo, Minsk) y regresó a Berlín fuertemente conmocionado, solicitando que no le enviasen otra vez. Pero consciente de todo lo que se hacía allí, siguió realizando su actividad desde Alemania. Sólo en una ocasión desvió un convoy hacia un gueto en Lodtz, donde aún no estaban dispuestos los preparativos para el exterminio, en provecho de las personas que iban en él. Esto es algo llamativo sobre lo que Arendt llama la atención.

La conmoción que sintió Eichmann fuel algo común a bastantes miembros de los einsatzgruppen. Los alemanes poseían dos grandes herramientas para matar a la población civil. Mientras las cámaras de gas asesinaba a miles y miles de judíos en los campos, los einsatzgruppen (una especie de batallones de fusilamiento) hacían lo propio en el frente no sólo con la población semita o no aria, sino con intelectuales y personas de relevancia de las sociedades conquistadas (e incluso también para acabar con los propios compañeros heridos de gravedad en el frente y que no podían ayudar). Pues bien, como decía muchos de los soldados integrantes de estos batallones no podían soportarlo; no podían soportar acabar con tantas y tantas vidas a sangre fría. Y los mandos lo sabían: a cualquiera que daba señales de flaqueza, a cualquiera que mostrara un mínimo de sensibilidad ante el ejecutado, le relevaban del puesto.

Ya se encargaban los mandos de vender su tarea como algo histórico, destinado a los grandes héroes de Alemania, únicos capaces de soportar semejante carga a favor del Imperio. Pero muchos de ellos no lo soportaban (¡eran personas también!). Los asesinos no eran homicidas por naturaleza ni sádicos. Y ni siquiera las ‘palabras aladas’ con las que les querían motivar para su terrible tarea, podían ir en contra de lo que para Arendt es algo innato en el ser humano: «una piedad instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico». A todo aquel que su piedad (sana) le dificultaba su tarea, era rápidamente sustituido por otro ‘glorioso defensor del Imperio’.

Esta piedad se puso también de manifiesto en innumerables ciudadanos alemanes que conocían lógicamente a muchos otros ciudadanos alemanes judíos, a los que querían ayudar y proteger. Himmler decía que cada uno de los ochenta millones de buenos alemanes tenía su judío decente al que quería ayudar. Si unimos esta circunstancia a que había semitas mejor posicionados socialmente que otros, se provocó que la propia comunidad judía se estratificara jerárquicamente, hecho que no contribuyó a su cohesión.

Un aspecto sorprendente fue la colaboración de los propios judíos a la hora de manejar a toda la comunidad. Hasta había una especie de ‘policía judía’ que fue la que realizó las últimas cacerías de judíos en Berlín. Sin la colaboración de estos grupos, el propio Eichmann reconoció que la labor se habría complicado muchísimo. En su camino hacia la muerte, la población judía era guiada y llevada por equipos de judíos; veían realmente a pocos alemanes en el itinerario mortal. Judíos eran los que ‘engañaban’ a los que eran escogidos para ‘ducharse’ en los baños mortales, los que quitaban los objetos de valor a los cadáveres, quienes les cavaban sus tumbas,…

¿Cómo actuaríamos cualquiera de nosotros en semejantes circunstancias? Ante la pregunta que se le hizo en el juicio a un judío colaborador, éste contestó: “¿Qué podíamos hacer en esas circunstancias? ¿Qué podíamos hacer?”. Supongo que desde mi sillón leyendo este libro, me puedo escandalizar; pero intentando ponerme en su situación, en un país en que eres tratado como un animal, donde lo normal es que te humillen, donde estás esperando el día en que te peguen un balazo en la cabeza, cuando ya no tienes fuerza ni para sostener un hilo de dignidad, cuando no ves a tu alrededor más que muerte y más muerte,… “¿Qué podíamos hacer?” Esas palabras resuenan en mi cabeza. No es una pregunta fácil de responder. ¿Hubiera sido más fácil enfrentarse a los soldados, consciente de que ello te llevaría sin duda a la muerte? En esa vorágine de asesinatos y de sinsentidos, es muy difícil saber cómo reaccionaría uno. Quizá lo único que podemos hacer es compadecernos de ellos, y hacer lo posible para no volver a caer en semejante barbarie. Los judíos que presentaron resistencia, como sabemos, fueron muy pocos. Y es que como dice Arendt, en aquellas circunstancias debía ser un verdadero milagro que alguien tuviera agallas para enfrentarse al sistema.

Eichmann no era un mercenario, sino alguien que pertenecía a una sociedad que idolatraba a Hitler, y a la que pertenecían los personajes más ‘ilustres’. Él, sencillamente, se subió al carro. Llegó a comentar en el juicio que no escuchó ninguna voz que le hiciera cuestionarse su actuación. Todos iban a una, en un delirio de poder y de muerte. Incluso la actuación de este grupo capitaneado por Stauffenberg para atentar contra Hitler (1943), no estuvo motivada tanto por convicciones morales como por su consciencia de que Alemania estaba siendo despedazada, y había que poner fin a aquello; independientemente de que su valor fuera admirable, no estuvo motivado por la inmoralidad del Reich ni por el sufrimiento de tanta gente inocente, sino por la convicción de la inminente derrota de Alemania y su consiguiente ruina.

26 de mayo de 2015

¿Se puede hablar hoy en día ‘en honor de Dios’?

No sé si llegué a comentar en los primeros posts que éste es un blog que pretende encarar las cosas desde una perspectiva multidisciplinar. Aunque eminentemente serán aspectos filosóficos los que me guíen, no quiero que sean los únicos. Por mi formación personal quisiera complementar la filosofía con la ciencia y la teología. Entiendo que cada disciplina no puede sino abarcar un ámbito restringido o específico de todo el saber alcanzable por el ser humano, y que consecuentemente se precisa una colaboración interdisciplinar entre todas ellas para poder llegar más lejos. Pero soy consciente de que no todos piensan así. Si ya el diálogo entre filosofía y ciencia es complicado y no es del gusto de todos, algo similar (o peor) ocurre entre razón y fe. Sobre todo partiendo del hecho de que no todos tienen fe. ¿Qué les puede decir entonces la teología?

¿Es efectivamente así? Si consideramos que el punto de partida de la teología es el dato revelado (en mi caso el dato revelado por Jesucristo), parece que sí. Pero a mi modo de ver, creo que se ha de matizar un poco esto. Porque el hecho de que el punto de partida de la teología sea el dato revelado, no justifica que ante diversas cuestiones se apele a la autoridad divina para darles solución y no se recurra a un ejercicio profundo de las categorías racionales humanas. Y estemos atentos: ello no es legítimo ni para posturas creyentes… ni para posturas ateas. Aunque el punto de partida de la teología es el dato revelado, una fe en definitiva, de alguna manera aquellos que ejercen su reflexión sin partir de él también adoptan una postura de fe, una creencia, sólo que una creencia de otro tipo. Esto no lo podemos olvidar.

Previamente al problema teológico hay otro problema que hay que situar en las estructuras más profundamente antropológicas del ser humano: es lo que Zubiri denomina el problema teologal. Este problema no es otro que la pregunta por lo que es nuestro fundamento. Y compete a todo ser humano —a todo— darle respuesta. No se trata de que podamos o no darle respuesta, de que queramos o no, de que nos lo propongamos o no, de que nos apetezca o no. Sencillamente, no podemos no darle respuesta; por el hecho de cómo vivamos, ya lo estamos haciendo. Es un problema que no se resuelve de modo teórico, sino que se responde con nuestras vidas, con la actitud con que vivimos, atendiendo a aquello en lo que depositamos nuestra confianza para vivir.

Este problema o esta cuestión no se soluciona diciendo soy creyente, o agnóstico o ateo, sino que se le da respuesta con nuestra propia vida, con lo que hacemos o dejamos de hacer, con lo que nos preocupa, con lo que nos inquieta,… No basta ponernos la etiqueta: nosotros mismos somos la respuesta. Y esta respuesta puede ser dada positivamente, o puede pretenderse pasarla por alto. Quizá esta última postura —la indiferencia— sea la más común; pero no pensemos que por ser indiferentes no estamos respondiendo a la cuestión teologal. La estamos respondiendo… indiferentemente, quizá el modo menos favorable para hacerlo por la dejadez que implica de la propia responsabilidad personal. El problema teologal no implica necesariamente una respuesta religiosa: implica una toma de consciencia de la gravedad que supone vivir una vida de modo serio y auténtico, coherente. Y tan legítimo es un creyente que vive con coherencia y fundamento su fe, como un ateo o un agnóstico que hacen lo propio con su opción de vida.

Que la cuestión teologal sea algo de carácter antropológico y por ende universal, ello no puede hacernos olvidar la cuestión de si hoy en día tiene sentido hablar en términos teológicos. ¿Lo tiene en una sociedad como la nuestra? Esto mismo se preguntaba Wittgenstein en el prólogo a sus Observaciones filosóficas allá por 1930, según nos comenta Rosino Gibellini, un teólogo contemporáneo: «quisiera decir que este libro está escrito en honor de Dios, si estas palabras no sonasen hoy vacías, es decir, si no fuesen mal entendidas (…)». No deja de ser llamativo que un autor como Wittgenstein escribiera estas palabras, que reflejan la consciencia de lo difícil que ya entonces era hablar ‘en honor de Dios’.

En un diálogo serio y profundo todo el mundo tiene cabida, ‘incluso’ los teólogos. Pero me gustaría realizar dos matizaciones. La primera tiene que ver con el hecho de estar atentos (los teólogos) para no caer en lo que Aranguren denominaba una ‘escolástica’. Cuando el filósofo español utilizó este término no se refería tanto a la Escolástica como período medieval, como al hecho de querer mantener un pensamiento más allá de los referentes culturales y sociales en los que tal pensamiento surgió. De hecho, él lo decía refiriéndose al pensamiento marxista, el cual como sabemos fue ideado en una circunstancia social e histórica (y económica) determinada por los años finales del siglo XIX y primeros del XX, y se intentó mantener décadas después cuando la realidad europea se había modificado notablemente. El hecho de que denominara ‘escolástico’ al marxismo por esta circunstancia nos lleva inevitablemente a pensar lo que todos hemos pensado cuando hemos leído este término. Efectivamente: el pensamiento teológico contemporáneo también ha pecado de cierto escolasticismo, además declarado (recordemos el decreto de León XIII de revitalizar el tomismo para poder dar respuesta a las cuestiones suscitadas por el modernismo ilustrado).

En mi opinión esto es cierto. La teología contemporánea se ha caracterizado por intentar mantener un marco de pensamiento —el clásico— que si bien para nada es erróneo (todo lo contrario) creo que es preciso actualizarlo para que pueda ofrecer respuestas a cuestiones del hombre del siglo XXI. No se pueden responder preguntas del siglo XXI con esquemas clásicos. Más que dudar de la valía de la tradición teológica antigua o medieval, de lo que sí se puede dudar es de si es adecuado recibirla hoy en día tal cual, sin una actitud reflexiva, crítica y constructiva que la sitúe a la altura de los tiempos. También es cierto que esto es lo que se pretendía con la nueva teología y con la celebración del Concilio Vaticano II.

La segunda matización que quería hacer es constatar lo interesante que es para un sano ejercicio de la teología dialogar con las reflexiones críticas tanto de posturas alternativas a la teología cristiana como de posturas no creyentes. Troeltsch ya decía que sin tales críticas las convicciones religiosas podían disolverse con facilidad en banales convencimientos. El ejercicio de la teología no puede reducirse a un diálogo entre amigos, sino que se ha de erigir en un ejercicio de reflexión compartida desde el cual poder alcanzar una mejor comprensión de —en nuestro caso— las verdades de la fe, pero por extensión, las verdades de toda la realidad. Y qué duda cabe de que un buen acicate para avivar la reflexión teológica es intentar dar respuesta a interrogantes planteados desde otros ámbitos, siempre con la prudencia de, por el hecho de intentar dar respuesta a tales interrogantes, no desviarse hacia un derrotero forzado que impida el libre desarrollo de la reflexión teológica, y con el riesgo de la posibilidad de arribar a posturas más allá de las estimadas inicialmente. En el verdadero diálogo se sabe de dónde se parte, pero no se sabe adónde se va a llegar.

19 de mayo de 2015

Pues Descartes no iba tan desencaminado

El cogito cartesiano, como decíamos en el anterior post, fue muy significativo. Con él se puso de relevancia un nuevo aspecto de la filosofía, que no es que fuera desconocido, sino que con Descartes y en su tiempo adquirió un eco singular. El papel activo del sujeto en el desempeño de las acciones humanas no era algo nuevo; ya en la filosofía antigua y medieval hay sobradas muestras de ello. Un ejemplo bien claro que me viene a la cabeza es San Agustín, quien escribió textos que podía haber escrito perfectamente el mismo Descartes.

Pero entre uno y otro sí que se dio una circunstancia bien diferente: sus respectivos entornos cultural y social. Mientras la sociedad agustiniana permanecía en la cosmovisión clásica, la cartesiana ya estaba en plena transformación moderna. Consecuentemente, la consciencia de la intimidad del sujeto, su rol activo en los procesos cognoscitivos, etc., tuvieron un eco muy diverso. La sociedad moderna ­—digamos— estaba preparada de alguna manera para recibir estas ideas. Y no sólo las recibió, sino que las llevó más allá del propio Descartes.

Porque si nos damos cuenta, Descartes no llegó a salirse de los esquemas medievales, como nos recuerdan Ortega y Gasset o Gadamer. Podemos decir que no estuvo a la altura de su cogito. Como sabemos, ante la falta de certeza de lo aprehendido mediante los sentidos, Descartes buscó su piedra angular en el propio hecho de ser consciente de lo que le está ocurriendo a uno, de lo que está haciendo. Nuestros sentidos nos pueden engañar, puede no ser cierto aquello que estoy percibiendo; pero lo que no puede no ser cierto es que estoy percibiendo algo, que lo estoy elaborando cognitivamente. Eso no.

Sin embargo (y por esto digo que no fue capaz de superar los esquemas clásicos) Descartes hizo una inferencia de dudosa fiabilidad. De lo que podemos estar seguros es de que hay un pensamiento: eso es lo cierto, el pensamiento. Pero Descartes, fiel a la concepción clásica y antigua de que por debajo de toda cosa hay una substancia que la subyace y la fundamenta, necesitaba ‘algo’ en lo que fundamentar dicho pensamiento, algo que no fue otra cosa que el ‘yo pensante’. Y aquí Descartes mezcló dos cosas: un pensamiento que por su propia índole es evanescente con un ser que por su propia índole es estático, mediante una inferencia de difícil verosimilitud. Éste es el gran problema del idealismo: que en su origen ya nace —digamos— torcido.

Lo cierto es el pensamiento, la plena presencia en nuestra mente; el yo que lo piensa ya no es algo primario, sino una inferencia secundaria, pues realmente el yo existe en tanto que hay un pensamiento que es pensado. Sin el pensamiento, no tendríamos noticia de ese yo. Lo radical es el pensamiento; el sujeto es secundario. Y sin embargo para Descartes lo radical es el yo que piensa. Descartes no pudo asumir el peculiar carácter de la existencia de un pensamiento: su fluidez extrema, esa plena dinamicidad, su fugacidad,… algo que sólo existe en tanto que es pensado y que en cuanto deja de pensarse se volatiliza; él necesitaba acudir a algo que pudiera tocar con los dedos, a algo sustancial. Así, lo radical fue el yo que piensa —la res cogitans— y el pensamiento pasó a ser un atributo de ese yo. Lo que era radical pasó a ser secundario, y lo que era secundario pasó a ser lo radical.

Ello provocó que el hombre moderno se encerrara en sí mismo, en el sentido de que si lo radical es el yo que piensa, necesariamente sólo podía dar fe de aquello que se encontrara presente en su propia conciencia. Las cosas reales comenzaron a ser problemáticas, ya que sólo podíamos tener certeza de ellas en tanto que contenidos de conciencia. Pero, ¿es esto sostenible? No digamos un ‘no’ demasiado rápido.

En primera instancia, efectivamente parece que no es sostenible. ¿Cómo va a reducirse el mundo a ser un mero contenido de conciencia?, ¿cómo podemos considerar al mundo como representación (Schopenhauer)? El mundo no es representación sino ‘lo’ representado, que es distinto. Otra cosa —y aquí está el meollo— es que yo no pueda sino representarlo, pero ¿me legitima ello a reducirlo a mi representación? Si la postura realista se caracterizaba por dar más peso a las cosas que al sujeto cognoscente, la idealista se caracteriza por dar más peso al sujeto que a la propia realidad. Pero el caso es que ni aprehendemos las cosas tal y como ellas son en sí, ni tampoco son como nosotros las aprehendemos.

¿Qué hacer entonces? Quizá quepa una postura intermedia, que es la que se intentó adoptar desde la actitud fenomenológica. La fenomenología se erige en un intento de superación del solipsismo idealista pero sin caer en el realismo clásico, tarea encomiable y no tan fácil como parece. Otra cosa es que tuviera más o menos acierto en su tarea, pero que gracias a ella se dio un paso importante en la filosofía dejando su impronta en una actitud que influyó en una amplia parte de la reflexión contemporánea es indiscutible, como veremos en breve.

11 de mayo de 2015

Explicar lo inexplicable

En la sesión de hoy hemos seguido con la lectura de Eichmann en Jerusalén. Arendt continúa el libro comentando la evolución de las distintas ‘soluciones’ que desde el mando alemán se pretendían dar al ‘problema’ judío. La primera de estas soluciones, antes del comienzo de la guerra, fue la emigración forzosa, esto es, la expulsión. En ella Eichmann, como buen gestor que era, demostró ser muy eficiente; circunstancia que utilizó en el juicio para aducir que gracias a él se habían salvado muchos judíos (aunque en aquel entonces aún no se sabía nada de la que más tarde sería denominada solución final).

Según parece, en aquellos primeros compases los nacionalsocialistas simpatizaban con la actitud pro-sionista, ante la cual los judíos asimilacionistas eran mal vistos (tanto por los nazis como por los mismos judíos pro-sionistas). Los judíos sionistas contactaron con las autoridades nazis por entender que era una buena ocasión para poder emigrar a Palestina. Hubo enviados que desde allí viajaron a Alemania, para recabar ayuda y fondos para la que entonces era una inmigración ilegal, pues como sabemos Palestina estaba en manos de Inglaterra, el que entonces era considerado el verdadero enemigo. Démonos cuenta de que estamos mucho antes de que los sucesos tomaran el desgraciado cariz que tomaron, y en ese momento el enemigo no era tanto el que oprimía al pueblo judío en algún país sino quien les prohibía la entrada a la tierra prometida.

Esta ‘sana’ relación cambió a partir de 1939. Las autoridades judías vieron en Eichmann una modificación radical en su forma de comportarse, unida sin duda a su ascenso provocado por la nueva circunstancia. No se tardó mucho en ver que la solución de la expulsión no iba a ser viable, básicamente por dos motivos: a) en tiempos de guerra aumentaban las dificultades para trasladar gente de un país a otro, como es lógico; b) conforme Alemania se iba anexionando territorios, el número de personas judías aumentaba exponencialmente. Y aunque hasta 1941 Hitler permitió la emigración, la segunda solución estaba ya presente: la concentración. Si hasta el comienzo de la guerra el gobierno alemán aún guardaba las formas, tras septiembre de 1939 éstas se radicalizaron.

Cuando Eichmann ocupó su cargo, se encontró en la tesitura de que la emigración forzosa era la solución oficial pero que ya empezaba a no ser viable materialmente. Ideó tres posibles soluciones. La primera era conocida como la idea de Nisko, que consistía en enviar a la población judía a territorios anexionados en el este europeo. Por ejemplo Polonia, en donde se podría crear una especie de Estado judío autónomo. La segunda fue el proyecto Madagascar, que consistía en hacer lo propio en esta isla africana. Ambas ideas fracasaron. La tercera solución pasaba por concentrarlos en una ciudad checoeslovaca, Theresienstadt, pero pronto se vio que era una ciudad muy pequeña y consecuentemente que el proyecto era inviable (para el cual incluso se había evacuado a la propia población checoeslovaca). Mientras se intentaban materializar estas posibilidades (en las que Eichmann puso interés, esto es cierto) el tiempo pasaba, la guerra continuaba, y en 1941 se abrió el frente ruso. Con la complicación que ello supuso, la ‘gestión’ de los campos de concentración al uso se hizo difícil; el paso a la tercera solución fue ya inminente: la ‘solución final’, el exterminio.

No hay que dar ninguna explicación de lo terrible de esta solución. Pero analizando cuál era la mentalidad alemana de entonces, uno va atando cabos, y va comprendiendo (en la medida en que esto pueda ser comprensible) por qué ocurrió. Nos encontramos en una situación en la que la ignominia de la sociedad judía era un hecho. Sí, era un hecho. Lo que había que hacer era intentar dar salida al problema generado por este hecho. A la inviabilidad de las dos primeras soluciones, se unía una circunstancia no menos terrible: la consideración de la eutanasia en la sociedad alemana. La solución final no surgió de la nada. La eutanasia era ya una realidad en el estado alemán, y se aplicaba tanto a personas terminales como a enfermos mentales. Según parece, se dio ‘muerte digna’ a unas cincuenta mil personas. Ante críticas de la propia población alemana, dejaron de practicarse estas ‘muertes dignas’ a personas nativas para comenzar a aplicarlas a la población judía. Los campos de concentración no daban a basto para admitir a todos los vagones que llegaban repletos de personas. No podían enviarlos a otros sitios, no podían mantenerlos,… Al final lo que ocurrió fue que los mismos que construyeron las instalaciones para los enfermos mentales, construyeron las cámaras de gas en los campos de concentración. Y el caso es que esta mentalidad eutanásica estaba firmemente asentada en no pocos sectores de la sociedad. Para la propia población alemana morir gaseada era un modo de no caer en manos del enemigo en una posible derrota: el führer, en su bondad, tenía previsto una muerte sin dolor en el caso de que la guerra no terminara victoriosa. Testimonios hay de ello.

Visto cómo acabó todo, parece que las dos primera soluciones fueran más ‘llevaderas’. Aunque lógicamente eran preferibles a la tercera, no podemos dejarnos llevar por las apariencias, pues suponen una humillación brutal sobre la población judía, o la gitana,… Y el caso es que esto era lo ‘normal’ ya no sólo en el gobierno alemán, sino en buena parte de la sociedad (fueron muy pocos los que se opusieron desde el principio a Hitler y se mantuvieron en su postura; Arendt habla de unos cien mil, entre los que estaba Karl Jaspers). Y es sorprendente cómo esa brutalidad pudiera ser considerada como lo normal. Quizá el problema comenzó en el momento en que se dictó la primera ley (todavía en tiempos de paz) relegando a los judíos a ser ciudadanos de segunda. Eso fue aceptado, y ese fue el primer paso.

Si unimos este tipo de decisiones a la euforia provocada por un estado exitoso y poderoso, se llega a una degeneración moral que ya en su desenfreno puede derivar hacia cualquier cosa. ¿Dónde acaba lo correcto socialmente aceptado, dónde acaba lo ‘normal’ y dónde comienza lo ético? Cuando vives emborrachado de poder, cuando no das ningún valor a la vida de nadie y crees que puedes disponer de todo y de todos con absoluta impunidad, cuando se agacha la mirada temerosa ante tu presencia, cuando miran temblorosos tu figura… ¿no cambia tu modo de entender la vida?, ¿no cambian tus parámetros?,... Lo ético ya no era matar o no matar, sino causar el menor sufrimiento posible ante el ya inevitable asesinato. ¿Cómo no deformar la realidad, cómo no dejarse arrastrar por la vorágine de los excesos y del despotismo? ¿Cómo ser capaz de mantener la cabeza alta y el criterio adecuado ante tanta barbarie? Y el caso es que la mayoría de los que así pensaban eran gente normal, gente normal…

No sé por qué pero veo cierto paralelismo con la vorágine de excesos cometidos en nuestra historia reciente por tantos y tantos ejecutivos y políticos de nuestro querido país, que ante el exceso y el desenfreno económico y financiero cayeron en el pozo de la corrupción y del fraude. ¿Dónde acaba lo ‘normal’ y comienza lo ético?

5 de mayo de 2015

Pero... ¿nos engañan los sentidos o no?

El giro que supuso el pensamiento moderno fue crucial en la historia ya no de la filosofía, sino de toda disciplina humana. Los grandes puntos de inflexión que se dan en la historia no suelen ser exclusivos ni de la ciencia, ni de la filosofía, ni del arte,… sino que están todos conectados; así ocurrió cuando la nuova scienza moderna, y así ocurrió también con el cambio de paradigma que vivimos a comienzos del siglo XX.

No se trata de realizar aquí una exposición del modernismo (o del idealismo modernista), sino de destacar su gran relevancia. Su punto de partida, como comentaba en el anterior post, fue el cuestionamiento de la cosmovisión clásica y medieval, en la que el ser humano no alcanzaba a poseer la relevancia que sí que poseyó el hombre moderno; y ello en todos los ámbitos: social, económico, científico,… y filosófico. El más famoso representante filosófico, como todos sabemos, fue Descartes con su duda metódica (quien por cierto no partía de cero sino que su pensamiento se apoyaba en el de otros filósofos tardo-medievales, aunque eso es cuestión aparte).

Su punto de partida fue la duda de si aquello que percibíamos era real o no. Esto, leído así, no puede parecer sino chocante; o incluso absurdo. ¿Cómo voy, por ejemplo, a dudar de que los cuadrados marcados con la A y con la B sean de distinto color?


No tiene sentido, ¿verdad? Sin embargo, la duda cartesiana para nada era tan absurda como parecía. Lo que sí que hay que hacer es huir de las posiciones polarizadas, y situarse adecuadamente. Lo importante aquí es la actitud crítica para elaborar un sistema filosófico amparado en certezas, y no en opiniones ni en pseudo-certezas. Y lo que nos hace ver Descartes es que normalmente damos por ciertas muchas cosas que quizás no lo sean. En primer lugar, respecto a los acontecimientos (aunque de ello hablaremos más adelante); y en segundo lugar, respecto a las cosas que percibimos.

Lógicamente, esto de ‘cuestionar’ lo que nos proporcionan los sentidos puede extrañar a más de uno. Pero Descartes era de todo menos tonto: ¿qué nos quería decir con ello? No se trata de dudar de todo lo que percibimos comúnmente; ¿cómo podríamos vivir si así lo hiciéramos? No es eso. De lo que sí se trata es de que intentemos adoptar una postura crítica sobre aquello que conocemos (o que pretendemos conocer) conscientes de que nuestros sentidos o nuestras interpretaciones nos pueden engañar, mostrándonos algo que no se corresponda con la realidad de las cosas.

Un claro ejemplo es el paso tan manido del geocentrismo al heliocentrismo. El heliocentrismo supuso un cambio radical con amplias repercusiones en tanto que supuso un empuje importante para superar la cosmovisión medieval. ¿Somos capaces de imaginarnos lo que supuso para la gente de entonces? No es fácil. No es fácil ponerse en la situación de una persona o una sociedad a la que de repente le dicen que la Tierra no es el centro del Universo, que no todo gira alrededor de ella. Y lógicamente no (sólo) por su relevancia en la astronomía, sino porque se daba un vuelco a todas las creencias (en el sentido social o cotidiano, no necesariamente religiosas) y a lo que para ellos era el orden del mundo.

Y en concreto, en el aspecto que estábamos comentando, es verdad que decir que el Sol no gira alrededor de la Tierra va en contra de nuestros sentidos, porque realmente parece que es así. Y hasta que no se inventaron herramientas (lentes) que nos permitían ir más allá de nuestros sentidos fisiológicos, difícilmente podíamos haber sido conscientes de ello. ¿Cómo podemos pedir a la gente de entonces que, cuando le decían que la Tierra era redonda, no pensara que los que estaban boca abajo se iban a caer? Ahora no podemos sino esbozar una sonrisa. Pero el caso es que estas creencias que ahora nos parecen infantiles o risibles, formaban parte de la cosmovisión de toda una civilización (y no pensemos que nosotros escapamos a ellas; sin duda también tenemos una cosmovisión que está llamada a ser superada por las generaciones futuras, que nos mirarán con displicencia).

Pero bueno, lo que quería destacar es que se puso de manifiesto que todo aquello ‘seguro’ ya no era tan seguro. ¿Qué gira alrededor de qué? ¿Podemos estar seguros de que lo que vemos es tal como lo vemos, o nuestros sentidos nos engañan? ¿De qué podemos, en definitiva, estar seguros? Había que buscar la certeza en otro sitio, pues ya no estaba claro que lo que nuestros sentidos nos ofrecen sea algo indudablemente cierto. De aquí nació el famoso cogito cartesiano, cuyas posibilidades aún hoy en día estamos averiguando.

Por cierto: los cuadrados A y B ¿eran de distinto o del mismo color?