28 de febrero de 2023

La experiencia de los demás y la experiencia del yo

Tal y como pone de manifiesto Wojtyla en  Persona y acción, en lo humano se unifican los ámbitos de lo objetivo y de lo subjetivo, de la exterioridad y de la interioridad. Lo que trata de hacer, partiendo inicialmente de la fenomenología de Max Scheler, es dar razón de la especificidad de lo humano, complementando la perspectiva clásica con la moderna, incapaces ―en su opinión― de hacerse eco de ello en toda su riqueza, al separar artificialmente esas dos dimensiones. Ello lo articulará en torno a dos conceptos: el de acción y el de experiencia, tratando de poner de relevancia la consciencia que tiene el hombre de sí mismo, la originalidad que supone la noticia consciente que tiene de sí mismo.

Para arrancar, nos vamos a detener inicialmente en el segundo, en su concepto de experiencia. Cuando en su día leí estas páginas, enseguida me vino a la cabeza un libro del que en su día también aprendí mucho, El arte como experiencia, de John Dewey. Pero pronto me di cuenta de que ambos conceptos de experiencia no coincidían. A mi modo de ver, Dewey entiende la experiencia aproximándose al ‘proceso sentiente’ zubiriano, al ‘sentir’, al ‘proceso homeostático’, en virtud del cual los animales, también el ser humano, se relaciona con el entorno. Quizá se acerque a este enfoque la expresión de Wojtyla ‘el hombre actúa’, quizá más el de ‘dinamismo operativo’; creo que algo hay de esto pero, con el significado que él le otorga, propio de una persona, se aleja del enfoque de los dos primeros, que lo hacen extensivo a otras especies. Así acota el problema al ámbito de lo consciente, que es lo que a él le interesa, pero claro, se deja fuera todo lo que hay en nosotros de ‘no consciente’, y que puede ser mejor considerado a la luz de nuestra herencia evolutiva. Pero bueno, metodológicamente, fue su decisión.  Dicho esto, vayamos con la reflexión, de la que partiré apoyándome en la idea wojtyliana de experiencia. La finalidad que persigo no es otra que adquirir una mayor sensibilidad a la hora de comprendernos, todo lo cual revertirá ―así lo creo― en una mayor sensibilidad para relacionarnos con los demás y con las cosas.

En una primera aproximación, podemos darnos cuenta de cómo, cada uno de nosotros, al relacionarse con el mundo, con las cosas, posee una experiencia de todo ello. Todos tenemos experiencia de estas cosas. Pero el caso es que, experienciando el mundo, cada cual posee concomitantemente una experiencia de sí mismo. Nos experienciamos a nosotros mismos, a la vez que experienciamos a las cosas.

Así lo expone en el primer párrafo de Persona y acción: «La experiencia de cualquier cosa que se encuentre fuera del hombre siempre conlleva una cierta experiencia del propio hombre. Pues el hombre nunca experimenta nada externo a él sin que, de alguna manera, se experimente simultáneamente a sí mismo». Se dibuja ya lo que va a significar ‘experiencia’ para Wojtyla: tiene que ver con ser consciente de algo, tener noticia de algo que ocurre en el entorno del sujeto, o que le sucede al mismo sujeto. El sujeto tiene determinadas vivencias, algunas de las cuales experiencia, tiene noticia de ellas, es consciente de ellas, y otras no. Si bien hay aquí una dimensión empírica, no podemos mantenernos en este nivel, sino que hay que entender esta experiencia en sentido más amplio, yendo un poco más allá de lo empírico.

Wojtyla entiende que cuando el sujeto tiene noticia de algo, tiene noticia a su vez de sí mismo. En la experiencia de dicha vivencia hay una dimensión de lo que está ocurriendo, y otra de él en tanto que sujeto ante quien se está haciendo presente lo que está ocurriendo. Del mismo modo que tomamos consciencia de las cosas del mundo, hacemos lo propio con nosotros, en virtud de lo cual nos sabemos dotados de una identidad que nos separa del resto del mundo, nos sabemos a nosotros como algo otro a las demás cosas; aunque no del todo, pues nos sabemos también insertos mediante una trama de relaciones de distintos niveles que mantenemos con él, con el entorno. Esta noticia que tiene el hombre de sí mismo no es como un trazo perfectamente delineado, sino que se compone de muchos trazos, de esa parte ‘que da a él’ de todas esas muchas experiencias que pueda tener. Ante esa sucesión de experiencias, algunas de las cuales se dan simultáneamente, otras no, y otras coinciden parcialmente, se da también una experiencia de nosotros mismos en tanto que esas experiencias son nuestras, las experienciamos nosotros; la noticia de todas esas vivencias se hace presente a un sujeto del cual también tenemos noticia de alguna manera, cuanto menos en tanto que sujeto al que se hacen presentes todas esas vivencias. Cada noticia de una vivencia no es sólo un fenómeno sensible, sino también la revelación del propio hombre a sí mismo en todas y cada una de ellas en las que, a la vez, está.

Para comprender bien esta doble dimensión, la objetiva y la subjetiva, basta observar la diferencia que hay entre la noticia que tenemos de otras personas y la que tenemos de nosotros mismos. Porque igual que tengo experiencia de las cosas, puedo tener experiencia de otros hombres. A los demás hombres los experienciamos objetivamente, y nunca subjetivamente: de ninguna persona que no seamos nosotros podemos tener la experiencia subjetiva que tenemos de nosotros mismos. «Los hombres que son objeto de experiencia, lo son de manera diferente a como lo soy yo para mí mismo, o cada hombre para sí mismo»; porque, qué duda cabe, que ellos tendrán a su vez experiencias de ellos mismos. La experiencia que yo tengo de mí mismo es cualitativamente diversa a la que puedo tener de otro hombre: en la segunda experienciamos a ‘un hombre’, a ‘ese hombre’, y en la primera nos experimentamos a nosotros mismos, al ‘yo’ que somos. Pero esto no ha hecho más que empezar.

21 de febrero de 2023

El origen de la palabra no es diferente al del gesto

Todo hablante de una lengua emplea términos cuyas significaciones son compartidas, significaciones de diccionario que usamos cotidianamente sencillamente para entendernos. No nos supone esfuerzo hacernos con estas significaciones, así como manejarlas en nuestra comunicación habitual, del mismo modo que a nuestro interlocutor le es fácil comprendernos, en ese nivel. Es el nivel del lenguaje cotidiano, el que naturalmente empleamos, y que nos parece evidente su modo de darse; nuestro mundo lingüístico se comparte intersubjetivamente, y ya no nos asombra, incapaces de distinguirlo del mundo que nos rodea, con el que lo identificamos precipitadamente. Nos es cómodo mantenernos en este nivel banal, superficial, cotidiano, que no nos exige demasiado esfuerzo; pero mientras nos mantengamos en él, seguiremos sordos a sus hondas posibilidades de expresión de lo real. Y el caso es que, si nos mantenemos en el seno de ese mundo cotidiano de significados, nuestra reflexión sobre el mundo, que trata de desentrañar el misterio de lo real, el misterio de lo humano, ¿no se quedará también en lo superficial? ¿Acaso es éste el único nivel? «Nuestra visión del hombre no dejará de ser superficial mientras no nos remontemos a este origen, mientras no encontremos, debajo del ruido de las palabras, el silencio primordial, mientras no describamos con el gesto que rompe este silencio. La palabra es un gesto y su significación un mundo», explica Merleau-Ponty. Este acceso a lo profundo está adulterado por no pocas enfermedades de la sociedad contemporánea: el activismo, la brutalidad de la eficiencia, el ansia de poder… Un decir epidérmico, expresión de una mente agitada, que nos impide ver el cielo que se nos abre tras una hojarasca cerrada.

Una palabra no es una puerta que se cierra, sino una ventana que se abre, una punta de un iceberg que preanuncia todo lo que esconde, en proporciones insospechadas, en la profundidad del agua. Ya decía Paracelso que «el lenguaje no pertenece a la lengua, sino al corazón. La lengua es sólo el instrumento con el que se habla. Quien es mudo es mudo en el corazón, no en la lengua (…). Déjame oírte hablar y te diré cómo es tu corazón». Quien habla desde dentro, de alguna manera él es sus palabras. Su discurso no es algo que dice, sino expresión de lo que es.

Imán Maleki: "Sunlight"
Imán Maleki: "Sunlight"
Del mismo modo que un gesto no expresa una emoción, sino que es la misma emoción en su ejecución, una palabra no expresa un pensamiento, sino que es el mismo pensamiento en su ejecución, y que nace de lo hondo de nuestro ser. ¿Cómo interpreto yo un gesto? El gesto que percibo no tiene una significación per se más allá de lo que yo comprendo al observarlo; dibuja ante mi ‘en punteado’ una intencionalidad que yo he de completar, algo que haré cuando lo integre en mi experiencia personal. En caso contrario, no tendrá significación para mí. «El gesto está delante de mí como una pregunta, me indica ciertos puntos sensibles del mundo, en los que me invita a reunirme con él. La comunicación se lleva a cabo cuando mi conducta encuentra en este camino su propio camino». Mientras nos mantengamos en el nivel banal, concipiente, enciclopédico, no alcanzaremos a atisbar la riqueza de los nexos de sentido que se nos presentan y que exigen de nosotros nuestra participación. Ese gesto no es un simple gesto, sino que es un mundo que se expresa en él, y que yo asumo en línea de continuidad con el mío. Cuando nos detenemos en el significado usual de un gesto, en su significado conceptual, no atendemos a su ser en tanto que ‘expresión de’. Lo cortamos en su raíz, cercenando la posibilidad del misterio que presenta. No somos capaces de demorarnos en su significatividad.

Algo similar ocurre con los vocablos que, cuando no se limitan a ser clichés compartidos como los artículos detrás de las lunas de los escaparates, se erigen en ‘gestos expresivos’ de un mundo originario que cada cual posee. Cada vocablo apunta a un mundo al que preanuncia, y que no se nos presenta de modo explícito. Nuestro acceso a ese mundo es posible gracias a que los hablantes compartimos un mismo lenguaje, que se alimenta de ese mundo común subyacente, un mundo común que, si bien en el caso del gesto corporal es de carácter sensible, en la palabra es de carácter lingüístico. «Y el sentido de la palabra no es más que la manera como ésta maneja ese mundo lingüístico o como modula en ese teclado unas significaciones adquiridas».

14 de febrero de 2023

La metamatemática también es matemática

El concepto de metamatemática puede dar lugar a cierta ambigüedad. Me explico. Decíamos en el post anterior que la meta-matemática tenía que ver con las afirmaciones y comentarios que pudiéramos hacer sobre los elementos de un sistema formal: tendría que ver con lo que se pudiera decir sobre todo ello.

Pero hay otro significado más primario. Pensemos en cómo se organiza un sistema formal. O mejor, cómo se define. Consta de unos símbolos, unas reglas sintácticas y gramaticales, unos axiomas, unos teoremas, etc., en principio ajenos a nuestra interpretación habitual de las cosas, es decir, que no poseen significatividad como posee nuestro lenguaje corriente. Nos podemos preguntar si esto es efectivamente así; y la respuesta es no: «si se suprime el valor semántico en las reglas gramaticales y de deducción, se obtiene una lista de secuencias de símbolos sin significado; ¿cómo podría ésta especificar, generar, otras secuencias de los mismos símbolos?», se pregunta Raguní. De hecho, si lo pensamos, nuestra interpretación de los símbolos matemáticos no es primariamente matemática (esto es algo que, en todo caso, llegará después en el ámbito profesional, en el que ya se piensa matemáticamente), sino que es una interpretación desde nuestro campo semántico habitual.

Pero el caso es que, si no tuviéramos esa comprensión de los símbolos, ¿cómo podríamos generar nuevas expresiones, nuevos teoremas? Es preciso dotar al lenguaje formal de un contenido semántico, sin el cual se convierte en un mero juego de símbolos abstractos sin mayor aprovechamiento. Esto quiere decir que, «para estar en condiciones de desempeñar su función, que es producir nuevas proposiciones, éstas [las reglas gramaticales] deben ser necesariamente interpretadas (¡pero esta vez de manera unívoca!)». Esta interpretación de su contenido semántico se suele hacer desde el lenguaje habitual. Un lenguaje que, como hemos comprobado no pocas veces, puede ser ambiguo y confuso. Esto es un problema grave: si, para definir nuestro sistema formal, lo hacemos apoyados en el lenguaje habitual, y éste es ambiguo y confuso, ¿cómo podemos estar seguros de que nuestro sistema va a quedar definido con precisión y rigor?, ¿cómo podremos definir las reglas de un modo lo suficientemente claro? Es un problema de difícil solución, la cual sólo puede ir, más que hacia el alcance de una meta, la de la claridad absoluta, hacia una dirección: ir acrisolando y clarificando nuestro lenguaje en orden a obtener un sistema formal en condiciones.

Pues bien, este lenguaje que sea lo suficientemente riguroso como para poder emplearlo en la definición de nuestro sistema formal, es el que se conoce también como meta-matemática. No sería tanto lo que pudiéramos decir sobre un sistema formal ya constituido, sino lo que hemos de decir para su constitución.

Si nos damos cuenta, lo que hemos estado haciendo para definir lo que es la meta-matemática, también es… ¡meta-matemática! ¿No hay aquí cierta circularidad? Pues seguramente sí; pero el caso es que, para definir los principios de cualquier sistema, hay que partir de unos conceptos obtenidos por cierta intuición. No es posible empezar a definir un sistema desde cero, sino que ya se cuenta con un bagaje, con un subsuelo de significados implícitos, subyacentes, sin los cuales sencillamente no se puede empezar a definir. Es la misma misma circularidad que está también presente en los diccionarios, por ejemplo.

Y, como decía, con la meta-matemática podemos no sólo definir, sino también deducir. Cuando tratamos de buscar un modelo para un sistema formal, esta búsqueda la hacemos meta-matemáticamente, no matemáticamente porque de lo que se trata es de una referencialidad semántica externa al propio sistema formal, y esta referencialidad es siempre interpretada con nuestro lenguaje habitual. Por lo tanto, que una interpretación sea un modelo del sistema es una deducción meta-matemática. Y lo mismo vale, como dice Raguní, para la corrección que se realiza del propio sistema formal y de sus reglas según su contraste con dicho modelo: «cuando, con respecto a un modelo del Sistema, se verifica la corrección de las reglas deductivas (esto es, si en base a ellas se deducen siempre teoremas verdaderos, cuando son interpretados en el modelo), diremos sintéticamente que el modelo es correcto». Conclusión: para definir un sistema formal es preciso un valor semántico en su definición, desde el cual podemos comprenderlo. No todo es tan formal, tan lógico.

7 de febrero de 2023

La conciencia histórica

Veíamos en el anterior post la lectura que hacía Gadamer del hombre experimentado. El análisis gadameriano no era gratuito, sino que lo hacía con la idea de introducirnos en uno de sus conceptos clave, como es el de la ‘conciencia histórica’. ¿Por qué? Veámoslo. La experiencia propia del hombre experimentado se sitúa en el marco establecido por dos importantes figuras: la tradición en la que nos situamos y el tú. A Gadamer le interesa la primera, pero para aproximarnos a ella hará el rodeo mediante la segunda.

Si la tradición configura de alguna manera nuestra posibilidad de experienciar, el tú nos sitúa en un orden de cosas diverso, transformándose la experiencia en un fenómeno moral en el que el acontecimiento de la comprensión alcanza todo su valor tratando de comprender al otro, lo cual no es irrelevante para nosotros mismos (son interesantes las reflexiones de Levinas en este sentido). Esta experiencia del tú se puede situar en dos ámbitos. Cuando se enfoca la experiencia del otro en el seno de nuestro horizonte, intentando mantenerlo en nuestros esquemas, no se trasluce sino un uso interesado del otro, siempre desde una mera referencia a nosotros mismos: el otro queda convertido en objeto. Lo mismo cabe decir de la tradición, aunque en otro orden de cosas: considero a la tradición como un objeto, un objeto que no me afecta más de lo que yo quiero, cuando poseo la capacidad metódica de suprimir conscientemente aquello que me afecta, porque en el fondo tengo dominio sobre ella; creo estar situado por encima de la tradición, cree poder salirme de ella para que no me afecte. Bien, nada más lejos de la realidad. A pesar de que esa era la intención inicial de las ciencias naturales, esa posibilidad no es en realidad sino un cliché extraído de la metodología científica, según el cual se podían identificar ciertos comportamientos humanos (típicos, regulares) que sesgaban el conocimiento científico, pero sin ser conscientes de que se escapaban otros muchos.

Para hacernos eco del reduccionismo que supone esa pretensión de objetividad del conocimiento científico, Gadamer apela a un tipo de experiencia en el que es más fácil identificar un comportamiento que, en el fondo, se encuentra a la base de cualquier conocimiento: el encuentro con un tú.

Porque en el encuentro con un tú, si no lo reconocemos como un objeto sino como una persona, dejándonos sorprender por lo que el otro sea, se nos abre un mundo, apertura que revierte a su vez sobre nosotros, conociéndonos a la vez que le conocemos a él. El otro ya no es un yo-objeto sino un yo-que-me-afecta, y que contribuye a mi configuración; si por un lado lo que yo conozca de él depende de cómo soy yo, el propio conocerle me configura también, a la vez que contribuye a mi propio conocimiento, modificando ese cómo-soy-yo. Es un conocimiento mutuo y recíproco, no dos conocimientos unidireccionales que casualmente coinciden. Es un conocimiento personal para la liberación, no un poder calculador para el dominio. Muy bien puede ocurrir que creamos que ya conocemos al otro, situación en la que ya poco se espera de él, pues ya poco nos puede aportar: es su objetivación, hemos reducido su fontanal riqueza en nada más que nuestras expectativas, ya no nos dejamos sorprender, ni nos importan sus pretensiones, las cuales ya no gozan de nuestra legitimación, porque en el fondo no nos importan. Ya no le escuchamos porque ya no nos puede aportar nada nuevo, porque ya sabemos lo que nos va a decir: cuando nos anticipamos al otro, lo estamos deslegitimando, lo estamos objetivando, lo estamos despersonalizando.

Esta idea muy bien puede ser trasladada a la tradición, a lo histórico, estrategia que nos ayudará a comprender en qué consiste para Gadamer la conciencia histórica. Del mismo modo que la conciencia moral es consciente de que hay un tú que no es un objeto sino aquel con el cual nos construimos recíprocamente, la conciencia histórica es consciente de que hubo un pasado, pero además de que ese pasado no pasó y ya está, sino que se encuentra presente también en mi ahora. Muy bien uno puede creer que ese pasado no sigue extendiéndose hacia el presente, que puede sobre-elevarse por encima de la historia, pretendiendo hacerse ‘señor del pasado’, y por qué no, señor del presente, e incluso del futuro.

Pero el que piensa que está libre de la influencia de la tradición, libre de prejuicios, probablemente sea el más dominado por ellos. El que así piensa, seguramente será el más aferrado a esa historicidad que pretende sobrevolar. Además de mostrar una actitud equivocada, porque no es negativo ser afectado por una tradición; es más, es imposible no estarlo. Lo negativo sería en todo caso no ser consciente de esta circunstancia, actitud desde la cual no es posible identificar cómo se da esa afección. El verse afectado por la tradición no quiere decir que se esté determinado de antemano en una dirección concreta, sino en saberse situado desde un estatus de conciencia superior, que es distinto. Este conocimiento y reconocimiento es la auténtica experiencia hermenéutica: «la apertura a la tradición que posee la conciencia de la historia efectual». En palabras del profesor Conill:

«Esto es lo que significa la ‘apertura’ propia de la estructura de la conciencia de la historia efectual; la conciencia de la historia efectual deja que la tradición se convierta en experiencia y se mantenga abierta a la pretensión de verdad que le sale al encuentro. Por eso, ‘la conciencia hermenéutica tiene su consumación no en su certidumbre metodológica sobre sí misma, sino en la apertura a la experiencia que caracteriza al hombre experimentado frente al dogmático. Es esto lo que caracteriza a la conciencia de la historia efectual’».