23 de octubre de 2018

El racionalismo crítico no es sólo científico

Hace algunas semanas hablaba en este post del modo cientificista de plantear el conocimiento humano, con claras repercusiones en la propia vida. Recordemos que, según el cientificismo, el único conocimiento válido es el metodológicamente conseguido por vía científica, desestimando todo aquello que cayera fuera de ella, pues se erigían en dimensiones o aspectos de la realidad y de la vida de los que ‘no se podía decir nada’. La ciencia se erigía así en el único modo válido de conocer la realidad, relegando la ética, el arte, la estética, la religión, etc., a dimensiones humanas de validez únicamente individual, sin mayor valor gnoseológico.

Frente a esta postura, no tardó en alzarse el conocido como racionalismo crítico, cuyo mayor exponente fue sin duda Karl Popper. Su punto de partida fundamental fue una denuncia a ese pretendido carácter absoluto del conocimiento científico, y ello en dos sentidos: uno, en que no era posible desvincular tan a las bravas el conocimiento de la vida humana, dado que el propio conocimiento forma parte de la misma vida (de hecho, buena parte de la filosofía de la ciencia actual se ocupa de esta cuestión); y dos, en que estaba por ver que el conocimiento científico ofreciera certezas definitivas tal y como se pretendía, no fuera que se tratara de un conocimiento perfectible y revisable. Ambos aspectos estaban más vinculados de lo que pueda parecer en primera instancia, y constituyen las dos vías fundamentales por las que ejerció su criticismo: una, la del propio conocimiento científico; y otra la de su extensión del campo de aplicación más allá de la ciencia, es decir, a la ética, tanto individual como social.

Respecto al primero de ellos, efectivamente el modo en que el neopositivismo (y sus afines de la filosofía analítica) era planteado no estaba tan claro que fuera así. El conocimiento científico no era tan puro ni tan válido como desde estas posturas se pudiera pensar. Era necesario realizar un análisis crítico del mismo para valorar sus bondades, sí, pero también sus límites. Pero no es éste el tema que me ocupa hoy; el que me interesa es que se corresponde con la segunda vía, su repercusión en la ética.

Si nos fijamos, el modo en que una persona se desenvuelve en su vida no es únicamente en base a conocimientos; seguramente, ni siquiera sea el motivo fundamental. Porque lo que en realidad nos mueve a la acción son las motivaciones, nuestros deseos… nuestras valoraciones. Como muy bien se plantea la profesora Cortina, ¿tiene sentido pensar que las opciones de valor se planteen al margen del conocimiento? Su respuesta es claramente negativa. Incluso podríamos añadir que es negativa en ambos sentidos: ni el conocimiento científico está libre de opciones de valor que dirigen su decurso (opciones de valor que con frecuencia no son los más recomendables, como muy bien muestra el profesor Sanmartín y explicamos en este post), ni las opciones de valor son independientes del estado del conocimiento en un momento dado. La interdependencia entre los dos ámbitos parece manifiesta. Y, si esto es así, «conviene precisar los ‘principios-puente’ que posibiliten el tránsito del mundo teórico al práctico», dice Adela Cortina en su Ética sin moral.

Este marco de comunicación entre teoría y praxis no es algo nuevo en el ámbito de la ética, sin duda. Lo que sí es más novedoso es el modo de plantearlo por el racionalismo crítico, el cual gira en torno a la idea de falsabilidad, cercano al ámbito de la epistemología científica. Desde esta perspectiva, el racionalismo crítico renuncia a una fundamentación fuerte de la moral; niega la existencia de un punto de apoyo fundamental a la luz del cual haya que leer la realidad y al propio ser humano, a la luz del cual emitamos juicios y acometamos acciones. Pero, a diferencia del cientificismo, hay una tensión hacia la búsqueda de lo correcto, es decir, hacia el conocimiento verdadero y hacia la acción buena.

También es cierto que no todos piensan así, pues para algunos se produce una renuncia explícita a definir la verdad objetiva, así como una toma de conciencia del relativismo como única vía de salida. En mi opinión, si bien lo primero es cierto (es un tópico en la epistemología actual la imposibilidad de llegar a la verdad objetiva y absoluta de la realidad), lo segundo ya no lo tengo tan claro porque —como digo— aunque haya un abandono de esa fundamentación metafísica fuerte, no por ello vale cualquier cosa, sino que la tensión hacia lo verdadero y lo bueno sigue estando presente. Lo que ocurre es que en vez de ser un planteamiento fundamental, se torna en un planteamiento metodológico.

Sería fácil pensar que se produce una renuncia explícita a definir la verdad objetiva, así como una toma de conciencia del relativismo como única vía de salida. En mi opinión, si bien lo primero es cierto (es un tópico en la epistemología actual la imposibilidad de llegar a la verdad objetiva y absoluta de la realidad), lo segundo ya no lo tengo tan claro porque —como digo— aunque haya un abandono de esa fundamentación metafísica fuerte, no por ello vale cualquier cosa, sino que la tensión hacia lo verdadero y lo bueno sigue estando presente. Lo que ocurre es que en vez de ser un planteamiento fundamental, se torna en un planteamiento metodológico.

«El filósofo ha de ocuparse de los métodos que nos permitan llegar a tal conocimiento verdadero, que siempre será, en los casos concretos, revisable, criticable». Lo contrario sería —como muy gráficamente expresa Cortina— una película de buenos y malos.

De este modo, el racionalismo crítico invita a ir revisando críticamente la ética, de modo análogo a cómo se hace lo propio con el conocimiento científico. Si bien no hay fundamento fuerte de la ética, sí que hay una metodología que nos impide derivar hacia caminos no deseables, meramente arbitrarios. Otra cosa, a mi modo de ver, es cómo saber que, desde una racionalidad crítica, se está yendo por el camino adecuado. ¿Tiene que ser necesariamente así?

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