30 de agosto de 2016

El viaje más apasionante


Conseguir sencillamente ‘estar’. Nada más.


Silenciar el…

ruido ambiental,

ruido corporal,

ruido intencional,
ruido mental,
ruido afectivo...

para llegar a nuestra propia esencia.


Ahí da comienzo un mundo nuevo.

24 de agosto de 2016

‘Lo que hay’ o ‘lo que queremos que haya’

En un post anterior planteaba una dualidad en referencia a los modos de vivir en sociedad: el socius frente al prójimo, la justicia frente a la caridad… Decía que teníamos la tendencia a rehuir la consideración caritativa del otro como prójimo, para parapetarnos tras la justicia y la consideración del otro como un mero socius e incluso, y por desgracia y desplazándonos más hacia el lado de acá, olvidándonos de los mínimos de justicia que nos permiten tratar al otro como socius para aprovecharnos de él en la medida de nuestros intereses egoístas. Parece que hablar de caridad y de prójimo hoy en día sea algo utópico pero sinceramente, me planteo si, a pesar de cómo está establecida nuestra sociedad, se podría vivir sin esa caridad más allá de la justicia, se podría alcanzar una vida auténticamente humana únicamente entre socius, en ausencia de prójimos.

Desde un punto de vista estrictamente racional, es más que dudoso que desde una competitividad generalizada fruto del ansia de conseguir nuestros bienes individuales se pueda conseguir un mínimo orden social. Es ésta una teoría familiar en los tratados sobre todo modernos. El hombre es un lobo para el hombre, y gracias a esos acuerdos mínimos se puede vivir socialmente con cierto orden y seguridad. ¿Se podría? Y en cualquier caso: ¿qué tipo de sociedad se conseguiría, qué tipo de ser humano viviría en ella? Una sociedad en la que cada uno no defendiera más que sus propios intereses contribuiría a un continuo estado de riesgo y de temor. Estaríamos siempre atentos, siempre en guardia, viendo por dónde nos iban a descargar el siguiente golpe o poner la siguiente zancadilla, o analizando por dónde podríamos hacer nosotros lo propio con los demás.

Algo de eso hay hoy en día también, ¿no? Pero, ¿puede vivir un individuo humano sin un mínimo margen de confianza? Imaginémonos por un momento que sí, que fuera así y todos desconfiáramos de todos y de todo; imaginémonos por un momento que cada vez que vemos a una persona tenemos que estar en guardia porque no sabemos muy bien lo que nos va a deparar: igual pasa de largo, igual nos agrede,…; tampoco nos podríamos fiar de nadie de nuestro entorno cercano, no podríamos establecer ningún tipo de relación íntima con nadie, ni siquiera con nuestros hijos (¿por qué con ellos sí?). No podría pasar tranquilamente un semáforo en verde porque no sabría si el otro va a respetar el rojo (ejemplo que puede ser extendido a tantos y tantos casos de nuestra organización social). Estaríamos solos contra el mundo, contra todos… Auténticamente solos. ¿No significaría eso nuestra propia extinción? Y aunque incluso pudiéramos subsistir así, ¿es a este modo de vida al que realmente entendemos que hemos de aspirar en tanto que seres humanos? ¿Es nuestro modo de vida más deseable? ¿Podríamos soportarlo?

Yo creo que podemos afirmar que en general no es esta la forma de vida que queremos. Toda persona necesita cierto margen de confianza para poder vivir con cierta salud mental; vivir en constante ‘estado de guerra’ puede destrozarnos psicológicamente. Otra cosa es que tengamos claro que queremos construir ‘de verdad’ ese otro tipo de sociedad, en principio más deseable, donde la confianza y la caridad primara sobre la justicia, cada una en su sitio. Más allá de la injusticia la justicia, y más allá de ésta la caridad. Parece que tendemos a movemos en esta zona de claroscuro: por una parte no queremos vivir en el ‘todos contra todos’ pero por el otro no acabamos de tomarnos en serio nuestro papel, nuestro protagonismo a la hora de construir dicha sociedad. Nos cuesta fiarnos del otro, probablemente porque a menudo hemos sufrido muchos desengaños. ¿Quién no? Consecuencia de ello es la tendencia a ‘cubrir el expediente’ creando ámbitos de confianza en grupos sociales reducidos (incluso a veces ni siquiera en ellos): grupos familiares, o cercanos de trabajo, de amistad, de ocio,… de modo que en los contextos más amplios mantenemos esa actitud defensiva e incluso beligerante, viviendo en continua alerta, con la idea de que si bajamos la guardia estamos perdidos. Ante esta tesitura uno puede volver a preguntarse: pero ¿es esta la vida deseable, la vida que yo quiero para mí?

Es fácil que por un lado contestemos que no, pero que por el otro contestemos que es lo que hay. Nos damos cuenta de que al asumir ese ‘lo que hay’ estamos contribuyendo de alguna manera a que eso ‘que hay’ siga estando; pero nos sentimos inermes para modificarlo y preferimos mantenernos en nuestros pequeños círculos de confianza, reservando hábitos de vida en alerta para cuando salimos de ellos.

Pensamos que en nuestras sociedades occidentales somos especialmente civilizados del planeta, cuando en realidad seguimos manteniendo una agresividad y una violencia que no nos importa revestirlas de chaquetas y corbatas, de togas y procedimientos, en vez de garrotes y bolas de hierro con pinchos. Pero la violencia está ahí: cualquiera que haya pasado por un juzgado o por situaciones de crisis empresariales o financieras podrá dar cuenta de ello. Somos capaces de convivir con personas a las que en un momento dado no nos importaría verlas arrinconadas, machacadas, arruinadas. Vivimos desconfiadamente, con la convicción de que es la única manera de no hacer el ‘primo’.

Pero esto tiene una consecuencia fundamental para cada uno de nosotros: la ruptura interior que nos genera, ruptura que para nada es gratuita por mucho que la queramos negar... o esconder. No queremos vivir así, pero lo aceptamos como inevitable e incluso lo justificamos. Es un círculo vicioso: ‘lo que hay’ nos genera desconfianza y la consecuente necesidad de vivir en guardia; y nuestra desconfianza y nuestro vivir en guardia lo que genera es precisamente ‘eso que hay’. Pensamos que como es ‘lo que hay’, pues eso, es ‘lo que hay’; y que si ha de ser cambiado, pues que lo cambien otros (no vayamos a ser nosotros los primeros). Pero el caso es que no se trata de ‘lo que hay’ sino de ‘lo que queramos que haya’; porque manteniéndonos en ese ‘lo que hay’, y sin acabar de ser conscientes de ello, los principales perjudicados somos nosotros mismos: esa situación de fuerzas contrapuestas (por un lado nos gustaría vivir en ámbitos de confianza pero por el otro la situación social nos lo impide y claro, hemos de protegernos) nos genera una ruptura interior que contribuye a la génesis de personalidades frágiles y quebradizas, inestables y alienantes, que nos impiden acceder a lo verdaderamente importante de la vida y a nuestra auténtico yo, preocupadas como están en mantenerse simplemente a flote.

16 de agosto de 2016

Estética filosófica (y ii)

Siguiendo el hilo del post anterior, y como decía, a mi modo de ver la reflexión kantiana sobre lo estético es sencillamente genial. En la Crítica del Juicio habla del genio; según yo lo veo (aunque no creo que él se refiriera a sí mismo) de alguna manera el mismo Kant se adapta perfectamente a ese rol. ¿Y por qué es genial Kant? Porque toca todos los palos: la definición específica de todo lo que tiene que ver con ello (juicio estético, belleza, sublime, sentimiento estético, fruición,…), la incardinación de lo bello en el seno de las facultades humanas (en concreto con la afectividad), así como el alcance del sentimiento estético incluso más allá del ámbito de lo estético (su enlace con lo ético y con lo racional…), en fin. Y las puertas que abre, ya no el juicio estético, sino la ‘capacidad de juzgar’, son diversas y cada cual más interesante.

Efectivamente, esta reflexión lleva aparejada una serie de cuestiones que están articuladas alrededor de una facultad humana con la que no estamos muy habituados a trabajar: la facultad afectiva, los sentimientos, las emociones,… Como decía García Morente, era preciso que la filosofía llegara a un momento determinado de madurez para poder superar su dependencia de la inteligencia y de la voluntad (de la verdad y de la bondad) y poder así atender específicamente al sentimiento (belleza), momento de especial importancia ya que ello nos permite aprehender la realidad y fundamentar filosóficamente dicha aprehensión de modos que hasta la fecha no se habían realizado, posibilitando así una respuesta diversa a la clásica a distintas cuestiones. ¿Qué cuestiones son esas?

Preguntémonos, por ejemplo: ¿con qué captamos la belleza de algo? No es ésta una pregunta baladí, sobre todo si intentamos ir más allá del inmediato ‘me gusta’ o ‘no me gusta’ (respuestas que, por otra parte, nada tienen que ver con lo estético, por cierto). La tradición apunta a que la belleza de algo viene asociada a un sentimiento de fruición. ¿Qué quiere decir esto exactamente, qué es exactamente este sentimiento de fruición? ¿Cómo puedo saber si lo que siento ante cualquier cosa bella es exactamente un sentimiento de fruición o es otro tipo de sentimiento? Y si es así, ¿por qué no tengo un sentimiento de fruición ante ese objeto bello si otros sí lo tienen?

Además, ¿es una experiencia en la que sólo cabe lo afectivo?, ¿acaso no interviene también cierto ejercicio cognitivo ante cualquier objeto bello, sea natural o artístico? Esto tiene que ver con la distinción entre lo material y lo formal de cualquier objeto, esgrimiendo que lo estético debe ir desde el abandono del contenido material hacia la aprehensión de la dimensión formal, pero ¿podemos prescindir del contenido material del objeto y atender únicamente a su carácter formal, como es acostumbrado decir?, ¿cómo se hace eso? Cuando estoy delante de un objeto artístico, por ejemplo, ¿cómo hago para aprehender únicamente su dimensión formal?

Por su parte, ¿es cierto que hay cierta correlación entre la belleza y la verdad o bondad? ¿Qué enlace hay entre la belleza y un acto éticamente bueno por ejemplo, o un razonamiento cognoscitivamente verdadero, si es que la hay?: ¿tiene algo que ver la ciencia con la belleza?, ¿y el arte con la acción humana?, ¿y la ética con la fruición? ¿Hay algún tipo de relación entre las tres grandes facultades humanas, o este tipo de relación es más bien casuística o accidental?

Si nos damos cuenta, todos estos interrogantes (supongo que podrían haber muchos más) nos abren a cuestiones que exceden el ámbito de lo artístico; si bien el arte tiene un puesto indiscutible en la reflexión estética, ésta es más amplia que aquél. Es por ello que creo que no es adecuado reducir lo estético a lo artístico, porque la mayoría de estos problemas permanecerían sin responder (otra cosa es que podamos analizar el fenómeno artístico para extrapolarlo a otros fenómenos, metodología que puede ser muy fecunda). No son pocos los autores partidarios de esta concepción más amplia de la estética, no sólo por entender que efectivamente es así (que le corresponde a lo estético ir más allá de lo artístico) sino también y quizás sobre todo por el hecho de que son estas consideraciones estéticas amplias las que poseen una mayor repercusión en nuestra misma existencia, en tanto que nos permiten apurar nuestras capacidades cognitivas y volitivas, e incluso extraer posibilidades a nuestra sensibilidad que probablemente permanecerían ajenas si se desconoce esta aplicación (como por ejemplo una apertura fundamentada a la contemplación o la mística). Me estoy refiriendo a un aprendizaje del uso de nuestras facultades que nos posibilite ir más allá de su uso cotidiano, permitiéndonos realizar ‘juicios reflexionantes’ (en términos kantianos) que, aunque yendo más allá de los límites de la razón, no dejen de estar por ello arraigados en la realidad; ello conlleva una consideración de nuestras facultades no como elementos independientes sino como un todo funcional cuya articulación gira en torno precisamente de nuestro auténtico vivir.

Lo estético va así asociado a una tarea, a una meta a conseguir para la cual el individuo debe primero ser consciente de la cuestión, y luego ponerse manos a la obra para educarse, educación en la que sin duda lo artístico juega un indudable papel pedagógico (como decía Schopenhauer). Porque lo artístico no es un fin en sí mismo, no es un deleite de los sentidos, sino que es un medio para formar en sentido amplio a un ser humano que tiene una vida que vivir y que no puede ser vivida plenamente si no lo hace desde el ejercicio pleno de todas sus facultades: no sólo desde la intelectiva o la volitiva sino también desde la afectiva. Esto enlazaría con el enfoque antropológico de Gehlen -por ejemplo- quien se acercaría a la estética desde una perspectiva evolutiva, en cuyos orígenes poseería una finalidad más orientativa-vital y que ofrecería un ingrediente más de nuestra trayectoria evolutiva convirtiéndose en nuestra actual capacidad estética.

Así, los sentimientos pasan a ser un elemento indispensable, tanto como los otros dos —ni más ni menos— junto con los que se posibilitará un despliegue pleno de una vida humana auténticamente vivida.

En este sentido lo estético no es una parcela cerrada, sino que lo que podamos crecer en este ámbito refluirá sin duda en los demás ámbitos de nuestra vida. Nuestras facultades no son parcelas estancas sino que se da entre ellas una especie de recubrimiento (Zubiri) según el cual, independientemente de que cada una tenga un ámbito específico de actuación, no se levantan barreras bien definidas entre ellas sino límites difusos que permiten que haya cierta permeabilidad en sus respectivos ejercicios.

Podemos hablar de así de un modo estético de aprehender la realidad, de pensar, de razonar, de actuar, de investigar, de hacer ciencia,… de vivir, porque la belleza no es algo estrictamente artístico sino patrimonio de toda la realidad (de la nuestra también), independientemente de cuál sea la facultad en que ésta se actualice. Ello no nos debe llevar a la precipitada conclusión de que lo estético sea necesariamente sinónimo de bondad y de verdad (ya que nos movemos en ámbitos de cierta inespecificidad); pero sí que parece que haya cierta relación entre ellos (como han puesto de manifiesto diversos autores), pero una relación articulada atmosféricamente, como por ósmosis, como cuando movemos el chocolate de una taza en la que unas capas van arrastrando inexorablemente a las demás pero no a la misma velocidad angular. Es ésta percepción la que nos debe llevar a la profundización de qué tipo de relación sea la que puede darse entre las tres facultades.

No son pocos los autores de todo tipo que hablan de esta permeabilidad entre áreas del saber, como por ejemplo grandes científicos que hablan de la belleza de un universo al que se acercan mediante ecuaciones matemáticas y conceptos físicos incomprensibles para el hombre de a pie, o de los grandes teóricos de la ética y de la educación, por ejemplo. La belleza, lo estético, se convierte así en un elemento tan imprescindible de consideración como la verdad y la bondad; y desde sus correlatos en el ser humano, el cultivo de la afectividad se torna tan imprescindible como el cultivo de un conocimiento riguroso y un actuar ético.

10 de agosto de 2016

Estética filosófica (i)

Por su propia índole, la disciplina de la filosofía que se conoce como estética es difícil de definir, o quizá mejor dicho, difícil de delimitar. Tradicionalmente —e incluso en la actualidad— el concepto de estética filosófica se ha asociado con cierta facilidad al ámbito del objeto artístico. Lo que me propongo con este post y el siguiente es explicar lo que entiendo que es esta disciplina, cuál debe ser su objeto de estudio y qué posibilidades tiene hoy en día.

Empecemos destacando una situación un tanto paradójica: por un lado podemos observar que a lo largo de la historia no toda la reflexión sobre el arte se ha denominado ‘estética’ como tal; y por el otro podemos observar también que no todo lo que se le asocia a ella (a la estética) pertenece al ámbito de lo artístico. Como se puede apreciar, se trata de una relación (entre estética, belleza y arte) un tanto complicada y confusa. A ello hay que añadir las complicaciones inherentes a su objeto de estudio. ¿Cómo sabemos que algo es bello? ¿Qué es exactamente la belleza? ¿Qué es una experiencia estética? ¿Qué tiene que ver la belleza con la fruición, o con el placer? ¿Hay belleza más allá de la belleza artística? ¿Qué hace que un objeto artístico sea artístico frente a otro que no es considerado como tal? ¿Es la belleza de algo una decisión de consenso,… o de mercado? Todas estas cuestiones no son para nada fáciles de responder. Porque es que todo lo relacionado con lo estético está rodeado de esa especie de no sé qué que nos comentaba madame de Lambert.

La reflexión sobre el arte ha existido prácticamente desde que se conoce la filosofía, allá en la Grecia antigua, aunque allí no se denominara específicamente como estética, reflexión que por otro lado se extendía a su vez a toda la naturaleza: la belleza no era un asunto meramente humano (artístico) sino también natural. La denominación de esta disciplina como estética hay que agradecérselo al racionalista Baumgarten (siglo XVIII), aunque todavía no se correspondía con la concepción que actualmente podemos tener de ella. Esto se lo debemos a Kant. Curiosamente, Kant utilizó primeramente este término en el contexto de su Crítica de la razón pura hablando de ‘estética trascendental’ en el marco establecido por Baumgarten, a saber, como el aspecto sensible —podríamos decir— del conocimiento (estética proviene del griego aisthesis, que tiene que ver con sensibilidad, percepción, etc.): frente al conocimiento racional estaba el conocimiento sensible, el cual si bien nos permitía aprehender la realidad de modo distinto al racional ofreciéndonos aspectos de aquella que se escapaban a éste, como racionalista que era siempre lo consideró como un tipo de conocimiento inferior al especulativo-conceptual, y que incluso lo ‘contaminaba’ de alguna manera. Baumgarten no quería quedarse en el ámbito de las pasiones tradicionales (inferiores) sino que pretendía fundamentar ese otro tipo de conocimiento sensible superior (asociado a las categorías de lo bello o de lo sublime) situándose en un estadio intermedio entre lo pasional y lo racional, aunque su reflexión no se encontraba lo suficientemente elaborada.

El sentido de estética evolucionó gracias a Kant y su tercera crítica, la Crítica del Juicio, en la cual consolida una tradición reciente (escocesa sobre todo, también francesa) sobre la crítica del gusto y la reflexión de la belleza. Gracias a Kant la tercera facultad humana adquirió un estatus parejo al de las otras dos (inteligencia y voluntad). La afectividad dejó de ser la hermana pequeña para pasar a ser una más de nuestras facultades.

De este modo, la reflexión kantiana giraba en torno a la belleza en general (natural y artística) y al correlato afectivo humano mediante el cual la podía aprehender. Y este segundo aspecto es fundamental.

Sin embargo, este sentido no acaba de ser todavía el que ha hecho fortuna hoy en día. Seguramente ha sido debido a la aportación de Hegel, quien ciñó la estética al ámbito de lo artístico. Si hasta entonces lo bello en tanto que objeto de la estética consideraba el arte pero también la naturaleza o la realidad, desde Hegel su ámbito específico pasó a ser el de lo artístico. Y por suerte o por desgracia, es ahora la línea dominante que se sigue de la mano de la fenomenología o de la filosofía analítica. Tanto es así que hablar de belleza natural en estos ámbitos —por ejemplo— parece un tanto anodino.

A mi modo de ver esto supone un riesgo, y ello en dos sentidos. Por un lado, porque efectivamente se limita un tanto arbitrariamente la estética a lo artístico, imposibilitando toda la riqueza que puede aportar su reflexión en el ámbito de la realidad o de la naturaleza. De hecho, muchas reflexiones estéticas aplicadas al arte se desvirtúan o pierden su validez cuando atendemos a la belleza natural, en tanto que ésta no es una ‘manufactura’ humana. ¿Acaso no hay belleza en la naturaleza, en la realidad, o incluso en otras actividades humanas como la ciencia, el deporte, la misma ética…? El segundo sentido al que me refería, es que si se le quita a la obra de arte su anclaje si no a la naturaleza por lo menos a la realidad, parece que se cae en un análisis pormenorizado de lo artístico y de su experimentación por parte del ser humano perdiendo una visión de conjunto, ya que es precisamente esa ausencia de arraigo en la realidad la que impide tomar la distancia necesaria para poder atisbar todas sus posibilidades (en mi opinión). Qué duda cabe de que es preciso y necesario analizar en profundidad la producción artística y su experiencia tanto por parte del artista como del espectador, pero creo que reducir lo estético a lo artístico limita y mucho las posibilidades de dicha experiencia, posibilidades que a mi modo de ver se encuentran perfectamente trazadas en la tercera crítica kantiana (por ejemplo) y que ponen de manifiesto si quiera indirectamente toda la responsabilidad que recae sobre el artista cuyo verdadero papel no es sino el de mediador y pedagogo (Schopenhauer), el de comunicar algo que sólo él puede percibir para que otros lo tengan a su disposición, la realidad en sus relaciones íntimas más allá de lo que los sentidos nos ofrecen en primera instancia (ejemplo de lo cual podría ser Rainer María Rilke, quien vivió en primera persona esta responsabilidad, sabedor de ella).

2 de agosto de 2016

Entre el arte y la vida

Decíamos en el anterior post de esta serie dedicada a Verdad y método que la idea de transformación era capital en Gadamer para dar explicación a la experiencia artística, entendiendo transformación como el proceso según el cual «algo se convierte de golpe en otra cosa completamente distinta, y que esta segunda cosa en la que se ha convertido por su transformación es su verdadero ser». Esta transformación no es en Gadamer una ensoñación o una alucinación, sino que es auténtica metamorfosis que nos permite adentrarnos de modo más profundo en la verdad de las cosas, sencillamente porque podemos apreciar en ellas de otro modo su misma verdad que se nos manifiesta: «en la representación escénica (artística) emerge lo que es». Aunque no se le puede negar que esta idea es fantástica, a mi modo de ver Gadamer no acaba de argumentar bien ni de fundamentar adecuadamente por qué esto es así. En cualquier caso, él lo explica de modo magistral con estas palabras (aunque es una cita un poco extensa no me resisto a transcribirla en su integridad):

«‘La realidad’ se encuentra siempre en un horizonte futuro de posibilidades deseadas y temidas, en cualquier caso de posibilidades todavía no dirimidas. Por eso ocurre siempre que una y otra vez se suscitan expectativas que se excluyen entre sí y que por lo tanto no pueden cumplirse todas. (…) Y cuando en un caso particular se cierra y cumple en la realidad un nexo de sentido de manera que todo este curso infinito de las líneas de sentido se detenga, entonces una realidad de este tipo se convierte en algo parecido a una representación escénica».

La vida de cada hombre es una sucesión de actos mediante los cuales la quiere construir; actos con los que va resolviendo (salvando en sentido orteguiano) las distintas situaciones que se le presentan. Según Gadamer, la vida se asemeja a un juego en que su ser es siempre resolución, decisión y responsabilidad, enérgeia y ergon en pos de un télos. Esta actividad lúdico-artístico-vital permite que la realidad se vaya superando a sí misma alcanzando (en el decurso vital) lo más verdadero de su propia realidad. Y cuando uno ve una buena vida (de modo análogo a cuando uno ve una buena obra de arte), es capaz de admirarse por lo que hay en ella de verdadero, esto es, «hasta qué punto uno conoce y reconoce en ella algo, y en este algo a sí mismo». Este reconocimiento no consiste en un volver a ser consciente de algo que ya se conocía, sino de conocer aquello que ya se conocía pero como algo más que lo ya conocido, como algo nuevo y que marca la diferencia con lo conocido previamente. Para acercarse a la verdadera esencia de lo ya conocido hay que reconocerlo según este giro provocado por la transformación en construcción; es un poner de relieve (‘pensamiento en relieve’ dirá Eugenio d’Ors) la esencia profunda (inaccesible ‘antes de’) de las cosas.

Fiel a su idea de experiencia ontológica global, todo esto es consecuencia de un proceso que va más allá de las intenciones específicas de todos y de cada uno de los agentes participantes: el resultado de esta transformación «es más que lo que él sabe de sí mismo». El juego o el arte no se concibe como la satisfacción de una necesidad, sino como «la entrada en la existencia de la poesía misma», el venir a la existencia un nuevo modo en que la realidad se manifiesta a sí misma cada vez en sus estratos más profundos, cada vez en su más íntimo ser. Y este íntimo ser no se da de una vez por todas mediante ideas abstractas, sino que se da en el seno de este juego artístico: es algo experiencial. Experiencia de la que se sale cualquier agente del proceso que reflexione objetivamente sobre el mismo (o que únicamente reflexione objetivamente sobre el mismo) en lugar de abandonarse lúdicamente en él. La mediación, para que sea tal, ha de ser total, global; no se trata de una actividad lúdica que en segunda instancia nos sirve de medio para acceder a estratos profundos de la realidad, sino que ese acceso no se puede dar sino es a una vital y lúdica o artísticamente, que es distinto; en cuanto se abandona esa actitud, uno se queda fuera. También es cierto que este acceso no sigue una vía unívoca, sino que sigue tantas vías como representaciones artísticas (vitales) se puedan ofrecer, siempre desde la consideración de que esta variedad de representaciones no es mera arbitrariedad, sino un reflejo fiel de la realidad que se manifiesta convenientemente de diversos modos.