27 de diciembre de 2016

De la literatura a la hermenéutica

Llegamos al final de la primera parte de Verdad y método, con la que Gadamer ha pretendido acercarnos a la naturaleza de la hermenéutica. En los últimos posts de esta serie hemos ido haciendo un repaso a ese aumento óntico que derivaba de la representación de obras artísticas de diversa índole, siguiendo el intinerario que él establecía, el cual finaliza con la literatura. El mejor modo de visualizar lo que significa este aumento óntico es mediante la representación, y hacia ahí va a llevarnos Gadamer en el caso también de la palabra escrita.

La literatura como objeto de lectura es un fenómeno tardío, aunque no así el uso de la escritura, presente ya en la época de la poesía épica. Desde luego, no existía como la podemos entender hoy en día, no era un ‘material de cultura’; la lectura como práctica habitual empezó a superar a la declamación muchos siglos después. Pero entonces no era así, sino que lo escrito estaba destinado a ser declamado por los rapsodas. Este hecho nos sirve de apoyo para afirmar que, en definitiva, toda lectura comprensiva no deja de ser una declamación, que no deja de ser una representación de lo escrito en la mente del sujeto (¿quién, cuando lee una historia, no se la representa mentalmente?). Y si esto es así, «ya no puede eludirse la consecuencia de que la literatura tiene en la lectura una existencia tan originaria como la épica en la declamación del rapsoda o el cuadro en la contemplación de su espectador», porque se trata de una auténtica representación dramática. Podemos afirmar, pues, que la lectura de un texto también es un acontecer óntico, a pesar de su especificidad; un acontecer óntico que se debe también a su referencia original como cualquier otra obra artística.

Es por ello que cualquier texto escrito no es algo inerte, sino que permanece vivo en quien lo lee, algo que se va dando de generación en generación. La obra literaria permanece a través de las distintas épocas históricas, de modo que las obras ‘escogidas’ pasarán a engrosar lo que se conoce como ‘literatura clásica’, modelo permanente para todas las culturas. Pero de lo que se trata no es de mantener su sentido original como si éste adquiriera un rol normativo, sino, partiendo de éste, de ver cómo se convierte en fuente inagotable de la que podrán beber lectores de todas las épocas, en un proceso de creación de sentido que no concluirá nunca. Precisamente por eso, por su validez atemporal, no pasan nunca de moda. Una obra no nace universal, sino que su universalidad se la ‘va ganando’, y es propiciada por su carácter intrínsecamente histórico.

No hay porqué reducir la literatura a lo específicamente literario o lírico, a lo artístico, sino que se pueden incluir en su ámbito otros tipos de expresión escrita (jurídica, religiosa, económica, científica,…). ¿Es aplicable para todos estos textos escritos, en principio no artísticos, lo dicho acerca de la escritura artística? A su juicio, la diferencia entre estos estilos es más a nivel formal que en lo que se refiere a su ‘pretensión de verdad’; desde este punto de vista de querer comunicar algo verdadero (sea del carácter que sea) las diferencias se reducen considerablemente ya que, para poder manifestar la verdad es preciso (en todos los casos) que el lenguaje sea operativo en orden al contenido que intentan transmitir. Y esto es un requerimiento en el que todos los estilos coinciden.

Si todo texto quiere transmitir una verdad, precisa que sea comprendido por su destinatario. Detengámonos un poco en este fenómeno, que podemos desdoblar en dos: a) en el modo en que el lenguaje (cualquier lenguaje) es comprendido por un individuo; y b) cómo un texto ya antiguo todavía puede decirnos algo. Aunque cotidianamente lo damos por hecho, si nos fijamos un poco poder expresar algo con palabras es un fenómeno que no es tan obvio; es más, quizá se podría decir que la comprensión de la palabra es un fenómeno muy poco 'natural', en el cual se ponen en común dos ámbitos muy diferentes: el de las cosas y los hechos naturales, y el de su simbolización según unos signos y códigos determinados. Las palabras escogidas para expresar algo no dejan de ser signos escogidos arbitrariamente, a lo que si añadimos que aquello que han de expresar pertenece totalmente a un medio no lingüístico, la cosa se complica. Y además a ello hay que añadir el hecho de que un autor pueda no sólo transmitir un significado que va más allá de las meras palabras, sino más allá de lo que el mismo autor quiso transmitir. A juicio de Gadamer, en este fenómeno de la comprensión ocurre casi un milagro: «la transformación de algo extraño y muerto en un ser absolutamente familiar y coetáneo». ¿Cómo puede un texto transmitir una verdad en un ámbito tan distinto del suyo, en muchos casos varios siglos posterior, cómo conectar ambos mundos? Gadamer lo califica incluso como un ‘arte secreto’, como un misterio que nos remite a los orígenes del texto y de su referencialidad, y que se va cultivando en nosotros por nuestro propio desarrollo en una determinada tradición, en cuyo seno evolucionamos pero a la vez posibilita como tal un nexo de sentido.

Y precisamente este arte secreto entendido como la capacidad de comprender un texto es el lugar en el que se genera el aumento óntico propio de toda representación artística: «(…) sólo en su comprensión se produce la reconversión de la huella de sentido muerta en un sentido vivo», sólo desde su comprensión novedosa podemos extraer todas las esquirlas de sentido que pueda dar de sí.

Esta comprensión puede entenderse de diversas maneras: bien como algo que sólo pone el lector, bien como algo únicamente proporcionado por el autor, bien como una unión de ambos polos. Y a la vez suscita no pocas preguntas. ¿Se puede afirmar que un texto se comprende bien cuando se es capaz de reproducir fielmente el sentido exacto con que lo concibió su autor? Independientemente de que esto fuera posible o no, ¿no se estaría sesgando así todo el aumento óntico que el texto es capaz de dar? Y si no es así, si el texto puede dar más de sí de lo que el propio autor imaginó, ¿cómo saber si lo comprendido por el lector está referenciado a la misma realidad a la que apunta el texto, o por el contrario es producto de su libre imaginación? Bienvenidos a la hermenéutica, el arte de comprender.

Efectivamente, no vale toda comprensión, no toda comprensión es igual de adecuada, sino que hay que ‘saber’ comprender. Hay que superar el solipsismo subjetivista, y ello no se puede hacer según Gadamer si desde la hermenéutica no se acude al proceso de una auténtica experiencia artística: «la comprensión debe entenderse como parte de un acontecer de sentido (…)». Y no siempre ha sido entendida así la hermenéutica, tal y como puso de manifiesto en los primeros capítulos de la obra. Frente a los intentos de objetivar el texto (Dilthey) o de reconstruir el sentido original de la obra (Schleiermacher), Gadamer recurrirá a la reflexión hegeliana que fue un hito importante en la superación de dichos planteamientos. Hegel pone de manifiesto la imposibilidad de cualquier restauración: acceder a la ocasionalidad de la obra de arte mediante su reconstrucción, no asegura la reconstrucción de los nexos vitales en que dicha obra fue originada; a lo sumo nos los podemos imaginar, y entonces nos quedamos puertas afuera del proceso, no accedemos a su intimidad. Y para Hegel esto es inadmisible, ya que según su cosmovisión es el espíritu el que se ve representado en ella y de un modo superior; no es algo externo, sino interno e íntimo. Esa externalidad característica de Schleiermacher (y de Dilthey) desaparece en Hegel, subsumiéndose —y yendo un paso más allá— en la filosofía, ya que en ella se da la autoconciencia del espíritu reuniendo de un modo superior la verdad del arte.

La importancia de Hegel reside en la afirmación de que la tarea de la conciencia histórica no es reconstruir el pasado, sino actualizarlo para el individuo de hoy, en su vida actual. Esta circularidad es la que persigue también Gadamer, ya que el sentido que viene del pasado no es algo externo al individuo de hoy, sino que acontece en el propio comprender modulando la comprensión que ejerce el individuo de hoy. Gadamer se distancia de Hegel —digamos— des-absolutizando ese espíritu absoluto que se auto-manifiesta a sí mismo; pero se mantiene junto a él en tanto que destaca el valor de lo relacional. La realidad no se dice según la estructura sintáctica de sujeto y predicado, lo primario en la comprensión hermenéutica no es la realidad de un objeto frente a un sujeto sino que es el carácter constructo entre ambos, es el carácter relacional. Y así hay que entender la hermenéutica.

20 de diciembre de 2016

Una sencilla canción

Hoy comparto un post singular. En él quiero hablar de una figura que acabo de descubrir de modo inesperado y de su canción: me refiero a Zach Sobiech y su deliciosa Clouds.


Hace unos pocos días nos reunimos a cenar el grupo de viejos amigos del colegio, y bueno, aunque hubo uno que no pudo acudir la verdad es que fue una noche entrañable; se nos pasaron las horas casi sin darnos cuenta hasta que el típico aguafiestas responsable de toda reunión (o sea, yo) cortó el buen rollo porque eran las tantas y al día siguiente ya se sabe, había que madrugar. Uno ya no está hecho para trasnochar y luego madrugar… ni siquiera para trasnochar únicamente, ¡snif! Aunque no fui el único que el día siguiente lo pasó fatal. Lógicamente nos habíamos reunido en muchas ocasiones, pero cuando volvía a casa ya de madrugada pensaba en lo bien que había estado la velada. Y no sé muy bien por qué, ya que contamos las mismas historias de siempre, aderezadas con algunas anécdotas nuevas, pero también es cierto que hablamos de otros temas… más profundos, de esos que sólo se hablan entre amigos a las tantas de la mañana y con alguna copilla en el cuerpo (y que ciertamente entre nosotros no es muy común; lo de las copillas sí, me refiero a lo de hablar en nuestras reuniones de temas trascendentes).

El caso es que en un momento de esa noche sonó esa canción, Clouds, que me gustó mucho. Días después la busqué por la nube y me encontré con su interesante historia. Fue compuesta por un adolescente que pasó por la tremenda experiencia del cáncer, al cual no logró vencer. Le fue diagnosticado a la edad de trece años, y tras cinco de operaciones y quimioterapias, finalmente el tumor pudo con él. Lejos de amilanarse durante ese período, este joven tuvo la capacidad de sobreponerse a su realidad y vivir los últimos años de forma ejemplar, sembrando serenidad y esperanza a su alrededor. Y completó su vida haciendo lo que mejor sabía hacer: componer. A lo visto, esta canción se hizo viral, y fue versioneada por distintos artistas como tributo a su autor y a su historia.

La verdad es que la vida a veces te cuestiona. Te cuestiona por qué hay personas que ante las adversidades se crecen y se sobreponen, y otras no; personas que, aunque probablemente nunca saldrán en los medios, son auténticos héroes y en las situaciones más dramáticas son capaces de dar lo mejor, convirtiendo sus vidas en auténticos ejemplos de humanidad y entereza. Aunque yo no conozco de cerca la vida de este chico, parece que fue una de ellas. Una persona con la que personalmente me siento cercano a causa de su enfermedad. En las situaciones límite que decía Jaspers uno tiene la posibilidad de poder replantearse la vida de nuevo, de poder resetear; en ellas ocurre eso que dicen de que se ve pasar la vida por delante en un segundo, algo que a todos en menor o mayor medida nos ha ocurrido alguna vez, y que se te trastoca todo. Aunque no siempre es así, en algunos casos así sucede: unos se rompen, y otros no. Lo curioso es que podemos comprender a aquellos que les cuesta llevar los embates duros de la vida; por el contrario, se escapa a nuestra comprensión (por lo menos a la de un servidor) esa reacción heroica que se escapa a lo previsible, esa reacción de aquellos que son capaces de sobre-elevarse por encima de la trama de su vida para convertirse en auténticos ejemplos muchos de ellos anónimos, capaces de cambiar la vida de la gente cercana la mayoría de los casos, y de amplios sectores de la sociedad en otros (ejemplo de lo cual es la fundación que crearon los padres de Zach). Supongo que los héroes lo son porque se escapan a las categorías normales, comunes, esperables, invitando a nuevas formas de vida, a nuevos planteamientos, sembrando esperanza porque desde allá arriba (desde las nubes) se ven las cosas de otro modo.

Por qué ocurren así las cosas supongo que entra dentro de lo insondable de la vida humana. Si hay algo bueno en los golpes de la vida, es que te ofrecen la posibilidad de vivir de otro modo, de cambiar el rumbo, de despertar, de descorrer el velo de Maya. Cuando la vida te golpea te puedes plantear muchas cosas, como por ejemplo por qué tú pudiste salir del hospital y tu compañero de habitación no; o por qué tú sigues aquí y tu hermano o tu amigo o ese otro, no; o… ¡tantas y tantas situaciones en las que nos podemos ver inmersos nosotros o los nuestros! Pero si uno tiene la suerte de poder cambiar de clave, se da cuenta de  repente de que necesita unas respuestas que su modo de vida usual no le puede ofrecer, respuestas que sólo pueden darse (o esbozarse) cuando se ha producido en uno ese giro vital que permite hacer las preguntas adecuadas. Esto no cae dentro de la necesidad, no siempre ocurre así, pero a veces sí. Supongo que cada uno vive experiencias de este tipo, y que luego las intenta gestionar como buenamente puede. Que no es poco.

La vida de Zach dejó una estela extraordinaria, que me gustaría ilustrar con un par de ejemplos. Uno de ellos, es este vídeo grabado por su gente cercana como ¿pequeño? homenaje y reconocimiento. El segundo, tiene que ver con la trayectoria de la fundación creada por su familia para investigar y combatir el cáncer infantil; en una de sus actividades logró aglutinar un numeroso coro de unas cinco mil personas para cantar todos juntos… esta sencilla canción. Os dejo con él.


Feliz Navidad.

13 de diciembre de 2016

Justicia inhumana y caridad hipócrita

En el desempeño de una ética cívica tanto a nivel personal como sobre todo social, hay dos categorías a las que a mi modo de ver no se les suele prestar demasiada atención, quizá por el hecho de que para hacerlo haya que poseer un espíritu ya sensibilizado para estas cuestiones, un espíritu fino que diría Pascal, espíritu que si bien parece que en tiempos del genio francés no abundaba, por suerte o desgracia parece que tampoco podemos afirmar que abunde hoy en día. Supongo que podemos afirmar que hay efectivamente una preocupación ética en la sociedad. ¿Supone ello que se valore un comportamiento desinteresado por el bienestar común? Es más que dudoso, cuando a poco que nos fijemos observaremos que el bien común va indefectiblemente unido al propio. Como argumenta MacIntyre, sólo aquellas acciones que redundan a la par en el beneficio social y en el beneficio individual son verdaderamente beneficiosas tanto para el individuo como para la sociedad. Es decir, una acción que sólo beneficie al individuo pero perjudique a la sociedad, en verdad no es un beneficio para el individuo; y viceversa: una acción que sólo beneficie a la sociedad en prejuicio del individuo, tampoco es una acción auténticamente buena para la sociedad. Sólo aquellas acciones que redunden beneficiosamente para ciudadano y sociedad son auténticamente éticas tanto en el nivel individual como en el nivel social.

Pero a lo que iba, que me he despistado. Llamaba la atención sobre dos categorías de la ética, siguiendo a Ricoeur, relacionadas con el comportamiento desinteresado y gratuito, a saber: la justicia y la caridad. Pero a lo que me refería no era tanto a ellas como a sus opuestas, y ello por el gran prejuicio que pueden llevar: la justicia inhumana y la caridad hipócrita. Y no es raro que aparezcan veladas.

La caridad la tendemos a asociar al comportamiento individual, y la justicia a las instituciones sociales. Por este motivo, nos es fácil denunciar el carácter hipócrita de un acto pretendidamente caritativo, pues lo vemos plasmado claramente (o lo interpretamos así, otra cosa es que efectivamente sea de esa manera) en las acciones concretas de alguien. Por el contrario, la diosa justicia difícilmente es puesta en entredicho. Sí, en ocasiones podemos percibir y declarar excesos en su ejercicio (prueba sobrada hay de ello en los tristes acontecimientos económicos que han acaecido estos últimos años en nuestro país), pero en general nadie la pone en duda como tal, y se le considera legítima y autónoma en su ejercicio, alucinados como estamos en nuestro estado de derecho sin pensar un poco críticamente. Porque estas dos virtudes están más unidas de lo que en un principio pudiéramos pensar; y sus prácticas negativas también.

La caridad es una virtud que quizá sea ensalzada por sí misma pero como algo utópico, como algo que de alguna manera permanece ajeno al horizonte de una persona… con los pies en el suelo, a una persona de hoy en día: moderna, actual, cosmopolita,…; sí, presenta una belleza moral sin ningún género de duda, pero precisamente por ese elevado rango no es demasiado considerada en el día a día, queda como demasiado lejana, y se relega como mucho a esos grandes tratados de virtudes morales. Pero no debemos olvidar que tanto la caridad como la justicia apuntan a una misma dirección, a saber: a la acción humana en el seno de una sociedad. Cada una lo hará a su manera, sí, pero ambas apuntan a la misma dirección. Sin embargo, hoy en día es muy común hablar de justicia, pero menos hablar de caridad.

Y la cuestión es: ¿se puede hablar de justicia, de auténtica justicia, si no va acompañada de caridad? Quizá sea la hora de que esos ámbitos tan peligrosamente (e hipócritamente) separados entablen una relación novedosa en el seno de una sociedad que se precie de serlo. Quizá sólo desde la superabundancia del amor puede la lógica de la equivalencia sobre-elevarse por encima de su lectura torticera y perversa. Sin la lectura del amor, hasta la misma Regla de Oro podría ser vista como una máxima utilitaria dirigida hacia el fin egoísta de quien la defiende; incluso hasta la misma ética de Kant posee esa misma lectura si por ejemplo no se leyera su imperativo categórico desde la sabiduría prudencial (tal y como hizo el mismo Eichmann, por ejemplo, justificando con el imperativo kantiano su actuación). Si nos fijamos, es la paradoja de la caridad la que nos protege de una lectura perversa de la justicia, la que nos lleva a entenderla y practicarla desde el desinterés ensimismado de un ego, gracias a lo cual posee su máxima eficacia en una sociedad necesitada.

Sin el amor, la justicia no es más que una virtud de paja que oculta la competitividad propia de las sociedades occidentales tras el velo de la cooperación y de la colaboración. Y viceversa: si la justicia debe ser leída desde el amor, también el amor debe ser practicado en términos de justicia si no se quiere caer en una idealización utópica de la realidad humana. El amor está por encima de lo ético, y es por ello que precisa de lo ético para poder ser materializado, llevado a cabo en la concreción de la infinidad de las relaciones humanas particulares. Lo caritativo sin lo ético es un ideal vago y de alguna manera lejano; lo ético sin amor es mero utilitarismo disfrazado de solidaridad. Un equilibro que no sólo debe ser buscado en la reflexión abstracta, sino en la acción concreta de un yo que busca a un tú, porque sólo puede salvarse el yo encontrándose con el tú.

7 de diciembre de 2016

La retórica de la metafísica o la metafísica de la retórica (y ii)

Desde el uso lógico-conceptual del lenguaje, siempre existirá el problema de la expresión de lo indecible, de ‘lo que no se puede decir’: todo aquello que se incluye bajo el paraguas de lo vital y de la intuición se encuentra indefectiblemente más allá de la posibilidad de ser expresado y de la capacidad de descripción del lenguaje demostrativo, estableciéndose un abismo ¿insalvable? entre la mediación expresiva de estos ámbitos y los elementos del discurso especulativo. Pero a esta idea le podemos dar la vuelta: si estos ámbitos sólo pueden ser expresados mediante el lenguaje, quizá haya que utilizar el lenguaje más allá de su uso meramente discursivo-demostrativo para hacerlo, por ejemplo, según su uso retórico. De este modo, lo retórico no sólo no es mera sofistería sino que quizá se erija así en el modo lingüístico que nos permitiría expresar realidades difícilmente expresables según un uso lógico, científico, demostrativo o especulativo. En este sentido se puede afirmar que el discurso metafísico no es sino la expresión de aquel ámbito de la realidad allende precisamente de lo que puede ser dicho discursivamente, y que por tanto no lo agota en su totalidad. Porque el discurso lógico no puede situarse más allá de sus posibilidades.

Si nos fijamos, lo discursivo no es sino el momento conceptual-demostrativo de la metafísica, y como tal sólo representa aquello que puede ser representado desde esta aproximación conceptual-demostrativa. El esfuerzo argumentativo nunca podrá suprimir su contingencia lógica. Es por ello que el saber metafísico seguirá siendo, desde este punto de vista, mera suposición o conjetura. Pero cuando ‘se dice’ la metafísica (o cuanto menos cuando se intenta decir) lo dicho no pretende quedarse en lo discursivo-lingüístico sino que apunta precisamente hacia más allá de ello, ‘empuja’ al lector hacia más allá del lenguaje, precisamente hacia aquello que el lenguaje no puede decir, y para lo cual emplea diversas herramientas retóricas.

¿Cómo puede el lector ser susceptible de ‘ser empujado’? Lo que a mi modo de ver provoca este empuje es que el oyente se libere de las ‘ataduras’ lingüísticas para trascender el discurso hacia un mensaje que no puede encerrarse en la propia discursividad del texto. Esto parece una contradicción, pero de lo que se trata es de superar la discursividad del texto, su logicidad. Por definición, el texto metafísico pretende una auto-superación de las limitaciones conceptuales, para dar expresión a aquellas intuiciones de la razón que en tanto que se acercan a lo allende no es expresable mediante el lenguaje conceptual.

Es éste un problema que en definitiva toca de pleno al conflicto entre la razón especulativa (teórica, científica) y la razón histórica (vital, dinámica); o dicho de otro modo, entre la representación objetiva y la comunicación interpersonal. La vida no puede expresarse especulativamente, sino que para hacerlo el hablante debe ‘estirar’ el lenguaje para poder transmitir esas experiencias íntimas. Es por ello que podemos ver cierta afinidad entre el problema de la expresión vital y el problema de la expresión metafísica, pues se dirigen en la misma dirección.

Sin embargo, es patrimonio de la sofistería (con la que tantas veces se confunde a la auténtica retórica) renunciar a este reto, convirtiendo este carácter no logicista de la metafísica (y de la vida) en algo definitivo, imposible de superar, lo que lleva aparejada una visión miope del ser humano,… incapaz de ir más allá de una antropología débil que confina al ser humano a un mundo de consensos y acuerdos, en lugar de catapultarle hacia el discurso que verticalmente intenta acceder a los ámbitos antropológicamente comunes en los que se puede tocar el fundamento radical del diálogo.

Pero todo ello no debe hacernos perder de vista el peligro que acecha desde el otro lado, porque también es deber de la metafísica reflexionar sobre su propio carácter. Porque mientras no sea consciente de que, en su empeño de articular discursivamente sus argumentos, se enfrenta de plano con el problema de su indecibilidad, problema que tiene que intentar resolver en cada caso, caerá fácilmente en la sofistería y en el dogmatismo. Riesgo que viene causado por una pretensión al margen de las limitaciones intrínsecas a la razón humana (contingencia lógica, historicidad) situada en un mundo de la vida determinado temporal y geográficamente. Prueba de ello quizá sea el sistema hegeliano, cuyo carácter absoluto quizá sea la semilla de la pérdida de credibilidad. Y del mismo modo, quien pretenda encapsular a la metafísica por la vía de la certeza experimental, malentiende de raíz su espíritu retórico, y emprende una tarea sin sentido.

De este modo, entre lo metafísico y lo retórico hay un elemento de acuerdo en el sentido de que quizá lo retórico sea el único modo de decir lo metafísico. Porque lo metafísico no pertenece estrictamente ni al mundo sensible ni al mundo inteligible, sino al mundo de una aprehensión intuitiva que se escapa a aquéllos, y que enmarcada en el cuadro de coordenadas de lo histórico y de lo contingente, encuentra en el decir retórico un elemento de unión entre lo que se puede decir y lo que no, ya que en él el discurso se sobrevuela a sí mismo en búsqueda precisamente de lo que lo trasciende.