27 de abril de 2015

El hombre Eichmann

Tal y como decía en el post de ayer, en la primera sesión que dedicamos a Eichmann en Jerusalén (EJ) trabajamos los tres primeros capítulos. Arendt comienza el libro hablando de la relevancia del caso, cuya repercusión mediática lógicamente iba mucho más allá de la persona Adolf Eichmann. ¿Quién era juzgado: Eichmann, los miembros del partido en general, la sociedad alemana, aquellos países que habían ofrecido asilo a tantos nazis y que incluso habían mostrado sus simpatías hacia Eichmann en concreto…? Como decía Ben Gurión y dada la importancia internacional de este juicio, lo que de verdad estaba en juego no era este individuo, ni siquiera el movimiento nazi, sino todo el antisemitismo secular.

Como era de esperar, el eco de este juicio fue notable. Nos dice la autora que tras la detención de Eichmann se sucedieron otras muchas de otros ex-miembros del movimiento, algunos de los cuales ocupaban cargos públicos ciertamente relevantes (hecho que no deja de ser sorprendente, y del que algún diario alemán se hizo eco: ¿cómo estos criminales podían ocupar los lugares que ocupaban?). Este aspecto fue especialmente delicado para la sociedad alemana, pues una cosa es identificar criminales en los bajos fondos, y otra ocupando destacados lugares públicos.

Tras esta contextualización, Arendt incide en la sorprendente actitud con la que el acusado encaraba sus acciones, actitud que según su opinión no acabó de ser comprendida por la audiencia. Eichmann no se veía a sí mismo como un canalla ni nada por el estilo. Ni tampoco como un fanático que odiaba a los judíos: según él, no sentía nada personal contra ellos. Sencillamente, realizaba un trabajo del mejor modo del que era capaz. Era una cuestión de eficiencia. Obviamente, esto no podían creerlo en el juicio; de hecho no le creyó nadie. Ni aunque tras varias entrevistas psiquiátricas fuera certificado como un 'hombre normal' y no como un psicópata; Eichmann no era un enajenado. Pero nadie le creyó porque nadie podía entender cómo alguien pudo hacer todo lo que él hizo y presentarse así, sin más. Todos pensaban que mentía. No podían tomarlo sino como un mentiroso. Pero el caso —como nos dice Arendt— es que no mentía; y que por no atender a su actitud real no dieron con el verdadero asunto del problema. Y esto es muy interesante. En sus cabezas no cabía (cosa por otro lado perfectamente comprensible) que alguien normal no fuera consciente de tales actos criminales. Según Arendt no se daban cuenta de que lo 'normal' en el régimen nazi era la actitud del alemán; y que lo excepcional era lo que en cualquier sociedad podría ser considerado como normal. Y esta es la cuestión: cómo la actitud de Eichmann podía ser la normal en un determinado contexto social, una actitud compartida por el grueso de los miembros del movimiento.

Eichmann tuvo una infancia y juventud sin pena ni gloria; seguramente con más pena que gloria. Sin acabar de encontrar un puesto profesional que le satisficiera, acabó enrolándose en el ejército; aunque no por convicción personal, sino porque veía ahí una vía para recomenzar su vida y alcanzar algún triunfo profesional. Tras un primer puesto en campamentos militares que no era de su agrado, enseguida solicitó el traslado a las oficinas de los Servicios de Seguridad. El cometido de este organismo era vigilar y controlar a los propios alemanes a favor de las SS, tarea que se extendió a favor también de la Gestapo (policía secreta). Según parece, en un principio Eichmann no tenía ni idea de dónde se metía (hecho que puede ser perfectamente cierto); e incluso le contrarió que le enviaran a los archivos para recoger y almacenar información sobre los francmasones en primera instancia, y sobre los judíos en segunda. Y éste fue su primer contacto con el mundo judío.

En aquel entonces (sobre 1935) Hitler era admirado como estadista: el país prosperaba, y había un ambiente pacífico. Aunque al inicio de su mandato prohibió a los judíos ejercer cargos públicos del Estado, no se inmiscuyó (todavía) en sus actividades privadas. Ello comenzaría a partir de 1938, período en el que ya se estaban dando de forma pacífica las emigraciones. Al principio, estas emigraciones no fueron consideradas como algo extraordinariamente anormal; salvo algunas emigraciones forzosas (sobre todo por causas políticas), se fueron muchos jóvenes por entender que en Alemania su futuro profesional se veía comprometido. Pero en breve, en la noche de los cristales rotos, se puso brutalmente de manifiesto que dicha 'normalidad' no era tal. Es llamativo que las crecientes restricciones que fue imponiendo el régimen nazi a los judíos (cero cargos públicos, no a los matrimonios mixtos, ciudadanos civiles de segunda,…) pasaran más o menos sin mayor eco en el contexto general. Y es que a pesar de ello, los judíos se sentían miembros del Estado Alemán, y de alguna manera protegidos pues había una normativa que les consideraba y por tanto, en el seno de dicho marco jurídico, estaban a salvo.

Por otro lado, había grupos judíos (sionistas principalmente) que veían en esta coyuntura una posibilidad de materializar por fin su sueño. Incluso se hablaba de un renacimiento del judaísmo alemán (tanto por parte de sionistas como asimilacionistas). Se discutía de estos temas, sin imaginar para nada en qué se iba a convertir todo aquello. De hecho, hubieron muchos contactos entre sionistas y alemanes en este sentido. Los sionistas eran bien considerados por Eichmann por su idealismo (no así los asimilacionistas, a quienes rechazaba de plano); tanto que incluso simpatizaba con la idea de proporcionarles un lugar en el que pudieran vivir dignamente.

Su primer destino de importancia, en Austria, tenía que ver con la coordinación con el pueblo judío para gestionar la emigración. Pero en 1938, la emigración pasó de ser ‘voluntaria’ a ser forzosa. Eichmann realizó esta tarea eficientemente, y en colaboración con los emigrantes. Salieron muchísimas personas legal y pacíficamente. Llama la atención cómo se pudo vivir esta situación ‘pacíficamente’ suponiendo como suponía una omisión del reconocimiento de cualquier tipo de derecho a la población judía. Que estaban siendo oprimidos y vejados, eso ya era una cosa normal; lo que había que hacer era irse del mejor modo posible.

Cuando se le hacía ver estas cosas, Eichmann sólo respondía con frases hechas, con clichés fruto de esa conformación de las conciencias propia de todo movimiento opresivo. No pensaba por sí mismo; decía lo que el movimiento le decía que dijese, lo que había grabado a fuego en su mente. Y esto no era una pantomima: era el reflejo de una persona alienada a un movimiento que le absorbía por completo. Incapaz de ser crítico consigo mismo y mucho menos con el movimiento, era a la vez incapaz también de ponerse en el lugar de otra persona; ya no sólo de empatizar afectivamente sino ni siquiera cognitivamente. Todo lo que hizo era necesario, creencia derivada de la mentira que vendía el movimiento, a saber: Alemania no quería la guerra pero el destino le obligaba a ello.

26 de abril de 2015

Eichmann en Jerusalén

Comenzamos hace unos días con un nuevo ciclo en nuestro Seminario de Ética, de la mano de una autora contemporánea: Hannah Arendt, conocida por sus reflexiones sobre la filosofía social y el comportamiento humano, focalizada principalmente en la no lejana experiencia europea de los totalitarismos. Sus obras más conocidas tienen que ver con ello: Los orígenes del totalitarismo y La condición humana. Nuestra idea es trabajar el segundo de ellos. Pero antes vamos a dedicar algunas sesiones a Eichmann en Jerusalén. Si bien no es una obra estrictamente filosófica, se perciben a lo largo de su exposición no pocas reflexiones al respecto.

Es importante decir que se trata de una obra delicada, básicamente por el tema tan vidrioso que trabaja. De hecho, la propia autora se ha ganado no pocas críticas por su análisis, sobre todo por parte del sector judío. Arendt recibió el encargo de un periódico estadounidense para que fuera escribiendo las crónicas del juicio a Adolf Eichmann que se estaba realizando en Jerusalén, crónicas que posteriormente elaboradas dieron origen a esta obra. Destaca en ella un esfuerzo por mantener una mirada lúcida, y que en ocasiones me atrevería a decir gélida (¡tan fría que a veces sorprende!), desapegada de cualquier atisbo de culpabilización o de revancha. Su interés se centra en analizar el comportamiento de las personas implicadas (de los miembros del movimiento en general, de Eichmann en particular) así como de la propia sociedad alemana; un análisis sobre cómo fue posible que en un país —digamos— normal, cuyos ciudadanos son en principio tan normales como los de cualquier otro, formado por personas como las de cualquier otra sociedad,… se diera semejante barbarie.

Y probablemente fue este análisis riguroso y lejano a cualquier carga afectiva lo que le granjeara tales críticas. Se echaba de menos mayor carga contra el acusado, mayor responsabilización, mayor culpabilización,… La lectura que hace Arendt no es que quiera exculpar al ex-oficial de las SS, ni mucho menos, sino que lo que pretende es situar su responsabilidad en el seno de toda esa marea del movimiento que con su fuerza consiguió arrastrar a toda una sociedad, e incluso a muchos que no formaban parte de ella directamente.

Aparecen en esta obra cuestiones muy interesantes, tanto por lo que se refiere a la figura personal del juzgado, como a las relaciones previas entre ‘arios’ y judíos (con datos que para nosotros — miembros del seminario— eran desconocidos), como al análisis desde la filosofía social del comportamiento del colectivo alemán. De ellas, quizá es destacable la tercera cuestión, en tanto que posee en no pocas ocasiones una aplicabilidad manifiesta a nuestras sociedades contemporáneas, en las que los riesgos a los que está expuesto a quien ella denomina hombre-masa siguen siendo tan reales como entonces, aunque lógicamente con otros tipos de alienación y en un marco diverso (quizá el ambiente de euforia económica fruto de la burbuja inmobiliaria tenga algo que ver). Desde luego, da que pensar. Ahora que vemos aquello ya con cierta perspectiva, ¿podemos afirmar que estamos libres de alienaciones, aunque sean de otro tipo? ¿Somos hombres-masa o no? Supongo que cada uno debe dar respuesta por sí mismo a estas preguntas. Quizá lo primero que nos nazca sea negarlo; difícilmente alguno de nosotros se autodefiniría a sí mismo como hombre-masa, como mujer-masa. Otra cosa es que lo seamos en mayor o menor medida. Y discernirlo no es fácil.

Tras leer en los primeros capítulos de la obra la historia personal de Eichmann, mucho antes de que pasara a engrosar las filas del ejército alemán (circunstancia fortuita, curiosamente), a un servidor le han surgido no pocos interrogantes. Sin quitarle ni un ápice de su responsabilidad, los distintos sucesos de su vida a la vez que su débil personalidad fruto de una infancia y juventud no muy afortunadas, le fueron llevando hacia la carrera militar, e ir escalando peldaños en ella mucho antes de tener ningún tipo de relación con campos de concentración. Allí encontró el reconocimiento y la valía que no consiguió en ninguna otra parte, ni en su propia familia. Y esto es importante, ya que en gran medida era lo que motivaba la adhesión al movimiento. Normalmente son las personalidades débiles y quebradizas las que se unen a instituciones y organizaciones que les ofrecen la seguridad de una idea, la confianza de la pertenencia a un grupo, el respaldo de unas opiniones que uno no es capaz de encontrar en su propio interior. Por eso la adhesión se convierte en algo radical, cuasi-religioso,… pues de alguna manera es lo que les proporciona su ‘salvación’. Yo me planteo hasta qué punto esa adhesión está fundamentada en la atracción positiva a lo que esa institución representa, y no en el temor a sentirse sólo y roto alejado de ella.

Toda institución (o toda situación) que anule personalidades, que no contribuya a hacernos más humanos, es de por sí nociva; la cuestión es por qué son atractivas para tantas y tantas personas, por qué esas personas están necesitadas de una alienación para sentirse vivos. Cuando una sociedad permite que vivan en ella personas rotas que necesiten ‘vender su alma al diablo’ para encontrar una estima y una consideración que no poseen ellas en sí mismas, esa sociedad está enferma. O por lo menos no está todo lo sana que debiera.

En fin, prácticamente aún no he dicho nada del libro. En breve lo hago.

21 de abril de 2015

¿Construyendo? la realidad

No es extraño haber escuchado alguna vez esta expresión, que los seres humanos construimos la realidad. Dicho así parece un poco extraña: ¿cómo vamos a ser constructores de la realidad?, ¿cómo va a depender la realidad de nosotros?, ¿acaso las cosas existen por nosotros, existen las cosas porque nosotros las hemos creado? Ciertamente es una frase chocante, que hay que matizar,  porque sacada de contexto parece que signifique algo que raya un poco en la chaladura.


Pero si nos detenemos un poco en ella veremos que encierra algo (bastante) de verdad. Es recomendable alejarse de interpretaciones polarizadas: si bien no es una frase totalmente cierta tampoco es una frase totalmente falsa. En su contexto es una frase que tiene mucho sentido, nunca mejor dicho.

Quizá un buen modo de comenzar, aunque parezca paradójico, es cuestionarnos de qué estamos hablando cuando hablamos de realidad: ¿qué es la realidad?, ¿de qué podemos decir que es real?, ¿de qué depende que podamos decir de alguna cosa que sea efectivamente real? Aunque parezca una pregunta extraña, hay que decir que se corresponde con uno de los problemas más graves de la filosofía (e incluso también de la ciencia). Hay una primera respuesta -quizá la más obvia- que viene a coincidir con lo que en seguida nos viene a la cabeza: realidad es lo que está ahí, delante de nosotros; lo que vemos, lo que tocamos,… la naturaleza, los animales, las personas, las cosas,… Esta es la respuesta que filosóficamente se conoce como el realismo clásico. Las cosas y los demás seres están ahí, y con todo eso nosotros hacemos nuestras vidas: nos relacionamos con los demás, utilizamos las cosas para conseguir alimentos, cobijo, etc.

Desde esta perspectiva, las cosas son como son y el hombre tiene la capacidad de conocerlas tal y como son. ¿No? Es lógico. De hecho, ésta ha sido la directriz del comportamiento humano durante muchos siglos: desde la antigüedad griega hasta el final de la época medieval. Directriz en la que primaba una actitud centrífuga del ser humano hacia las cosas, una actitud hacia fuera en la que primaba lo exterior. Se vivía así según una cosmovisión fuertemente establecida, un orden del que el propio ser humano formaba parte y en el que se encontraba perfectamente situado. Pero como sabemos ese orden se rompió.

Y se rompió por distintas circunstancias: sociales, históricas, técnicas,… que provocaron lógicamente un cambio importante en el modo de pensar. Es verdaderamente difícil hacerse eco de la ruptura que supusieron todos esos grandes cambios. En un orden perfectamente establecido se produjeron inicialmente unas pequeñas fisuras, que en muy poco tiempo se transformaron en grietas, las cuales no mucho más tarde demolieron los muros en que estaba encerrada la sociedad medieval: aumentó la seguridad facilitando el intercambio, se mejoró la comunicación entre ciudades, se descubrieron nuevas tierras y nuevos pueblos, se inventaron herramientas que mejoraron la vida humana y facilitaron la transmisión de ideas, comenzó el conocimiento científico tal y como hoy lo conocemos,… En relativamente pocos años se puso patas arriba a una sociedad acostumbrada durante siglos a una determinada forma de vida. Y esto hay que comprenderlo bien.

Y comprenderlo bien no es fácil. Por ejemplo: ¿nos podemos imaginar cómo sería la vida sin reloj? Desde luego hoy en día es impensable: ¿cómo pensar mi vida sin una agenda, sin saber a qué hora tengo que hacer las cosas,… ¡sin saber lo que tengo que hacer!? ¿Somos capaces de vivir sin reloj? No me refiero a hacer como que un día o un fin de semana nos dejamos el reloj en casa, a ver lo que pasa. Me refiero a que toda una sociedad viva sin la ‘dictadura’ de esas pequeñas agujas que le digan cuándo tiene que hacer las cosas, tal y como vivimos nosotros. ¿A que no es fácil pensarlo? ¿Cómo sería una vivienda sin cristales en las ventanas? Así eran las casas hasta los siglos XIV y XV, sometidas al frío o a la lluvia. Hasta entonces tampoco había gafas ni lentes… ni telescopios ni microscopios (los cuales abrieron sendos mundos macro y micro-cósmicos). Ni tampoco había espejos; sí, podríamos ver nuestras imágenes reflejadas en el agua o en superficies metálicas, pero no existía ese interés por vernos reflejados como cuando estamos ante un espejo hecho expresamente para ello (con claras repercusiones en el pensamiento introspectivo moderno). 

Hasta entonces no había ciencia (moderna). Se vivía en una especie de orden natural de las cosas, en la que el hombre no era tanto autor de su historia como actor, dependiendo en gran medida de las circunstancias externas: del día y de la noche, de los agentes atmosféricos, de lo establecido,… Y ese ‘orden natural’ dejó paso a un nuevo orden humano en el que el ciudadano empezó a cobrar conciencia de su capacidad de actuación, de que podía actuar activamente ante la naturaleza.

Y bueno, ¿por qué digo todo esto? Pues porque ésta es la situación desde la que se puso en crisis el realismo clásico. La cosmovisión imperante se derrumbó, los cimientos vitales se desplazaron, los conocimientos ‘ciertos’ dejaron de ser tan ciertos… El ser humano dejó de ser una pieza más o menos pasiva del engranaje para tomar parte activa en el desarrollo de los acontecimientos, en el despliegue de su propia vida. La realidad dejó de ser únicamente eso que está ahí; empezaron a cobrar forma otras realidades que antes pasaron desapercibidas, pero no para el hombre renacentista y el moderno.

14 de abril de 2015

Todos sabemos lo que son las cosas... hasta que pensamos en ellas

Estos días mantuve una conversación muy interesante con un amigo. Le comenté (como a tantos otros) que estaba comenzando con el blog, que le pegara un vistazo, que me diera su parecer... en fin, lo típico. Lo que me dijo no me sorprendió demasiado, pues él en general es bastante crítico con la filosofía. Supongo que una buena amistad permite decir y escuchar tanto lo que nos gusta como lo que no nos gusta decir o escuchar, sin que por ello se resienta ni aparezca ninguna fisura.

Su crítica iba en la línea de para qué tanto pensar, de que a veces dábamos demasiadas vueltas a las cosas y daba la impresión de que las complicábamos más de la cuenta para llenar nuestro tiempo; que con ir luchando día a día (que no es poco) es más que suficiente; que sí, que es preciso pensar, pero que si pensamos mucho nos mareamos. La verdad es que esta opinión es bastante común hoy en día. Aunque quizá lo he caricaturizado un poco, la persona que me lo dijo está muy lejos de ‘vivir al día’ o de ser un frívolo, pero entendía realmente que pensar demasiado puede llegar a ser contraproducente.

Y a mi modo de ver no le falta parte de razón, aunque como es lógico difiero de su enfoque. Efectivamente, hay un uso de la razón que puede ser perjudicial; pero no todo uso lo es ni mucho menos. Supongo que lo que hay que hacer es intentar pensar bien, y no dejarse llevar por cuestiones demasiado abstractas (salvo cuando sea preciso) o que estén desarraigadas de la realidad (no toda abstracción tiene necesariamente que estar desarraigada de la realidad). Y ese ‘buen ejercicio’ de la razón entiendo que es imprescindible sencillamente para posibilitar el que nos pongamos de acuerdo. Cuando hablamos con cierta rigurosidad sobre alguna cuestión es preciso pararse para aclarar términos, para saber si estamos hablando de lo mismo o no. Y eso no es tan fácil.

Se me ocurrió ponerle este ejemplo. Hoy en día está muy de moda hablar de emociones, de inteligencia emocional, de educación afectiva, del lenguaje de los sentimientos… Y de alguna manera todo el mundo tiene claro lo que es una emoción, ¿no? Todos sabemos lo que es la afectividad… Pero, ¿lo sabemos? Mi amigo me contestó afirmativamente: «pues claro que sí». «Muy bien —le dije—, explícamelo. Dime por favor qué es una emoción» (ejercicio que os invito a que hagáis). Tras unas afirmaciones más o menos difusas, tuvo que reconocer que la cosa no estaba tan clara (lo que me provocó no poca satisfacción, claro).

Efectivamente, surgen algunas dudas. Bueno, no tan pocas. Me vienen a la cabeza unas cuantas: ¿qué es una emoción?, ¿qué es un sentimiento?, ¿son lo mismo una emoción y un sentimiento?, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos, por ejemplo, de inteligencia emocional?, ¿por qué sentimos lo que sentimos en una situación determinada?, ¿por qué ante una misma situación no todos sentimos lo mismo?, ¿qué relevancia poseen los sentimientos en nuestra vida?, ¿influyen nuestros sentimientos en nuestras acciones o no demasiado?, ¿son los afectos algo meramente subjetivo, o poseen una referencia a la realidad que nos lleve a ‘tener que’ dar razón de aquello que sentimos? En fin, como se puede ver, la cosa se puede complicar mucho. Y cuando comenzamos a hablar con cierta rigurosidad, cuando profundizamos un poco en algún tema (y de esto creo que cualquiera puede tener experiencia) es preciso hilar fino para no caer ni en confusiones ni en opiniones más o menos vagas.

Este ejemplo de las emociones se puede extender a muchas otras cuestiones. Normalmente vivimos con unos conceptos y una ideas que nos suelen venir dadas por nuestro entorno cercano (familia, amistades, trabajo) o lejano (sociedad), aprendiendo de forma a menudo inconsciente todo un cúmulo de significados y de sentidos, y que son en definitiva con los que nos movemos en nuestras vidas; bagaje de valoraciones y opiniones en el que probablemente hemos contribuido menos de lo que pensamos, no por nada, sino sencillamente porque no hemos caído en ello. Esto tiene que ver con las creencias de que hablaba Ortega: por lo general vivimos a base de creencias, de ideas preconcebidas, que precisamente por serlo la mayoría de las veces nos pasan inadvertidas pero funcionamos con ellas. Y basta detenerse un poco ante las cosas, ante las cosas más cotidianas (no hace falta grandes especulaciones metafísicas) para darse cuenta de ello. De hecho, un buen ejercicio pasa por averiguar por qué pensamos lo que pensamos, por qué tenemos determinada opinión sobre una cuestión en concreto, qué experiencias hemos vivido que nos han llevado a pensar así. El ser conscientes de ello puede abrirnos muchas puertas a la hora de comprender al otro.

Basta, pues, preguntarse un poco por las cosas para darnos cuenta de que quizás no las teníamos tan claras. ¿Quién nos lo hubiera dicho? Al final mi amigo me dio un poco la razón. Sólo un poco. Algo es algo. Por lo menos me prometió que me seguiría leyendo (seguro que se sonríe cuando lea esto).