22 de febrero de 2022

¿Cómo no se originan las palabras en nuestro hablar?

En el sexto capítulo de su Fenomenología de la percepción, titulado “El cuerpo como expresión y palabra”, Merleau-Ponty analiza el origen del lenguaje en el ser humano. Creo que se trata de un texto denso, pero fascinante, en el que sitúa el origen de la palabra hablada entroncándolo con las expresiones prelingüísticas de los organismos más sencillos. Con ello pretende argumentar a favor del carácter unitario de nuestra expresión, frente al dualismo gnoseológico moderno que realizaba esa distinción tan clara entre sujeto y objeto, algo para nada evidente en su opinión, tal y como dice nada más comenzar: «Tratando de describir el fenómeno de la palabra y el acto expreso de significación, tendremos una oportunidad para superar definitivamente la dicotomía clásica del sujeto y objeto».

Comienza estas páginas reflexionando sobre la génesis de las palabras. La interpretación más común, tal y como podemos pensar cada uno de nosotros, suele ser la de partir del hecho de la existencia de ‘imágenes verbales’, las cuales son convertidas en ‘expresiones habladas’, en palabras, en un momento determinado. Las palabras no responden sino a imágenes mentales que ‘ya’ poseen un término que las identifica y las define: pensamos en árboles, en piedras, en casas, etc., todo lo cual se encuentra en nuestra mente como las fotografías en un álbum. Según esta interpretación, ¿cómo sucede el discurso?, es decir, ¿cómo van aflorando a nuestro hablar los distintos conceptos?

En su opinión, hay asumidos dos modos distintos según los cuales esto ocurre: a) que los estímulos desencadenen, según las leyes mecánicas de la estimulación nerviosa, la articulación de un vocablo; b) que sea la conciencia la que, en términos de asociación (de alguna manera también mecánicos, o mecanizados) asocie a determinados estímulos dicho vocablo. En el primer caso, nuestros sentidos fisiológicos perciben un objeto, información que se transmite a nuestra mente y que propicia que un determinado concepto aflore a la conciencia de modo automático: vemos un árbol, y automáticamente aflora en nuestra mente el concepto de árbol. En el segundo caso, el proceso no es automático en base a nuestra fisiología, sino que es la mente la que asocia a la impresión sensible recibida el vocablo correspondiente, bien por costumbre, bien por aprendizaje, etc. (proceso en el que no deja de haber también cierta mecanización).

Como muy agudamente ve Merleau-Ponty, en ambos casos parece que la expresión del vocablo esté vinculado a un proceso en paralelo al del yo, como fenómenos en tercera persona, en el sentido de que más que alguien que hable, hay un proceso lingüístico que acontece sin mayor intención del que habla por gobernarlos.

En estos casos, dice él, «el sentido de los vocablos se considera como dado con los estímulos o con los estados de consciencia». Las cosas ocurren, bien por procesos fisiológicos automáticos, bien por procesos mentales automatizados, podríamos decir. Esto es algo de lo que todos podemos tener experiencia: pensemos cuando miramos a un determinado objeto, mejor si nos es familiar: una flor, por ejemplo; cuando la vemos, nos viene a la cabeza inmediatamente eso, el término ‘flor’, tal y como la denominamos, ocurriendo todo ello de modo ajeno a nuestras intenciones. No elegimos conscientemente que nos venga a la mente el término ‘flor’, sino que, sencillamente, nos viene. Así parece que el origen de la palabra se sitúe en los procesos fisiológicos o psíquicos, no siendo estrictamente una ‘acción’ del sujeto, sujeta a sus posibilidades y disposiciones interiores; como muy gráficamente dice, «el hombre puede hablar como la lámpara eléctrica puede volverse incandescente». Lo que cuestiona Merleau-Ponty es si este proceso ‘mecánico’, esté motivado por un proceso nervioso o por un proceso psíquico, es tal, motivo por el cual trata de ahondar en su génesis.

15 de febrero de 2022

Pues no es tan fácil ser un fósil

La verdad es que no solemos hacernos eco de lo complicado que es que un animal se convierta en fósil. Como dice Bryson, son muy reducidas las posibilidades de que un animal acabe convertido en uno. Han de coincidir diversas circunstancias, como morir en el lugar adecuado en un terreno que lo posibilite (sólo un 15% de rocas pueden conservar fósiles), que la forma impresa se mantenga identificable con el paso de los miles y miles de años, y otra no menos importante: que alguien los encuentre y sepa identificarlos como tales. Hemos de ser conscientes de que la mayor parte de los seres que han vivido sobre la Tierra no han dejado el menor rastro sobre ella. O, dicho al revés: la información fósil que poseemos no es más que la de una mínima parte de todos los seres vivos que han poblado nuestro planeta. Además de que ese registro es altamente sesgado, ya que la mayoría de los animales terrestres no mueren en sedimentos apropiados, sino que suelen morir en la superficie y ser devorados y descompuestos sin dejar rastro. De hecho, la mayoría de los animales de los que tenemos registro fósil son marinos (en torno al 95%).

A todos nos suena el fósil quizá más famoso: el de los trilobites, unas criaturas extrañas que aparecieron totalmente formados hace unos 540 millones de años, en el seno de lo que se conoce como la gran explosión cámbrica. Reinaron a lo largo de 300 millones de años, el doble de lo que lo hicieron los dinosaurios. En el siglo XIX, época en la que los descubrimientos y estudios de los fósiles se comenzaron a sistematizar, los trilobites fueron casi las únicas formas de vida primitiva identificadas, y su repentina aparición fue un auténtico misterio. Eran seres que tenían extremidades, agallas, sistema nervioso, antenas sondeadoras y unos ojos muy extraños (que constituían el sistema visual más antiguo conocido). Y lo llamativo fue que aparecieron no puntualmente en un sitio para luego extenderse, sino simultáneamente en muchos lugares. El lugar que causó más furor fue descubierto accidentalmente (como suele ocurrir en estos casos) en 1909 por Walcott, en las Rocosas canadienses, un afloramiento denominado Burgess Shale. Walcott recogió una cantidad de fósiles espectacular (decenas de miles) y de muy diversas formas que, dada la poca preocupación de entonces por el tema, se limitó a almacenarlos y a archivarlos en un museo de Washington. Décadas más tarde, en 1973, un recién graduado llamado Morris visitó la colección maravillándose de todo lo que allí había. Junto con un equipo de trabajo, trataron de realizar una clasificación, encontrándose con criaturas muy extrañas: algunas con cinco ojos, otras con un hocico largo y una especie de garra en el extremo, otra circular como una rodaja de piña, etc. Con el tiempo se concluyó que no es que estos animales fueran tan extraños o diferentes, sino que su reconstrucción no se hizo bien en su día: hoy parece que estos especímenes de Burgess Shale no eran tan espectaculares, lo cual sigue dejando en pie el origen de su explosiva aparición.

Se postuló la posibilidad de que pudieran derivar de una especie descubierta más tarde, en 1946, que, aunque pasó inadvertido en la época, fue muy importante. Sprigg descubrió unos fósiles en Australia (en las montañas de Ediacaran) cuando estaba inspeccionando unas minas abandonadas, con la idea de volverlas a poner en funcionamiento. Se trataba de unas criaturas muy extrañas, motivo por el cual no fueron reconocidos como fósiles, sino como huellas aleatorias que había dejado la naturaleza por otros motivos. Hubo de ocurrir que se encontraran fósiles similares en Inglaterra para que se despertará el interés por ellos. Ciertamente, eran animales que no parecía que tuvieran ni boca ni ano, ni órganos internos. Parecía que su vida se limitara a permanecer sobre un fondo arenoso, alimentándose por su piel, no se sabe muy bien cómo. Incluso algunos piensan que no eran animales siquiera.

Aunque algunos postularon que estas criaturas de Ediacaran pudieran situarse a los orígenes de los trilobites, no hay ninguna teoría consolidada en este sentido. El origen de estos sigue siendo un misterio. También se valora que sus antecesores fueran criaturas de tales características que impidieran su fosilización, por lo que difícilmente podríamos dar hoy en día con ellas.

8 de febrero de 2022

Los orígenes del concepto moderno de conciencia

Cuando Aranguren nos explica en su Ética el concepto de ethos, distingue dos acepciones: êthos y éthos. En ambos casos significa ‘carácter’, pero con matices distintos, aunque complementarios e interrelacionados. En el primer caso, êthos hace referencia al carácter como modo de ser, no tanto entendido psicológicamente, como temperamento, etc., sino algo más profundo, como ese modo de ser radical desde el cual brota nuestro modo de vivir, de reaccionar, de actuar, de interpretar o de sentir; algo así como la fuente de nuestra vida, fuente de la que mana nuestro modo de ser. Pero ya los griegos se daban cuenta de que ese êthos no surgía así como así, sino que estaba en estrecha relación con nuestros actos y con nuestros hábitos, pero en el sentido opuesto al anterior: es decir, que nuestros actos contribuían a modificarlo y configurarlo; en este caso, el carácter no era tanto fuente de los actos como resultado suyo: es el éthos. Como digo, ambos momentos están íntimamente relacionados, en auténtica circularidad, la cual se puede erigir en una circularidad virtuosa (si nos endereza hacia nuestra mejor versión) o en una circularidad viciosa (si hace lo propio hacia la peor).

El caso es que ambos términos fueron vertidos al latín con el término mos, moris, que también significaba carácter; a juicio de Aranguren, al emplear un único término, fue complicado mantener ambos significados, imperando sobre todo el segundo.

Y esto tuvo una consecuencia importante, como fue la de perder ese momento fontanal, orgánico, fisiológico, de nuestro carácter, en beneficio del ejercicio de nuestras facultades superiores (inteligencia y voluntad), sobre las que recayó la atención al entender que eran las que dirigían nuestras vidas, conociendo lo que había que hacer y discerniéndolo para hacerlo. Se retomó la conceptuación hilemórfica, acentuando la dimensión formal (alma) en detrimento de la material (cuerpo), derivada de la interpretación platónica (y ésta de la órfica), con la que los pensadores medievales se sintieron cómodos.

Es la modernidad ―no olvidemos que este marco moderno no es un marco teocéntrico, sino antropocéntrico― la etapa en la que se produce una escisión metafísica entre los conceptos de persona y de naturaleza. Quizá no en Descartes, quien era deudor de un concepto sustancialista, aunque, al introducir la conciencia como dimensión humana esencial, dio pie a un proceso de desnaturalización, podemos decir. Así en Locke, para quien la separación cartesiana entre res cogitans y res extensa es insuficiente para explicar la identidad de la persona, aun cuando la conciencia estuviera claramente diferenciada y separada del cuerpo. Con la idea de des-sustancializar a la persona humana, el filósofo inglés hará recaer el peso del carácter personal no es su condición de res, de cosa, de sustancia, ya que, por muy espiritual que fuera, seguía siendo sustancia, sino como la toma de conciencia de la unidad de los distintos estados en que dicha conciencia se desplegaba en el tiempo. La unidad de la persona recae ahora no sobre su conciencia de carácter esencial, sino sobre la unidad de los distintos estados de conciencia, unidad que se manifiesta cuando es reconocida como tal por el recuerdo de los mismos que nos trae la memoria de nuestras propias experiencias. Es gracias a la memoria que alcanzamos nuestra identidad como personas, es la que nos permite recordar dichas experiencias y recordarlas como nuestras, como que somos nosotros las que las tenemos. Idea que será felizmente acogida en la tradición anglosajona, con amplia repercusión en los debates contemporáneos sobre la mente y la conciencia, sobre todo desde la neurociencia.

1 de febrero de 2022

Dimensión evolutiva de la percepción

El modo en que nos hacemos eco de nuestro entorno es fascinante, en el sentido de que nuestra percepción no es su representación exacta, sino que somos capaces (como, en el fondo, toda especie animal, en virtud del grado de formalización de su sistema nervioso) de representárnoslo aun cuando no contamos con toda la información necesaria, pero que nos es suficiente; o al revés: cuando hay un exceso de información tendemos a filtrarla para que no nos distorsione. No deja de ser una maravilla que las posibilidades de nuestra sensibilidad se hayan ido ajustando evolutivamente a la naturaleza, en función de nuestras necesidades de supervivencia. En el fondo, la sensibilidad de cada especie es como una llave que nos ayuda a comprender el diálogo que es capaz de establecer con el entorno, un modo de conocer, en definitiva, cómo es dicha especie. En lo que toca a nuestra dimensión biológica, nosotros estamos también ahí.

Quisiera comentar algunos detalles de esto que digo, que no dejan de llamarme la atención. Por ejemplo, el de cómo nuestra vista se ha adaptado a la luz solar, en función de cómo ésta incide sobre la superficie de la Tierra atravesando la atmósfera. Hay dos hechos interesantes: a) la intensidad de la luz del sol según las distintas longitudes de onda (de acuerdo a la ley de radiación de Planck), presenta un máximo sobre la superficie terrestre en los 510 nm; b) la composición de nuestra atmósfera no deja pasar todas las frecuencias de la luz, sino que tanto los rayos X y ultravioletas (que son absorbidos por las capas altas de la tierra) como los infrarrojos (por las más bajas) no llegan a la superficie terrestre. A causa de este segundo fenómeno, nuestra atmósfera deja abierta una ventana entre 400 y 800 nm, ventana que coincide prácticamente con la ventana óptica de nuestra visión (380-760 nm). Como dice Vollmer, «nuestro ojo es pues sensible precisamente para el corte en el que el espectro electromagnético muestra un máximo». Un máximo, por su parte, que se sitúa en torno al verde amarillento, es decir, en el centro de nuestro espectro cromático: es decir, coincide el máximo de la luz solar justamente en la frecuencia en la que nosotros tenemos nuestra sensibilidad visual.

«No es que ‘precisamente’ el corte visible del espectro solar pueda atravesar con sus rayos nuestra atmósfera. Es exactamente lo contrario, que el corte comparativamente pequeño del amplio margen de frecuencias de la radiación solar (precisamente por esta razón convertido para nosotros en el ámbito visible de este espectro) se ha convertido en luz», dice von Ditfurth.

Podemos decir que el ojo se ha acomodado para aprovechar óptimamente la luz solar, algo que ocurre también en el ámbito de los animales; aunque en algunos casos se encuentre ligeramente desplazada (como en el de las abejas), siempre aprovechan el intervalo de frecuencias de la luz solar que llega hasta nosotros. «No porque el ojo sea parecido al sol puede contemplar el sol, sino porque se ha formado a lo largo de un desarrollo filogenético de miles de millones de años en un mundo en el que un sol real ya durante eones antes de la existencia de los ojos enviaba sus rayos», dice Lorentz.

Hay otra circunstancia que no quería dejar de destacar. Un fotorreceptor de la retina posee un umbral sensitivo de un cuanto de luz (10-18 julios); es decir, cuando le llega una onda de esa energía, dentro del espectro que es sensible, se activaría. Sin embargo, cuando llega esta cantidad de energía en una única ocasión, nuestro sistema nervioso no notifica sensaciones luminosas, sino únicamente cuando en muy poco tiempo son estimulados varios fotorreceptores o células visuales cercanas. ¿Por qué ocurre esto? Pues parece que es un modo de defensa, en el sentido de que así no se notifican sensaciones luminosas cuando hay manifestaciones aleatorias, u oscilaciones transitorias, etc. Cuando un receptor es muy sensible, le están llegando continuamente estimulaciones electromagnéticas, de modo que «si se registraran todos los quanta tendríamos permanentemente una impresión luminosa irregular sin ningún contenido informativo concreto. Estas señales insignificantes son pues arrinconadas por la censura del sistema nervioso». Lo propio ocurre con el resto de sentidos. Si pensamos en el oído, éste cuenta con una especie de filtrado que impide que escuchemos el continuo crujir contra el tímpano de las moléculas movidas por el movimiento browniano, lo cual nos daría seguramente una sensación continuada de ruido y alboroto.

Otro mecanismo de defensa es lo que se conoce como capacidad temporal de disolución de nuestra conciencia, es decir, el tiempo que deben poseer dos sucesos seguidos en el tiempo para que nos parezcan consecutivos o no en nuestra experiencia subjetiva. En el caso humano, el cuanto subjetivo de tiempo es de 1/16 seg, es decir, cuando desfilan ante nosotros 16 imágenes por segundo, nos da sensación de continuidad, que es lo que suele ocurrir en el cine; y, aunque sepamos que se trata de 16 imágenes discontinuas, no las podemos percibir separadas, sino en continuidad. Si fueran, por ejemplo, 10, las veríamos como una sucesión de diapositivas, pero las 16 ya las vemos ‘en movimiento’. Otras especies poseen un cuanto subjetivo de tiempo diferente: el de un perro, por ejemplo, es de 1/60 segs; es decir, cuando nuestro perro está viendo la tele, no verá una escena en movimiento como nosotros, sino que verá una serie de imágenes estáticas que se suceden. Esto da lugar a un fenómeno curioso, como es que muchos animales necesitan que sus presas se muevan a su alrededor, pues si están estáticas les pasan desapercibidas: por ejemplo, si una rana no ve moscas moviéndose no las considera como alimento; si están muertas a sus pies, no se las comerá. Algo de eso creo que le pasa también a mi gata, que en ocasiones sólo reacciona a estímulos en movimiento.