28 de julio de 2020

Los campos eléctrico y magnético se interrelacionan mutuamente

Quisiera detenerme en la comprensión a la que nos abocan los resultados obtenidos por Maxwell, para ver qué supone respecto a la nueva comprensión de la luz en tanto que fenómeno electromagnético. Creo que es interesante, porque ello contribuirá a comprender, a su vez, todo el proceso de conocimiento que se fue dando a través de distintos autores, para que finalmente Einstein pudiera dar con su teoría de la relatividad especial.

No quisiera comenzar sin comentar un aspecto de toda esta fascinante historia que no puede dejar de llamarnos la atención, a saber: el hecho de que, para que se pueda dar cualquier avance en la ciencia (y, por extensión, en cualquier otra rama del conocimiento), es necesario ir avanzando ‘a tientas’, incluso ‘dando palos de ciego’ ―si se me permite la expresión―, en el sentido de que, por lo general, los distintos científicos van avanzando sin saber muy bien hacia dónde se dirigen, o piensan que la dirección a la cual apuntan sus descubrimientos es la que toca (de hecho, así plantean ellos su trabajo), de modo que se necesita el poso de los años para que sus futuros colegas los comprendan, interpreten y sitúen mejor que ellos mismos. Se produce así una retroalimentación, un círculo virtuoso gracias al cual la ciencia puede ir avanzando: por un lado, estos futuros colegas no podrían realizar esa comprensión sin los trabajos de sus antecesores; por el otro, estos últimos no son capaces de comprender del todo el alcance de sus descubrimientos, necesitando las colaboraciones de sus colegas que, por lo general, están por venir. Esto lo expresó felizmente Newton con una famosa frase (aunque parece que la expresión fue publicada por primera vez en el Metalogicon de Juan de Salisbury, quien la tomó de su maestro Bernardo de Chartres durante el siglo XI), de que cada uno hace lo que hace porque está subido a hombros de gigantes, es decir, de todos aquellos que le precedieron en esta gran empresa colectiva que es el conocimiento. Esto sin duda ocurre con el tema que nos ocupa.

Para comenzar, estimo necesario que nos hagamos eco del gran paso que supuso la aportación de James Clerk Maxwell quien, con su artículo “Una teoría dinámica del campo electrodinámico” publicado en 1864, se puede decir que dio entrada a la física verdaderamente moderna. Maxwell se apoyó para ello en un texto anterior, “Sobre las líneas de fuerza de Faraday”, escrito en 1856, que no fue sino una investigación sobre los trabajos de Faraday; con este texto a sus espaldas, partiendo de los fenómenos básicos y de la lectura de Faraday, lo que trató de alcanzar fue un sistema de ecuaciones básicas. Con sus famosas ecuaciones, el espacio dejó de ser considerado un mero receptáculo para convertirse en un ‘medio material’, un gran medio material de dimensiones cósmicas, como dice Wilczek; conversión que, muy resumidamente, tiene que ver con la interrelación ―a cuyo conocimiento y esclarecimiento contribuyó― entre dos campos sobre los que se estaba investigando mucho: el eléctrico y el magnético.

Gracias a las experiencias de otros investigadores (Oersted, Ampere, Faraday; sin olvidar su apoyo en Gauss) se puso de manifiesto que no eran dos campos independientes, sino que estaban relacionados entre sí. Relación que quedó claramente puesta de manifiesto por sus famosas ecuaciones, ofreciendo una comprensión completamente nueva de la luz. Maxwell fue un gran matemático, que no dudó en aplicar sus conocimientos a los distintos problemas de la física, haciendo grandes aportes a la investigación sobre el calor y, especialmente, a las ideas físicas sobre la naturaleza del electromagnetismo, al hilo sobre todo de la reflexión de Faraday. El resultado fue la que sigue siendo hasta nuestros días la mejor descripción fundamental de los fenómenos electromagnéticos y, entre ellos, de la luz. Vaya por delante que este post es un poco farragoso, pero lo estimo oportuno para poder comprender en su meollo este tránsito.

Si nos fijamos en estas famosas cuatro ecuaciones (que ya dijimos aquí que este resultado final se lo debemos a Heaviside), vemos que los cuatro términos de la izquierda indican la existencia de estos campos (el eléctrico ‘E’ y el magnético ‘B’); es decir, tienen que ver con el hecho de que esos campos nacen (antes no existían y ahora sí) o varían (creciendo o decreciendo); y que, los cuatro términos de la derecha, indican precisamente las fuentes a partir de las cuales dichos campos son originados y los pueden modificar (eso es lo que significan los símbolos que ahí aparecen, que no pasamos a describir, para no complicar las cosas). Brevemente se puede decir que estas fuentes son las siguientes: la existencia de cargas eléctricas estáticas, la existencia de cargas eléctricas en movimiento, la variación del campo magnético, y la variación del campo eléctrico. No todas las fuentes influyen indistintamente en ambos campos, sino que, en el campo eléctrico, influyen las cargas eléctricas estáticas y la variación del campo magnético (ecuaciones 1ª y 3ª); y, en el campo magnético, influyen las cargas eléctricas en movimiento y la variación del campo eléctrico (ecuaciones 2ª y 4ª).

Lo curioso del caso es que, si nos fijamos en la 3ª y 4ª ecuaciones, la aparición del campo eléctrico está relacionado con las variaciones del campo magnético, y la aparición del campo magnético, está relacionado con las variaciones del campo eléctrico, independientemente de la presencia o no de cargas eléctricas (estáticas o en movimiento). Y esto es algo sumamente interesante, pues pone de manifiesto la idea que comentábamos: que ambos campos están íntimamente interrelacionados, de modo que uno influye en el otro y el otro influye en el uno.

Efectivamente, las variaciones en el tiempo del campo magnético B influye en el campo eléctrico E, y las variaciones en el tiempo del campo eléctrico E influye en el campo magnético B. Hay una interrelación entre ambos, retroalimentándose mutuamente, lo que genera una situación poco menos que curiosa, tal y como veremos en el siguiente post,  y que contribuirá a una concepción totalmente novedosa del fenómeno de la luz.

21 de julio de 2020

El pastor pasa 'al otro lado de la Naturaleza'

Una anécdota poco conocida de Rilke es la importancia que tuvo en su persona un viaje que realizó por España, un viaje que le supuso un gran impacto, tal y como su correspondencia testimonia. Dice Rilke, literalmente, estando en tierras españolas: «¡Dios mío, cuántas cosas he amado porque intentaban ser algo de esto, porque en su corazón había una gota de sangre, y ahora tengo todo ello aquí! ¿Podré soportarlo?». Un estado de ánimo ciertamente exaltado, y que duró buena parte del viaje, contribuyendo a su fecundidad artística: si en Toledo comenzó varias poesías, las finalizó en Andalucía, en su paso por Córdoba, Sevilla y Ronda.

En estas poesías hubo una figura especialmente significativa, a saber: la de pastor. ¿A qué se refería con ello? El pastor es aquel que ha armonizado de tal manera con el mundo, que todo en él es mundo, trasluce mundo en cada mirada, en cada movimiento; relación que sólo el pastor es capaz de establecer… sin ningún fin práctico. Ese pastor figura una actitud ante el mundo, una actitud que, por aquella época, todavía permanecía ajena a la suya propia, pero que anhelaba. Todo ese cúmulo recibido de impresiones que explicaba en su correspondencia, hay que enmarcarlo en su todavía condición de ‘no pastor’, es decir, de una persona ajena todavía a la experiencia de todo aquello que barrunta, pero que aún no vive actualmente; un exceso de ser, un exceso todavía demasiado grande para el ‘hombre Rilke’, pero que resonaba tan fuertemente en su corazón que no podía desoír; como dice Rof Carballo, «la impresión ha sido tan fuerte que no tiene placer en ver cosas nuevas», el impacto de dicha experiencia profunda ha sido tal que todo lo demás se disuelve inconsistentemente.

Rilke toma consciencia de que, para poder desvelar el secreto del hombre, el secreto que cada uno alberga en su interior, son imprescindibles dificultades casi insuperables, que obliguen a emplear fuerzas de flaqueza, hasta la extenuación, enfrentándonos incluso a nuestros peores fantasmas. Algo de ello decía Kierkegaard. La armonía de una vida no se alcanza sino integrando la diversidad de contrarios que entraña, no desatendiéndolos para construirse un lago de aguas arteramente tranquilas.

Y esta armonización no se da sin más, sino que supone una agonía (Unamuno), una lucha que él trato de afrontar desde su esfuerzo poético. Rilke aspira a aquello que el hombre puede llegar a ser. Y, para alcanzarlo, no debía atender tanto lo que veía, como lo que no acertaba a ver. Porque lo radical de la vida no se ve con unos ojos acostumbrados al trajinar habitual, sino fijando la atención en algo que no se sabe muy bien lo que es, pero que se barrunta. El hombre, con el trajín cotidiano, se distrae de lo fundamental de la vida: el hombre cotidiano se caracteriza por su distraibilidad; mientras piensa que le extrae todo el jugo, «pierde el disfrute de las mil y mil maravillas que la vida nos ofrece». ¿Se fijaría Heidegger en estas experiencias para elaborar su idea de vidas inauténticas y auténticas?

La vida inauténtica, a pesar de sus cantos de sirena, es una de las mayores desdichas a las que una persona puede sucumbir: «Es esta forzosidad de pasar de lado junto a muchas cosas en la vida, a veces junto a las cosas más valiosas de nuestro existir, sin llegar a verlas, una de las más trágicas y esenciales características del hombre. En éste hay no sólo la posibilidad de realizar su vida plenamente, de colmarla de sentido, sino también otra, mucho más grave: la de pasar junto a todo ello, inmediatamente al lado de todo esto, y no saber reconocerlo», dice Rof Carballo. ¡Cuántas veces pasamos al lado de algo valioso, y no lo sabemos apreciar! No percibimos que, en ese preciso instante, estamos junto a algo que puede transformar radicalmente nuestra vida y, sin embargo, permanecemos entretenidos en nuestra deambular cotidiano. Esta armonización ocurre como los platillos de una balanza, que oscilan hasta ir alcanzando poco a poco el equilibrio. Esto es lo que él anhela: alcanzar ese equilibrio ante los vaivenes implícitos de la vida humana, y los ecos de un ser profundo que apenas adivina. Un equilibrio que es todo menos superficial, para convertirse en una auténtica experiencia, una erlebnis.

Pues bien, esto es lo que le aconteció en un momento de su viaje por España, y que se acerca a lo que los místicos denominan experiencia contemplativa, expresada en su lenguaje para explicar este tipo de experiencias suprasensibles. ¿Qué es lo que le ha ocurrido? Él mismo se plantea esta pregunta, y «se da a sí mismo una respuesta que va a ser decisiva en la obra ulterior de Rilke: encuentra que ha pasado al otro lado de la Naturaleza». Uno se sitúa en una perspectiva diversa ante las cosas, y ante los hombres, fruto de una especie de abandono que permite trascender a las primeras, así como al hombre común, inauténtico. Se trata de volver a una actitud de infancia, pero conservando el modo adulto de estar ante la vida; una actitud de la que el hombre ‘adulto’ se ha ido auto-desterrando, dejándose arrastrar por la ‘seriedad’ de la vida. Se consigue así un modo armónico de estar en la realidad; ya no hay ruptura, sólo continuidad en la diferencia. Cuando lo normal ―por desgracia― es que sólo veamos abismos entre aquello que nos es diferente, y todo intento de conciliación sea visto inevitablemente como una agonía.


14 de julio de 2020

¿Qué es real?

Fuera de un contexto de reflexión filosófica puede parecer un tanto sorprendente preguntarse qué sea la realidad, o qué caracteriza a aquello de lo que podamos afirmar que es real. Sin embargo, es una pregunta que no es tan sencillo responder, ni mucho menos. Como comenté en otro post, cabe plantearse si todo lo que sea real ha de establecerse en lo que comúnmente se estudia desde las ciencias naturales, a saber: lo que sean los componentes fundamentales de la materia, su modo de interactuar y comportarse en ese mundo cuántico; o lo relacionado con la vida: su origen, las células, los tejidos, etc. ¿Se agota en esto lo real?

En primer lugar, me planteo si la respuesta a esta cuestión la puedan dar las ciencias, o únicamente las ciencias. A mi modo de ver, yo creo que no; y ello porque entiendo que su objetivo específico no es ese, sino estudiar aquello que caiga bajo su marco específico según su metodología propia: de qué está hecho algo, cómo se comporta, qué leyes rigen su devenir… Pero creo que no compete a la ciencia establecer en qué consiste que algo sea real, salvo cayendo en la falacia de afirmar que algo es real sencillamente porque cae dentro de su marco de trabajo. A mi modo de ver, esto tiene que ver con una reflexión de tipo filosófico, la cual no se puede realizar ―entiendo― si no es en un diálogo cercano y enriquecedor con las distintas disciplinas científicas. Se comienza a dibujar la hipótesis de que la realidad sea más que lo científicamente experimentable.

Y aquí se presenta esta primera cuestión espinosa y fundamental, como es definir qué quiere decir exactamente que algo es real. Efectivamente: ¿cómo podemos identificar que algo sea real?; o, con otras palabras: ¿qué es lo que caracteriza a aquello que no dudamos en calificar como ‘realidad’? Supongo que la respuesta más inmediata será cercana a lo que hemos estado comentando: realidad es aquello que hay (las cosas, los seres vivos, los astros, el universo…). Si nos fijamos, todo esto posee una característica común: su base material, que está compuesto a base de materia. Pero, ¿ya está?, ¿no hay más realidad que ésta? Es razonable preguntarse si lo material es el único modo de realidad que existe, o si podemos hablar de otros tipos de realidad. A lo mejor resulta que la realidad es más que lo normalmente entendemos como real…

Empecemos con lo sencillo; por ejemplo, con una piedra: es real, ¿no? Pero, ¿por qué lo es? Pues porque está ahí, la podemos coger, tocar, tallar, analizar… cualquiera la puede observar… si choca contra nosotros nos hace daño… posee como una cierta autonomía propia o cierta consistencia que hace que sea como es… Sin ser demasiado exhaustivos, creo que en esto todos podríamos estar más o menos de acuerdo, y por extensión con tantas y tantas cosas. Pero vamos a ver otro tipo distinto de ‘cosas’, como, por ejemplo, un ­concepto matemático: el número π. ¿Es el número π real? De alguna manera, excepto que lo podemos tocar o manipular (no es material), en lo demás podemos describirlo de forma análoga a la piedra: se puede analizar, cualquiera lo puede comprender, posee cierta autonomía propia que nos impide considerarlo arbitrariamente… No es algo material, pero todo el mundo sabe de qué se está hablando cuando se habla del número π (si tiene cierta cultura matemática, claro): está ahí (no sabemos muy bien dónde), y cuando nos hace falta lo utilizamos. No lo podemos manejar a nuestro antojo, sino que posee cierta consistencia propia. Lo mismo podría decirse de un círculo, de un triángulo, o de cualquier figura geométrica. ¿Son reales los entes matemáticos?

También podemos hablar de un personaje de ficción: ¿es real don Quijote? Materialmente no; pero, sin embargo, todos sabemos de qué o de quién estamos hablando cuando hablamos de don Quijote; e incluso cuando hablamos de quijotismo (o de sanchopanzismo), que casi que se han convertido en categorías sociales. Cuando alguien se ponga a describir a don Quijote como un corsario pirata que surca el océano, nos generará violencia. No, ése no es don Quijote; don Quijote fue un caballero español, y era delgado y con barba, un poco loco… ¿Seguro? ¿Y si para mí no es así?

Hilando más fino, lo propio se puede decir de un pensamiento. ¿Qué ocurre con un pensamiento? Es algo que está ahí, parece que más allá de nosotros mismos; de alguna manera depende de nosotros, pero no podemos manipularlo del todo a nuestro antojo, sino que se debe a sus propias reglas. Tanto es así que incluso puede tener efectos sobre mí, sobre mi cuerpo, sobre mi conducta: puedo pensar que he visto a la persona de la que estoy enamorado, y mi corazón comenzar a palpitar con ansiedad, invadirme cierto nerviosismo, se me reseca la garganta, modifico mi trayectoria para encontrarme con ella… y todo ello independientemente de que esta persona esté ahí o no; aunque, a la postre no estuviera, y me hubiera equivocado, el caso es que lo había pensado y todo eso me ha sucedido; ¿era real mi pensamiento? ¿Es una ilusión, aunque me afecte en mi cuerpo y en mi vida? ¿Era, algo totalmente fuera de la realidad?

Pensemos también en algo que hagamos, en una acción. Por ejemplo, decir algo; si te digo algo, es real que te he dicho algo… ¿o no?, Y, si es real, ¿qué tipo de realidad es ésta, o la de cualquier acción que podamos hacer? Cuando estoy corriendo, ¿es real que estoy corriendo en ese momento? Sí, claro, es real; pero, ¿qué tipo de realidad es esa?

Está claro que el número π o don Quijote o mi pensamiento o mi acción no son reales al modo que lo son las cosas materiales, pero tampoco son una mera vaguedad o arbitrariedad; poseen cierta autonomía o consistencia gracias a la cual son precisamente lo que son e impide que se puedan manejar a nuestro antojo.


Ciertamente poseen un ‘modo’ de realidad diverso al de las piedras (y por extensión al de cualquier cosa material), pero… Pues bien, podemos decir que real es aquello que posee cierta entidad propia que le hace ser como es, con sus características y sus propiedades intrínsecas, manteniendo cierta independencia o cierta autonomía con respecto al resto de las cosas y también de nosotros mismos (una autonomía relativa, en el seno de la respectividad de lo real). Se puede decir que posee cierta dureza (un concepto analógico), en el sentido de que posee cierta entidad que le da consistencia, coherencia, está como duramente aferrado a sí mismo, es algo duradero, manteniendo su identidad incluso en su fluir tempóreo, reteniendo su ser… Y esto es algo que acontece, aunque de diferentes modos, a todo lo que hemos estado comentando.  Otra cosa será como definir a estos otros tipos de realidad que no son físicas, pero eso ya vendrá en otra ocasión. Por el momento sirva afirmar que algo es real cuando es ‘de suyo’ lo que es, definición que puede ser aplicada también a cosas que no sean materiales.

Otra cuestión que es no menos importante pasa por preguntarse cómo es que nosotros, los seres humanos, podemos aprehender algo como real, como ‘de suyo’. Esto, que parece una pregunta baladí, supone un modo de estar en la existencia radicalmente diverso al de otras especies, tanto más cuanto que es ahí donde se puede establecer la especificidad humana frente a otras especies animales: en la capacidad de aprehender las cosas como reales. Este asunto cobra especial relevancia en el debate filosófico contemporáneo establecido por la fenomenología y los autores posteriores, situados todos en línea de superación del idealismo moderno, para el cual, efectivamente, fundamentar el alcance al objeto real era problemático. La solución a este asunto difícilmente se puede establecer en términos puramente cognitivos, y la vuelta al realismo clásico no parece la solución, salvo que se desoigan las críticas idealistas al respecto. Una vía de solución a este galimatías es la consideración conjunta del esquema fenomenológico y la antropología biológica, cuyo precipitado puede muy bien ser el ‘sentir inteligente’ zubiriano, o ‘inteligencia sentiente’, tal y como él la trabaja en su noología como propuesta de superación de la fenomenología. Pero esto es otra historia.

7 de julio de 2020

Desde la felicidad a la totalidad

Hay en el pensamiento de Paul Ricoeur un contraste precioso, y que tiene que ver con cómo —en su opinión— vamos adquiriendo consciencia de nuestro carácter y de nuestra experiencia de felicidad; dos procesos que, si bien guardan algún paralelismo, hay un aspecto en el que son diametralmente opuestos, tal y como explica en su Finitud y culpabilidad: si el carácter posee una dimensión —digamos— centrípeta, la felicidad la posee centrífuga. Su punto de partida es cómo nos vamos dando cuenta de lo limitado de nuestra percepción y de nuestras posibilidades en la vida; en función de estas limitaciones es como se va forjando nuestro carácter. El carácter tendría que ver con esto, con el modo en que ejerzo mi limitación finita en mi relación con el mundo, tanto en lo que se refiere a la receptividad como a mi acción: el carácter es el modo en que yo actúo desde mi libertad como ser humano. Y ello no es algo de lo que nos demos cuenta de modo inmediato, sino de modo mediato, reflexionando sobre ello, dándonos cuenta de tantas y tantas cosas que nos ocurren y que hacemos, y que nos van configurando. Es así como va aflorando a lo largo de nuestra vida cómo es nuestro carácter, en lo que hacemos y en lo que percibimos e interpretamos de la realidad. Y nos vamos haciendo conscientes de ello poco a poco.

Algo similar ocurre con la felicidad, en el sentido de que, aunque todos podemos partir de una idea inicial de qué sea la felicidad, de verdad de verdad no la solemos tener clara. Esa idea inicial de felicidad, seguramente un tanto idealizada, pronto comenzará a ser tallada y perfilada por los avatares de la vida, por la realidad que se nos impone, y que nos insta a hacer lecturas más sopesadas de lo que sea la felicidad. Y el caso es que, sin saber muy bien por qué, conforme vamos poseyendo experiencias de felicidad sabemos que eso es lo que queremos, percatándonos de que eso, poco a poco, es lo que más tiene que ver con nuestra más profunda radicalidad humana. Pero, ¿y la diferencia?

Para afrontarla hemos de entender bien de qué felicidad estamos hablando. Por ejemplo, recordemos que Kant no tenía muy buen concepto de la felicidad porque la asociaba a esa felicidad pasajera, trivial, podríamos decir, reducida a un bienestar sensible ajeno a los ámbitos del auténtico ejercicio de la razón pura práctica cuya resonancia afectiva habría que encontrarla en el seno de su Crítica del Juicio en lo estético y lo sublime. Tampoco se refiere Ricoeur a una felicidad más o menos profunda, que únicamente podamos experimentar en determinadas ocasiones especiales, y ya está. La felicidad para el filósofo francés viene a coincidir con la sensación de una plenitud máxima, sí, pero articulada o mediada por experiencias particulares; la felicidad es la que me va diciendo si voy yendo por buen camino o no en mi vida. Pero el caso es que, cuando ese camino que es mi vida lo voy viviendo felizmente, las posibilidades que se abren ante mí se multiplican exponencialmente, y adquieren una calificación totalmente ajena a los enfoques meramente turísticos de la vida.

En una idea preciosa, Ricoeur viene a decir que mediante las experiencias de felicidad se rasga el horizonte limitado de nuestras expectativas, nos esponjamos y somos capaces de ensanchar nuestras limitadas estrecheces hacia una inmensidad que no sabemos muy bien definir, sino que la esbozamos mediante precisamente esos momentos concretos de felicidad.

Podríamos preguntarnos dos cosas: qué es exactamente ese sentimiento de felicidad, y cómo damos el salto de ese sentimiento a esa inmensidad que, aunque no sabemos conceptuar muy bien, de alguna manera presentimos, o lo hemos presentido en alguna circunstancia de la vida. Sobre la primera hay mucho que decir, pero Ricoeur no se detiene en ello. Él incide más en la segunda cuestión, y la verdad es que da que pensar. Yo creo que es posible afirmar que todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos tenido algunas experiencias así. No se trata de un mero sentimiento de agrado o de deleite ante algo concreto, sino que es algo más profundo. Una especie de experiencia afectiva que parece que nos cruza de arriba abajo, que nos conmueve, que nos envuelve. La cuestión es qué explicación le damos a eso. No hay nada en ellas que nos habla primariamente de lo trascendente ni de lo no trascendente. Únicamente la experienciamos.

Para Ricoeur, junto a esa experiencia de carácter marcadamente afectivo, se da concomitantemente una elaboración cognitiva, una interpretación producto de la razón; y es ésta, la razón, la que interpreta esa experiencia como que desborda las experiencias placenteras más a corto plazo, como que va más allá de las satisfacciones más inmediatas; se lee como una apertura, como un sentimiento de pertenencia a algo que va más allá de nosotros, que nos supera; parece que es ella —la razón— la que constituye en mí esa ‘exigencia’ de totalidad. Lo que hacen esas experiencias de felicidad es como una ratificación o una garantía de que me dirijo hacia esa felicidad total que la razón me exige como fin en mi vida, y que difícilmente podría haberla previsto o proyectado yo en toda su riqueza y profundidad. Se trata de una experiencia de totalidad que posee como dos polos: uno exterior a mí (la inconmensurabilidad del universo) y otra interior a mí (cómo llevar a una realización plena mi propia existencia). Y de alguna manera esa experiencia totalmente íntima a mí mismo me abre a la inmensidad de lo que no soy yo. Esta exigencia de totalidad nos la abre la razón; la felicidad tendría que ver con la conciencia de la direccionalidad que nos abre a dicha totalidad.