30 de junio de 2015

Más allá de la fenomenología

La reflexión fenomenológica nos sitúa en un horizonte distinto a los otros dos grandes horizontes de la historia: el realista clásico y el idealista moderno; horizonte que debido a su carga de novedad genera no pocos problemas. Su gran aportación podría ser su afirmación de que en el acto perceptivo, no se trata de dos polos sueltos (sujeto y objeto) que en un momento dado se juntan, sino que de lo que se trata es de que los dos se deben mutuamente: el objeto se debe al sujeto que lo percibe, y el sujeto se debe al objeto que es percibido. Esta relación bidireccional es algo chocante, sobre todo en el segundo sentido: ¿cómo es que el sujeto se debe al objeto?, ¿cómo se va a deber el sujeto al objeto si el sujeto ya existe, si ya es, independientemente de lo que perciba y del percibir mismo?

No es ésta una pregunta fácil de responder. Hoy en día está asumido que el sujeto ‘construye’ la realidad en cuanto percibida; sí, reconoce que hay algo otro a él, pero que al conocerlo no todo es puesto por el objeto sino que él también pone (y mucho) en su percepción. Pero, ¿y en el otro sentido? ¿Qué tiene que ver la cosa para mi propia existencia? Esto es harina de otro costal. Y para comprenderlo entiendo que debemos situarnos en lo que es el núcleo profundo de la fenomenología, del que quisiera destacar dos aspectos: el primero, situado en el orden del ‘ser’, tiene que ver con qué es el ‘ser’ para la fenomenología; el segundo, situado en la relación sujeto-objeto, con su carácter específico.

Vamos con el primero. La fenomenología husserliana establece su punto de partida en la relación sujeto-objeto, de modo que tanto uno como otro (el sujeto y el objeto) alcanzan su esencia en dicha relación, y no fuera de ella. Y esto es clave: no se preocupan tanto de los dos polos de la relación fuera de dicha relación como en su seno. Es en ella (en la relación) donde ambos alcanzan su ser. Por lo que da a las cosas, la cosa ‘es’ en tanto que aprehendida, su ‘ser’ no es otra cosa que su aprehensión por parte del sujeto en la relación noético-noemática, aprehensión apoyada en su presentación ante el sujeto. Esta presentación no es sino lo que constituye el fenómeno; fenómeno que en primera instancia no es algo problemático para Husserl ya que es sencillamente todo aquello que se manifiesta en tanto que se manifiesta. De la cosa sólo le interesa a Husserl el fenómeno, esto es, lo percibido.

¿Y por lo que da al sujeto? Aquí está la cuestión: ¿ante quién o ante qué se manifiesta el fenómeno?, ¿quién o qué lo percibe? Husserl dirá: la conciencia. Conciencia que a su vez sólo es en la medida en que está percibiendo (recordemos lo que decía Ortega en referencia al pensamiento). La conciencia sin percibir no es; la conciencia sólo puede ser en tanto que percibiendo. Percibiendo… ¿qué? Pues percibiendo lo que puede percibir, a saber: el fenómeno. Éste es el acto fundamental fenomenológico, el acto noético-noemático: noético (noesis) por lo que da a la conciencia, noemático (noema) por lo que da a la cosa. Por eso dice Husserl que la relación noético-noemática constituye no sólo al ser de la cosa en tanto que objeto del conocimiento, sino que también constituye al ser de la persona en tanto que sujeto del conocimiento. Estamos hablando de una relación puramente cognoscitiva, de conciencia del sujeto a esencia del objeto.

Esto nos puede llevar a plantearnos algunos interrogantes. Por ejemplo, surge la cuestión de lo que sea el ser humano en tanto que ser vivo, con sus estructuras fisiológicas, biológicas, etc.; estructuras que son las que posibilitan el hecho de la conciencia. Esta cuestión en principio no preocupa al fenomenólogo. O también surge la cuestión de lo que supone que la fenomenología establezca la relación sujeto-objeto en términos intelectivos, en términos de conciencia. ¿Por qué sólo de conciencia? ¿Acaso es el único modo de relacionarse con la realidad, el intelectivo?

Esto último nos lleva al segundo aspecto que comentaba más arriba, al carácter de la relación sujeto-objeto. En primer lugar, para Husserl esta relación no es problemática ya que no es tanto una re-presentación de algo sino una presentación, que es distinto. Sin embargo, ¿en qué términos se da esta presentación? Como decía, en términos intelectivos. Y la pregunta es: ¿se agota toda la realidad en el hecho intelectivo? O dicho de otro modo: ¿la realidad sólo es aquello que puede ser inteligido? Y la misma cuestión pero planteada desde el ser humano: ¿agota por su parte la ‘conciencia’ todo lo que es el ser humano?, ¿es el ser humano conciencia únicamente, o es algo más? Estas cuestiones son muy importantes, y para la fenomenología son presupuesto de entrada que no es discutido, cuando es más que discutible.

No se puede negar la importancia de la reflexión fenomenológica, pero tal y como pone de manifiesto buena parte de la filosofía contemporánea, cabe preguntarse si es suficiente. La fenomenología no hace sino continuar toda una tradición filosófica occidental en la que se ha primado el ejercicio intelectivo. El ejercicio de la inteligencia supuso la ‘salvación’ del hombre allá en la Grecia antigua, permitiéndole superar la etapa mítica y preguntarse filosóficamente por las cosas. Pero, ¿el ser humano es sólo inteligencia? Acaso lo que hagamos si así pensamos no sea sino identificar nuestro pensar con el ser de las cosas, o lo que ellas sean (o nosotros) con su objetividad (o nuestra subjetividad); de modo que lo que no quepa en este esquema, esté destinado a ser abandonado u olvidado.

Hoy en día sabemos que no es así, sabemos que el ser humano no es sólo inteligencia, denuncia de estas décadas mediante la cual se busca establecer otros modos de relacionarse con lo real. La fenomenología husserliana ha iniciado una vía intentando ‘recuperar’ la realidad, vía que ha sido continuada por Heidegger y Ortega, pero que han intentado resolver según esquemas meramente intelectivos, entrando quizá en una vía de difícil salida. Si el ser de las cosas y de los hombres depende del conocer, la realidad de las cosas queda cercenada de partida, y aspectos que también forman parte de ella quedan abandonados en el silencio del olvido. Lo que hay que hacer ahora es elaborar y argumentar esos otros modos de acceso a lo real.

24 de junio de 2015

El imperativo categórico del III Reich

Hoy teníamos previsto tratar en el Seminario Fº de Investigación Ética varios capítulos del libro: el octavo referente a la personalidad de Eichmann, y los cuatro que le siguen que tratan el asunto de la gestión de las deportaciones en distintas zonas de Europa. Como veremos en el siguiente post, y tal y como comentó una compañera del seminario, se podía ver un paralelismo más que notable entre el trato que los países europeos daban a los denominados judíos apátridas (judíos alemanes que habían huido de Alemania, y que en cuanto cruzaron la frontera quedaron sin patria) y los inmigrantes que cada día llegan a decenas a las costas europeas procedentes de países africanos. Pero no adelantemos acontecimientos, a lo que iba. Estos capítulos no tienen desperdicio. ¡Cuántas cosas ignoraba de este tema! El caso es que al final no pudimos avanzar demasiado. Nos atascamos con los dos primeros… y bueno, dejaremos el resto para la próxima sesión. Hablaré ahora del primero de estos dos, en el que Arendt analiza el comportamiento de Eichmann.

El capítulo octavo se centra en la personalidad del acusado, un individuo que conforme pasaban los meses y los años, fue ‘superando’ (olvidando) su capacidad de sentir, limitándose a obedecer órdenes. Sólo en dos ocasiones actuó según su corazón (ayudando a escapar a un primo suyo medio judío y a un matrimonio también judío), y curiosamente ello le llevó a sentirse culpable (en tanto que desobedecía sus órdenes).

Eichmann tenía una concepción muy particular de la rectitud: ella fue la que le llevó a no secundar a compañeros suyos que se enriquecían con cobros a los judíos y con la usurpación de sus bienes; y ella fue también la que le llevó a mantener la ‘solución final’ hasta que ya era prácticamente imposible continuar con ella, porque esas eran las órdenes. De hecho, hacia el final de la guerra llegó un momento en que Himmler empezó a mandar que se detuviera el exterminio judío, en contra de las órdenes del propio Hitler (y superando el miedo físico que le inspiraba). Y le obedecieron (a Himmler) no pocos oficiales. Con ello no sólo intentaban (estúpidamente) elaborarse una coartada para lo que pudiera venir tras la derrota, sino que también pretendían establecer relaciones que tras el final de la guerra podrían ser provechosas. Eichmann fue incapaz de unirse a esta 'ala moderada', porque ello suponía sencillamente desobedecer las órdenes del Führer.

Si Eichmann continuó con la solución final, no fue tanto a causa de su fanatismo antisemita como porque sencillamente… se había limitado a cumplir órdenes (de hecho, según parece no era un fanático antisemita). Era perfectamente consciente de que Himmler estaba desobedeciendo a Hitler, y ello no le cabía en su cabeza. Y es que para Eichmann (y para toda Alemania en sus tiempos de esplendor), las palabras de Hitler se erigían en el derecho común básico. Toda actuación debía ir en sintonía con la letra o el espíritu de sus palabras. Tanto es así que tras las órdenes del Führer comenzaba el laborioso proceso de elaboración de leyes, normativas, decretos, etc., que acompañan a cualquier proceso normal de derecho. El gran problema es que en cualquier régimen político —digamos— normal, lo general es que prime un clima ético y que en su seno chirríe aquello que atente contra la libertad y la dignidad de las personas; pero en el régimen nazi, ocurría lo contrario: lo normal era «matar a ciudadanos inocentes por el sólo hecho de ser judíos», y el enfrentarse a ello era lo sorprendente. Ver cómo, cuando estaba cercano el final de la guerra, la mayoría de compañeros buscaban pasaportes falsos, etc., para cubrirse las espaldas y poder huir, para él era indignante. Él sólo hizo algo similar cuando Hitler había muerto ya, cuando ‘la ley’ había desaparecido, porque fue entonces cuando quedó liberado de su juramento.

Todo era como era, todo era como debía ser, esto es, como ordenaba el Führer. Su conciencia estaba tranquila, porque obedecía las órdenes de Hitler; y obedeciendo sus órdenes, todo estaba  bien. Sorprendentemente, Eichman apeló a Kant para justificar en el juicio su conducta. Según él, ¡había actuado siguiendo los preceptos morales del filósofo de Königsberg! Esto nos da que pensar, porque qué fácil es utilizar torticeramente las honestas ideas de otros, con la finalidad de justificar nuestra conducta. Eichmann habló de un ‘imperativo categórico del Tercer Reich’: «compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos». Y efectivamente ese fue su leitmotiv, más allá de su misma persona, pasando por encima de sí mismo.

Pero si por algo se caracteriza el pensamiento ético kantiano, es por el discernimiento moral, ajeno totalmente a cualquier tipo de obediencia ciega, la cual atenta frontalmente contra la dignidad de la persona. Además: según Kant, para poder valorar su imperativo categórico era preciso haberse cultivado previamente, haberse educado, haberse hecho persona. Es cierto que Eichmann nunca quiso aprovecharse a nivel personal de su situación (como sí hicieron tantos otros), pero obviamente está muy lejos de ese individuo capaz —según Kant— de poder comprender el imperativo categórico.

No pudimos evitar cuestionarnos si el individuo de hoy está (estamos) en condiciones de comprender el imperativo kantiano. ¿Lo estamos? Si echamos un vistazo alrededor, ¿qué vemos?, ¿qué resortes son los que mueven al ciudadano contemporáneo, qué es lo que le motiva? ¿Qué queremos en definitiva? ¿Queremos verdaderamente esforzarnos por cultivar nuestra personalidad, por crecer como personas, por colaborar en aras de una sociedad mejor,… o más bien queremos tener cubiertas nuestras necesidades básicas (y a lo mejor no tan básicas), y con eso nos contentamos? No es poco salir adelante en una sociedad como la nuestra (y más con la que está cayendo) pero... ¿es suficiente? Vemos la alienación de los alemanes en la década de los 40 y nos echamos las manos a la cabeza. ¿Acaso no estamos nosotros alienados a nuestra comodidad, a nuestro bienestar,…? ¿No vivimos inmersos en la ideología del progreso, de la tecnología, del disfrute,… en función de la cual estamos perfectamente justificados? ¿Cuál es nuestro imperativo categórico? ¿A qué porción de nuestro bienestar estaríamos dispuestos a renunciar? Sería interesante preguntarse si nuestro imperativo no nos viene marcado por la ideología dominante, por la del progreso tecnológico, por la necesidad de tenerlo todo bajo control; y si nuestro interés no es adaptarnos a esa forma de vida para poder obtener una vida ‘mejor’, una vida sin complicaciones que nos desvíen de nuestra vida acomodada.

Comentando todo esto me vinieron a la cabeza dos cosas. Una, los experimentos de Milgram sobre nuestra capacidad para obedecer a una autoridad aunque ello haga sufrir a otra persona (que dan para pensar, la verdad). Pero también me acordé de otra, de un video más simpático pero que también da que pensar. Recuerdo que lo vi de chaval, hace ya unos cuantos años: un gag de Emilio Aragón. Si ya peináis canas, os acordaréis de ‘Ni en vivo ni en directo’, ¿verdad?



No todo es 'samba'. Tampoco todo es trabajo. Hay que buscar espacios tanto para el trabajo como para el esparcimiento, integrados ambos en una unidad de vida global y con sentido, que nos permita sentirnos partícipes y colaboradores activos de una sociedad (la nuestra) que no se construye sola, sino únicamente con el esfuerzo de todos y de cada uno de sus integrantes.

16 de junio de 2015

Objeto y cosa, cosa y objeto

Como nos explica Ortega y Gasset en su ¿Qué es filosofía?, no es lo mismo un pensamiento que un contenido de conciencia. Como decíamos en un post anterior, el idealismo moderno solía quedarse en el contenido de conciencia; pero gracias a Brentano (y al padre Gratry), se comenzó a fundamentar filosóficamente cómo recuperar ‘el mundo’ que desde el idealismo se tornó problemático. Estos autores eran conscientes de que el ser humano ponía de su parte en el hecho cognoscitivo; y que fruto de ello se adquirían representaciones de las cosas. Pero ahí está la clave: en que se conseguían representaciones ‘de’ las cosas. ¿De dónde si no iban a surgir tales representaciones, si no se contara a su vez con ‘lo’ representado?

Este dato es lo que añade la consideración de lo que es un pensamiento frente a lo que es una representación. La representación es un aspecto de lo que es el pensamiento: el aspecto que da al sujeto; pero en el pensamiento se abarca también el otro aspecto: el aspecto que da a la cosa. En el pensamiento están presentes el sujeto que piensa y a la vez el objeto pensado. Hay un correlato noético (el que da al sujeto) y otro noemático (el que da al objeto). Noesis y noema son dos conceptos claves en la fenomenología.

Pero esto, lejos de solucionar definitivamente el problema nos abre a dos importantes cuestiones, a saber: a) qué es exactamente eso que percibimos en tanto que objeto, y b) cuál es el estatuto ontológico de un pensamiento. La primera cuestión no es fácil de resolver. De hecho, se cuestiona que la fenomenología husserliana (e incluso la posterior) solucionara definitivamente el problema idealista. ¿Por qué? Pues porque en general para la fenomenología, fiel a la tradición idealista moderna, siempre es problemático llegar a la cosa tal cual es, a la cosa ‘en sí’; tan sólo podemos llegar a la cosa en tanto que objeto de conocimiento. De hecho, en ello consiste el ser de la cosa, en erigirse en objeto de conocimiento. Una cosa ‘es’ en tanto que es objeto de conocimiento; todo lo que no pertenezca a la relación noético-noemática, no es relevante. Nos interesa la cosa en tanto que está presente a una conciencia que la puede aprehender, y tal y como está presente: nos interesa la cosa fácticamente. Ahora bien, la cuestión inmediata que surge es si de este modo agotamos todo lo que es la cosa. Muchos dirán que no, independientemente de que siempre sea problemático cómo acceder a todo eso que la cosa es de más partiendo de su consideración fenomenológica.

Y respecto a la segunda cuestión (que ya aludí en otro post), si nos damos cuenta el estatuto ontológico de un pensamiento es un tanto peculiar. Estamos acostumbrados a relacionarnos con cosas que están ahí, tranquilamente. Aunque estén en movimiento, consideramos que están ahí independientemente de nosotros. Pero un pensamiento no cabe en este esquema: un pensamiento no existe sino en la medida en que está siendo pensado. Pasamos de algo que ‘es’ a algo que ‘está siendo’. Como dije, Descartes no pudo asumir este viraje, y buscó algo estático (sustantivo) en lo que arraigar el pensamiento: la res cogitans. Pero entonces, como nos decía Ortega, desvirtuó su propio descubrimiento. Según Ortega había que atender al pensamiento en sí mismo, a su modo de ser fugaz, evanescente,… pura dinamicidad, que se desliza entre los dedos. Para ello era preciso modificar nuestros esquemas mentales fraguados durante tantos y tantos siglos, y no es fácil. Apresar realidades dinámicas (vitales) según nuestros esquemas conceptivos estáticos (inmovilistas) es la gran tarea de la filosofía del siglo XX. El mundo no es mi representación, pero tampoco es algo que está ahí independientemente de mí. La perspectiva orteguiana (fenomenológica) viene a decir que el mundo no es mi representación pero no existe sin mí pensarlo. Este es el núcleo del ‘ser’ fenomenológico y de la ‘vida’ orteguiana.

Y aquí nos abre Ortega una cuestión interesante y es que es ahí, en ‘mi vida’, donde poseo la certeza; pues es en ella en la que se dan mis pensamientos y mi ‘contacto’ con las cosas, contacto que solo se da en tanto que pertenecen a mi vida (facticidad). Pero, ¿qué pasa con estas cosas cuando no están en ‘mi vida’? Ortega no duda de que existan otras vidas y que en ellas las cosas sean ciertas, pero ya no lo son en la mía; y entonces son problemáticas para mí, ya no las conozco con certeza. En el ir tras su búsqueda es donde comienza la actividad estrictamente intelectual (filosófica, científica,…).

'Mi vida', pues, está compuesta de mí mismo y de las cosas que pertenecen a mi mundo. No tiene sentido plantearse la existencia de un yo ajeno a las cosas que le rodean (entendiendo las cosas en sentido amplio: cosas materiales, sí, pero también familia, sociedad, cultura,…). No es que sea yo y luego considero las influencias de las cosas (mi circunstancia) sino que yo no puedo ser sino a una con mi circunstancia. Y si quiero encontrar el sentido a mi vida, si me quiero salvar, no puedo hacerlo sin considerar mi circunstancia: de ahí que también la tenga que salvar a ella si me quiero salvar yo.

9 de junio de 2015

¿Hay más cosas aparte de las cosas?

Comentaba en el anterior post que ante el hecho de reconocer una mesa, quedaban implicadas dos cuestiones previas. La primera (el hecho perceptivo) ya la comentamos; pero queda la segunda, a saber: ¿cómo es que yo tenía en mi interior ya el concepto de mesa? Esta cuestión es muy interesante, pues nos lleva al problema tan debatido también como es el de las ideas innatas.

Recordemos que tras percibir fisiológicamente un objeto, nuestra mente buscaba en su archivo y tras un período de tiempo más o menos corto, daba con una imagen o un concepto que se adecuaba a lo que estábamos percibiendo: sí, el objeto es en definitiva una mesa. Si preguntamos por qué existía en mi mente dicho concepto, creo que la respuesta más inmediata sería: pues porque en algún momento de mi vida me han enseñado o he aprendido lo que es una mesa. Supongo que en este caso efectivamente es así.

La duda que surge en el contexto filosófico es si todo lo que tenemos en nuestra mente es aprendido, o si poseemos algún tipo de conocimiento innato, esto es, si todo conocimiento procede de nuestra experiencia sensible de las cosas, o hay otro origen. Los filósofos empiristas son partidarios de la afirmación de que todo conocimiento es fruto de una experiencia; los racionalistas dicen que no, sino que hay conocimiento que tenemos, digamos, por naturaleza. Algo así decía también Platón, para quien el conocimiento no era tanto un conocimiento estrictamente hablando como un recuerdo (anámnesis) de ese conocimiento que el alma poseía desde siempre.

Los racionalistas se negaban en definitiva a asumir que sólo existe la realidad material, perceptible por los sentidos; su pretensión era mostrar que no toda la realidad es accesible sensiblemente, que más allá de los sentidos hay realidad. Y esto es muy interesante, independientemente de que se esté más o menos de acuerdo con el modo en que ellos intentaban realizar ese acceso. ¿Podemos tener noticia de realidades si no es a través de nuestros sentidos? Que esta respuesta sea afirmativa (no digo que lo sea) no quiere decir que toda realidad sea de naturaleza material. Muy bien podría darse una realidad de naturaleza no material, que nosotros pudiéramos captar por su manifestación material, que es distinto.

Se me ocurre un ejemplo: la ley de la gravedad. Es sabido que los cuerpos materiales se ven sometidos a esta ley. ¿Vemos la ley por algún lado? ¿Cómo podemos saber de su existencia? Quizá a partir de su manifestación en el comportamiento de los cuerpos materiales. Observando los cuerpos, les vemos caer según unos determinados parámetros o constantes, los cuales nos llevan a extrapolar sus comportamientos concretos en el enunciado de dicha ley. Pero de la ley en concreto, no tenemos ninguna noticia. Sin embargo, sí que sabemos de su existencia, por su manifestación en las cosas, manifestación de la que sí podemos tener noticia sensible.

Hoy en día hay autores que mantienen la idea de conocimiento innato (como por ejemplo en nuestras estructuras lingüísticas); pero a mi modo de ver, hacia donde tiende la filosofía en la actualidad es hacia esta postura que estamos comentando. Más que de hablar de conocimiento innato, habría que hablar de conocimiento sensible, pero que no por ser sensible implica que toda realidad sea de tipo material. Porque quedarse en lo material o en lo cósico (postura empirista) no deja de suponer también un reduccionismo que nos impide atender la realidad desde un enfoque más elevado, enfoque desde el cual precisamente la podemos aprehender de otro modo y podemos conocerla más enriquecedoramente.

Si no pensáramos que la realidad es más que lo que percibimos, nos quedaríamos viendo cómo caen los cuerpos (siguiendo con el ejemplo), pero difícilmente podríamos tomar la distancia necesaria para poder aprehenderla con cierta profundidad, para poder conocerla con mayor riqueza y rigor. Afirmar que el conocimiento es necesariamente sensible, no implica quedarnos empastados en las cosas, sino ser conscientes de que, a causa de nuestras limitaciones fisiológicas, no podemos aprehender toda la riqueza de lo real sino a partir de lo sensible. Esto no es una servidumbre sino una exigencia de nuestra realidad.

Lo interesante de esto es que el hecho de que tengamos que percibir objetos concretos no implica quedarnos limitados a lo cósico sino, apoyándonos en ello, podemos sumergirnos en estratos más elevados de la realidad. El problema es que la actitud válida para sumergirnos en estos estratos más elevados de la realidad ya no es la lógico-científica, pues resulta insuficiente. Éste ha sido el error del racionalismo moderno, pretender llegar a la realidad metafísica mediante el uso lógico-científico de la razón, lo que implica el reduccionismo de considerar a la realidad allende lo físico de modo racionalista. Y, ¿dónde está escrito que la realidad profunda tenga que ser racional (Hegel)?

Es menester adquirir otra actitud, una actitud relacional, un actitud de disponibilidad, de encuentro con la realidad en la que se supere la dualidad sujeto-objeto, aunando ambos polos en un nuevo vínculo más íntimo y profundo desde el cual se renuncie a ‘poseer’ la realidad para ‘ser poseídos’ por ella. Todo esto pasa a su vez por modificar también el ejercicio de nuestra sensibilidad: si queremos ser susceptibles a otras realidades más allá de lo cósico, debemos superar nuestra percepción sensible cotidiana, se debe imponer en nosotros una sensibilidad profunda que nos haga susceptibles a otro tipo de realidades más allá de lo cósico. En definitiva se trata de, partiendo de lo cósico, superarlo; de superar el cuadro de coordenadas espacio-temporal para llegar a un cuadro diverso en el que se incardinan estas realidades más elevadas.

Bueno, quería hablar hoy de fenomenología pero vaya, me he ido por otro derrotero. En fin, a la próxima seguro…

2 de junio de 2015

Pero… ¿qué percibimos cuando percibimos?

Normalmente se tiende a catalogar al idealismo como una actitud un tanto extraña, como ‘cosa de filósofos’. Pero no lo desechemos demasiado rápido. Tal y como se está poniendo de manifiesto actualmente, cada día es más patente lo que el ser humano ‘pone’ en su lectura de la realidad. En la actitud realista clásica (que viene a coincidir con la actitud cotidiana de cualquiera de nosotros) este hecho se ha pasado por alto: lo usual es pensar que el hombre percibe la realidad tal y como es, y ya está. Pero esto no es así; o no es del todo así. Y ya no se trata de que a veces nuestros sentidos nos engañen (como decía Descartes), sino de que el ser humano cuando percibe a través de ellos no deja de ‘elaborar’ la información que le llega según sus estructuras fisiológicas.

Vamos a analizar lo que ocurre cuando identificamos algún objeto de los que usualmente utilizamos. Por ejemplo, el de esta imagen:


Sí, es una mesa; no hay duda. No hay ni trampa ni cartón. Si alguien nos preguntara qué es, inmediatamente contestaríamos: pues una mesa (y pensaríamos: pues vaya tontería, ¿no?). Pero vamos a detenernos un poco en este proceso y veamos qué es lo que ha ido ocurriendo en él. Es probable que no hayamos tardado más de un segundo en contestar; o quizá menos… unas décimas. ¿Qué ha ocurrido durante estas décimas?

Lo primero que hemos hecho ha sido percibir fisiológicamente al objeto. Lo que hemos hecho ha sido mirar (o escuchar, o tocar,…) eso que tenemos delante, y luego hemos buscado entre todo lo que archivamos en nuestra biblioteca mental, hasta que hemos encontrado una idea que cuadraba con lo que estamos viendo. Hemos repasado nuestra memoria, y nos hemos dado cuenta que el objeto que estamos percibiendo viene a coincidir con nuestra imagen de mesa, con lo que entendemos que es una mesa. Aquí surgiría la cuestión de qué habría pasado si no hubiéramos tenido en nuestro archivo cerebral eso que llamamos mesa, esto es, si no hubiéramos tenido en nuestra mente el concepto de mesa. Pero como lo teníamos, ya está, prueba superada: es una mesa.

Pero no vayamos tan rápido. Porque esta sencilla operación que acabamos de exponer, implica considerar al menos dos cuestiones previas: a) cómo he percibido yo dicho objeto; y b) cómo tenía ya en mi interior el concepto de mesa (entre toda la cantidad de conceptos distintos que pueda poseer). Vamos con la primera (la segunda la trataré en otro post).

Cuando nosotros hemos percibido la mesa, lo que ha ocurrido es que nuestros sentidos fisiológicos se han activado (nuestros ojos en este caso). Durante la percepción, en nuestros órganos receptores una señal externa se ha convertido en una señal nerviosa, que a través del sistema nervioso periférico ha alcanzado el sistema central, para acabar en el cerebro. Allí se ha recogido toda la información que ha llegado por los distintos canales receptores. ¿Qué ha ocurrido en el cerebro con toda esa información?, ¿cómo ha elaborado el cerebro todas esas señales nerviosas para convertirlas en nuestra imagen mental de una mesa? Hoy por hoy y hasta donde yo sé, sigue siendo una incógnita. Cada vez se sabe más del funcionamiento del cerebro, de las zonas que se activan según qué funciones desempeña,… pero cómo tenemos la conciencia de la imagen del objeto a partir de las señales eléctricas y su elaboración por parte del cerebro, no acaba de estar claro.

Esta cuestión nos abre a otra no menos interesante, a saber: ¿perciben las cosas el resto de seres vivos igual que nosotros? Mi gato, que está aquí conmigo, ¿ve lo mismo que veo yo cuando estoy mirando una mesa? Pues bien, la respuesta es que no, no ven lo mismo todos los animales. O mejor dicho, si están viendo lo mismo (la cosa ‘mesa’) pero no lo perciben igual. ¿De qué depende? Pues de las estructuras fisiológicas que posea cada animal. Un ejemplo claro es el de un murciélago. Como sabemos, con la misma facilidad con que nosotros nos hacemos un mapa visual de cualquier escenario, ellos se hacen un mapa acústico, y por lo visto tan efectivo como el nuestro. ¿Podemos afirmar que los murciélagos se representan las cosas igual que nosotros? No, ¿verdad?

Lo que un ser vivo percibe, depende de algún modo de aquello que está percibiendo, claro; pero también de lo que sus estructuras perceptivas le permitan percibir. No percibe igual un pequeño roedor que un primate, por ejemplo, o que un ser humano. En el caso de cualquier ser vivo —en el nuestro también— las estructuras perceptivas limitan aquello que puede percibir de la realidad. Las cosas son las mismas, pero no las percibimos igual. Entonces, ¿con qué nos quedamos: con las cosas o con nuestra representación? ¿Cómo son las cosas, como las percibimos nosotros o como las percibe otro ser vivo? Pensamos que como nuestro cerebro es el más evolucionado, nosotros tendremos el mayor grado de fiabilidad en este sentido pero… ¿podemos afirmar entonces que percibimos la realidad tal cual es? Pregunta de difícil respuesta.

Nosotros, por ejemplo, no podemos escuchar sonidos ni por debajo ni por encima de nuestros umbrales de audición, ni ver ciertas longitudes de onda, etc. ¿Quién puede asegurar que cuando escucha una pieza musical, escucha todo el sonido que emiten los instrumentos? Ya no hablo de que tenga mayor o menor capacidad auditiva, sino del hecho de que sólo podemos escuchar los sonidos dentro de unos intervalos de frecuencia específicos; probablemente, si registramos la pieza musical con un registrador electrónico, nos dará un espectro mucho más rico que el nuestro. Parece, efectivamente, que las cosas son algo 'más' que lo que percibimos de ellas.

Pues bien, en esta tesitura hay que situar a la fenomenología. Como veis, hay mucho componente psicológico (o psico-fisiológico). Esto ocurrió efectivamente así. Durante el siglo XIX todo esto trajo de cabeza a numerosos intelectuales y científicos. En un principio parecía que se daba la razón al idealismo, pues se había encontrado un correlato científico (se comenzaba entonces a conocer científicamente el funcionamiento del cerebro): lo único que valía era lo que decía el cerebro; lo demás, las cosas, no tenían importancia. No es que se negara su existencia, sino que se negaba su relevancia en cuanto al conocimiento: lo que primaba era el cerebro y las leyes que regían su funcionamiento.

Pero al poco se vio que no es lo mismo que algo sea un mero contenido de conciencia que el hecho de que forme parte de un pensamiento. Mientras lo primero nos encierra en el yo, lo segundo nos abre a algo más allá del yo, precisamente a aquello a lo que se refiere el pensamiento, a lo pensado: es el correlato intencional. El gran paso de Husserl (apoyado en otros autores, entre los que destaca Brentano) fue argumentar filosóficamente la ruptura de la coraza solipsista moderna. Pero… ¿lo consiguió realmente?