26 de septiembre de 2017

Dilthey: de la experiencia histórica a la filosofía de la vida (i)

Con Dilthey, todo lo que hemos estado viendo en esta larga serie de posts empieza a cristalizar, ofreciendo una visión coherente de conjunto, y dando origen a dos de las corrientes filosóficas más fructíferas del siglo XX: la hermenéutica contemporánea y la filosofía de la vida. Quizá estos dos posts que voy a dedicar específicamente a esta cuestión sean especialmente complejos a causa precisamente de la relevancia de lo que en ellos se trata; por mi parte, intentaré minimizar la dificultad filosófica en la medida de mis posibilidades. Se ha dicho de Wilhelm Dilthey que es quizá la figura filosófica más importante del siglo XX, quizá un tanto paradójicamente pues no es demasiado conocido, por desgracia.

Gadamer realiza una lectura de él —digamos— matizable (por lo menos hasta donde yo sé), pues realiza afirmaciones sobre esta gran figura de la filosofía contemporánea que por lo menos son discutibles. No obstante, la imagen que nos ofrece no deja de ser interesante, muy interesante. Por lo pronto, Dilthey se sitúa en el punto álgido de la tensión creada entre las dos grandes corrientes interpretadoras de la historia vistas hasta ahora: la estético-panteísta y la de la razón histórica. Inicialmente se sitúa en el ámbito de la primera; no en vano, Dilthey fue biógrafo de Schleiermacher (dato significativo), situándose así en la tradición a la que éste pertenecía, a saber: la del romanticismo alemán. Pero, por otro lado, fue también alumno de Ranke, quien le abrió perspectivas más allá de la visión estético-panteísta del primero, más allá de la interpretación metafísica hegeliana. Dilthey aplica las reflexiones de Ranke no sólo al ámbito de la historia sino también y sobre todo a un ámbito más cercano, más próximo, a saber: el de la vida. Y en esto fue un auténtico innovador. He aquí una de sus aportaciones más importantes: con él se inicia la conocida como filosofía de la vida (con permiso de Kierkegaard) cuyos ecos podemos encontrar ampliamente en la tradición española gracias a la labor de Ortega y Gasset. ¿Qué es exactamente esto de… la filosofía de la vida? ¿Cómo llega Dilthey a ello? Pues más o menos fue una consecuencia ‘natural’ de su reflexión. Vamos a verlo.

Lo que intenta hacer Dilthey es, ante el modo ‘puro’ de ejercer la razón en Kant y en el idealismo alemán, poner de manifiesto una ‘razón histórica’, que sirviera como «fundamento epistemológico sólido entre la experiencia histórica y la herencia idealista de la escuela histórica». ¿Por qué? Porque a juicio de Dilthey, la filosofía histórica resultante del idealismo alemán (Hegel) poseía el mismo carácter dogmático que la metafísica a la que Kant tanto criticó. El éxito de Kant no fue tanto realizar esa crítica, sino abrir una vía diversa según la cual podía tener cabida el conocimiento, sin caer en dichos dogmatismos. Pues bien, salvando las distancias, algo así pretende Dilthey: realizar una especie de ‘crítica de la razón histórica’ mediante la cual poner de manifiesto el dogmatismo de la filosofía de la historia idealista, y proponer a la vez una vía de salida que no es otra que su razón histórica articulada alrededor de su filosofía de la vida.

¿Cómo hacerlo? No podía volver a Kant porque el objeto de conocimiento era distinto: la naturaleza en el caso del filósofo de Königsberg frente a la historia en el suyo, lo que creaba un problema considerable. Y ello según dos aspectos, y esto es muy interesante. a) Por un lado, a causa de la ruptura palmaria de esa correspondencia inmediata entre el ser de las cosas y el logos humano: ya no está tan claro que aquello que se conozca de la naturaleza sea más o menos exactamente tal y como se conoce. El conocimiento se ha vuelto problemático, y hay que analizar cómo se produce tal conocimiento; de hecho es ahora cuando se acuña el término ‘teoría del conocimiento’ para analizar dicho proceso. Y b) porque, de modo análogo a que se rompe esa univocidad entre realidad y gnoseología humana, también se rompe esa unión íntima entre el espíritu de la historia y el espíritu humano que la conoce (o que la puede conocer); en consecuencia, se hace problemático cómo el espíritu humano puede conocer la historia; o lo que es lo mismo: cómo la experiencia histórica puede convertirse en ciencia.

En definitiva, el problema que se trata es el del diálogo entre historicidad y objetividad. ¿Es la historia algo objetivo que se pueda conocer, o no? Frente al neokantismo, Dilthey tiene claro que la experiencia en este ámbito no tiene nada que ver con la experiencia en el ámbito de las ciencias de la naturaleza. Y el riesgo de no ver esto es notable, riesgo que ha sido común sobre todo a  comienzos del siglo XX con el cientificismo o historicismo. La ciencia necesariamente ha de objetivar aquello que quiere conocer, ha de transformar las cosas reales en objetos de conocimiento precisamente para ejercer su labor científica. El problema surge con todo aquello que por su propia índole no es objetivable, no es transformable en objeto de estudio (científico). Y la solución adoptada por los cientificistas (que no por todos los científicos ni mucho menos) fue la de reducir la realidad (en global) a todo aquello que es susceptible de convertirse en objeto de conocimiento científico, postergando al olvido todo aquello que por su propia índole es ‘no objetivable’, a saber, todo lo relacionado con lo humano y lo vital.

Pues bien, como alternativa a esta experiencia científica (historicista), Dilthey propone la experiencia histórica. Ésta no consiste en aprehender algo que está ahí, como ocurre en el conocimiento científico (en principio), sino que su índole es muy diferente, sobre todo por lo que respecta a su carácter intrínsecamente histórico, en devenir. En la experiencia histórica lo importante no es qué fiabilidad poseen nuestros sentidos para ofrecernos adecuadamente el mundo exterior, ya que en este caso (histórico) nos encontramos ante un ‘mundo exterior’ diverso y creado por el propio espíritu humano: el mundo de la historia. Y esto crea una actitud de partida diversa, como nos dice el mismo Dilthey:

«La primera condición de posibilidad de la ciencia de la historia consiste en que yo mismo soy un ser histórico, en que el que investiga la historia es el mismo que el que la hace».

El propio sujeto es objeto de sí mismo en tanto que sujeto histórico. Nada más lejos del conocimiento científico. No olvidemos que estamos a finales del siglo XIX y comienzos del XX; de hecho, su Introducción a las ciencias del espíritu fue escrita en 1883. Esta afirmación no podría mantenerse en la epistemología actual.

Una vez puesta de manifiesto la dificultad para acceder a este objeto que no es el de la naturaleza, queda por ver otro problema: cómo accede el individuo desde su experiencia personal a la historia, esto es, cómo sabe el individuo que su experiencia de eso que está ahí ante él se corresponde efectivamente con una experiencia histórica (y no otra cosa). Y es aquí donde entra la filosofía vital diltheiana, en el sentido que ese nexo que une al individuo con la historia se sitúa en un contexto vital en el que se produce esa unión entre ‘la’ historia que acontece y ‘su propia’ experiencia personal.

13 de septiembre de 2017

La oscuridad de los que ven

Por lo general, no solemos hacernos cuestión del uso que damos a nuestra sensibilidad. Solemos usar nuestros sentidos fisiológicos únicamente para percibir lo que nos rodea, y poco más. No seré yo el que diga que esto no sea muy importante, todo lo contrario. Nuestros sentidos son nuestra puerta abierta al mundo, nuestro modo básico de relacionarnos con el medio, nuestro modo de obtener la información que en principio necesitamos para hacer nuestras vidas. Ahora bien, si digo ‘en principio’ no es una mera expresión retórica; lo digo porque en el fondo creo que no es cierta, o no lo es por lo menos en la especie humana, o no lo es del todo. Este uso que estoy comentando lo compartimos en mayor o menor medida con todas las especies vivas de nuestro planeta, sobre todo con los animales, especialmente conforme ascendemos en la escala biológica. También los microorganismos o los vegetales tienen una especie de sensibilidad primaria según la cual pueden ‘actuar’ en orden a mantenerse vivos; pero no cabe duda de que la sensibilidad de los animales superiores es más afín a la humana.

Y ¿por qué digo que en el fondo no creo que sea cierta esa afirmación ‘en el caso humano’? Porque creo que ese modo de ejercer la sensibilidad para obtener información y poder desenvolvernos en el mundo y desplegar nuestras vidas no es todo el uso que podamos darle, ni siquiera en los casos de la más compleja epistemología. Todo depende de qué estemos hablando cuando hablamos de conocer. «Estáis tan acostumbrados a la luz que temo que deis un traspié cuando yo trate de guiaros a través del país de la oscuridad y del silencio. (…) Si tenéis la paciencia de seguirme, descubriréis que ‘hay un sonido tan sutil que nada vive entre este sonido y el silencio’, y que hay mucho más significado en las cosas que en aquello que se presenta a los ojos», dice Helen Keller.

En nuestro modo de vida la vista posee una relevancia fuera de toda duda. Podríamos añadir el oído, pero creo que es la vista la que se lleva la palma. Vivimos en una sociedad eminentemente audiovisual, pero más audio-visual que audio-visual. Y ello posee una clara repercusión en nuestro modo de estar en el mundo. Porque lo visual tiene muchas virtudes, pero también tiene alguna carencia. Por ejemplo, lo visual está íntimamente relacionado con lo presente, con lo abiertamente manifiesto, con lo patente… lo que provoca que nuestra relación con la realidad sea la de lo inmediato, sin posibilidad de sorpresa, de novedad: ya vemos lo que hay, nos ofrece certezas. Sin embargo, la vista no nos ofrece sino una dimensión de la realidad, precisamente la visual; pero queda mucha realidad al margen de lo visual. Cada sentido nos ofrece parcelas distintas de realidad: evidentemente, el ojo nos permite aprehender el ámbito visible de la realidad, su dimensión visual; pero a su vez el oído hace lo propio con la auditiva; el tacto, con la táctil; etc. Pero no tenemos desarrolladas las posibilidades que nos brindan el resto de sentidos, pues la vista nos lo impide, tan apoyados como estamos en ella. Incluso ni siquiera la vista la tenemos bien desarrollada, contentándonos con una mirada muy, muy superficial de las cosas. Decía Diderot que, «de todos los sentidos, la vista era el más superficial; el oído, el más orgulloso; el olfato, el más voluptuoso; el gusto, el más supersticioso y el más inconstante; el tacto, el más profundo».

Llama la atención esta frase de Diderot. Efectivamente, con la vista no podemos ‘entrar’ en la realidad, no tenemos más remedio que mantenernos en lo superficial, en la epidermis de la realidad… Con el tacto, el sentido más elogiado por el filósofo francés, no es que podamos acceder a su interior, pero quizá sí que nos permita acceder a algo más valioso: a su intimidad. La vista es hasta cierto punto agresiva, invasora, violenta en ocasiones… el tacto es sutil, suave, respetuoso… Creo que una de las escenas más bonitas que podemos presenciar es la de una persona ciega tocando algún objeto o algún rostro… El tacto es delicado, de una riqueza inconcebible para los que no lo cultivamos. ¿Quién ha acariciado alguna vez la superficie del agua? «El tacto proporciona a los ciegos muchas certezas agradables, que nuestros más afortunados semejantes ignoran porque su sentido del tacto no está cultivado», nos dice Keller. Y continúa:

«Admito que en el universo visible hay innumerables maravillas que yo no puedo siquiera imaginar. De manera semejante, ¡oh crítico que tan seguro estás de ti mismo!, hay un sinfín de sensaciones que yo percibo y con las que tú ni sueñas».

La verdadera oscuridad no es la de los ciegos, sino la de todos nosotros que no hemos explorado todas las posibilidades que poseemos para aprehender a la realidad en toda su riqueza. Sólo percibimos aquello que estamos ‘habilitados’ para percibir, y no todos estamos igual de habilitados; es más, por lo general, nuestra habilitación sensible es más bien nimia. Nos contentamos con unas migajas. «La noche de los ciegos también tiene sus maravillas. La única oscuridad sin luz es la noche de la ignorancia y de la insensibilidad. Nos diferenciamos unos de otros, los ciegos y los que ven, no por nuestros sentidos, sino por el uso que de ellos hacemos, por la imaginación y la valentía con que buscamos la sabiduría independientemente de nuestros sentidos. Es más difícil enseñar a un ignorante a pensar que enseñar a un ciego inteligente a ver la grandiosidad del Niágara. He paseado con personas cuyos ojos están llenos de luz, pero que no ven nada ni en el bosque ni en el mar ni en el cielo, nada en las calles de la ciudad y nada en los libros. ¡Qué farsa más tonta es esta vista! Mejor sería navegar para siempre en la noche de la ceguera con sensibilidad, sentimiento y juicio que contentarse con el mero acto de ver. (…) Sus almas viajan por este mundo encantado con una mirada estéril».

5 de septiembre de 2017

Destino o casualidad, en una sociedad de codazos

Es raro pensar en alguien que hoy en día no se sienta razonablemente libre. Ya lo hemos comentado en otros posts. Sin embargo, tal y como comentábamos en ellos, hay no pocas muestras de que ese ejercicio de la libertad está más que comprometido. Y para ello no hace falta ningún totalitarismo, ni nada que se le parezca. Bueno, algo que se le parezca sí, aunque en principio dé la impresión de que no se le parece demasiado: ahí está la cuestión. En todo caso diría que no es preciso ningún totalitarismo explícito, porque hay otros modos de ejercer esa presión coercitiva que permanecen con facilidad en el inconsciente colectivo, manteniéndonos en el interior de unos barrotes de cristal que no vemos pero que sentimos como una especie de presión que flota en la atmósfera y que moldea nuestra conducta. Se me ocurren varios ejemplos de ello: uno sería lo que suele ser considerado como lo ‘políticamente correcto’; o también todo lo acompañado por el calificativo ‘democrático’; o ¡cómo no!, por el de ‘calidad’. Ya puedes decir la mayor de las sandeces que, si acompañas tu discurso con el calificativo democrático, tus oyentes lo encajarán totalmente convencidos asintiendo con la cabeza: una educación… democrática, una sociedad… democrática, una oposición… democrática. Y no digamos si además de ‘democrático’ es ‘de calidad’; entonces ya, seguro que nos llevamos el gato al agua: no, es que la enseñanza que yo propongo es de calidad. Dicho esto así suena a chanza, pero escuchemos a nuestros tertulianos, o mejor a nuestros políticos, y veamos cuántas veces hablan en estos términos. ¿Cuántas veces se justifica lo injustificable añadiéndole el calificativo mágico de ‘democrático’? O ¿cuántas veces uno se tiene que morder la lengua por miedo a no mantenerse en el seno de lo considerado políticamente correcto? Ahora es más lícito que a uno le llamen chorizo que, no sé,… que cada uno piense en lo que le parezca.

Esto nos tiene que llevar a pensar una consecuencia inevitable, y es sobre qué términos recaen los debates políticos nacionales; o mejor dicho, cuáles son los resortes según los cuales nuestra sociedad se mueve; porque de alguna manera lo segundo guía lo primero. Es cierto que en el debate público prima una discusión violenta, agresiva, beligerante, donde más que una búsqueda conjunta de lo que sea mejor para nuestro país lo que se hace es buscar continuamente errores, fallos, para convertir al adversario en una especie de chivo expiatorio cuyo sacrificio resolvería por arte de birlibirloque todos los problemas. No se esbozan argumentos para justificar propuestas u opiniones, sino que lo que se busca es generar bandos o tribus en los que la escucha es un bien escaso, tanto como pueda ser la negociación en la que se pusieran en juego algo más allá de los propios intereses partidistas; no sé, algo así como el bien común, por ejemplo. En este sentido leí recientemente un tweet que decía así: «Nuestra política no es una reflexión compartida sobre la verdad posible, sino un combate despiadado para captar votos desde la apariencia». De lo que se trata es de polarizar las relaciones para, una vez bien atrincherado, situar al otro en el extremo opuesto, sabiendo dónde está uno para así tener claras las cosas, y saber a dónde tengo que dirigir mis diatribas.

El otro no es alguien como yo que busca el bien público, sino el enemigo a batir, porque claro, lo que mi país necesita es a mí y a mi partido, pues tengo la varita mágica con la cual voy a solucionarlo todo. De este modo, cuando algún personaje público habla, lo hace acongojado por si dice algo fuera de lugar, por si en alguna veleidad se olvida de las herramientas básicas de permanencia en lo políticamente correcto, ofreciendo así carnaza para que el adversario o la opinión pública o los medios de información se abalancen sobre él. No hay confianza; y quien no genera confianza, por lo general no es de fiar.

Por desgracia, esto que ocurre en nuestra clase pública es algo que por extensión se puede aplicar a toda la sociedad. Las sociedades democráticas occidentales, se caracterizan por una relajación alarmante de la cohesión social. Los distintos grupos de cualquier índole, lo único que buscan son sus intereses particulares, con escasa o nula preocupación por algo o alguien que no caiga dentro de ese ámbito. Como dice Eibl-Eibesfeldt, vivimos en una ‘sociedad de codazos’, en la que lo cotidiano es buscar el propio interés a cualquier nivel.

«El egocentrismo de motivación hedonista se envuelve en los ropajes de la autorrealización. Todo el mundo habla de los derechos que reclama, y pocos de obligaciones».

La beligerancia manifiesta de los políticos y demás personajes públicos se encuentra implícitamente también en el grueso de la sociedad. Sólo basta observar qué ocurre cuando ocurre algún conflicto, cómo saltan los peores instintos y los ánimos más adversos. Y es que el otro es un extraño con el que no me queda más remedio que convivir; convivir con animadversión, desde unas vidas desconfiadas. Si a esta desconfianza radical, le unimos una creciente indiferencia, se da el salto a la explotación de sus debilidades con suma facilidad.

¿Qué tipo de desarrollo social cabe esperar de una sociedad de codazos, de una sociedad de la desconfianza? Esta no es una pregunta baladí, sino que todos estamos metidos de lleno en ella, estamos involucrados -como se suele decir- hasta las cejas. No se trata de que nosotros seamos los buenos y los demás los malos, porque mañana yo seré de los malos y otros serán los buenos; no se trata de vencer hoy y derrotar al otro, porque mañana me derrotarán a mí otros. Mientras nos movamos en el esquema del ‘y tú más’, del ‘yo tengo la clave del éxito y tú no’, nunca podremos llegar al mínimo de convivencia desde el cual se posibilite un desarrollo social mínimamente digno para cada uno de nosotros. Mientras no seamos capaces de sustituir el codazo por el diálogo estaremos alejándonos cada vez más, fundamentando la estabilidad social en criterios únicamente hedonistas y pragmáticos. Y ya digo, esto es un tema que nos compete a todos, pues allá adonde vaya nuestra sociedad, iremos nosotros.