29 de octubre de 2019

Del conocimiento instrumental al conocimiento filosófico

Distinguíamos en otro post entre dos tipos de conocimiento: el primero de ellos se puede denominarlo natural, vital… o instrumental, porque su principal rasgo es que es útil para la vida. Incluso los animales dotados ya de cierta sensibilidad poseen un conocimiento de su entorno, más o menos elaborado, el cual sirve para poder orientarse en él. Se suele decir que los animales lo poseen básicamente por instinto, aunque esta afirmación me suscita cierta inquietud; lo digo en el sentido de que, ciertamente, creo que los animales tienen instintos, pero no sé si a veces se emplea con demasiada facilidad este término para designar nuestro desconocimiento de todos esos procesos que poseen ‘de fábrica’. En cualquier caso, los animales conocen su entorno, se pueden orientar en él, y saben relacionarse con él adecuadamente en función de sus necesidades (supervivencia, alimentación, apareamiento…).

Este tipo de conocimiento instrumental también es relevante en nuestro caso; es más, quizá sea el tipo de conocimiento más común; aunque eso sí: se extiende también a distintas áreas de la vida específicamente humana que no compartimos necesariamente con la de los animales (laborales, de ocio, relaciones personales…). Por lo general, nuestras facultades están dirigidas hacia un desenvolvimiento puramente pragmático de la vida, lo cual es perfectamente legítimo y natural. Pero también es cierto que el ser humano puede no quedarse ahí, sino que perfectamente puede ir más allá de ese dato sensible y de su aplicación inmediata: puede proyectar, conceptuar, imaginar, crear… acciones que si bien no son totalmente ajenas al mundo animal, sí que es cierto —a mi modo de ver— que en nosotros poseen una riqueza y una profundidad que no es comparable. Ello propicia un tipo de conocimiento diverso, el conocimiento teorético, el cual va más allá del instrumental. Pero este conocimiento teorético precisa del instrumental, como subsuelo sobre el cual poder darse. El conocimiento instrumental, más vital, proporciona una especie de saber pre-teorético, como una especie de subsuelo sobre el cual se ‘monta’ el teorético, tomando ya cierta distancia de la inmediatez y pragmaticidad del primero. Siguiendo a Hartmann, no es legítimo plantearse un conocimiento teorético, crítico, si no es contando como subsuelo al natural o instrumental.

Si bien con ello aumenta exponencialmente las posibilidades de conocimiento humano, también es cierto que lo hace más frágil, en el sentido de que es más fácil equivocarse. El conocimiento instrumental tiene menos margen de error —en general— lo cual es comprensible. Este tipo de conocimiento posee una finalidad pragmática, dirigido a poder desplegar nuestras vidas y, en este sentido, cualquier tipo de error aflorará rápidamente porque la realidad de las cosas se encargará de ‘hacérnoslo saber’. Si este tipo de conocimiento nos ayuda a orientarnos y a adaptarnos en nuestro entorno, ese mismo entorno nos avisará de cualquier error en nuestra orientación o adaptación al mismo. Y aprendemos rápido: nuestra supervivencia (biológica o social, podríamos decir) está en juego. La realidad es como es, y tenemos que contar con ella tal y como es; nuestro entorno posee una consistencia ajena a nuestras inquietudes y nuestros intereses, y se nos impone muy a nuestro pesar. No es una realidad dócil a nuestra manipulación, como puedan serlo nuestros mundos imaginados. No se adapta a nosotros, antes bien, hemos de adaptarnos nosotros a ella, y nuestra actividad creadora se ha de adaptar a su modo de ser. En caso contrario, sencillamente, no sobreviviremos.

En el conocimiento instrumental adquiere plena justificación un concepto de verdad que nos es familiar: la verdad como adecuación. Hoy en día no está muy reconocida, crítica que seguramente esté justificada. Pero el caso es que, cuando predominaba en el ser humano esta actitud natural ante el mundo, era perfectamente legítima.

Y no sólo es que fuera perfectamente legítima, sino que no podía ser de otra manera, tenía que ser así. Tampoco debemos pensar que los pensadores clásicos no se hacían eco de la dificultad de conocer, claro que se lo hacían; eran conscientes de lo fácil que es engañarnos con nuestros sentidos, con nuestros prejuicios, con nuestras precipitaciones, etc.; pero sí que es cierto que subyacía en ellos una confianza radical en que, superando todas las dificultades, era posible conocer la realidad en sí misma (¿no ocurre algo así hoy en día en el común de los mortales?). Es más: ése y no otro era el objetivo del conocimiento, hacer crecer nuestro conocimiento y perfeccionarlo hasta llegar al conocimiento de las cosas. De lo que se trataba era de que, lo que nosotros pensamos de la realidad, fuera lo más coincidente posible con ella. El error, consecuentemente, era la ausencia de dicha coincidencia, cuando un pensamiento ya no se ajustaba a la realidad.

Ante esta actitud natural, vital, cotidiana, en la que predomina este tipo de conocimiento que hemos denominado instrumental, no cabe la posibilidad de plantear un problema crítico, en el sentido en que hoy lo entendemos. Las dudas sobre el conocimiento estaban relacionadas con la perfección del conocimiento, pero no con su consistencia como tal conocimiento, con sus posibilidades y alcance. Podemos preguntarnos cómo y por qué se dio ese tránsito en el ser humano; quiero decir: ¿por qué, en un momento dado, el conocimiento humano pasó de un conocimiento instrumental pragmáticamente aplicado a su vida, a un conocimiento teorético que difícilmente podía tener esa aplicación? Creo que este tránsito está muy bien explicado en el curso que impartió Ortega y Gasset publicado bajo el título de ¿Qué es la filosofía?

A donde quería llegar es a que, con este tipo de conocimiento teorético ya no es tan sencillo dar con la verdad (o con el error); es un tipo de conocimiento en el cual ya no son válidas esas certezas espontáneas típicas del conocimiento vital. Es más: el conocimiento teorético presupone como posibles errores las verdades de la actitud vital, idea que sin duda nos recuerda a Descartes. En la actitud vital hay una serie de verdades indubitables, muchas de ellas espontáneas, es decir, adquiridas sin hacernos debida cuestión de ellas: las asumimos porque nos son útiles en el sentido más amplio del término, y funcionamos con ellas. Y es sobre este subsuelo que se superpone el conocimiento teorético, el conocimiento filosófico, en el cual se ponen en juego otros rasgos que nos caracterizan, más allá de los estrictamente pragmáticos. Su ausencia de carácter pragmático no quiere decir que no sea útil para el ser humano. Ahora bien, esa utilidad nunca la encontraremos en lo pragmático, en su aplicación instrumental; quizá se hagan actuales dimensiones del ser humano que, no por no ser pragmáticas, dejan de ser humanas, todo lo contrario: quizá sean las más específicamente humanas.

Quisiera acabar insistiendo en que este conocimiento crítico, filosófico, no se alimenta de una realidad primara que sólo fuera accesible para él, que sólo le fuera dada de modo inmediato al filósofo; más bien, como afirma Ferrater Mora y en la línea que estoy diciendo, el filósofo «parte de experiencias comunes, cognoscitivas o no, y de lenguajes corrientes»; lo que ocurre es que, para el filósofo, estas experiencias comunes y corrientes no son suficientes: pueden ser la primera palabra, pero no la última.

22 de octubre de 2019

Para leer 'Sobre la libertad', de John Stuart Mill

Cuando Mill aborda en esta obra el problema de la libertad, no lo quiere plantear en tanto que concepto, o en tanto que problema metafísico, tal y como ha sido planteado por la tradición clásica cuando reflexionaba sobre el problema del libre albedrío, etc. Él se la plantea desde una perspectiva —digamos— más fáctica, relacionada con cómo se gestiona la libertad en las sociedades democráticas, atendiendo no a cómo debería ser o cómo nos gustaría que fuera la libertad social, sino a cómo de hecho se da ese difícil equilibrio entre el poder del Estado y la vida de los individuos en el seno de una democracia liberal, como es la suya (Inglaterra, durante la primera mitad del siglo XIX).

¿Hasta qué punto podemos establecer la originalidad de Mill en esta obra? En el siglo XVII había grandes figuras en la tradición inglesa, como Bacon, Hobbes o Locke; pero en su pasado inmediato parece que, exceptuando a Jeremy Bentham (quien, por cierto, influyó notablemente en su educación, y en el que se apoyó fuertemente para su propio pensamiento), parece que no hubo nadie más. Y, a sabiendas de que Mill modificó bastante los planteamientos de Bentham, pues sí que se puede afirmar que, efectivamente, le da cierta pátina de originalidad a su pensamiento.

Un argumento a favor de este carácter de originalidad de sus escritos puede hallarse en una circunstancia particular: la propia dinámica de la historia. Me explico. Cuando John Stuart Mill reflexiona sobre la sociedad inglesa, la democracia liberal ya lleva cierto camino andado. Frente a otros regímenes políticos anteriores, la democracia fue recibida con mucha ilusión y con muchas expectativas: por fin el pueblo iba a ser gobernado por el pueblo. Sin embargo, como él mismo dice muy agudamente en su introducción, el éxito saca a la luz errores y defectos que el fracaso no permite observar (máxima que puede ser extendida a cualquier ámbito de la vida, tanto social como también individual). Pues bien: el caso es que cuando escribe en 1859 Sobre la libertad, la democracia ya lleva bastantes años en marcha, y es entonces cuando comienzan a aflorar defectos que antes no podían haber sido tenidos en cuenta.

Por este motivo podemos decir que, consecuentemente, el modo que tiene Mill de tratar el problema de la libertad en las sociedades democráticas sí que es original porque, independientemente de la agudeza y del tino de este autor, los autores anteriores no gozaban de la información que él ya poseía, en referencia a los difíciles equilibrios que surgen en el seno de las incipientes democracias liberales.

A mi modo de ver, creo que es importante situarse en el punto de vista anglosajón para poder extraer el máximo provecho de la lectura de sus autores. Algo que para un espíritu continental no es fácil, porque poseemos una cosmovisión diferente (por lo menos un servidor). Esto posee un aspecto bueno y otro menos bueno, diría yo. Éste último lo relacionaría con el hecho de que no podemos encontrar en ellos las respuestas que nosotros estamos buscando. Creo que no me equivoco al afirmar que tenemos cierta tendencia a buscar los fundamentos de las cosas y de las acciones de los hombres, no tanto con la idea de querer desprender de ahí ningún tipo de normatividad universal sino, sencillamente, por la convicción de que las cosas no se deben únicamente a sí mismas, y anhelamos saber ese ‘por qué’ que va más allá de una descripción fáctica, y su consecuente explicación fáctica también. Y creo que, precisamente en este aspecto, la filosofía anglosajona en general y la de Mill en particular, posee una debilidad, porque a menudo presupone algunos principios, digamos, indiscutibles, cuando esa indiscutibilidad no es para nada evidente en su sistema filosófico. Muestras hay de ello en el texto. No basta con afirmar —tal y como yo lo veo— que tal cosa funciona, sino que habría que intentar argumentar por qué efectivamente tal cosa funciona. Si funciona —se podría preguntar—, ¿por qué quieres ir más allá de ello? Pues yo diría porque la filosofía siempre va en búsqueda de la verdad, y dicha búsqueda nos impulsa más allá de lo fáctico, por muy bien que funcione.

Pero esta diferencia de cosmovisiones —como decía— también tiene un lado bueno y que, sin duda, se erige en un atractivo indiscutible, como es el enriquecimiento que supone el esfuerzo mental de abrirse y de intentar comprender una cosmovisión diferente a la de uno. Nunca seremos conscientes de lo dirigidos o condicionados que estamos por nuestra cosmovisión de las cosas, en todos los niveles; y cuanto más sea así, más difícil nos será situarnos en otros cuadros de coordenadas, hasta llegar al punto de sencillamente ignorarlos, cuando no de estigmatizarlos. De ahí al dogmatismo sólo hay un paso. Porque, efectivamente, salir de nuestros esquemas es complicado; con ello no quiero decir que necesariamente otras cosmovisiones sean mejores que la nuestra, sino que, precisamente para dirimir esta cuestión, es preciso poder valorarlas en su justa medida, y eso no es fácil. No es fácil, y en esta dirección hemos de trabajarnos, pues lo fácil es ignorar y estigmatizar porque lo nuestro es mejor cuando, las más de las veces, supone un enriquecimiento en tanto que nos ofrecen modos complementarios de percibir las cosas.

Pues bien, en este sentido, si no buscamos respuestas fundamentales en Mill, creo que nos sorprenderá su agudeza a la hora de explicar los resortes y los procesos que se dan en el seno de la sociedad democrática de modo que, aunque sus reflexiones se enmarquen en el ámbito de ‘su’ sociedad democrática, creo que son en gran medida aplicables a ‘nuestra’ sociedad ¿democrática? del siglo XXI. Lo cual nos puede ayudar a conocernos mejor y a resolver nuestros problemas también mejor.

15 de octubre de 2019

La paradoja de Richard

En 1905 Jules Richard elaboró una famosa paradoja conocida por su nombre, la paradoja de Richard, que trajo de cabeza a los matemáticos de la época, aunque a la postre se mostró que su planteamiento no era correcto (enseguida diremos por qué). Nuestro interés en ella reside no tanto en la paradoja en sí, como en el hecho de que Gödel utilizó una estrategia similar para su famoso teorema. Así que, introducirnos en ella nos ayudará —así lo espero— a comprender mejor el teorema de Gödel.

Lo que planteó Richard fue lo siguiente. Consideremos cualquier lenguaje actual, por ejemplo, el castellano, en el que podamos expresar las propiedades aritméticas de los números cardinales. Cada una de estas propiedades las podemos expresar en ese lenguaje (de hecho, es algo que todos hacemos al explicar y aprender las matemáticas) sencillamente definiéndola. Un ejemplo de ello sería expresar lingüísticamente lo que es un número primo: “un número es primo si no es divisible por ningún otro excepto él mismo y el 1”. Ésta sería una de esas definiciones. Tendremos así una relación más o menos extensa de propiedades aritméticas expresadas en castellano, una relación más o menos extensa de definiciones matemáticas.

Cada una de estas definiciones tendrá un número finito de palabras, así como un número finito de letras. En base a este número, podemos ordenar las definiciones de más corta a más larga. En el caso de que dos definiciones coincidan en su longitud, las podemos ordenar alfabéticamente. Una vez hecho esto, tendremos todas las definiciones de que disponemos debidamente ordenadas en una gran lista, cada una de ellas situada en una posición concreta, la cual podemos numerar según los números naturales. Así, cada número representará su respectiva definición: la definición número 1 será la más corta, la definición número 2 será la siguiente, etc. A cada número natural le irá asociada una y sólo una definición.

Se puede dar el caso de que, el número que se corresponda con una definición, cumpla en sí mismo lo definido en dicha definición. Por ejemplo, si la definición de número primo ocupase el puesto 16, no ocurriría esto, pues el número 16 no es primo; pero si ocupase el número 17 sí, pues el número 17 sí lo es. Se da la coincidencia que la posición que la definición de número primo ocupa en dicha relación ordenada cumple lo que ella misma define. Pues bien, en este ejemplo, el número 17 es no richardiano, por cumplir aquello que define su definición; cualquier otro número que acompañe a una definición que no se cumple en él, será un número richardiano (como el número 16 de nuestro ejemplo).

En palabras de Nagel y Newman: «definimos ‘x es richardiano’ como abreviatura de ‘x no posee la propiedad designada por la expresión definitoria con la cual x está relacionado en el grupo de definiciones ordenadas sistemáticamente’».

Llegamos al punto en el que podemos enunciar la paradoja. Acabamos de definir una propiedad de los números enteros: la de ser richardianos. Entonces, esta definición ocupará su lugar en esa relación de definiciones que acabamos de realizar. Y en tanto que ocupa un determinado lugar en esa relación, irá acompañado de su respectivo número entero. Supongamos que la posición que ocupa la definición de un número richardiano en dicha relación es el número n. Es lícito preguntarnos si n es richardiano o no. Y es aquí donde aparece el problema. ¿Por qué?

Pensémoslo. El número n sería richardiano si, y solo si, no posee la propiedad definida por la definición a la que acompaña que, en su caso, es la de ser richardiano. Pero, para ser richardiano (según dice la definición) no debe poseer la propiedad que define la definición. Luego n es a la vez richardiano y no richardiano, «de tal modo que el enunciado ‘n es richardiano’ es, al mismo tiempo, verdadero y falso». ¿Cómo dar explicación a esta paradoja?

Como decía, esta conjetura hoy no se acepta porque, de alguna manera ‘hace trampas’. El fallo está en que, en principio, debemos definir propiedades aritméticas de los números; pero la definición de ser richardiano implica nociones extra-matemáticas, es decir, nociones que van más allá de su pura matematicidad, como, por ejemplo, el número de letras que acompañan a una frase, su ordenación alfabética, etc. Y esto no es lícito. ¿Qué conclusión cabe obtener? Pues que ‘la construcción de la paradoja de Richard es claramente falaz’.

Lo importante para nosotros es fijarnos en el procedimiento que realiza este matemático para construir su conjetura, el hecho de asignar un número a un enunciado lingüístico. Es decir, hay como un reflejo de una relación expresada de una determinada manera en otra expresada de otra manera: es lo que se conoce como mapeo.

8 de octubre de 2019

El giro a la conciencia hermenéutica

Aunque cada vez va siendo más común desembarazarse de una visión naturalista de las ciencias del espíritu, no dejan de haber resquicios que todavía están llamados a ser superados. Uno de ellos es su enfoque teleológico, al modo en que se percibe el progreso del método científico de las ciencias naturales (aunque no todos los filósofos de la ciencia estarían de acuerdo con ello); si bien es cierto que, frente a tal enfoque, la conciencia hermenéutica auto-reflexiva está ‘tomando fuerza’. Para dicha tarea es preciso que dicha conciencia hermenéutica tenga claro cuál es su propia excelencia, en qué consiste el producto de su propio buen hacer.

Según Gadamer, ello pasa por la recuperación del estatuto de lo clásico frente a la revolución ilustrada, estatuto de lo clásico cuyo carácter normativo nunca llegó a desaparecer por completo. ¿Y ello por qué? Pues porque lo clásico es una verdadera categoría histórica (más que un estilo perteneciente a una determinada época), y se erige así, más que en una cualidad artística, en un momento verdadero del ser histórico, un momento que está llamado a ser ‘interpretado renovadamente’ en cada momento posterior. Esta categoría es fundamental en el pensamiento gadameriano: la de interpretación renovada, que no mera repetición. Pese al prejuicio sobre lo clásico que sigue existiendo en gran medida, hay que decir que lo clásico no deja de ser una realidad histórica a la que está sometida en mayor o menor medida una conciencia histórica actual, precisamente desde el momento en que ha permanecido durante todas las épocas superando así a toda la gama de vaivenes estilísticos más efímeros, manifestantes de gustos parciales y cambiantes. Es esa conciencia de ‘algo que permanece’ lo que nos lleva a denominar clásico a lo clásico, y si es clásico es porque ha permanecido, y si ha permanecido es porque en todo presente puede ser actualizado significativamente a pesar de su distancia en el tiempo. Que puede ser actualizado, no que tenga que ser repetido —como digo—.

El carácter canónico de lo clásico no es algo externo que se le haya impuesto arbitrariamente, sino que le pertenece intrínsecamente por su propio carácter verdadero y, en esa medida, se le ha reconocido en las distintas épocas y culturas. Reconocimiento que ha sido mayor, sin duda, en aquellas épocas de cierta decadencia o de poca consistencia propiamente histórica.

En este sentido, lo clásico se hace susceptible de expandirse universalmente, y de ser actualizado intemporalmente. Es este carácter el que dota de cierta unidad al propio proceso histórico, y le dota a su vez de ese aspecto de telos en tanto que la unidad en devenir histórico parece que apunta hacia algo, hacia un fin. Esa presencia intemporal brota de sí misma, de todo lo que lo clásico puede aportar; y que a pesar de haber desaparecido temporalmente todavía pervive porque todavía ‘tiene algo que decir’, y que requiere ser interpretado; todavía puede decir algo a cada presente, todavía tiene algo que decirle.    Así se puede comprender esta paradójica afirmación de Gadamer: «en este sentido lo que es clásico es sin duda ‘intemporal’, pero esta intemporalidad es un modo del ser histórico».

Ahora bien: ¿en qué consiste esta comprensión de lo clásico desde el presente, en una mera reconstrucción del pasado, de su contexto histórico-social, etc.? No, sin duda. Porque nuestra comprensión comprenderá a su vez la conciencia de nuestra pertenencia a su legado histórico y de alguna manera a su mundo, lo que afecta sin duda a nuestra comprensión de su legado. Lo clásico puede decirnos algo porque no hay un salto insalvable sino una línea de continuidad que subyace a las diversas culturas y tradiciones y que posibilita su conocimiento y comprensión.

Y la cuestión es: ¿podemos realizar una comprensión ya no de lo clásico, sino incluso de nosotros mismos, sin esa presencia de lo clásico en nuestra tradición?, ¿es algo que podamos soslayar con más o menos facilidad? Quizá lo clásico está presente en todo momento operante de la conciencia histórica, por mucho que se quiera hacer una crítica eminentemente racional. ¿Puede la razón superar dicha situación? Para Gadamer la respuesta es clara: «El comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición, en el que el pasado y el presente se hallan en continua mediación». El comprender pasa por un ‘desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición’; un acontecer al que uno mismo pertenece y que no puede eludir, ni del que puede evadirse. El giro hermenéutico que está proponiendo Gadamer aquí es radical: es la superación de una visión de la hermenéutica reducidamente metodológica, para convertirse en una auténtica conciencia hermenéutica.

1 de octubre de 2019

La génesis del lenguaje, según los trabajos de Premack con Sarah

La cuestión de las diferencias entre las personas humanas y los simios superiores sigue siendo materia de discusión entre los etólogos y los pensadores. Algunos autores establecen las diferencias o las similitudes atendiendo a un enfoque global de las conductas o del comportamiento de los individuos; es decir, desde la consideración holística de las posibilidades cognitivas, motoras, comunicativas, lingüísticas… No es raro encontrar listados en los que se relacionen las características que debería reunir un individuo en cada uno de esos ámbitos para ser considerado humano, ya que se supone que los humanos recogemos todas esas características en nuestros respectivos comportamientos.

Un ámbito especialmente estudiado por los etólogos es el de la comunicación (con el permiso de Clever Hans). Es aceptado que todas las especies se comunican de alguna manera; cosa muy distinta es que dicha comunicación se pueda calificar como lingüística. Aunque, para poder responder a dicha cuestión, antes se debería aclarar cuándo podemos afirmar que una determinada comunicación es lingüística o no lo es; es decir, cuándo estamos comunicándonos mediante un lenguaje o no. Para ello se estableció qué rasgos debería presentar un lenguaje para ser considerado como tal, atendiendo al uso que de él hacíamos las personas. Aunque no es éste el asunto en el que me quiero detener, simplemente comentar que, en la década de los 60, esta cuestión estaba muy en boga, circulando una lista de hasta dieciséis rasgos que eran poseídos comúnmente por cualquier lenguaje, planteándose la cuestión de hasta qué punto podían ser también imputados a las especies animales. Inicialmente, se consideraba que los rasgos de esta lista eran específicamente humanos, es decir, que dichos rasgos pertenecían a los usos lingüísticos tal y como se daban en los humanos, de modo que, en principio, no eran compartidos por ninguna otra especie. Pero no todos los etólogos estaban de acuerdo en esto; de hecho, con el tiempo las nuevas investigaciones les fueron dando parcialmente la razón, pero no totalmente.

Según Premack, etólogo que trabajaba con Sarah, ésta logró hacerse con varios de los rasgos característicos del lenguaje humano, y que hasta la fecha nunca se habían podido observar en un animal; por ejemplo, el carácter semántico, la suplencia de términos, transferencia (asociar objetos a una categoría que no habían sido aprendidos antes…), en fin, una serie de aprendizajes ciertamente sorprendente. Pero esto no le era suficiente a Premack, y propuso una teoría interesante. Este etólogo se daba cuenta de que Sarah no fabricaba sus propias palabras, sino que, tan sólo (¡tan sólo!) empleaba las que se le facilitaban y se le enseñaban; aunque, si bien, no podía fabricar palabras, sí que podía fabricar frases nuevas con las palabras facilitadas, eligiendo y ordenando las palabras según lo que se le preguntara. Y esto le llevó a plantearse la relación entre las posibilidades lingüísticas de un individuo y sus facultades cognitivas ya preexistentes. Premack afirmaba que «un aprendizaje lingüístico permite que procesos cognoscitivos y perceptivos preexistentes se expresen»; de este modo, si el animal —Sarah en ese caso— no poseyese ya ‘algo’ que decir, por mucho que se le enseñara un lenguaje, pues no tendría nada que decir. «Los primates difieren del hombre, parece ser, no en que no posean representaciones internas, sino en que no poseen un sistema que les permita objetivar sus representaciones internas», afirmó literalmente en su ensayo “On animal intelligence”.

En su opinión, no se trataba de que los primates no tuvieran representaciones internas sino de que, al no poseer ni un sistema fonológico ni un código gestual adecuados, no podían exteriorizar o expresar dichas representaciones. Pero esta carencia revertía sobre aquello: el no tener ese sistema de exteriorización de sus representaciones internas, propiciaba que tenían muy pocas posibilidades para manipular o para gestionar los elementos propios de un sistema tal (que era el que el adiestrador le enseñaba). Consecuentemente, no podían operar con los elementos del sistema de expresión por carecer de ese sistema de expresión desarrollado. Pero, entonces, ¿en base a qué Sarah era capaz de construir frases? Premack pensó que, el hecho de que Sarah ordenara y reordenara los términos para formular una frase, no indicaba primariamente que ello tuviera una repercusión directa en la manipulación de sus representaciones internas; es decir, que quizá Sarah formulaba sus frases más o menos mecánicamente, pero que no por ello había que afirmar que dichas frases tenían que ver con expresiones de las distintas representaciones internas que pudiera tener, como es el caso humano; aunque tampoco la excluía.

A juicio de Premack, Sarah no poseía capacidad fonológica para el lenguaje, pero sí que poseía capacidad semántica; lo que estaba en duda era si poseía la capacidad sintáctica. Pero surge rápidamente una pregunta: ¿hasta qué punto se puede tener una representación semántica del mundo sin un lenguaje sintácticamente estructurado y sin posibilidad fisiológica de poder articularlo fónicamente? ¿Qué relación hay entre estas tres dimensiones? ¿Hasta qué punto se puede pensar sin una herramienta lingüística ‘a la altura de las circunstancias’?