23 de abril de 2024

La tolerancia social comienza por la autenticidad personal

Hablábamos en el anterior post de la tendencia a vivir según determinados clichés, a vivir ideologizados en cierta medida, tendencia que suele pasar inadvertida, o cuanto menos sin acabar de identificar cuál es el peso de dicha ideología o creencia (en sentido amplio, sea del carácter que sea) en nuestras vidas. Y es que no es fácil salir de esa circularidad que nos encierra un modo de ver las cosas que, por muy nuestro que sea, sin duda será menesteroso de ser enriquecido. Creo que este esfuerzo es exigible a todos, en la medida en que tenemos la pretensión de convivir de verdad, más allá de las relaciones de superficie con las que a menudo nos conformamos. Además: no realizar ese esfuerzo, más allá de sus graves repercusiones a las relaciones sociales, ¿no supone también renunciar, incluso traicionar, lo que es ser persona? Tendemos a quedarnos con explicaciones fáciles y asequibles a los problemas y circunstancias de la vida, seguramente según nuestros esquemas, pues es donde nos sentimos cómodos y seguros. Nos cuesta asumir el riesgo de tener que cambiar nuestras convicciones, nuestras creencias. Nos genera ansiedad trascender los barrotes de nuestros prejuicios, bien porque ello nos obliga a pensar, bien porque nos obliga a ser críticos y, sobre todo, autocríticos. Nos cuesta escribir nuestras propias vidas. Pero mientras no seamos capaces de comprender que nuestros esquemas son seguramente insuficientes, que más allá de nuestro marco hay un mundo de sentido que se nos escapa y que los demás nos pueden ofrecer, o nos pueden ayudar a descubrir, seremos como ratoncillos que dan vueltas en su jaula de grandes tópicos, sin poder ir más allá de sus barrotes. Quizá sea esa renuncia a vivir apoyados en las cosas realmente importantes de la vida, lo que provoca enfrentamientos y divisiones, violencia. Quizá sea nuestra tendencia a vivir vidas inauténticas lo que propicia lecturas distorsionadas.

Esto es algo que se evidencia palmariamente en el ámbito de las relaciones entre creyentes y no creyentes. Algo así explicaba Edward Schillebeeckx, un famoso teólogo belga, cuando decía que quizá sean los mismos creyentes los que provocaban el ateísmo, en el sentido de que no habían sido capaces de que en ellos traspareciera la auténtica fe; no es la fe, sino la mala manera de vivir esa fe lo que propicia distanciamiento e incomprensión de lo que sea la fe. Por mi parte, creo que habría que matizar esa afirmación (hay personas creyentes ciertamente ejemplares) aunque, por desgracia, no le falta cierta razón. Quizá ése sea el motivo de que a veces no nos sintamos identificados con las críticas que se realizan a la fe, porque el ateísmo no pocas veces lo que critica no es tanto a la fe (que también), como a la falsa imagen de la fe, o a la falsa imagen de Dios, que es de la que tienen noticia porque es la que los creyentes han dado a conocer; como dice este autor, «quizá los verdaderos ateos no son siempre los que creemos»; frase que da que pensar, sobre todo si le damos la vuelta: quizá los verdaderos creyentes no son siempre los que creemos.

Todos, absolutamente todos, estamos inmensos en ese gran misterio que es la vida. Y es fácil recurrir a una imagen de Dios que nos ayude a sobrellevar nuestras incomprensiones sobre la realidad, nuestros sufrimientos, nuestros interrogantes… Es muy común que el creyente busqué a un Dios que le ofrezca seguridades terrenas, que intervenga activamente en la historia para que le ayude con su vida; pero quizá así se olvidé ―como dice Schillebeeckx― «que es la libertad la que hace la historia».

La fe en Dios ―a mi modo de ver― no es sino una convicción profunda, seguramente indemostrable racionalmente, pero intuida y experienciada razonablemente, de que el universo, y todo lo que en él acontezca, tiene sentido, no es un absurdo. Si buscamos a Dios donde no está, e incluso si ‘lo encontramos’ allí, ¿no es razonable que se nos acuse de que estamos dando continuas pruebas de su no-existencia? Si pensamos que Dios es accesible y comprensible como un ente del mundo, estamos errando el camino. Es, más bien, al contrario: «en el mismo momento en que no podemos alcanzar a Dios en nada, es cuando lo encontramos por todas partes». No hay que emprender ningún camino (intelectual, emocional…) para encontrarlo, sino que, sólo en la medida en que abandonemos dicha pretensión, Él se nos hará presente, de manera oscura si se quiere, porque ya está en nosotros.

Con frecuencia, la crítica del mundo ha ayudado a los creyentes a ir depurando la imagen de Dios. El conocimiento de Dios para nada está acabado, como no lo está ningún otro tipo de conocimiento; está vivo, en evolución, en dinamicidad, fruto del crecimiento de la humanidad durante generaciones. No hay mejor modo de crecer en la fe que ser capaces de ir limando las falsas imágenes, los pseudo-dioses que los mismos creyentes se han ido forjando. Creo que esta circunstancia, lejos de ser una prueba de su no existencia, es muestra de las limitaciones humanas, así como de su progreso en todos los órdenes, también en el espiritual. Creo que a Dios sólo lo encontraremos cuando seamos capaces de no pretender ni necesitar señalarlo con el dedo, identificarlo con nuestras expectativas, pues Él siempre estará más allá. Todo lo que contribuya a suprimir o minimizar el misterio de Dios, creo que nos presentará una imagen distorsionada suya.

A lo más que podemos aspirar es a pensar la dimensión humana de Dios la cual, para los cristianos la presenta Jesucristo, quien nos ha mostrado «lo que es un hombre que se ha entregado por completo a Dios». Con Jesús hemos aprendido que, a sabiendas de que hay leyes que rigen el universo, y de que los hombres se mueven al amparo de la libertad, la vida no es algo a lo que hemos sido arrojados, sino que puede ofrecernos una dimensión de sentido que se escapa a nuestra razón. El creyente no es alguien que sabe lo que tiene que hacer en la vida; como cualquier otro, es consciente de que tiene una vida que vivir, una felicidad que alcanzar, pero no sabe del todo ni qué es la felicidad ni cómo tiene que llegar a ella; tendrá que ir descubriéndolo poco a poco, aprendiendo gracias a sus entornos y a su propia experiencia de vida; tendrá una hipoteca que pagar, problemas familiares, éxitos y fracasos profesionales…; tendrá que discernir continuamente que es lo bueno y lo malo en cualquier circunstancia, ante cualquier vicisitud, porque no lo tiene más fácil por su fe, sino que, como cualquier otro, lo hará a tientas, acertando y equivocándose; tendrá que encontrar soluciones a los problemas sociales, económicos, etc., en el seno de las situaciones coyunturales de su época, siempre cambiantes. Quizá la diferencia entre creyentes y no creyentes esté en el marco en el que dicha tarea vital queda situada, una tarea que en la que el creyente no se siente sólo; un marco que no es cerrado, sino abierto, dinámico, en continuo proceso, para el cual son necesarias tanto reflexiones de creyentes como críticas de no creyentes. Y no sé si es razonable afirmar lo propio en el sentido opuesto, creo que sí. ¿Qué otro modo hay para crecer? Si sólo nos damos golpecitos en la espalda entre amigos, nos quedaremos cómodamente en nuestros esquemas (lo cual no deja de ser también una opción, ciertamente). En la cabeza del creyente siempre revoloteará la pregunta: ¿y si después no hay nada? En la del no creyente: ¿y si después hay algo? Creo que lejos de afirmaciones dogmáticas (independientemente de la convicción con que uno pueda asumir una u otra postura en su vida), hay buscar lugares de encuentro.

Creo que ésta es la idea que tenía Ricoeur en mente cuando hablaba de laicidad: la de, independientemente de las creencias (en sentido amplio) de cualquier persona o grupo social, realizar un ejercicio decisivo de tolerancia positiva, creando marcos propicios para la expresión de distintos modos de pensar y de enfocar la vida, para el diálogo y el debate, no tanto para salir victoriosos del enfrentamiento, sino para poder construir con el otro mejores espacios de convivencia y de respeto, sin pretender anular las diferencias, lo cual ni es recomendable ni, seguramente, posible. La solución de Ricoeur no consiste tanto en adoptar soluciones, ni recetas ad hoc, sino en el ejercicio de la deliberación pública como método y actitud, algo que, independientemente de nuestras creencias, nos humaniza y nos ayuda crecer como personas, tal y como dicen los hermanos Domingo Moratalla.

16 de abril de 2024

El signo es signo ‘para’ un pensamiento

En “Algunas consecuencias de cuatro incapacidades”, Peirce realiza una introducción a su teoría semiótica, con unas intuiciones interesantes, a mi modo de ver. Destaca allí que, siempre que pensamos, tenemos de alguna manera en nuestra conciencia alguna imagen, alguna sensación, algún concepto… es decir, algún tipo de representación. En su opinión, esta representación —la que sea¬— realiza en la reflexión un papel muy concreto: el de signo. En el signo están presentes tres referencias distintas, a saber: ‘para’, ‘por’ y ‘en’. ¿Qué se quiere decir con ello? Pues que se trata de un signo para alguien, en cuya conciencia se está dando algún pensamiento, y que lo interpreta; se trata de ‘tal’ signo por el objeto al que signa, de modo que es ese signo y no otro, motivo por el cual puede precisamente estar en el pensamiento en lugar de ese objeto; y es un signo en algún respecto o cualidad que, en definitiva, nos remite al objeto.

Cuando nos detenemos a reflexionar sobre nuestra conciencia, sobre nuestra mente, enseguida nos damos cuenta de que difícilmente hay en ella un único pensamiento; más bien lo que hay es una coexistencia de diferentes cosas, a muchas de las cuales apenas prestamos una mínima fracción de segundo nuestra atención. Podemos fijar nuestra atención en un pensamiento en concreto, pero no se sigue de ahí que los pensamientos que antes focalizaban nuestra atención hayan desaparecido por completo, independientemente de que hayan pasado a segundo, o a tercer plano. Tanto es así que ―en la opinión de Peirce― ningún pensamiento parte estrictamente de cero, sino que toda intuición o cognición se apoya o deviene de alguna manera de intuiciones o cogniciones previas, por muy fugaces o débiles que sean. Todo pensamiento se erige como un eslabón en una larga cadena de pensamientos, y nunca podrá ser algo ni independiente, ni tampoco instantáneo, «sino un acontecimiento que ocupa tiempo y que transcurre por un proceso continuo» (§21). Si esto es así, en todo pensamiento hay algo del anterior, y también algo del posterior, en un encadenamiento interminable que contribuye a la configuración de la identidad del sujeto.

Vamos con la segunda dimensión, la dimensión por. ¿En lugar de qué está el pensamiento-signo? La respuesta primera que se nos ocurre es, sin duda, en lugar de aquello en lo que estamos pensando. Pero esto no está tan claro. ¿Por qué? Pues porque raramente pensamos en el objeto en su totalidad, algo que por otra parte sería imposible; a lo sumo pensamos en distintos aspectos o rasgos suyos, los cuales se van sucediendo e integrando.

Podemos pensar en un árbol, luego en que es un pino, luego en que es grande, luego en que es muy frondoso, etc.; los distintos aspectos del árbol se van sucediendo unos detrás de otros, de modo que los pensamientos posteriores devienen de los anteriores, a los que tienen presentes de alguna manera, pero no del todo. Y, en ningún caso, tenemos todos estos pensamientos de golpe, sino que se dan sucesivamente. Por este motivo insiste Peirce que el pensamiento-signo está en lugar del objeto, pero sólo en aquel respecto en el que está siendo pensado (§22); o sea, que más que el objeto, lo que está presente en nuestra conciencia es el respecto, un respecto, de dicho objeto, que es distinto.

Es evidente, pues, que el signo no es idéntico a la cosa signada. Pero, ¿en qué sentido? No únicamente en el sentido de que el signo no agota lo que sea la cosa signada ya que tan solo es un respecto suyo, sino en el hecho de que el signo en cuanto tal es un ‘algo’ distinto al objeto y que, como tal, debe poseer algunas características que le competan intrínsecamente en cuanto signo, y que no necesariamente tienen que ver con su función representativa: es lo que Peirce denomina cualidades materiales del signo (§23), aquellas cualidades que le pertenecen por ser un signo, independientemente de a qué cosa esté signando. Por ejemplo, si pensamos en una palabra, en la palabra ‘á-r-b-o-l’, pues el hecho de ser una palabra, formada por cinco letras, ser llana, etc.; o en una señal de tráfico, el hecho de ser metálica, triangular, de tales colores, etc. El signo tiene cierta entidad como tal, por lo que posee determinadas cualidades materiales per se.

Hay otra dimensión de los signos no menos importantes desde este punto de vista, como es el hecho de que los signos deben poseer dos tipos de conexiones si es que pretenden ser útiles: con las cosas a las que signan (evidente), pero también con el resto de signos que sean análogos a él (al resto de palabras de un lenguaje, al resto de señales de tráfico de un código de circulación, etc.). Es lo que Peirce denomina aplicación demostrativa pura de un signo, es decir, la «conexión física, real, de un signo con su objeto, bien de forma inmediata, bien por su conexión con otros signos» (§23). Hay signos que tienen una conexión inmediata con lo que signan (como una veleta), pero otros no (como las palabras), y es fácil ver que una palabra poca utilidad tendría como signo si no pudiera conectarse con otras palabras. Nosotros podemos no saber qué significa una señal de tráfico en concreto, pero si es triangular con un ribete rojo, seguramente indicará un peligro.

Estas dos propiedades que acabamos de comentar de los signos (las cualidades materiales y la aplicación demostrativa pura) son propiedades que le competen en cuanto tales, pero no reside en ninguna de ellas —y aquí Peirce es muy sutil— la función representativa, porque el signo posee esta función en la medida en que su existencia está siempre referenciada a un ‘para’: para una conciencia, para un pensamiento; y estas dos propiedades pertenecen al signo en cuanto tal, independientemente de a qué pensamiento se dirijan, o siquiera de que se dirijan a un pensamiento o no.

9 de abril de 2024

El conocimiento metafísico: un conocimiento formal

Seguimos avanzando, poco a poco, en el conocimiento de lo que pueda ser lo real. De los cinco pasos que propone Driesch, nos quedan tres. Ya hemos hablado de la hipótesis de que es razonable postular que lo ‘en sí’ existe, independientemente ―éste es el segundo postulado, el principio de cognoscibilidad― de que poco podamos afirmar de eso ‘en sí’ en concreto, y debamos contentarnos con hablar de ello en general. En este estado de cosas, otro principio que asume Driesch tiene que ver que eso que es razonable postular que existe, y cuyo conocimiento no es difícil, es de tal modo que propicia que nuestra experiencia empírica (del orden dice él) sea tal y como es. Así lo explica él: «partimos del principio indubitable de que lo real ha de estar de tal modo conformado que su apariencia, esto es, el contenido de la experiencia ordinalizada, pueda ser como es».

Recordemos que la teoría del orden se ejercita sobre la cosa obtenida por la experiencia, se ciñe a lo empírico, a lo experimentado, a lo presente en nuestra mente, sin hacerse problema de lo que pueda ser la cosa en sí misma. Por esto le llama así, teoría del orden, pues, a lo más que puede llegar tal enfoque gnoseológico (así el idealismo) es a organizar el conocimiento ‘en nuestra mente’, cuyo correlato con la realidad es problemático. Esto es lo que Driesch no ve claro, porque él entiende que, si nosotros podemos tener esa experiencia empírica, es porque la realidad es como es y, siendo como es, nos permite tener esa experiencia y no otra. Se puede afirmar que existe una relación entre lo fundamental y lo consiguiente, una relación que muy bien podría establecerse en términos de ‘funcionalidad’ más que de causalidad necesaria, una función de la relación de consecuencia. De lo cual se puede extraer una segunda conclusión: que lo real es razón para la apariencia como consecuencia. Sólo podemos tener evidencia de lo dado, de la apariencia; y en esa misma apariencia, es legítimo que busquemos su razón; una búsqueda ―lo que en el fondo es dramático― que no puede ser sino hipotética: «el tránsito ascensional de los consecuentes a los antecedentes (lo que se llama ‘inducción’) nunca es de un sentido unívoco, sino que sólo puede ser hipotético», dice Driesch. Partíamos de la base de que la Metafísica sólo podía ser planteada hipotéticamente; pues bien, toda investigación acerca de su modo de ser será doblemente hipotética: en lo que se refiere a su ser, y en lo que se refiere a su modo de ser.

Un paso más, el cuarto. Toda ciencia del orden descansa en una serie de conceptos presupuestos, proto-ordinales, que se asumen, así como las relaciones entre ellos; presupuestos que no son científicos, es decir, que no son obtenidos según la metodología científica, pero que, gracias a ellos, el desempeño científico se puede dar. Un ejemplo claro de ello sería el principio del tercio excluso, o la aplicación de los axiomas matemáticos a las cosas concretas. En este sentido, asumimos que los objetos empíricos están sujetos a los mismos principios fundamentales de la racionalidad que los propios de la teoría del orden. Hay un vínculo entre la razón científica y el comportamiento de las cosas en la naturaleza. Pero ¿se puede decir lo propio entre la razón y el comportamiento de las cosas ‘en sí’? ¿Qué se puede decir de lo real en este punto? ¿Es legítimo pensar que los principios de la Lógica y de la Matemática son válidos para lo real, o no, debemos contentarnos con aplicarlos a las cosas empíricas? Si la respuesta fuera negativa, lo real sería irremisiblemente irracional, sería del todo incomprensible. Si bien es posible que así sea, no es necesario que lo sea. ¿Cuál de ambas posturas es más razonable? «Ciertamente, no sabemos si lo real es ‘racional’, y por lo tanto el principio de la cognoscibilidad racional de lo real es sólo un postulado, un postulado necesario para poder empezar a trabajar en metafísica».

Desde luego, si queremos pensar metafísicamente, difícilmente podemos hacerlo si lo real ‘en sí’, sea lo que sea y sea como sea, es irracional. Además: si decimos que lo real es razón de la apariencia, y que la apariencia es consecuencia de lo real; y, si tenemos en cuenta que, en lógica, la consecuencia no puede ser más amplia que las premisas, es razonable pensar que lo real sea por lo menos tan racional como su consecuencia, como la apariencia. Podemos afirmar que «lo Real no es menos complejo (menos múltiple) que el Fenómeno».

El siguiente es el último paso que ofrece Driesch, el quinto, y que él denomina el principio de la totalidad. ¿En qué consiste? Ya hemos visto que es difícil hablar de lo real ‘en sí’ teniendo en mente las cosas concretas, y que quizá deberíamos contentarnos con hablar de ello en general. Por aquí van los tiros. Este principio nos dice que, para establecer esa relación entre lo real y la apariencia, se puede considerar al fenómeno como efecto en su totalidad, y a lo real como causa en su totalidad también. ¿Qué quiere decir tomar al fenómeno en su totalidad? Pues quiere decir «tomar en cuenta no sólo el algo en toda su plenitud sino también el ser tenido en conciencia, esto es, la circunstancia de ser tenido, de ser ‘vivido’ por el yo». Es decir, no se trata de que lo metafísico tenga que ver con aprehender en plenitud el contenido de la cosa que se nos presenta empíricamente (¿saldríamos así, en todo caso, de lo empírico, de la teoría del orden?), sino en otro aspecto, como es tomar consciencia de que ahí hay algo otro que se le está haciendo presente al yo, que éste lo está viviendo. Si se considerara a lo metafísico en términos concretos, cósicos, siempre estaría el riesgo de que se quedara convertido en naturalismo reduccionista, sin realmente abrirnos a lo metafísico. Quizá por ello sea más adecuado hablar de lo metafísico a nivel formal, y no a nivel material. De lo que se trata es, pues, de ‘interpretar metafísicamente la experiencia’, es decir, buscamos ‘saber cuál puede ser su causa real’. Para resolver este asunto no hay que prescindir de la experiencia de lo empírico, todo lo contrario: es ella la que sugiere la necesidad de una Metafísica.

No hay que prescindir de la experiencia de lo empírico porque es éste nuestro punto de partida: pero parece razonable que se deba ir más allá de ello si se quiere ir más allá de una teoría del orden, en pos de un conocimiento metafísico.

2 de abril de 2024

Sólo existen los seres espirituales

Ya vimos en el anterior post cómo Berkeley necesita al ser divino para fundamentar su gnoseología. Pero no olvidemos que va a versar su tratado no sobre el conocimiento ‘en general’, sino sobre el conocimiento ‘humano’, el cual hay que distinguirlo claramente del ‘divino’, el cual posee unas connotaciones diversas, además de ser fundamental en su sistema. Como dice Lema-Hincapié, «aquí la perspectiva es humana sobre algo propiamente humano, aun cuando en lo humano, según Berkeley, lo divino posee una presencia de importancia suma y del todo necesaria». No se puede obviar el hecho de que Berkeley ―como Descartes― se sitúa en una postura cristiana, y es a esta luz como hay que leerlo.

En este contexto, no resulta tan extraña una afirmación tan sorprendente como la que sigue: «no hay otras sustancias sino las espirituales, esto es, las que son capaces de percibir» (§7). Para comprender bien esta afirmación, hay que situarse en el dualismo moderno más radical, para el cual lo único evidente es la propia conciencia, siendo problemática la existencia de cualquier cosa ajena a la misma. En efecto: los objetos inmediatos de conocimiento son las ideas, primariamente las ideas percibidas por los sentidos, y una idea no puede existir en un ser que no perciba pues ―para Berkeley― percibir es lo mismo que tener ideas; en este sentido, donde exista una idea sensible (olor, dureza, forma) ha de existir a la vez una mente que las aloje; estas ideas no pueden subsistir por sí mismas, sino que necesitan un ser que las perciba.

Vemos cómo Berkeley articula el ser en torno al concepto clave de percepción, y en torno a todo lo que en ella esté en juego. Es la percepción la llave para discernir lo que existe y lo que no existe, existencia que puede darse de dos modos: ser percibido o percibir. «Si percibir se desdobla en dos modos esencialmente unidos, es decir, en el acto de percibir y en el contenido percibido en ese acto, la existencia de cualquier realidad es atribuible con legitimidad cuando una cosa se ofrece como contenido percibido, o un agente realiza el acto de percibir algo. Con independencia de la percepción, no hay nada existente ―sólo hay nada».

Esta afirmación rompe por completo con la tradición filosófica, anclada radicalmente en la afirmación de la existencia de la ‘sustancia material’, la cual era conformada por los accidentes. Pero ¿qué es en el fondo esa sustancia material? Berkeley se hace eco de que ni percibe ni puede ser percibida. Una compañera del claustro, conocedora del pensamiento de Berkeley, me insistió en este aspecto. El concepto de materia que se tenía, así incluso en Descartes, era de carácter aristotélico, en virtud del cual las cosas reales eran el resultado de la conformación (accidental) de una materia prima (amorfa). Y la existencia de esta materia, de esta sustancia material, era más que problemática para Berkeley. Si lo pensamos, la única noticia que podemos tener de las cosas reales es la que tiene que ver con sus accidentes, siendo imposible de percibir la sustancia material. Esto es algo en lo que insistiré más adelante. Ahora me interesa detenerme en esta distinción que estaba comentando.

Este principio ontológico fundamental (fundamentar el ser en la percepción) divide todo lo que puede tenerse por existente bien en activo, bien en pasivo. Activamente existe aquello que percibe, pasivamente existe aquello que es percibido. Percibir es activo, ser percibido es pasivo. Todo lo que existe, pues, está dividido en seres activos y en seres pasivos, es decir, en espíritus e ideas, las cuales no pueden subsistir por sí mismas, sino que necesitan existir en una mente o sustancia espiritual. La existencia está vinculada a la percepción, una percepción que se ha de mantener actual y que debe ser constante, único modo de que no se desvanezca en nada todo aquello que es percibido, y aun que perciba. Sin la percepción el ser es nada, motivo por el cual es preceptivo que haya siempre un espíritu percipiente, que por esto mismo existe, y sostiene la existencia de los seres percibidos (§6). De esto se sigue que no puede existir una sustancia que no piense, una sustancia impensante que sea el sustrato de dichas ideas. Para Berkeley, en tanto que las ideas no pueden existir sino en el seno de una mente que las percibe, si no hay mente, no hay ideas y, por tanto, no hay nada.

Berkeley se hace eco enseguida de una objeción, quizá la más inmediata. La objeción es la siguiente: muy bien, se puede asumir que las ideas sólo existen en una mente y que no existen sin una mente que piense, pero «puede suceder que las cosas parecidas a tales ideas y de las cuales éstas son copias o semejanzas, existen prescindiendo de la mente y en una sustancia desprovista de pensamiento» (§8). La respuesta de Berkeley es sugerente, y pone de manifiesto el abismo existente entre la idea de una cosa y la cosa misma; nos dice que una idea sólo puede ser semejante a otra idea, y no es posible establecer la semejanza entre una idea y otra cosa que no sea del mismo carácter ideal. Si podemos establecer esa semejanza entre nuestras ideas y la cosa supuesto origen real de la misma, será porque entonces ellas son ideas. Claro, como muy bien afirma, las cosas externas ‘no son perceptibles por sí mismas’; la única noticia que podemos tener de las cosas externas es mediante la percepción en base a ideas sensibles en nuestra mente, y no podemos tener otra noticia distinta de ellas. ¿Cómo poder afirmar que, efectivamente, las cosas reales son análogas a las ideas sensibles que hemos percibido?

Si nos fijamos, Berkeley da aquí un paso más del que da Locke, en referencia a la distinción entre cualidades primarias y secundarias. Aunque, estrictamente hablando, esta distinción no fue original de Locke, sino que cabe remontarla a Demócrito y, ya en la época moderna, a Boyle y a Hobbes; pero no cabe duda de que fue Locke quien más la difundió en la filosofía europea de la época. Recordemos que las cualidades primarias serían aquellas que se ‘sustraen a valoraciones individuales’ y ‘se imponen a la mente’ como objetivas y reales, y que pertenecen a las cosas en sí mismas (extensión, figura, solidez, etc.), mientras que las secundarias serían aquellas que no pueden existir sin la mente que las percibe (colores, sonidos, sabores). Las cualidades primarias se corresponderían con propiedades que existen en una sustancia no pensante con independencia de una mente: son materia; «de donde se sigue [continúa Berkeley] que por materia debemos entender una sustancia inerte, carente de sentidos, en la cual subsisten realmente la extensión, la figura y el movimiento» (§9). Esto es algo que para Berkeley no se puede sostener, ya que no existe nada más allá de la mente que lo perciba, de modo que tan ‘secundarias’ son las cualidades secundarias de Locke como las primarias, en tanto que las cualidades primarias también son ideas que existen en nuestra mente, al igual que las secundarias; «y como una idea sólo puede semejarse a otra idea, resulta que ni estas ideas ni sus arquetipos u originales pueden existir en una sustancia que no perciba» (§9). O, como dice más adelante: todo lo antedicho confirma «ser imposible la existencia de la extensión, del color o de cualquiera otra cualidad sensible en un sujeto no pensante, como realidades exteriores a la mente» (§15).

Esto nos lleva al espinoso problema de la fundamentación de la existencia de los cuerpos externos, a sabiendas de que ya no cabe apoyarse en la sustancia primera.

26 de marzo de 2024

Hacia una sociedad de la confianza

Hablaba en otro post de la sociedad de la desconfianza, el cual finalizaba apostando por la posibilidad de generar vínculos en las anónimas sociedades de masas, en virtud de los cuales se pudieran reducir la atomización e instrumentalización de las mismas, en beneficio de relaciones personales liberadoras y de confianza. En términos de Buber, se trataría de revitalizar la esfera del Tú frente a la esfera del Ello. A mi modo de ver, Buber destaca dos posibles perspectivas desde las cuales afrontar esta distinción: una referente a los ámbitos de realidad con los que relacionarnos, que no son sino el de las personas y el de las cosas; otra referente a la actitud básica que tenemos tanto ante las cosas como ante las personas, pudiendo ser en ambos casos ‘tuificantes’ (valga la expresión) o ‘elloificantes’ (valga también); o, como él dice, según la forma-Tú o según la forma-Ello.
  
En el primero de los sentidos, la esfera del Ello no es necesariamente negativa, sino que es necesaria, en el sentido de que el ser humano necesita del Ello sencillamente para vivir. ¿A qué se refiere Buber con la esfera del Ello? Pues con todo aquello que viene a coincidir con el mundo de la cultura: conocimiento de la realidad, utilización de las cosas, habilidades técnicas, vivencias de todo tipo, etc.; es más, tanto la biografía personal como la historia social nos muestran que se da efectivamente un crecimiento progresivo del Ello. Pero con este ámbito del Ello nos podemos relacionar elloificantemente o tuificantemente; es decir, el problema adviene cuando la esfera del Ello es elloificada, y se desconecta de la del Tú, es decir, de la posibilidad de establecer relaciones personales, encuentros auténticos no sólo con las personas sino también con la realidad. Porque cuando la esfera del Ello se elloifica, también se elloifica la esfera del Tú; y viceversa: cuando la esfera del Tú se tuifica, también se tuifica la esfera del Ello. En ambos casos, de lo que se trata es de una actitud básica ante la vida.

La relación que se tiene con el ámbito del Ello consiste básicamente en vivenciarlo y en usarlo, todo lo cual tiene que ver con equiparnos cada vez mejor y facilitarnos la vida. Lo suyo sería que, con el ensanchamiento del mundo del Ello, se ensanchara también el horizonte desde el cual lo vivenciamos y lo utilizamos, es decir, se ensanchara nuestro horizonte vital, personal; porque, en caso contrario, eso iría precisamente en contra de nuestro crecimiento como personas, de nuestra humanidad. La capacidad de vivenciar y utilizar puede comprometer nuestra capacidad relacional, única capacidad mediante la cual el ser humano puede ser efectivamente humano, llevándonos a vivir en jaulas creadas por nosotros mismos y para nosotros mismos.

El ser humano sólo se relaciona de verdad cuando es capaz de establecer encuentros, y sólo es capaz de establecer encuentros como respuesta a un Tú. Este encuentro es fundamental, y tiene múltiples expresiones; pero, como tal, nos sumerge en un ámbito desconocido, un ámbito del misterio desde el cual nos interpela.

Se despiertan así posibilidades usualmente dormidas en nuestras vidas, mediante las cuales somos capaces precisamente de responder a un Tú, de relacionarnos con él, de encontrarnos con él. Una experiencia originaria, cuya expresión nos lleva necesariamente al mundo del Ello, y que hemos de saber articular adecuadamente. La actitud ante el Tú que es cada tú nos abre a la posibilidad de relacionarnos con el Ello como un Tú. No es lo mismo un Ello sin esta experiencia originaria que con ella: en el primer caso, lo tratamos como un mero Ello, cosificándolo, instrumentalizándolo; en el segundo caso, lo que se ha convertido en Ello lo hace inflamando dicha presencia originaria, lo que transforma nuestro modo de relacionarnos, entre la tensión establecida desde donde vino y hacia donde se endereza, es decir, desde el Tú y hacia el Tú, pero dando el rodeo del Ello. El Ello deja de ser visto instrumentalmente, para ser expresión de una presencia, para convertirse en Tú.

Esta pretensión no es actual en el ser humano cuya vida se satisface en el mundo del Ello; un mundo que hay que vivenciar y usar, sin tensión hacia nada que no sea ese vivenciar y usar. El mundo del Ello queda reducido a un mundo de usar y tirar. Lo que tiene sus repercusiones, porque en lugar de tender hacia lo presencial, el sujeto queda subsumido en un mundo que lo oprime y reprime, que lo explota, de modo que sólo puede relacionarse con el Ello así, como Ello, nunca como Tú. Es en la experiencia originaria, en la que el Tú no es un tú entre otros, no es una cosa entre otras, donde se experiencia exclusivamente una presencia, sin la cual encerramos todo en forma de Ello, lo cosificamos. Podemos crecer en el conocimiento del Ello elloificantemente, en forma-Ello, pero entonces nunca se nos aparecerá como Tú: siempre generará vivencias y utilidades, pero nunca encuentros. Ciertamente el conocimiento científico, el técnico, el intelectual son necesarios, pero ¿son suficientes? Desde la experiencia originaria se le abre al ser humano un misterio más profundo que su misma vida, con la cual precisamente responde.

Todo ello interpela a la persona, la cual responde con su misma vida, no diciendo lo que es ni lo que debe ser, lo que hacer ni lo que se debe hacer, sino diciendo cómo se vive desde la presencia del Tú. ¿Cómo? Sencillamente viviendo, generando encuentros, algo que para nada es común. Tanto es así que estos encuentros no serán siempre bien recibidos, ni siquiera recibidos, pues no son pocos los que están cerrados a este intercambio viviente que nos abre el mundo al mundo, encerrados en sus vivencias y usos. Son dos tendencias contrapuestas: la dinámica vivencial e instrumentalizadora reduce la relacional, y el crecimiento de ésta reduce aquélla. Son dos esferas destinadas a convivir, en tensión bien destructiva, bien constructiva. Dependerá de cuál de las dos predomine: la forma-Ello o la forma-Tú. Porque sólo es posible vivir esta convivencia constructivamente cuando se realiza desde la experiencia originaria del Tú, del encuentro.

19 de marzo de 2024

El desarrollo funcional del bebé

Ron Mueck: "Chico"
Decía que el entorno afectivo era fundamental para que el bebé pudiera ir construyendo ‘su mundo’, para que pudiera ir configurando una constelación de sentido con todo aquello que está percibiendo de su entorno, pero que todavía no tiene una significatividad definida para él. Esto es una tarea que debe realizar ineludiblemente, favorecida o dificultada por dicho entorno. El problema es que, por lo general, no acabamos de ser conscientes de cuál es el entorno afectivo que generamos a su alrededor, pensando que lo hacemos maravillosamente, y que ciertos rasgos del carácter de nuestros pequeños son ‘genéticos’, cuando no pocas veces son consecuencia del peor o mejor hacer de los padres o educadores.

Un ejemplo que a todos nos puede ser familiar es lo recomendable que es proporcionar al niño un espacio o un ambiente en el que pueda dormir con regularidad, bien protegido por su ‘objeto de apego’, en el que el olfato ―por cierto― suele jugar un papel determinante. Es fundamental para el funcionamiento orgánico de nuestro cuerpo, máxime en estas etapas tempranas de nuestras vidas que está en pleno desarrollo, dormir adecuadamente, con profundidad, ‘de un tirón’; ¡qué diferente es el desarrollo de este niño que el de aquél que presenta ‘dificultades’ para dormir, precisando de somníferos o extrañas estrategias por parte de los padres! Todo lo cual influye en el desarrollo de sus facultades (cognitivas, volitivas y afectivas), así como en el mismo proceso de crecimiento, como explica Cyrulnik. Que el niño duerma así, bien, no es casualidad, ni tampoco es natural del todo, sino que se debe en buena parte al buen hacer de los padres; buen ambiente que desarmarlo es más fácil de lo que parece. Cómo los padres, sobre todo la madre, se acerquen al bebé, lo miren, lo acaricien, lo cojan en sus brazos, lo manejen, lo abracen, le vayan corrigiendo… va a crear en torno a él un mundo afectivo que revertirá directamente en su modo de ser y en su modo de relacionarse con su entorno. Entornos nutritivos, padres serenos, estables, equilibrados, crearán un ambiente de calor y de proximidad, pronto a las demandas del bebé; entornos inestables, depresivos, ansiosos, dependientes, no responderán adecuadamente a sus demandas, generando en él experiencias de incertidumbre y angustia, de modo que con su ‘no respuesta’ a la sonrisa del pequeño, a sus reclamos, generarán un entorno de frialdad, carente de mimos y de atención, sin contacto.

Esta última opción deriva con facilidad en el anaclitismo, es decir, niños que sufren la patología ocasionada por ausencia de afecto o seguridad, por la falta de alguien en quien apoyarse; es un ‘no tener a nadie con quien contar’. Y no es menos frecuente que haya casos de anaclitismo en adultos ‘que lo tienen todo’ y a los que parece que la vida les sonría, pero que caen en severas depresiones cuando, a causa de la remota huella de vulnerabilidad que les queda de aquellos tiempos grabada en su personalidad profunda, si bien hasta la fecha la vida la había desactivado, cualquier circunstancia actual (una mudanza, un cambio de trabajo, un encuentro, una situación desafortunada…) despierta el dolor enterrado en la memoria.

Una persona con capacidad de vivir funcionalmente su vida no se improvisa, como tampoco ocurre en aquellas que la viven disfuncionalmente. Nuestras primeras experiencias dejan una huella que, aunque generalmente pase inadvertida por ser impresa según procesos no conscientes, no por ello deja de ser menos efectiva. Para que el bebé actúe adecuadamente, para que tenga deseo de expresarse, de comunicarse, de estar con los suyos, se requiere un entorno ‘maternal’ tanto por parte de la madre como del padre, sobre todo, pero también de los restantes miembros de la familia. Muchos problemas de los adultos (anorexias, enfermedades neurovegetativas, trastornos de la personalidad, etc.) no son sino síntomas de un problema mucho más profundo, al cual con frecuencia ocultan si sólo nos detenemos en ellos. Un problema que hunde sus raíces en los estratos arcaicos de la formación fisiológica de las personas, en las estructuras centrales de su cerebro. Querer participar sanamente en la vida, relacionarse amorosamente con las demás personas, depende de que las estructuras fisiológicas estén debidamente configuradas, para lo cual hacen falta tanto recursos biológicos como espirituales, los cuales, en estas primeras etapas de la vida, son fundamentalmente afectivos (independientemente de que, con los años, se vayan ampliando con los cognitivos, conductuales, etc.). Para poder desplegar una vida sana, es preciso que las estructuras fisiológicas estén debidamente conformadas, para lo cual el clima afectivo familiar es fundamental.

12 de marzo de 2024

El pasado y la verdad

En el seno del giro que estableció frente a Heródoto, en referencia al trato de los hechos pasados, Tucídides era consciente de que el resultado de contarlos así, científicamente, era menos atractiva que según el modo legendario, pero que, por el contrario, ofrecía una lectura o una comprensión más clara de los mismos. De hecho, sabedor de cuándo un relato era mítico y cuándo no, era consciente de las posibilidades y ventajas del relato mítico, capaz de ofrecer cierto tipo de enseñanzas al público. Pero para él, la verdad histórica no era cuestión ni de que fuera más o menos agradable, ni de que fuera más o menos dirigida a la enseñanza: era cuestión de hechos históricos, lo cual conllevaba a su vez cierto tipo de responsabilidad por parte del historiador: «si una persona va a ser considerada seriamente, por sí misma o por otras personas, como alguien que pretende decir la verdad sobre el pasado, tiene que tener alguna razón para creer que cierto acontecimiento tuvo lugar en vez de que no ocurrió», como dice Williams. Y eso se lleva a cabo enlazando los hechos del pasado con la evidencia presente, mediante una trama de relaciones que hagan inteligible dicho enlace, y que pueda ser entendible en la actualidad, a sabiendas de las diferencias de motivaciones, justificaciones, comprensiones, etc., entre las personas de otras épocas y las actuales. Si la explicación del pasado no es inteligible por el presente actual, difícilmente podrá ser aceptada. Y, en este sentido y, como muy agudamente dice Williams, «la unidad explicativa del mundo no sólo ata el pasado al presente, sino también el presente al futuro; y se da una expresión concreta a la idea de que nuestro hoy será el pasado distante de alguna otra persona».

Desde esta perspectiva objetiva, los relatos legendarios quedan ya desplazados, los ‘dioses’ dejan de ser relevantes históricamente, con independencia de que sus relatos puedan seguir vigentes en tanto que transmisores de ese otro orden de conocimientos. Es un hecho de que nuestras creencias y sentimientos son muchas veces alimentados por relatos de carácter mítico, incluso en nuestras sociedades contemporáneas. Pero también es un hecho que somos capaces de reconocer que dichas enseñanzas se dan con el ‘envoltorio’ de un relato mítico, no histórico, o científico. Seguidamente, para insistir sobre ello, Williams ofrece un giro que también es muy sugerente. Dice textualmente: «Respecto a Sherlock Holmes sabemos que es verdad que vivía en Baker Street (…), pero también sabemos con exactitud que respecto a Baker Street no es verdad que Sherlock Holmes viviera allí». ¿Qué quiere decir Williams con esto? Pues que, para comprender el sentido de la historia, nos tenemos que situar en el lado de allá, en el lado del contexto histórico que estamos analizando, y en la actitud o la perspectiva de allá. Siguiendo con el ejemplo, si contestamos que Holmes vivió en Baker Street, igual ganamos un concurso, pues hemos dicho la ‘verdad’; pero si nos piden la relación de personas que vivieron en Londres en aquella época, seguramente no pondremos a Sherlock Holmes, porque entonces no sería ‘verdad’.

Hoy en día podemos distinguir en qué registro nos encontramos, si en el local o en el objetivo. Pero debemos ser conscientes de que en la época de Heródoto no había dos registros, de manera que Heródoto pudiera elegir entre el local y el objetivo y eligiera el local, sino que sólo había uno, el local, y no había una noción objetiva de la historia. Y esto es importante porque, antes del siglo V a. C., los seres humanos vivían en general con esta concepción del tiempo, la local, por mucha violencia que nos genere a nosotros el situarnos en ese marco histórico.

No cabe duda de que este cambio fue un hito. Williams se plantea si fue inevitable, y él entiende que no, dado que, en verdad, hay muy pocas cosas inevitables en la historia. Pero, dada la aparición de la escritura y de la extensión creciente de su uso, sí que hay que entenderlo como prácticamente inevitable. Y, desde luego, todo ello repercutió en un crecimiento de la ‘potencia explicativa’. De hecho, el relato tradicional no puede responder a muchas cuestiones históricas que nos planteamos desde una concepción objetiva. No por ello se ha de adoptar necesariamente esa postura según la cual, por estar situados en la concepción objetiva, la científica, se minusvalore o se rechace la concepción local, la mítica. ¿Es la concepción local menos racional que la objetiva? Pues depende de cómo estemos situados. La respuesta es negativa «si eso implica (como se suele creer que implica) que los que seguían la práctica tradicional estaban confundidos o creían algo falso». La concepción local no niega el carácter histórico objetivo, sino que, sencillamente, no lo considera, no entraba dentro de su horizonte de comprensión; y el hecho de que no lo consideren no implica que esas personas estén confundidas sino, simplemente, que vivían en otro marco: «En concreto, no deberíamos decir que creen algo necesariamente falso, a saber, que la diferencia entre lo real y lo mítico es una diferencia temporal. La invención del tiempo histórico fue un avance intelectual, pero no todo avance intelectual consiste en refutar un error o en esclarecer una confusión. Como muchas otras invenciones, capacita a las personas para hacer cosas que antes de que se produjera no podían concebir».