30 de mayo de 2023

Las tres encrucijadas de la teoría del orden según Driesch

Se pregunta Driesch si la filosofía puede superar ese solipsismo metódico de la teoría del orden, de un modo críticamente legítimo. Partimos del hecho de la toma de consciencia de que hay algo que está presente a la conciencia, que ese algo posee un orden, una entidad, y que ese orden que posee ese algo que me está presente en la conciencia es algo que le pertenece y no tanto puesto por el sujeto que conoce. ¿Se puede dar razón de que sea ese algo más allá de su presencia en la conciencia, sin dar ningún salto dogmático? Ésa es la cuestión. Lo que va a tratar de hacer es de cuestionar ciertos puntos clave que ponen en entredicho la teoría del orden.

Si nos fijamos, todo el saber científico se incardina en el ámbito de la teoría del orden. «Lo primero que investiga la teoría del orden es lo objetivo en su carácter inmediato y universal». De esto es algo de lo que se hizo eco, por ejemplo, el científico James Jean cuando, en su escrito “En la mente de algún espíritu eterno”, afirmaba que toda expresión científica o matemática no era, en definitiva, más que una imagen, una ficción, dada la implícita imposibilidad de la ciencia de llegar a la realidad última. Por esto decía que «seguimos estando prisioneros en la caverna, de espaldas a la luz, y sólo podemos ver las sombras que se reflejan en el muro. Por el momento, la única tarea que la ciencia tiene inmediatamente ante sí consiste en estudiar esas sombras, clasificarlas y explicarlas del modo más simple posible». Efectivamente, las ciencias naturales establecen significaciones válidas en este orden establecido por las relaciones, en el seno de las cuales se pueden construir sistemas completos y complejos. Todo este sistema no necesita, en principio, de ningún asomo de existencia ‘platónica’ desde de la cual se pueda hablar de una ‘validez absoluta’. Siempre se trata de principios de orden intuidos de la cosa por parte del yo y en tanto que ‘para mí’, que es, en definitiva, lo que constituye el ámbito de la realidad tanto para el hombre científico como para el hombre no-filosófico. El científico no se pregunta por la realidad ‘en sí’, sino de la realidad en tanto que presente ante una experimentación científica; el hombre no-filosófico tampoco. ¿Por qué tantas preocupaciones por si hay un ámbito de realidad allende lo ‘para mí’?

Tanto el hombre científico como el no-filosófico se hace eco de una realidad en tanto que se le presenta y tal y como se la presenta, y la aprovecha y hace uso de ella en función de sus necesidades; ambos viven en el ámbito establecido por lo que Driesch denomina teoría del orden. Pues bien, Driesch entiende que hay que afrontar un paso más, que trate de ir más allá de la realidad ‘para mí’ para acceder a la realidad ‘en sí’ porque ―en su opinión― la teoría del orden no puede dar respuesta a tres grandes cuestiones.

Ron Mueck: "Chico"
La primera tiene que ver con el hecho de que, de todo aquello que es comúnmente conocido como naturaleza o realidad, efectivamente la teoría del orden puede informarlo todo con sus esquemas y sistemas ordenatorios, pero, ¿a qué se debe que esa naturaleza sea vista, en general, como un reino de objetos empíricos?, ¿a qué se debe que ese 'algo' experienciado reciba el orden que la teoría del orden trata de identificar?, ¿cuál es el origen o el fundamento de ese orden, si el sujeto advierte que es algo que se le impone, y que no depende exclusivamente de él? Lo que nos lleva a la segunda cuestión, a saber: que la teoría del orden no puede dar explicación a ese fondo de conciencia como fundamento de la regularidad de mis experiencias conscientes que se suceden en el tiempo. La teoría del orden no puede dar razón de la experiencia subjetiva del yo como sujeto de conocimiento, tan sólo constatar que ‘hay conocimiento’, sin saber muy bien quién es ese yo que conoce, del cual sólo tiene noticia en tanto que cuerpo, en tanto que sujeto que conoce, pero no en tanto que ‘yo’. Tan sólo puede presuponer que, junto con nuestra dimensión corporal hay una dimensión espiritual, un ‘yo’, presuposición necesaria (y no justificada) para comprender su conocer. Como dice él, «así, pues, la teoría del orden no puede por sí sola ‘comprender’ que hay empíricamente naturaleza y alma, si bien dentro del ámbito de esos dos conceptos puede comprender todo lo que quiera». Queda todavía la tercera cuestión, difícilmente resoluble en el marco de la teoría del orden, que supone dar un paso más respecto al anterior: se trata no sólo de la existencia de la conciencia, del yo, sino de la existencia de la conciencia moral (el factum moral kantiano), ese fondo interior e íntimo que nos habla en términos de ‘deber ser’ y de ‘no deber ser’, independientemente de qué sea eso que debe ser y que no debe ser. «Dentro de los límites de un mundo que únicamente es mi mundo como un sueño, la conciencia moral no se comprende, es algo sin sentido».

Estas tres cuestiones se pueden reducir a una sola, que está relacionada con el fundamento de la noticia que uno pueda tener de la naturaleza. Y es que, si el algo ‘en mí’ es susceptible de ser ordenado, ¿no será gracias a que los datos sensibles percibidos son como son?; si los datos sensibles fueran distintos, ¿se podrían extraer las mismas conclusiones? En el seno del idealismo, hay cierta convicción de que la conciencia no puede hacer lo que se le antoje con la información sensible, sino que de algún modo se debe a ella. ¿Por qué?, se pregunta Driesch; si esto es así, es porque algo hay que dependa de lo percibido, porque cómo sean esos datos sensibles no dependen de nuestra voluntad: sencillamente, se nos dan así. Y escapará siempre a la teoría del orden por qué podemos imputar ese orden a los datos sensibles; desde la teoría del orden, «no comprendo el hecho de que eso vivido sea como es, de que se le pueda sujetar a orden justamente mediante las significaciones ordinales». Se percibe cómo todo lo dado permanece incomprensible para la teoría ordinal solipsista. ¿Es lícito, o aún razonable, permanecer en este punto? ¿No sería exigible indagar este punto?

23 de mayo de 2023

Cuando no existen ni el freno biológico ni el de proximidad

Los animales suelen contar con una serie de frenos biológicos que les impiden cometer ciertos excesos que podrían ir en su contra. Por ejemplo, si no existiera un freno biológico para la sed, un animal no pararía de beber; de alguna manera, el cuerpo detecta que comienza a estar hidratado, y propicia que la conducta adoptada para cubrir la sed deje de ejecutarse. Estos procesos les aseguran ante una sobreestimulación, activándose los mecanismos de saturación correspondiente. Pero no todas sus conductas responden a este esquema de activación-desactivación; hay otras en las que no hay segunda parte, de modo que siempre están prestos a ejecutarlas. Esto viene potenciado por la satisfacción alcanzada, como por ejemplo cuando se ejerce un dominio sobre otros miembros del grupo, conducta en la que se genera una gratificación que continúa en el tiempo, y que se desea que continúe.
  
Este esquema se mantiene también en nosotros, tanto unos procesos como otros. En los fisiológicos es más evidente el paralelismo, pero también nos damos cuenta de cómo, cuando alcanzamos el éxito en cualquier actividad (en una partida de ajedrez, por ejemplo), se refuerza nuestro bienestar: por lo general, queremos seguir ganando. Igual que nos gusta salir airosos de los enfrentamientos, también nos gusta mantenernos arriba en las relaciones de poder en las que, como hemos visto, no hay un regulador fisiológico como en los procesos de carácter vegetativo. Y eso es un problema: no hay freno biológico al ansia de poder. Cuando las sociedades eran pequeñas, y el grupo familiar o el clan tenían mucha presencia, se ejercía una presión eficaz para limitar excesos de este tipo, gracias a la proximidad y a la cercanía de los congéneres. Vivir en pequeños grupos era ventajoso en este sentido. Sin embargo, esto es más difícil de mantener en las contemporáneas sociedades occidentales, en las que las posibilidades de ascenso son elevadas, y las limitaciones a las excesivas ansias de poder son insuficientes. No es raro que ‘muramos de éxito’, tal y como le ocurrió a Napoleón en su día. Si en las pequeñas sociedades grupales la proximidad compensaba la ausencia de la regulación fisiológica a las ansias de éxito, de dominio y de poder, en las grandes sociedades occidentales no es así, todo lo contrario: la atomización, la competitividad y el anonimato lo ponen más fácil a la hora de ir en pos de nuestro éxito, aunque para ello tengamos que pasar por encima de otros porque, en definitiva, no hay ‘otros’ que nos importen.

Creo que es evidente que, en no pocas ocasiones, las relaciones personales se viven desde la desconfianza, desde la necesidad de ‘marcar nuestro territorio’, no se vayan a pensar… Como dice Eibl-Eibesfeldt, en no pocos encuentros ‘amistosos’, se combinan gestos de acercamiento y aproximación con ciertas muestras de poder y agresividad. Esto pasa tanto en los encuentros personales, en los que nos damos la mano mostrando la fuerza de nuestros bíceps, como en los encuentros políticos, en los que se dan muestras de paz y solidaridad con niños y palomas en un entorno militar. «Uno demuestra fortaleza para bloquear de antemano eventuales aspiración de dominio por parte del interlocutor, y al mismo tiempo amistosa disposición para el contacto».

Ello posee varias consecuencias. Una de ellas es que, conscientes de esta situación, tendemos a ocultar nuestras debilidades para evitar ser vulnerables a los ojos de los demás. Lo cierto, es que las personas despiadadas suelen ser perspicaces para saber por dónde han de atacar a los demás. No es raro, pues, que las personas tendamos a ocultar aquellos rasgos de nuestro carácter que consideremos débiles, escondiéndonos tras una armadura que con el tiempo hacemos nuestra, confundiéndonos con ella como si fuera una segunda piel, olvidándonos de quiénes somos en realidad, incluso en los ambientes más cercanos y familiares. Vivimos con las máscaras puestas, lo que en el fondo supone un modo perturbado de ser y de relacionarse. Buena parte de la actividad de los terapeutas pasa por devolvernos a cómo somos en realidad, identificando nuestras máscaras, y ayudándonos a quitárnoslas, tarea nada fácil, por cierto.

El hecho de vivir desde este esquema supone una pérdida personal muy importante, en la medida en que difícilmente estamos dispuestos a asumir nuestras flaquezas o nuestros errores. Y ello bien porque no los asumimos (los hemos ocultado bajo nuestras máscaras incluso a nosotros mismos, ignorándolos), o bien porque hay miedo a mostrar debilidad, algo que a menudo adopta la forma de no asumir las propias equivocaciones. Ello nos lleva en cualquier caso a eso, a no asumir o reconocer nuestros errores, a obviarlos, a pasarlos por encima creyéndonos nuestra lectura de las cosas, dejando pasar una oportunidad para corregirnos, si es el caso. Esto es algo que en la vida política ocurre con mucha frecuencia: asumir un error es poco menos que la mayor humillación que puede sufrir un político; porque claro, naturalmente siempre hay un opositor que sabía lo que había que hacer. De ahí al engolamiento y a la soberbia sólo hay un paso. A este respecto, Adam Smith dice unas palabras muy sabias: «Para dirigir la visión del estadista puede indudablemente ser necesaria una idea general, e incluso doctrinal, sobre la perfección de la política y el derecho. Pero el insistir en aplicar, y aplicar completa e inmediatamente y a pesar de cualquier oposición, todo lo que esa idea parezca exigir, equivale con frecuencia a la mayor de las arrogancias. Comporta erigir su propio juicio como una norma suprema del bien y el mal. Se le antoja que es el único hombre sabio y valioso en la comunidad y que sus conciudadanos deben acomodarse a él, no él a ellos».

Tenemos tan asumida la necesidad de tener éxito que cuando no lo podemos tener a nivel social por el motivo que sea, nos creamos nuestros propios procesos sustitutivos en los que podamos ser los mejores. No hay mejor muestra que el libro de los récords, en el que aparece gente que es la mejor en infinidad de cosas poco menos que curiosas. O también la de aquellos que usan ciertos productos, seguramente bien manufacturados, que multiplican su valor no tanto por su calidad ―que también― sino sobre todo por llevar impresa una determinada marca, algo a lo que la publicidad nos está empujando constantemente, si queremos tener un mínimo de prestigio y no ser unos ‘don nadie’.

Estos procesos se dan en nosotros, y creo que es importante tomar consciencia de ellos, y adoptar la estrategia oportuna, so pena de ser engullidos por el monstruo que hemos creado. «El que el ansia de poder humano no disponga de frenos en forma de mecanismos de desconexión es una razón más para que las organizaciones creadas por el hombre desarrollen a menudo una dinámica propia por medio de la cual se autonomizan y se convierten en fines en sí mismas»; caso en el que tenemos la tendencia a olvidarnos de que, enfrente de nosotros, lo que hay son efectivamente personas. Las anónimas sociedades occidentales pueden ser (yo creo que de hecho lo son) espacios que se vuelvan contra nosotros, e incluso una amenaza para la misma democracia. Igual que los niños buscan seguridad en sus padres cuando sienten temor, así no pocas personas buscan el amparo de líderes que les prometen seguridad; su inseguridad les hace vulnerables a figuras demagógicas y a otros vendedores de ilusiones prometeicas, olvidándose de sí mismos. Ciertamente todo esto nos debe ayudar a pensar en qué fundamentamos nuestras vidas. Que el reconocimiento social es parte importante en ellas, ya lo puso de manifiesto Adam Smith (entre otros) hace tiempo. Conscientes del peligro que eso puede suponer cuando vendemos nuestra alma al diablo, tanto para nosotros como para los demás, creo que nos debería ayudar a pensar mecanismos de autocontrol, tanto individuales como sociales, ya que no disponemos de los fisiológicos, y los de proximidad parece que estén cada vez más lejanos; igual una solución sea reactivarlos.

16 de mayo de 2023

La definición de sistema según von Bertalanffy

Decía en el anterior post que, al tratar de comprender hoy en día a la materia, se nos imponía un carácter fundamental que no podíamos eludir: el estructural. Hoy en día no se puede comprender la materia si no es desde su dimensión estructural, al cual nos podíamos aproximar desde dos frentes: el sistémico (desde su aquí y ahora) y el procesual (desde su devenir a lo largo del tiempo). Vamos a comenzar realizando algunas consideraciones sobre el primero, sobre el sistémico.

Si nos fijamos, todo lo que existe en el ámbito material (afirmación que puede ser extendida a otros ámbitos, no sin ciertas precauciones) debe ser considerado estructuralmente, y ello tanto hacia arriba como hacia abajo. Es decir, cualquier cosa aparece formada según una estructura de partículas u otros elementos mediante fuerzas y energías, y a su vez aparece formando parte de una estructura mayor de la cual es una parte integrante. Toda estructura es estructurada y estructurante, está formada por estructuras más pequeñas y a la vez forma parte de estructuras mayores, lo que implica un orden sorprendente en la naturaleza, cuyo dinamismo no deja de sorprendernos y de desconcertarnos.

Sistémicamente consideradas, estas estructuras están constituidas tanto por nodos, como por las relaciones establecidas entre ellos, dando origen a una unidad sistémica clausurada cíclicamente, constructa. Estos nodos podemos denominarlos ―desde la filosofía― notas del sistema, que están dispuestas de tal modo que todas dependen de todas, todas poseen un lugar y funcionalidad propia que no está al servicio de sí misma, sino de la estructura de la que forman parte.

Esta interdependencia estructural no es ‘resultado de’ la estructura, sino ‘principio’ de la misma, y es a su luz como hay que leer lo que existe. Todo lo que existe es estructural, poseyendo cierto carácter individual, dotado de cierta entidad que lo distingue del resto, pero no del todo, en el sentido de que no está aislado absolutamente de todo (lo cual sería imposible), sino que su entidad es dada manteniendo cierta relación abierta con su entorno: no se confunde con lo demás, pero tampoco es algo otro de lo demás. Por eso dirá Zubiri que todo sistema es un relativo absoluto: relativo, porque no puede existir al margen de lo demás, precisa relacionarse con ello; absoluto, porque no se confunde con lo demás, posee cierta entidad propia.

Ésta fue la idea base del biológico austríaco Ludwig von Bertalanffy (1901-1972) y su Teoría General de Sistemas, presentada de modo oficial en 1945, y publicada en una serie de artículos en 1968. Bertalanffy definió sistema como un ‘complejo de elementos interactuantes’, definición que servía no sólo para la materia inerte, sino también para los entes vivos, e incluso para los procesos humanos superiores; no en balde, se dedicó durante bastante tiempo también a la psicología y a la psiquiatría, además de contar también con conocimientos de filosofía (de hecho, ésta fue su primera licenciatura).

Un protón es un sistema, un átomo es un sistema, una célula es un sistema, un organismo es un sistema, una persona es un sistema, un planeta es un sistema… así hasta llegar a ese gran sistema que es el cosmos y que lo englobaría todo. El hecho de que la materia posea este carácter sistémico le da una riqueza que hay que destacar, en el sentido de que lo que sean las cosas, lo que sea esta estructura, no depende sólo de los elementos que la compongan (no sólo el qué) sino también del hecho de que éstos se encuentran situados según una determinada manera y no según otra (el cómo). Y cuando se analiza o se investiga un sistema habría que intentar dar solución a ambas cuestiones: no sólo atender a las partes que lo componen, sino también al hecho de que esas partes se encuentren dispuestas según una cierta estructuración, según un determinado orden. Como ya decía Ortega, la realidad no sólo es algo, sino que es un algo ordenado; la realidad es contenido ordenado. Un orden que no depende únicamente del propio sistema, sino también de cómo éste esté situado en ese otro sistema más amplio al que pertenece; es característico de todo sistema natural su apertura al entorno, el cual influye en ellos, pero que a su vez también es influido por ellos. El ambiente es también modificado de alguna manera por la presencia de un sistema, variación que a la vez afecta al comportamiento del propio sistema. Algo parecido a lo que ocurre en un campo eléctrico, que se ve modificado por la presencia de un nuevo electrón, lo que a su vez revierte sobre el electrón recién llegado.

9 de mayo de 2023

El antídoto al abuso de la abstracción: ser es ser percibido

El hecho de afirmar la existencia real de las cosas allende su presencia en la mente se debe ―en opinión de Berkeley― al abuso de la abstracción: «¿puede haber más flagrante abuso de la abstracción que el distinguir entre la existencia de los objetos sensibles y el que sean percibidos, concibiéndolos existentes sin ser percibidos?» (§5). ¿Cómo es posible separar la existencia de las cosas en sí mismas, allende la noticia sensible que podamos tener de ellas? ¿Cómo es posible separar las cosas de su propia percepción?

El punto de partida de Berkeley es que la noticia que tenemos de los objetos es a base de sensaciones e impresiones sobre nuestros sentidos, generándose así las ideas, etc. Y se pregunta: «¿Y será posible separar, ni aun en el pensamiento, ninguna de estas cosas de su propia percepción?» (§5). Lo cierto es que podemos, con nuestra imaginación, concebir por separado cosas que sensiblemente no hemos percibido así. Podemos concebir, por ejemplo, el olor de una rosa sin tenerla presente. Pero esto no es sino una abstracción, porque sin la presencia de la rosa, difícilmente podremos olerla.

La abstracción se puede corresponder bien con cosas que hemos percibido antes pero ahora no (el olor de la rosa) bien con cosas que nunca hemos percibido (un canguro verde). Toda imaginación lo que hace es combinar cosas de la que de alguna manera ya hemos tenido noticia sensible; no podemos imaginarnos nada que no se construya a partir de las cosas que ya hemos percibido. Pero el poder de la abstracción no va más allá. Entiendo, pues, que para Berkeley hay una diferencia entre la noticia mental producto de una abstracción, y la noticia mental producto de una percepción. Aquí Berkeley juega con dos tipos de ideas: las que hemos ‘percibido’ de una determinada manera ‘impuesta’ por la cosa que hemos percibido, y las que hemos ‘construido’ con nuestra abstracción imaginativa jugando con aquéllas. Las primeras se nos imponen, no podemos manejarlas a nuestra voluntad; las segundas dependen de nuestra imaginación, y sí que las podemos manejar. Y son distinguibles unas de otras. Pero de ambas ideas tenemos noticia, ambas tienen presencia en nuestra mente: tanto la de la rosa, como la del canguro verde, pero no de la misma manera: unas se nos imponen, y las otras no. Las segundas las manejamos a nuestro antojo, aunque dependamos de lo percibido previamente como elementos sobre los que ejercer la imaginación, mientras que las primeras son como son, y nos dicen cómo son las cosas.

El caso es que no nos es posible ver o sentir ninguna cosa sin poseer una sensación actual de ella; y, en continuidad con ello, no es posible tener presencia mental de un objeto diferente a la percepción o sensación del mismo. Dice: «así como es imposible ver o sentir ninguna cosa sin la actual sensación de ella, de igual modo es imposible concebir en el pensamiento un ser u objeto distinto de la sensación o percepción del mismo» (§5).

Todo lo que vemos y sentimos son impresiones sobre nuestros sentidos que se hacen presentes en nuestra mente, y las cosas no se pueden separar de su percepción, pues son de alguna manera lo que percibimos de ellas. De aquí concluye Berkeley su famosa aseveración. Si no se puede asegurar la existencia real de lo abstraído, sólo cabe concluir que la existencia real de los cuerpos se da en tanto que son percibidos, es decir, ‘sólo tienen sustancia en una mente’: «su ser (esse) consiste en que sean percibidos o conocidos» (§6). Es decir: ‘ser es ser percibido’. De hecho, nos reta a que tratemos de distinguir en nuestro pensamiento el ser de una cosa sensible de la percepción de ella.

a continuación dice una idea que tiene mucha miga: «Y por consiguiente, en tanto que no [aquí dice ‘nos’, pero creo que es una errata] los percibamos actualmente, es decir, mientras no existan en mi mente o en la de otro espíritu creado, una de dos: o no existen en absoluto, o bien subsisten sólo en la mente de un espíritu eterno; siendo cosa del todo ininteligible y que implica el absurdo de la abstracción al atribuir a uno cualquiera de los seres o una parte de ellos una existencia independiente de todo espíritu» (§6). Las cosas reales muy bien pueden estar presentes, ser actuales, en los espíritus creados, momento en el que nos hacemos eco de nuestra existencia. Pero, ¿qué ocurre con aquellas cosas reales que no están siendo percibidas por ningún espíritu creado? Pues que están presentes en la mente de un espíritu eterno: Dios en el pensamiento de Berkeley. Así salva Berkeley las cosas. Berkeley no entiende que las cosas pasivas tengan existencia por sí mismas, sino que penden de la actividad de una mente, de un espíritu, bien sea un espíritu creado, bien sea un espíritu creador.

Pero claro, esto implica un cambio de clave fundamental, porque los espíritus creados no ‘crean las cosas metafísicamente’, sino que solamente pueden afirmar su existencia en tanto que están presentes en su mente, sólo les dotan de ‘ser’, no de ‘realidad’; en cambio, el espíritu eterno, al pensar las cosas, al tenerlas presente en su mente, sí que las crea, de modo que les dota de existencia real de carácter metafísico. Un espíritu creado no puede dotar de realidad metafísica a las cosas tal y como lo hace un espíritu eterno: en el segundo caso, el ser está coimplicado con la existencia, mientras que en el primero no. Ya vimos que Berkeley no duda de la existencia de las cosas, sino que lo que se cuestiona es el fundamento de su existencia. Este fundamento ya no cabe situarlo en la sustancia material; ¿dónde, pues? Pues en la mente divina. Cuando las cosas son pensadas o están presentes en un espíritu eterno, nos abrimos al plano metafísico; cuando ocurre lo propio en un espíritu creado, nos situamos en el plano gnoseológico-ontológico. Y así se está produciendo un giro importante para entender lo que es la ontología: si clásicamente el ser se asociaba a la existencia de las cosas, a partir de la modernidad, se asociará a su conocimiento.

2 de mayo de 2023

La inducción como una deducción invertida

Es frecuente que en los tratados de lógica se atienda más a la deducción que a la inducción, seguramente porque la inducción sea más complicada de tratar ‘lógicamente’. Quizá por este motivo es por el que a Peirce le interesa. ¿Cómo se podría definir la inducción? Peirce la define de un modo un poco espeso; dice él: inducción es «un argumento que procede sobre el supuesto de que todos los miembros de una clase, o agregado, tienen todas las características comunes a todos aquellos miembros de esta clase en relación con los cuales se la conoce, tengan o no estas características»; esto es, se trata de la presuposición de que es verdad para todo un conjunto de individuos lo que es verdad para algunos casos concretos del mismo, tomados aleatoriamente. De la verdad de unos pocos casos conocidos, se infiere la verdad de todo el grupo o de toda la clase. Pero siempre nos quedará la duda de si todos esos individuos restantes del grupo, tal y como Peirce finaliza su definición, poseerán o no esas características que sí poseen los individuos seleccionados. Por ejemplo: viendo que unos cuantos cuervos son de color negro, podemos inferir que todos los cuervos lo son, sin saber a ciencia cierta que efectivamente sea así; ¿podrá haber algún cuervo de otro color? Incluso aunque hasta la fecha no hayamos visto ninguno, y a pesar de haber visto miles y miles, nunca podemos estar seguros completamente de que no haya cuervos de otro color. A estos es a lo que se refiere Peirce.

Sabemos que en un silogismo típico la conclusión es obtenida a partir de las premisas. Pongamos uno típico:
a) Premisa mayor: Todos los hombres son libres.
b) Premisa menor: Sócrates es un hombre.
c) Conclusión: Sócrates es libre.
En este silogismo se ve claramente. Se parte de las dos premisas, la mayor y la menor, para llegar a la conclusión. Démonos cuenta de que para afirmar la verdad de la conclusión no basta que el silogismo esté bien planteado, sino que también es necesario que las premisas sean verdaderas, lo que implica ya un conocimiento empírico de lo que en ellas se afirma. Pero si éstas son verdaderas, y el silogismo es correcto, la conclusión necesariamente lo es. Muy bien podría ocurrir que el silogismo fuera correcto pero las premisas no; por ejemplo, si sustituyéramos ‘ser libre’ por ‘volar’, la conclusión sería que Sócrates vuela, ya que todos los hombres vuelan y él es un hombre; a la vista está que Sócrates no vuela, o no volaba, como tampoco lo hace ningún hombre porque la premisa mayor es falsa. La conclusión es falsa porque, en este caso, una de las premisas es falsa.

Pero en el caso de la inducción no sucede así, no se obtiene la conclusión a partir de las premisas, sino que la conclusión se asume como una de ellas. Es un dato interesante porque efectivamente, se da por presupuesta la conclusión que no ha sido demostrada, sino que se asume para poder dar validez precisamente a la inferencia inductiva, que no deja de ser una inferencia estadística. La verdad que nos ofrece la inducción siempre será de carácter probable, estadístico.

Supongamos que cogemos un texto escrito en inglés de cierta extensión, y observamos que la letra ‘e’ aparece en una proporción del 11’25%; supongamos que hacemos esta comprobación con distintos textos largos, y en todos ellos obtenemos la misma proporción. Pues bien, podemos inferir inductivamente que los textos largos (con un mínimo de palabras) escritos en este idioma poseen ‘en general’ una presencia de la letra ‘e’ en una proporción del 11’25%. Si nos fijamos, el proceso es totalmente opuesto al de la deducción: en ésta, la verdad de la conclusión es algo a obtener, partiendo de la verdad de las premisas y de la validez del silogismo lógico; en la inducción, es la presuposición de que la conclusión es cierta la que dota de validez a la inferencia inductiva.