29 de diciembre de 2020

Explicación y comprensión

No es extraño, cuando se habla de realidad, que ésta quede circunscrita a su dimensión material; de hecho, seguramente es el modo más evidente de hacérsenos presente. La duda se encuentra en si lo real se limita a lo físico, o el carácter de realidad se puede otorgar a otro tipo de entes que no sean materiales. ¿Cómo podríamos definir a la materia? Quizá como aquello que ofrece cierta resistencia a nuestro cuerpo, a nuestros sentidos fisiológicos; de alguna manera, se estima que lo que es real también ofrece cierta resistencia a que lo manejemos a nuestro antojo, una resistencia no sólo a nuestros sentidos fisiológicos, sino también a nuestra capacidad de conceptuación o de reflexión, a nuestras acciones… de modo que lo material se correspondería con el caso en que dicha resistencia se diese en el plano físico, fisiológico. Ahora bien, cuando tenemos alguna cosa delante de nosotros, cualquiera, podemos preguntarnos si lo que esa cosa es se agota en lo primariamente dado a nuestros sentidos o no. Es decir, si ‘detrás’ de lo que percibimos, hay ‘más cosa’ (sin entrar de momento en detalles de qué sea ese ‘más cosa’) o no. En una primera aproximación, parece razonable contestar a la anterior cuestión con un sí, que sí que consideramos que tras lo primariamente ofrecido a los sentidos hay algo más; precisamente, el esfuerzo científico consiste en ir tras ese ‘algo más’, ¿no?

En el caso de la ciencia, ir tras ese ‘algo más’ se puede entender en dos sentidos, a mi modo de ver. El primero sería en el que acabo de comentar, en el de intentar profundizar en lo que esa cosa sea, como si nos pudiéramos zambullir en su interior como en el agua de una piscina, y bucear en sus estructuras constitutivas y procesos internos. En este caso, se trata de un ‘algo más’ que se va descubriendo conforme podemos ir percibiéndolo; en principio percibimos sólo su parte más externa, pero hacemos lo que podemos para ir percibiéndolo cada vez más adentro. Algo que inicialmente hacemos con nuestros sentidos fisiológicos los cuales, al quedarse cortos enseguida, podemos complementarlos recurriendo a tecnología de cualquier tipo, la cual conforme va avanzando nos va permitiendo profundizar cada vez más, y más, y más. Descubrimos entonces un mundo sorprendente, el cual probablemente (seguramente) nunca percibiríamos por nosotros mismos: ¿veremos algún día con nuestros ojos un átomo o una molécula, una célula o un microorganismo, o un agujero negro?

El segundo sentido al que me refería puede entenderse en sentido opuesto, es decir, en referencia a la necesidad de aprehender dicha cosa no ahondando en ella, sino desde cierta toma de distancia que nos permita atenderla desde un enfoque más amplio, desde la consciencia de que esa cosa no existe sola en sí misma, sino que está relacionada con los elementos de su entorno. Desde esa toma de distancia, no estamos pendientes de lo que esa cosa sea como tal —que también— sino de cómo se inserta en un entramado más amplio al que entendemos que pertenece. Ahora, ese ‘algo más’ consiste en cómo se sitúa esa cosa entre todas las demás cosas. Podemos estudiar, por ejemplo, un electrón en sí mismo y en sus partículas elementales, o en tanto que forma parte de un átomo y contribuye a generar moléculas; o la Tierra, en sí misma o como parte del Sistema Solar, etc. Proceso en el que, de forma similar a la anterior, dependemos de la tecnología, pero ahora no hacia dentro, sino desde fuera, podríamos decir.

Sin embargo, aquí no se acaban los modos en que podemos entender ese ‘algo más’, sino que podemos añadir dos perspectivas: una estética (que abordaré en otro post) y otra filosófica, que paso a comentar. Porque podemos pensar en ese ‘algo más’ entendiéndolo como qué sea aquello que hace que esa cosa sea, que esa cosa exista; es decir, podemos plantearnos cuál sea su fundamento, sea éste el que sea. Podemos efectivamente ‘bucear’ hacia las profundidades de lo real, cada vez más hondo, hasta donde nos permita la tecnología. ¿Es esta vía la adecuada para poder dar respuesta a esta cuestión? Los avances de la ciencia necesariamente han de seguir la vía de lo que es perceptible por los sentidos, y cabe plantearse si el fundamento de lo que sean las cosas reales sea algo de la misma índole que las propias cosas reales: material, perceptible por los sentidos, etc. Con ese fundamento se pretende dar respuesta a cuestiones como por qué existe la realidad, por qué existe el universo, de dónde le viene al universo esa dinamicidad intrínseca y que evolutivamente le lleva a adoptar configuraciones cada vez más complejas. En este caso, no se trata de llegar a partículas cada vez más pequeñas, e incluso de desbordar el nivel corpuscular para encontrarnos en un ámbito únicamente energético, a modo de ese plasma que se supone que hubo cuando el big bang… De lo que se trata es de preguntarse por cuál sea el fundamento de aquello que hay, sea este fundamento materia, energía, materia-energía, plasma… y que en definitiva hace que las cosas sean lo que son y tal y cómo son.

Este tipo de preguntas son las que se hace la metafísica contemporánea (cuanto menos una rama de ella) la cual, así considerada, se convierte en una especie de ‘trans-física’, en el sentido de que, sin abandonar lo real, se pregunta por su fundamento; sin abandonar el conocimiento científico, trata de trascenderlo en esta línea de comprensión; como dice Zubiri en una frase compleja, se trata de inteligir sentientemente la física trascendentalidad de lo real. Ello supone ‘no abandonar lo real’, pero sí inteligirlo trascendentalmente, opciones que para nada están enfrentadas. No se trata de buscar respuestas en un ámbito teórico o conceptual, sino en diálogo con aquello que conocemos, pero sin quedarnos en ello, sino desbordándolo (por decirlo así). No estoy hablando de idear soluciones a distintos problemas o cuestiones científicas que existan (como ocurrió, por ejemplo, con la ‘hipotesis átomo’ en el debate decimonónico sobre este tema, o en otras tantas hipótesis que hay hoy en día en el ámbito de la física cuántica); de lo que hablo es de ese cambio de nivel que implica indagar sobre qué sea el fundamento de todo aquello que conocemos (científicamente, o del modo que sea).

La mayoría de nosotros ya tiene más o menos una cosmovisión generada, normalmente de modo más o menos intuitivo: unos más espiritualistas, otros más materialistas, otros… Pero de lo que se trata es de fundamentar y argumentar nuestra respuesta. Tanto si dicha respuesta la podemos encontrar en el mismo orden de cosas en que nos movemos físicamente como si no, es preciso ir más allá de la opinión y de la creencia para, en diálogo con las ciencias y con las demás disciplinas del conocimiento, en la medida de nuestras posibilidades, y en la medida en que esta cuestión lo permita (asunto que por su propia índole no nos ofrece muchas facilidades), intentar aproximarnos a una comprensión argumentada de lo que sea la realidad y de lo que seamos nosotros. La cuestión no es sólo cuál sea este fundamento, o si este fundamento lo podemos encontrar en la propia realidad material o no, sino también si se puede decir algo sobre él. Dada la dificultad de la empresa, muchos la obvian o la rechazan, pero, ¿podemos renunciar a ella? Quizá todo este esfuerzo contribuya no tanto a explicar nuestro universo o a nosotros mismos, como a comprenderlo y a comprendernos.

22 de diciembre de 2020

¿Quién ha oído hablar alguna vez de Clair Patterson?

Contestar a esta pregunta es igual que contestar a: ¿qué tiene que ver la edad de la Tierra con que utilicemos en nuestros vehículos gasolina sin plomo? Porque, en definitiva, estos dos hechos son debidos a este gran hombre, Clair Patterson, a quien descubrí gracias a Bryson y su libro divulgativo Una breve historia de casi todo. He de reconocer que, antes de esto, efectivamente, yo no oí nunca hablar de él; y el caso es que es de esa clase de personas que, sin hacer ruido, han dejado una huella indeleble en la humanidad, mejorando la vida de muchos de nosotros.

Patterson era un joven investigador de la universidad de Iowa cuando tenía entre manos un proyecto interesante, como es averiguar la edad de la Tierra, Para ello estaba empleando un novedoso método, que tiene que ver con la desintegración del uranio hasta el plomo. Sin embargo, se encontró con un contratiempo persistente: que las muestras que empleaba se contaminaban continuamente, albergando mucho más plomo del que cabía esperar, y no sabía muy bien por qué ocurría esto. ¿Por qué había siempre tanto plomo?, ¿cómo podía ser esto? La causa hubo que buscarla, desafortunadamente, en la fortuna de otro hombre que se abrió camino en la vida empresarial: Thomas Middley.

En la década de los veinte, el plomo era un elemento usado en multitud de circunstancias: para soldar latas de comida, en los tubos dentífricos, en depósitos de agua, etc., además de ser muy barato tanto su extracción como su manipulación. En este contexto, Middley realizó un descubrimiento que le haría famoso (bueno, en realidad hizo también otro descubrimiento desafortunado, a saber: el de la ‘utilidad’ de los gases clorofluorocarbonados; sí, los que destruyen la capa de ozono y que hace también pocos años que dejamos de utilizar), como es que el plomo era un aditivo ideal para añadir a los combustibles, y contribuir así a un mejor rendimiento de los motores (de hecho, yo recuerdo perfectamente consumir todavía gasolina con plomo, la gasolina ‘súper’ de hace varias décadas). Se creó en su día una macroempresa para fabricar a escala mundial combustible con este aditivo, en la que empezaron a suceder algunas desgracias personales. Entonces no se sabía demasiado de la toxicidad del plomo, pero el caso es que no pocos trabajadores comenzaron a sufrir algunas enfermedades de diverso tipo, aunque desde la empresa se logró eludir la polémica. Resultado de todo ello es que, en pocos años, la mayoría del parque mundial usaba gasolina con plomo.

Por su parte —como decía— Patterson estaba trabajando para conseguir datar la edad de la Tierra. Se insertó en una tradición de investigadores que estaban ya en esta empresa, apoyándose en los ritmos de desintegración constantes de diversos elementos, descubiertos no hacía mucho por Rutherford. Se propusieron distintas alternativas, fracasando todas, hasta que, en colaboración con su jefe, Patterson dio con el método correcto: la desintegración del uranio hasta el plomo; conociendo sus vidas medias de desintegración, y la cantidad existente, comparada con la que debería existir por el tipo de material de que se trataba, el cálculo era fácil. Inicialmente se encontraron con el problema de que no encontraban piedras tan antiguas para trabajar sobre ellas, así que probaron con meteoritos, pues Patterson pensó que su origen sería similar al de la Tierra, allá cuando el sistema solar se creó. De su trabajo resultó un valor que sigue siendo aceptado hoy en día: la Tierra tiene una antigüedad de 4.550 millones de años.

Pero el caso, y esto enlaza con el otro asunto, es que observó que estas muestras, al cruzar la atmósfera, aparecían con una sobrecarga de plomo, que tenía que corregir. ¿Por qué ocurría esto? ¿De dónde salía el plomo en la atmósfera? Para ver de qué estaba hablando, se fue a Groenlandia, no porque le gustara la nieve sino porque en los paisajes helados los estratos de material se ven con mucha claridad, debido a los cambios de coloración por las variaciones anuales de temperaturas. Así, extrayendo muestras de los sucesivos estratos, cada vez más profundos, Patterson pudo comprobar que antes de 1923 prácticamente no había plomo en la atmósfera y que, a partir de entonces, la concentración creció alarmantemente. Investigando averiguó que en torno al 90% del plomo de la atmósfera salía de los tubos de escape de los coches, y se paso el resto de su vida peleando contra las grandes empresas que usaban este aditivo, y también con la administración estadounidense, para que lo eliminaran del combustible. Se puede decir que le hicieron la vida imposible, sufriendo no pocas presiones de todo tipo, aunque al final la legislación se hizo eco del problema, de modo que la gasolina con plomo se retiró del mercado norteamericano en el año 1986 y, de modo casi inmediato, las concentraciones de plomo en la sangre de los habitantes de USA disminuyeron en niveles destacables. Medida que se exportó en breve a otros países, como el nuestro. Ciertamente, aún se sigue emitiendo plomo a la atmósfera como consecuencia de otras actividades industriales, pero en cantidades proporcionalmente muy inferiores.

Y bueno, esta es la historia de este singular hombre. Un auténtico héroe anónimo al que, ciertamente, le debemos mucho. ¡Feliz Navidad!

15 de diciembre de 2020

De los caracteres evolutivos humanos a la cultura

Dejé pendiente en otro post (en éste) hablar un poco sobre los caracteres que nos especifican en el género homo. Pensar qué es lo específico humano en el género homo no es tan sencillo. Bueno, quizá sea más sencillo identificarlo; más complejo es comprender cómo fueron apareciendo en la evolución esos caracteres específicos. Como comentaba al final de aquel post, es fácil que se fueran dando de manera concomitante, bien tras cambios importantes en la evolución, bien tras cambios más paulatinos, retroalimentándose entre la dimensión biológica y la cultural. En cualquier caso, podemos destacar tres grandes caracteres diferenciadores: la postura erguida permanente, el desarrollo del encéfalo (con la aparición de la inteligencia y su repercusión tanto a nivel individual como social), y la liberación del miembro anterior. Más que pensar en un desarrollo paulatino, hay que pensarlo concomitantemente, como dice Vollmer: «en el decurso del devenir del ser humano se activaron simultáneamente la elaboración de herramientas, la habilidad manual, la capacidad mental y la postura erguida».

La posición erguida permanente es específica de los homínidos, lo que tuvo distintas consecuencias. Según muestra el registro fósil, la aparición de la postura erguida fue previa al desarrollo cerebral. Se dice que si no es por el bipedismo difícilmente se podría haber desarrollado un cerebro indiferenciado y con todas las posibilidades que ello conlleva. Gracias a ello se diferenciaron notablemente los miembros anteriores de los posteriores, que adquirieron funciones muy distintas (y que comentaremos a continuación, por su importancia); también supuso un cambio importante en lo que al cerebro se refiere, porque en la postura acostumbrada, el cráneo aparece en situación de apéndice respecto a los miembros anteriores, lo que limitaba su crecimiento; pero en la erguida, aparece como ‘dejado caer’ sobre los mismos, en una situación más holgada, más relajada, más liberada, permitiendo su posible desarrollo. Una consecuencia positiva fue que esta nueva ubicación alcanzaba una posición más equilibrada en cuanto al reparto de pesos, facilidad de movimientos, etc. Y un último detalle, no menos importante, es que la postura erguida posibilitó una captación de información del entorno cuantitativa y cualitativamente superior, lo cual repercutía en un mayor abanico de conductas.

Como decía, la liberación de los miembros anteriores hizo que pudieran ser utilizados como órganos prensores, liberando de esta función a la mandíbula, la cual podía ‘dedicarse’ ya sencillamente a la masticación. La exigencia muscular de la mandíbula menguó, a la par que la ‘masa facial’, posibilitando que se desarrollase la zona frontal que, efectivamente, está más desarrollada en los homínidos. Esta disminución de la masa facial, o de la exigencia de la masticación, también pudo estar propiciada por los cambios del hábito alimentario, ya que se empezó a consumir cereales con mayor frecuencia. Es razonable pensar que ello contribuyó, o facilitó, la siguiente característica.

Este salto biológico —la posición erguida— es considerado como el gran hito para la aparición de la especie humana, consecuencia del cual se pudieron dar los otros dos. Uno de ellos es el aumento de la capacidad craneal, asociado al desarrollo del encéfalo; un desarrollo hasta niveles insospechados en el resto de los homínidos y primates; un desarrollo que se da no sólo a nivel de tamaño y de número de neuronas, sino en cuanto a la complejización de su funcionamiento.

El desarrollo del encéfalo humano no es homogéneo en todas sus partes, sino que se da de forma especial en la corteza, es decir, la parte cerebral capaz de registrar un gran número de información, de activar de modo preciso el sistema motor, de aprender y de emplear dicho aprendizaje en nuevas situaciones y contextos, de prever más allá de la situación presente mediante la imaginación, del pensamiento lógico y abstracto, y del reflexivo, y de la consciencia… capacidades que de alguna manera están incluidas o posibilitadas por lo que Zubiri denomina inteligencia, el tomar distancia frente al mundo, el saberse otro ante él, el poder aprehender las cosas como ‘de suyo’. Lo que nos da que pensar es qué fue antes: si el aumento craneal dejando holgura al crecimiento del cerebro, o el aumento de éste ‘presionando’ al cráneo para que creciera; o bueno, seguramente las dos cosas a la vez, concomitantemente, lo cual complejiza mucho el proceso, a poco que lo pensemos.


Otro carácter específico fue la liberación de la mano. Gracias a la postura erguida las manos quedan libres para cualquier uso ajeno al mero desplazamiento, para poder emplearlas en el manejo de objetos y enseres, alimentada por un cerebro cada vez más imaginativo y minucioso. Esta liberación propició una mayor captación del espacio en torno, de la direccionalidad, de distancias y referencias exactas, lo cual no sólo repercutió en el movimiento del individuo, sino también en el manejo de los objetos. Su capacidad creativa creciente le ayudó sin duda a dar usos nuevos a las herramientas ya conocidas, así como a crear nuevas herramientas para las funciones que se fueran ideando. «De este modo se producen ya esbozos de pensamiento y de elaboración planificada de herramientas».

Estos tres caracteres, fueron contribuyendo a que los primeros humanos fueran tomando consciencia de las posibilidades que le brindaba su entorno, de las utilidades de las que se podían aprovechar, lo cual fue redundando en una cada vez mayor conciencia de sí mismo y de sus posibilidades sociales. Por ejemplo, frente a las manadas en las que había que estar empleando muchos recursos en mantenerse en el estatus de macho alfa, cuando las condiciones de vida se hicieron más difíciles en la estepa, se pasó a grupos familiares monógamos, liberando al hombre de tener que estar continuamente defendiéndose de sus rivales, y pudo acometer actividades fuera de su hogar. Ello repercutió en el cuidado de la prole. La alta mortalidad de los miembros jóvenes se redujo gracias al cuidado de los padres, lo cual parece estar vinculado con la evolución ontogenética del cerebro, que se fue haciendo más lenta: «a medida que crece la capacidad cerebral disminuye la velocidad de desarrollo del niño y aumenta el período en que necesita ser atendido».

Por su parte, el aprendizaje era algo compartido entre los miembros de la tribu, lo cual fue contribuyendo a un sentimiento de identidad colectiva, sentimiento que seguramente ya existía previamente, pero no desde la conciencia reflexiva, a lo que contribuyó nuestro sistema fónico (único en la naturaleza) en beneficio del lenguaje abstracto propio de los humanos. De este modo, la actividad de cada individuo alcanzaba también una dimensión grupal, social, siendo beneficiarios de la misma el propio protagonista, así como el resto del grupo. El conocimiento se acumulaba, perfeccionándose y transmitiéndose de generación en generación, proceso que se convirtió en exponencial gracias a la escritura y a otros modos de transmisión de la cultura. Pensemos, por ejemplo, y en la técnica (arco y flecha, rueda, etc.) capaz de crear instrumentos no naturales cuya fabricación podía ser comunicada a otras personas: no era una transmisión ‘natural’ sino que se trataba de una ‘explicación’ para lo cual había que conocer cómo se fabricaban. O también, el arte, la pintura, con vestigios de hace unos 44.000 años localizados en Indonesia, que indican sin duda una dimensión de carácter espiritual, haciendo algo sin finalidad práctica, tan sólo como expresión simbólica de sus inquietudes o estado emocional. O el enterramiento de los muertos, que muestra una preocupación no por el cuidado en la vida, sino más allá de ella (se conocen enterramientos de hace 78.000 años en Kenia).

Y así hasta nuestros días, donde contamos con todas las posibilidades de la comunicación virtual: si lo pensamos, un individuo actual recibe en un día más información que un individuo prehistórico durante toda su vida. Todo lo cual repercute, o debería repercutir, en nuestro beneficio, dado que cada persona podrá contar con una serie de conocimientos adquiridos por la experiencia de los que le han precedido, sin tener que adquirirlos él en primera persona, partiendo de cero. Innato no es el conocimiento, que es adquirido, transmitido tradentemente, si no la capacidad para su adquisición, la cual lleva implícita un aprendizaje y una educación, no sólo para aprender contenidos, sino también para aprender a recibirlos en sí mismo y a emplearlos. Resultado de todo ello, y de las propias posibilidades del individuo, contará éste con un bagaje más o menos rico, de carácter cultural, para desplegarse en la vida. El nivel cultural dependerá, en definitiva, de la cantidad y de la calidad de la información que ha recibido una generación y, en su seno, cada individuo, así como la manera en que el individuo se revele apto para conservarlas y utilizarlas.

8 de diciembre de 2020

Interioridad y exterioridad: un asunto de información

Jacinto Choza, en su Manual de antropología filosófica, expone un problema altamente interesante, en lo que al estudio de la evolución del universo se refiere, a saber: el conflicto entre interioridad y exterioridad. El punto de partida de esta reflexión tiene que ver con la razón que podemos dar de la complejización de la materia a lo largo de los milenios de evolución del universo. Se han dado ya diversas razones como, por ejemplo, el hecho de que la materia tiene en sí ciertas leyes de comportamiento, no teleológicas, pero que de alguna manera hacen más probables algunas posibilidades de complicación que otras, tales como estado de mínima energía, líneas direccionales establecidas por su mismo modo de ser, etc. Sin embargo, Choza estima que este enfoque es insuficiente, por haberse mantenido en la dimensión de la exterioridad. En su opinión, antes este problema, como ante otros muchos, podemos adoptar dos puntos de vista paradigmáticos: el de la exterioridad, propia de las ciencias naturales, y el de la interioridad, propia de la filosofía; enfoques que, en su opinión, son difícilmente conciliables, por la distancia radical que hay entre ambos.

No pensemos que la interioridad tiene que ver con definir las leyes de los procesos, no es eso exactamente. Esta postura, sería la propia de las ciencias, la cual supone que, efectivamente, hay en la dinamicidad de la materia, tanto viva (como cuando decimos que el código genético de un embrión le lleva a desplegarse de tal manera) como inerte (como cuando decimos que el hidrógeno y el oxígeno pueden complicarse en la génesis de una molécula de agua), ciertas posibilidades que pueden ser descritas según la metodología científica. Pero no, no estamos hablando de esto cuando hablamos de interioridad, sino con una comprensión desde la intimidad de la materia —si puede decirse así— de lo que es dicha dinamicidad.

Ello pasa por comprender este carácter deviniente de la materia, que desemboca en el fenómeno conocido como ‘vida’. La vida no es algo que el viviente haga, sino que el ser vivo es eso, un ser viviente, es materia viviendo; la vida no es algo que pudiera hacer un ser una vez ya ha sido constituido, sino que en su constitución ya está en ese estado: viviendo; es un ‘ser viviendo’. Frente a las definiciones clásicas de vida (moverse, relacionarse, nutrirse, reproducirse, etc.), el profesor Choza asocia el mecanismo de la vida con la información: «un ser vivo es el que recibe y transmite información, y la vida consiste en eso en cuanto que el viviente se distingue de la información y permanece en algún sentido idéntico a sí mismo o en sí mismo, mientras la información varía, se recibe o se transmite». Se percibe así una primera diferencia entre lo vivo y lo inerte, no porque en lo inerte no haya transmisión de información —que la hay— sino porque permanecer en sí el informante mientras la información va y viene presupone una identidad del mismo, que no se encuentra en la materia inorgánica; ésta es capaz de transmitir cierta información, pero no hay informante, sino pura información que se propaga en un ‘medio’; en los seres vivos no sólo hay ‘voz’, sino que hay individuo que ‘vocea’, que transmite dicha información.

Dice Choza: «Si el hombre fuera solamente su voz y tuviera las características de una voz, no podría recoger ni transmitir información, sino que sería solo un mensaje que se extingue, pero no un mensaje suyo, puesto que él no queda. Una voz es pura exterioridad, pura distensión espacio-temporal, algo que no es simultáneamente, sino sucesivamente. La simultaneidad de la voz es su significado, su sentido (puede decirse, su esencia), pero ese sentido no es sentido para ella, sino para quien la oye, para el que capta el mensaje».

Así, el universo es una gran voz que no se escucha; y nosotros vemos estrellas y oímos tormentas. El universo fue hecho por la palabra, dice la Biblia; es orden, dicen los pitagóricos; es energía, dicen los científicos actuales; «el universo es una voz que no se oye a sí mismo», dice Choza. Esta voz, esta energía, puede ser captada mientras aún goza de cierto orden y regularidad, algo que, según el segundo principio de la termodinámica, va a menos, degradándose con el propio devenir, hacia un estado de indiferenciación: la muerte térmica. Pero no puede ser captada por sí mismo, en tanto que el universo no posee interioridad, no posee esa simultaneidad que permite que coexistan la voz con su escucha: el universo es exterioridad pura. En la medida en que esa voz, que es pura exterioridad, empieza a convertirse en ‘información para’, aparece la interioridad (aun en sus formas más básicas): aparece la vida.

La interioridad supone cierta superación de la exterioridad. Y los modos en que esta superación se da, definirán los distintos modos de vida, según qué información se gestione, y cómo se comunique. Vida y ser son modos de gestionar las dimensiones de exterioridad e interioridad, son como las dos caras de una misma moneda; y hay tantas soluciones como especies vivas. Así, todas las especies vivas, hasta la bacteria más minúscula, posee cierta identidad; la cual irá evolucionando hasta la conciencia humana, hasta su capacidad de ensimismamiento tal y como nos explicaba Ortega y Gasset. Pero no puede darse esta identidad, tanto en sus niveles más básicos como más elevados, si no hay un ‘dentro’, si no hay ‘intimidad’. Cómo se haya dado en la práctica este proceso, es un reto para todas las disciplinas de conocimiento.

1 de diciembre de 2020

La naturaleza humana: física e histórica

Desde siempre ha sido un esfuerzo intelectual definir la especificidad humana. Si bien es algo que, sobre todo en estas últimas décadas, ha atraído la atención de distintas disciplinas científicas (paleontología, etología, fisiología o neurociencia), seguramente sea la filosofía la que más páginas le haya dedicado, aunque sólo sea por sus siglos de existencia, aunque no sólo por eso, claro: también es uno de sus objetos temáticos por excelencia. ¿Dónde situar exactamente esta especificidad?, ¿en qué consiste? En la lectura que tenemos actualmente de nosotros mismos —tal y como dice el profesor Conill en su último libro, Intimidad corporal y persona humana—, estamos influenciados principalmente por dos paradigmas: el griego y el hebreo, cada cual con sus caracteres específicos.

Seguramente sea el primero de ellos el que ha tenido más peso en nuestra tradición, la cual está relevantemente marcada por la impronta que el pensamiento griego imprimió al concepto de ‘naturaleza humana’. De hecho¬, es ahí donde hay que buscar los orígenes de este concepto, en la Grecia antigua, intentando —como digo— dar respuesta a nuestra singularidad frente al resto de los entes del cosmos. Esto último que digo no es gratuito, ya que se puede afirmar que para el griego el problema principal era dar razón del cosmos, en cuyo seno se situaba el ser humano, también un ente del cosmos, aunque con una especificidad propia. Desde este contexto, se entendía a todo lo existente con un carácter físico (de physis, naturaleza), lo cual no debe ser interpretado como sinónimo de ‘material’. En la cosmovisión griega, no todo lo físico era necesariamente material; también lo ideal poseía dicho carácter físico. Muestra de ello es la teoría hilemórfica de Aristóteles, en la que destacaba el carácter ideal de las esencias de las cosas, que no por ser esenciales, dejaban de ser ‘físicas’. Sabido es que en la cosmovisión griega las ideas, las formas, poseían un estatuto fundamental; otra cosa es la solución que se daba al modo en que lo ideal conformara a lo material. Recordemos que, para Platón, lo esencial era el eidos, dotándole de un carácter ontológico fuerte, mientras que Aristóteles no entenderá lo formal sino en unidad intrínseca e indisoluble con lo material, a lo que conforma, algo radicalmente diverso, con importantes consecuencias. Por ejemplo, en la materia viva, porque los seres vivos formaban una unidad en la que, la dimensión orgánica era también constitutiva de su ser (análogamente a lo que ocurre con toda la materia, aunque con la especificidad que aporta el hecho de que sea materia viva). En el planteamiento aristotélico, ni ningún ser vivo, ni ciertamente el hombre, son reducibles a su carácter orgánico, pero esta dimensión tampoco es algo que se deba despreciar, o apreciar únicamente en segundo término a la luz de que lo relevante es la forma, sino que había que apreciarlo en toda su relevancia. Como explica el profesor Conill, en esta mentalidad se funden lo físico y lo ontológico, con la idea de dar una explicación a todo lo existente, a todos los entes. Dentro de la naturaleza también está el ser humano, el cual fue incluido dentro de esta ‘categorización’ o explicación.

La concepción hebrea ofrece un enfoque diverso, complementario. El carácter hebreo destacaba el aspecto histórico del ser humano; es decir, la dimensión relacional de la persona. Es importante notar cómo el marco desde el cual se enfoca este problema, así como las luces que pueda arrojar, propiciarán modos diferentes de entender a la persona, bien desde su entronque con la naturaleza, bien desde su carácter histórico. La comprensión judía de la humanidad era de distinta índole a la griega: cobrando especial relevancia el concepto de ‘relación’, tanto con las personas (que ya no son miembros de la polis sino prójimos) como con la naturaleza (su devenir no es considerado como un mero movimiento, sino como historia); en ambos casos, el prójimo y la naturaleza adquieren una significatividad diferente a la concepción griega.

¿Podía la teoría hilemórfica dar cabida a esta nueva interpretación? Es por esto por lo que, con la aportación del pensamiento judeocristiano, pronto se vio la limitación del modo ‘griego’ de entender al hombre. A pesar del empeño de Boecio, uno de los pensadores más fecundos y ricos de los primeros siglos de nuestra era ―a mi entender―, quien con su famosa definición de ‘sustancia individual de naturaleza racional’, seguramente no logró asumir toda la carga de novedad implícita en la concepción oriental. Quizá se debían ‘estirar’ demasiado las categorías helenas si se quería incluir estos nuevos matices hebreos de la persona humana. Más si se considera a su vez la gran aportación agustiniana, a saber: nuestra propia intimidad, el conocimiento del ser humano no como un ente más de la naturaleza, objetivamente, como desde fuera, sino íntimamente, como desde dentro. Se percibía la necesidad de adquirir una nueva perspectiva para interpretar la existencia humana, partiendo de ese modo diverso que tenía el ser humano de entenderse a sí mismo y de entender su relación con la naturaleza: el hombre ya no era un ser natural más, sino persona, término introducido en el pensamiento latino por Tertuliano, tomado del contexto jurídico romano.

El desarrollo ontológico y metafísico de este nuevo concepto fue la gran tarea del pensamiento intelectual de la época, de marcado carácter teológico, el cual debía compatibilizar la dimensión del ser humano en tanto que existente (compartida con todos los entes, considerando sus características específicas), con su dimensión en tanto que sabedor de que existe, es decir, de ese nuevo conocimiento que tiene que ver con su intimidad, una intimidad histórica, biográfica. Y esto era de todo menos fácil de articular.