25 de julio de 2017

Entre Keller y Zambrano

Al empezar a comentar el caso de Helen Keller, decía en otro post que, apoyándome en su experiencia, me interesaba tratar dos cuestiones: una, el paso de la formalidad de estimulidad a la de realidad; y dos, el modo en que, a causa de su particularidad, esta mujer desarrolla sus otros sentidos fisiológicos de un modo inconcebible para cualquiera de nosotros (fuertemente dependientes de la visión y en el oído) lo que propicia un modo diferente de estar en la realidad. Hemos estado viendo el primero de ellos. Pues bien, antes de pasar al segundo, no quería dejar de comentar un par de temas que se me han ocurrido al hilo de todo ello y que me parecen interesantes, a saber: el de la vinculación entre la especificidad humana y nuestro carácter lingüístico, y otro que tiene que ver con el estado pre-reflexivo en el que se encontraba Keller y una idea de María Zambrano. Hoy comentaré éste, y el primero lo dejo para la semana que viene.

El descubrimiento por parte de Keller de su propia identidad fue un hito fundamental en su vida. Las cosas que pudiera hacer a partir de ese momento eran probablemente las mismas que hacía antes, pero ya nada era igual. Y llama la atención cómo vivía ella aquella época. Como creo que ya comenté en un post anterior, estos recuerdos hay que tomarlos como lo que son, recuerdos, que como tales no dejan de estar transformados o moldeados por todos los años vividos. ¿Quién puede estar seguro de que los recuerdos de su niñez sean totalmente fidedignos? Ella así lo asume, lo que demuestra una delicada agudeza, consciente de que sus recuerdos pueden estar moldeados por su experiencia adulta:

«Quien realmente piense en sus primeras impresiones, sabe que todo eso es un misterio. Nuestras impresiones evolucionan y cambian sin que lo advirtamos, de manera que lo que suponemos que pensábamos cuando éramos niños puede ser muy diferente de lo que en realidad experimentábamos en nuestra infancia».

Keller barruntaba que el descubrimiento de su ‘sí mismo’ ―que diría Ricoeur― fuera previo a aquel famoso día en que tiene esa experiencia con el agua: «No podría hoy fijar la época en que advertí por primera vez que no era igual que los demás; pero esto tuvo lugar antes de que llegase mi maestra». Es decir, antes del ‘despertar de su alma’ en aquel día maravilloso, ya comenzaba a darse cuenta (aunque así, como de forma no consciente) de lo diferente que era de la gente que le rodeaba. No me canso de pensar en ese sentido de reflexividad que poseía antes de aquel día, que supongo muy cercano al modo en que los animales se sienten a sí mismos: «Lo más que puedo decir es que, dormida o despierta, yo sentía únicamente con mi cuerpo. No alcanzo a recordar proceso alguno que pueda ahora dignificar con la palabra pensamiento. (…) La idea ―que otorga identidad y continuidad a la experiencia― entró en mi existencia dormida y en mi existencia despierta en el mismo momento en que se despertó la conciencia de mí misma».

A donde quería llegar es aquí, al hecho de que hasta entonces entendía su existencia como un sueño: «Antes de que me dieran una instrucción, yo vivía una suerte de sueño permanente». Aunque no tiene que ver directamente con esta cuestión, esta idea de Keller me recordó una idea de la filosofía malagueña, que tenía que ver con el modo en que María Zambrano definía el estilo de vida de aquellos que, parapetados tras las murallas de su rutina y de sus costumbres, se presentaban incapacitados para poder aprehender la realidad más allá de sus cánones acostumbrados. La persona ensoñada —nos dice Zambrano— es aquélla que quiere saber a qué atenerse, que precisa controlar las cosas, que necesita predecirlas, renunciando así a cualquier otro tipo de vida que implique sorpresa, vulnerabilidad, creatividad, ilusión, esperanza. Este tipo de personas se piensan en vigilia, activos, vivos, cuando es todo lo contrario: en realidad, el hombre que vive en la vigilia (el hombre ‘vigilante’) vive ‘ensoñado’; y necesita despertar de esa ensoñación para acceder a la realidad del ser, que se nos presenta entonces como un campo abierto dispuesto para ser explorado, derribando así las murallas que su conciencia había levantado para no ver perturbada su ‘paz’.

Nos dice Zambrano que durante la ‘vigilia’ el ser humano no está viviéndose a sí mismo, sino que está viviendo a su personaje: vive arrastrado por aquél que no es él, pero con el que en definitiva se identifica; un personaje construido inconscientemente, que le devora en conflicto continuo consigo mismo. Precisamente, el ser persona implica tomar consciencia de que lo que nosotros entendemos por vigilia es eso, una ensoñación, y poder ejercer sobre nosotros mismos un auténtico acto creador desde nuestra más profunda y radical libertad, desde los ínferos de nuestra vida personal (que dice la filósofa), es decir, desde lo más profundo de nuestro ser en donde cabe situar la posibilidad de atisbar siquiera el sentimiento originario, en donde ya no caben las palabras sino el más elocuente y vivificador silencio. Un silencio que no es tanto una ausencia de palabras como una actitud vital según la cual uno permite que aflore lo que auténticamente es en detrimento del personaje que ‘ha optado’ representar, momento en el que el ser humano no puede sino abandonarse y entregarse a la realidad, a aquello que hay y que le conforma y le fundamenta, y que usualmente le permanece velado a causa del recinto amurallado perfectamente construido y estrepitosamente ensordecedor que le impide escucharse a sí mismo.

En fin, el análisis que realiza la filósofa malagueña va mucho más allá de las pretensiones de la joven Keller, pero creo que el paralelismo entre esta forma de vida no consciente que nos describe Keller y el ensoñamiento propio de un modo de vida inauténtico que nos describe Zambrano es razonable.

19 de julio de 2017

El sentido de la historia

Creo que este es un post verdaderamente interesante (para quien les interese estos temas, claro), pues nos ayuda a analizar los procesos históricos y los posibles nexos de sentido que haya entre ellos. Ya planteamos en el último post de Verdad y método el problema de tratar de identificar qué hechos humanos son los que a la postre pasarán a formar parte de los anales de la historia. ¿De qué depende que un hecho sea calificado como ‘histórico’ o no? Todo el mundo realiza acciones, pero para que estas acciones sean consideradas como históricas con ellas se debe decidir algo significativo, que tenga relevancia, de modo que su efecto tenga efectos duraderos. Será la sucesión de estos momentos la que constituye el nexo de lo histórico: su conjunto será los ‘momentos que hacen época’, y aquellos que los realizan los ‘individuos protagonistas de la historia universal’. Y cabe analizar también una segunda cuestión, a saber: estos hechos no necesariamente están perfectamente hilvanados unos con otros, sino que a lo mejor ocurren sin que existan entre ellos causaciones del estilo acción-reacción, o acción-efecto. De hecho es lo que ocurre en no pocos casos. Surge entonces la cuestión de cómo esbozar la unidad que ellos conforman. Evidentemente no se trata de una unidad sistémica, según la cual todo tiene que ver con todo de modo compacto y determinado; pero aunque en principio no tengan este tipo de unidad, nos da la impresión de que estos hechos algún tipo de unidad sí que poseen, en el sentido de que unos acontecimientos (históricos) siguen a otros y se condicionan entre sí.

Si bien nada determina estrictamente a nada, todo depende de todo, de modo que lo que ha sido constituye cierto nexo con lo que será (palabras de Ranke), un nexo que ha sido de una determinada manera y no de otra, y que en consecuencia puede ser conocido.

Destacaría de este enfoque dos ideas. La primera es la de libertad en el desarrollo de la historia, frente a la interpretación teleológica más usual. La historia no tiene que llevarnos necesariamente a un fin dado de antemano sino que las cosas simplemente van sucediendo. Esto no quiere decir que vayan sucediendo aleatoriamente, ni tampoco sin ningún nexo de sentido ya que es precisamente lo que hay que descubrir; lo único es que este nexo según el cual se van sucediendo los hechos históricos no es dado previamente (por eso hay que descubrirlo). Muchos utilizan este dato para caer en cierto relativismo, pero a mi modo de ver es una lectura reducida de esta interpretación ya que, que no haya un fin predeterminado, no implica un ‘todo vale’ ni mucho menos, sino simplemente eso: que la historia no va tras un fin dado de antemano. La segunda idea a la que me refería, y no menos importante, es la de fuerza. A lo que se refiere es a esa situación que se suele dar entre los hechos históricos, según la cual tras uno de ellos no puede acontecer cualquier cosa sino aquello que de alguna manera alumbra o posibilita lo ya acontecido; una relación que no es la de causa-efecto, sino la de la «capacidad de tener tal efecto cada vez que se la desencadene». Esto no va en contra de la libertad en la historia. Cada hecho que ocurra o que se haga, alumbra un campo de posibilidades futuras, de modo que si por un lado ya no cabe cualquier posibilidad (habrá algunas que ya no quepan) todavía quedan otras muchas que sí pueden caber (y entre las que podré optar). Esto es algo que cada uno podemos percibir recogiéndonos sobre nosotros mismos, experimentándolo en nuestras propias vidas. Cada cosa que hacemos nos va delimitando un campo de actuación, amplio, permitiendo algunas posibilidades e impidiendo otras. Es una fuerza que no condiciona sino que posibilita, y que por lo tanto no se opone a la libertad.

Gadamer dice a continuación una idea interesantísima, y de aplicación muy actual: «no es contradictorio con la libertad el que esté limitada y restringida»; no existe una libertad en la que no haya ningún tipo de coacción. Esta idea también la recoge Zubiri, afirmando incluso que no sólo es que no sea contradictorio, sino que quizá sea su fundamento de legitimidad: ¿acaso es posible ejercer una libertad (humana) en un ámbito en el que todo, absolutamente todo, sea posible, en el infinito de los posibles (como dice el filósofo vasco)? Cuando no hay cierto riesgo por perder lo que me aportaría la opción desestimada, no habría estrictamente libertad, a lo sumo un actuar por actuar, sin mayor importancia. Cuando todo da igual, ya nada importa. Es por este motivo que para Ranke siempre hay un matiz de necesidad (de condicionamiento) asociado al ejercicio de la libertad.

En este contexto, la necesidad no se entiende como una determinación que excluya la libertad, sino como cierto ámbito de resistencia en cuyo seno la libertad cobra su sentido legítimo, como un modo de canalizar toda la fuerza libre de que dispone el ser humano, como una resistencia que le ofrece aquello en donde sea ejercida tanto de la naturaleza como de la sociedad: «la necesidad de la que se trata aquí es el poder de lo sobrevenido y de los otros que actúan en contra, y esto es algo que precede al comienzo de cualquier actividad». Esta necesidad o resistencia, excluye muchas posibilidades como imposibles, pero posibilita la opción libre entre las que aún están abiertas. Y es este marco de necesidad al que cualquier individuo ha de ceñirse lo que marca precisamente ese nexo histórico que estábamos buscando. Es genial: más allá de los condicionamientos de la naturaleza, se encuentran los sociales y culturales; y a causa de ellos, no podemos hacer cualquier cosa sino que nuestras acciones se hallan limitadas a las posibilidades que nos han abierto las generaciones pasadas, entre las cuales deberemos ejercer nuestra libertad; del mismo modo, la generación siguiente deberá ejercer su libertad en el marco de posibilidades que nosotros les hayamos dejado abiertas, bien por mantener las que hemos recibido bien por haber generado unas posibilidades nuevas. Dicho por el mismo Gadamer: «lo que está en camino de ser es desde luego libre, pero la libertad por la que llegará a ser encuentra en cada caso su restricción en lo que ya ha sido, en las circunstancias hacia las que se proyectará su acción».

La historia posee así una especie de inercia que arrastra (pero no determina) los acontecimientos que han de llegar. Por ello, lo que cada individuo pueda hacer no es mera subjetividad, sino que debe enmarcarse en esas posibilidades abiertas, entrando así en ese gran proceso que es el desarrollo histórico. Droysen se une a Ranke en este sentido, desmontando ese apriorismo teleológico tan común en la época no sólo clásica y medieval, sino también romántica.

Sin embargo, Gadamer intenta dar una vuelta de tuerca más, pues entiende que este planteamiento no es suficiente para poder hablar de una ‘unidad de la historia universal’. ¿Por qué? A su juicio, Ranke parte del presupuesto (¿prejuicio?) de que en la historia universal debe subyacer una unidad a la cual se ciña. Para Ranke, si bien superan la visión teleológica hegeliana, no dejan de establecer una unidad en la historia que hay que adivinar, que hay que encontrar, adquiriendo como una especie de simpatía con la conciencia universal (Dios) que les posibilitaría tal comprensión (deriva de alguna manera del pensamiento romántico). Esa comprensión estaría posibilitada por la participación en la conciencia divina, articulada mediante la propia vida, mediante la introspección de la propia vida que llevaría a una comprensión de esa ‘vida’ que acontece en el ‘todo’. Esa introspección no sería tanto cognitiva como pre-lógica, previa a todo pensamiento y a todo concepto: «lo que le interesa al historiador no es referir la realidad a conceptos sino llegar en todas partes al punto en que ‘la vida piensa y el pensamiento vive’». Se trata de alcanzar una unidad con el todo sin el rodeo del pensamiento, una unidad íntima, vital, desde la cual se alumbraría una comprensión distinta de la historia, desvelándose ese nexo histórico que subyace a todo. El historiador tendría así algo de sacerdote, o algo de poeta. Vemos como Ranke sitúa el esfuerzo historiográfico en una especie de comunión estético-panteísta con el todo, un tanto indefinido. Aunque Droysen se sitúa sobre esta línea, tratará de dar un paso más.

11 de julio de 2017

Entre la escucha y la demagogia

En los grupos familiares y en distintas tertulias suelen haber dos tipos de personas. Simplificándolo un tanto, podemos distinguir aquellos que no paran de intervenir en la conversación, y aquellos que se mantienen más en un segundo plano. Yo suelo ser de este segundo grupo. Reconozco que me gusta más escuchar que hablar; actitud que a menudo me ha granjeado alguna crítica ¿cariñosa?: “es que no hablas nunca”, “es que siempre estás callado”, “es que nunca dices lo que piensas”… Normalmente procuro intervenir de vez en cuando, y decir lo que pienso también, aunque efectivamente no soy de los que acaparan la atención. También es cierto que a menudo callo… porque la verdad es que no tengo nada que decir: se habla y se habla de muchos temas, y ciertamente no de todos tengo una opinión formada, y consecuentemente pues prefiero callar. ¿Por qué hay que tener una opinión de todo y siempre?

Esta actitud tiene una contrapartida que me encanta, ¿qué le voy a hacer?. Porque aparte de escuchar lo que otros dicen, me permito el lujo de observar con atención lo que ocurre alrededor mío. Cuando uno lleva la iniciativa y acapara el foco de atención, difícilmente puede observar con minuciosidad lo que ocurre a su alrededor, centrado como está en su discurso. Pero cuando uno está en segundo plano, bien puede estar en Babia o pensando en sus cosas (que alguna vez me ha ocurrido también), bien puede estar absorto en el discurso del otro (cosa que no siempre ocurre), bien puede estar activamente atento a lo que acontece a su alrededor. Y la verdad es que se descubre un pequeño submundo que es interesante. Ya no por todo aquello relacionado con la comunicación no verbal, con los comportamientos y con los gestos de los que están presentes: enseguida se percibe cuándo uno quiere hablar porque yergue el cuerpo, o tensa la mirada, o se muerde las uñas…; o también cuando otro no está en la conversación, o cuando está agobiado, o enfadado… Si todo esto es interesante, lo que sobre todo me llama la atención es la actitud de base que suele poseer la gente. Te das cuenta de que, en general, en las tertulias de grupo la gente no escucha. Ya no las de la televisión —¡por descontado!— sino también y sobre todo las más próximas: las familiares, las de amigos, etc.

Y no es que no se escuche, sino que ni siquiera se pretende hacerlo. Ni se escucha ni se quiere escuchar: tan sólo se quiere decir y ser escuchado.

Si la gente quisiera escuchar de verdad, cambiaría radicalmente su actitud. A menudo los que se quejan de que otros hablan poco, no suelen ser conscientes de que a lo mejor son ellos los que no están preguntando. Y esto lo digo no porque no estén preguntando explícitamente en ese momento concreto, sino porque no lo hacen en general en su comportamiento cotidiano y habitual, en su vida. A poco que conozcas a una persona, te das cuenta si su actitud radical es la de preguntar o la de decir, la de escuchar o la de ser escuchado. Y esto que digo no es ninguna tontería, sino que implica una actitud fundamental ante la vida. Hay gente que sienta cátedra, que no da lugar a la discusión, dogmática. Otros se esconden bajo una piel de cordero: en su aspecto exterior parece que están abiertos pero en el fondo subyace un discurso cerrado, hermético. Otros, finalmente, presentan una actitud abierta de superficie y de fondo. Y suele ocurrir que, con frecuencia, los que menos hablan son los que más tienen que decir, o cuanto menos los que lo poco que dicen suele ser de veras interesante. Sin embargo y por desgracia, lo que suele primar es el que insiste en decir y decir y pretende ser escuchado sí o sí, cuando con cierta probabilidad poco interesante tendrá que decir.

Y es que escuchar no es sencillo. Escuchar implica no sólo atender al otro, sino un compromiso serio de construir algo con él. Ello supone una apertura fundamental en nuestras convicciones y en nuestras costumbres de todo tipo. Normalmente no escuchamos, porque escuchar ‘de verdad’ implica cambiar una actitud personal desde nuestra hondura más profunda. Y es que paradójicamente ―a mi modo de ver― sólo desde esta postura auténtica de escucha uno puede salirse de los cauces que nos marca nuestro entorno. La pretendida originalidad del que no piensa de verdad y pugna por hacerse escuchar no es más que eso, una originalidad pretendida, no verdadera originalidad; porque a la postre no hace sino encaramarse inocente e ignoradamente en ese cómodo lugar que su sociedad le tiene reservado, para que no piense. Que hable si quiere, pero sin pensar. Ciertamente, es difícil escapar al síndrome de Solomon.

Los modos en que uno entra a trapo en las tramas de la historia y de la sociedad son sutiles. Leí hace tiempo un artículo estupendo sobre uno de ellos (no recuerdo dónde exactamente) que hablaba en este sentido de la demagogia, ejemplo muy útil para observar todos esos mecanismos tribales y sus paradojas, así como para ver cómo un mensaje sencillo que afecte a la identidad de grupo tiene el poder indiscutible de silenciar de un plumazo a toda esta supuesta capacidad reflexiva de nuestro fantástico cerebro. Es una argucia que todos critican, pero que suele funcionar: afirmar lo que es obvio y compartido para difundir un sentido de comunidad y de pertenencia, para tranquilizar, para tender lazos. Afirmar lo que la gente ya conoce, y que está esperando, aunque sea descaradamente elemental, o incluso imposible de cumplir. Una afirmación compartida, aunque pueda llegar a ser incoherente o cuanto menos no ser argumentativamente adecuada, no necesita aval. Es decir, cuando alguien hace una afirmación demagógica, aunque obvia, inútil, imprecisa o incluso falsa, no tiene que explicar nada a nadie. Todo lo contrario: abandona la sala a hombros y entre vítores.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la afirmación se aleja de lo que el grueso de la sociedad entiende apto? Eso implica un grave riesgo, sin duda. Antes de pasar a mayores y para evitar ‘malentendidos’ es recomendable avisar de que se trata de una mera ‘opinión personal’, que no tiene mayor importancia, que incluso a lo mejor es una tontería… y evitar así un conflicto directo. Si tu opinión se aleja del pensamiento común, aunque pueda ser patentemente sensata o acreditada por la evidencia, tienes que asumir por tu cuenta y riesgo esta posición de alejamiento de la masa, procurando ofrecer previamente un acuerdo de paz que suene como un ‘vamos a enterrar el hacha de guerra’, con el deseo de que la cosa no se tuerza demasiado. Casi que se tiene que pedir disculpas por adelantado por decir una opinión diferente, siquiera por pensarla; si no se toman estas precauciones los demagogos y los defensores del ‘orden establecido’ te despedazarán con toda normalidad y con la satisfacción de haber hecho un buen trabajo en beneficio de la salud social. Agentes víricos como tú no convienen, pues desestabilizan el equilibro social. Todos tenemos en nuestro recuerdo la imagen de un chivo expiatorio contra el que se lanzaron toda suerte de invectivas y agresiones; es algo que ha ocurrido siempre en la historia, y probablemente seguirá ocurriendo. Llega un momento en que la masa necesita desahogarse, y qué mejor modo de hacerlo que sobre aquél que destaca un poco por méritos propios, por tener una identidad propia. Ése siempre pertenecerá al ‘otro bando’, con lo cual la masa puede salvaguardar su tranquilidad y su paz, porque su estabilidad ya no se ve amenazada al haber arrancado el peligro de cuajo. Porque eso es lo que busca la masa: una tranquilidad amancebada a base de promesas imposibles y discursos vacíos.

Ya lo decía el gran Stefan Zweig en su Castellio contra Calvino, obra de total actualidad. «No cabe duda de que en el fondo de la naturaleza humana hay un misterioso anhelo de autodisolución en la colectividad. Nuestra ancestral ilusión de que podría forjarse un determinado sistema religioso, nacional o social que brindara a toda la humanidad la paz y el orden definitivos, es indestructible. El Gran Inquisidor de Dostievski demuestra con cruel dialéctica que, en el fondo, la mayoría de los hombres teme la propia libertad y que, de hecho, ante la agotadora variedad de los problemas, ante la complejidad y responsabilidad de la vida, la gran masa ansía la mecanización del mundo a través de un orden terminante, definitivo y válido para todos, que les libre de tener que pensar. Esa nostalgia mesiánica por una existencia libre de problemas constituye el verdadero fermento que allana el camino a todos los profetas sociales y religiosos. Cuando los ideales de una generación han perdido su fuego, sus colores, un hombre con poder de sugestión no necesita más que alzarse y declarar perentoriamente que él y sólo él ha encontrado o descubierto la nueva fórmula, para que hacia el supuesto redentor del pueblo o del mundo fluya la confianza de miles y miles de personas».

Poco se puede añadir, ¿no?

5 de julio de 2017

El problema de la consistencia axiomática

El problema de la consistencia de un sistema axiomático se convirtió durante los siglos XIX y XX en un problema relevante, dado el distanciamiento de la realidad que padecieron las matemáticas; o mejor, la lógica, o los sistemas lógicos. ¿Qué es lo que se pretende con las matemáticas? Pues tratar de describir de un modo riguroso y preciso los procesos que se dan en la naturaleza, en el universo; y, en el desarrollo y despliegue de tal empresa, las matemáticas han ido complicándose, naciendo nuevas disciplinas, etc., todo ello con la finalidad de describir más y mejor la realidad. De hecho, el desarrollo de nuevas herramientas matemáticas nos ha permitido aproximarnos con mayor rigurosidad a los procesos de la materia. ¿Y qué es lo que se pretende con la lógica? Pues dar un mayor rigor a los cálculos matemáticos, formalizándolos, introduciéndolos en un marco formal en el seno del cual se alcance un rigor en principio superior al de la mera matemática (asunto que es discutible). Con la complicación de las matemáticas, su correlato intuitivo la realidad disminuye, algo que en los sistemas formales también se da, quizá en mayor grado, tal y como expuse en un post anterior. Y esto es algo que a cualquier persona de a pie nos chirría, nos genera violencia, pues entendemos que ese correlato con la realidad ha de estar ahí; de hecho, en el primero sistema axiomático serio (la geometría euclidiana) estaba muy presente; pero con el tiempo, dicho correlato se puso en entredicho, o sea, que dejó de considerarse imprescindible. A partir del siglo XX se produce este giro formal, en el seno del cual el cálculo deja de ser reconocible intuitivamente para pasar a convertirse en un entramado de fórmulas y ecuaciones que para el no matemático supone un auténtico galimatías. Cualquier parecido con la realidad de las cosas es pura coincidencia.

Tanto es así que incluso Hilbert afirmó que cuando empleamos ciertos términos en un entramado matemático que poseen un significado correlativo en el habla común (como por ejemplo el término 'punto', o el de 'línea') debemos abstraer esas connotaciones usuales, y sólo debemos atender los significados que poseen tal y como los definen los axiomas en que se incardinan. Es decir, cuando usamos el término 'punto' en un sistema axiomático determinado, no necesariamente ha de significar lo que nosotros entendemos por 'punto', sino que ahí 'punto' significará lo que se haya definido en tal sistema. Desde luego que este nivel de abstracción no es fácil de adquirir (supongo que sólo lo poseerán los matemáticos profesionales o unos pocos privilegiados más), pero de lo que no cabe duda es de las posibilidades abiertas de este nuevo modo de trabajar. Fruto de todo ello se crearon nuevos sistemas algebraicos y geométricos, que como digo escapan por completo a la comprensión cotidiana. Pero ello no era un problema para el lógico, pues mientras el sistema de axiomas fuera adecuado (independientemente de que no fuera intuitivamente evidente), todo el edificio posterior construido a base de ladrillos-teoremas sería correcto, siempre que éstos fueran alcanzados mediante la metodología matemática adecuda. A todo esto se refería Russell cuando afirmaba que «la matemática pura constituye aquel tema en el cual no sabemos de qué hablamos, o si lo que decimos es verdadero».

Ahora bien, la cuestión consecuente es evidente: nosotros podemos afirmar que los teoremas derivados del sistema axiomático inicial, siempre que lo hayamos hecho siguiendo una lógica adecuada, son verdaderos en ese sistema axiomático, pero... ¿qué decir del conjunto de axiomas?, ¿cómo podemos saber que ese conjunto de axiomas, que ya no son intuitivos, son adecuados, y no son en cambio un embrollo mental, o un error? Ahora ya no nos vale apoyarnos en su correlato con la realidad, porque ya sabemos que éste no se da. Nos encontramos, pues, con un conjunto de axiomas que no tienen su correlato con la realidad, que era lo que en un principio nos servía de contraste para saber que los axiomas que habíamos escogido eran adecuados o no. ¿Cómo saber que ese sistema axiomático está bien elegido, cuando no tenemos ese correlato con la realidad?, ¿cómo saber que ese conjunto de axiomas es adecuado? Evidentemente, esta pregunta no es baladí, pues de ello dependerá que todos los teoremas que se deduzcan de ese conjunto axiomático sean coherentes, no contradictorios, etc.

Pues bien, éste es en definitiva el problema de la consistencia. Mientras se podía contar con el correlato de la realidad (tal y como acontecía en la geometría euclidiana) no había problema, en el sentido de que era la realidad misma la que nos servía de correctivo o de 'chivato' de nuestro edificio matemático, cuanto menos de nuestro sistema axiomático. Pero si ahora no nos podemos apoyar en la realidad para determinar la consistencia de los axiomas, ¿en qué nos podemos apoyar? Para las geometrías no-euclidianas este problema es fundamental, y un problema ciertamente difícil y complejo de resolver.

Para solucionarlo se adoptó una maniobra similar a la forma de actuar con el sistema euclidiano. Decíamos que la geometría euclidiana podía apoyarse en su confrontación con la realidad de las cosas; la realidad se erigía así como en una especie de modelo el cual servía de orientación para el avance investigador y a la vez servía de confrontación para saber de su verdad o falsedad. Pues bien, los matemáticos idearon para estos nuevos sistemas otro modelo que hiciera las veces que hacía la realidad para la geometría euclidiana, de modo que cada postulado tenía que convertirse en una afirmación verdadera (o falsa) en referencia (en contraste) a ese modelo elegido. Un ejemplo claro es el de la geometría de Riemann; esta geometría adopta como postulado que no se puede trazar una paralela a otra línea por un punto exterior a ella. ¿Cómo puede ser eso? Pues modificando nuestra idea de superficie: nosotros estamos acostumbrados a hablar de superficie en términos planos (como el suelo), pero podemos pasar a hablar de superficie en términos de una esfera euclidiana, por ejemplo. El 'modelo' de superficie fue modificado, y fue el que a partir de entonces sirvió de criterio para elaborar esa otra forma de pensar.