30 de diciembre de 2019

Del mapeo al planteamiento de Gödel

Como decíamos en el anterior post, la paradoja de Richard, a pesar de ser falaz, nos podía ser muy útil en tanto que nos introducía a un concepto matemático muy interesante, y que nos iba a ayudar la estrategia de Gödel; con él ya tenemos todos los ingredientes: se trata del concepto de mapeo. ¿Qué es un mapeo? La verdad es que se trata de algo a lo que estamos muy acostumbrados todos: consiste en reflejar un sistema en otro, en el cual nos es más cómodo trabajar. El ejemplo más cotidiano sería un atlas geográfico; un atlas es un mapeo, en el sentido de que se ha establecido como una proyección de la geografía real de nuestro planeta sobre el papel Para conocer el relieve de Perú no nos tenemos que ir a Perú, sino que podemos consultar nuestro atlas y lo conoceremos. Otro ejemplo sería la proyección de volúmenes sobre el papel: figuras en tres dimensiones nos aparecen en dos (esferas se proyectan en círculos, pirámides en triángulos...). Otro mapeo, menos intuitivo, pero también mapeo, al fin y al cabo, es la proyección matemática de las figuras geométricas, también conocido como… álgebra: cualquier figura geométrica (una circunferencia, una recta, una parábola...) puede ser ‘traducida’ o ‘proyectada’ en una ecuación matemática, que la expresa. Así, podemos determinar, por ejemplo, las intersecciones de dos figuras, bien geométrica, bien algebraicamente.

Pues eso es un mapeo: el reflejo o la proyección de un sistema en otro, de modo que una «una estructura abstracta de relaciones comprendida en un campo de ‘objetos’ se mantiene también entre ‘objetos’ (generalmente de diferente tipo a los de la primera serie) de otro campo» . Una cosa es una esfera, y otra un círculo resultado de proyectar dicha esfera sobre el plano; una cosa es una recta y otra la ecuación matemática que la define; pero tanto unos como otros no dejan de ser objetos, cada uno de diferente índole, e intrínsecamente relacionados entre sí.

Y, si recordamos la paradoja de Richard, algo así es lo que hacía su autor: mapear ciertos contenidos meta-matemáticos proyectándolos o reflejándolos sobre un sistema formal. Pues bien, ésta es la idea que recoge Gödel, intentando no caer en el mismo error en que cayó Richards (quien, en definitiva, confundió lo meta-matemático con lo matemático en la definición de su sistema). Lo que Gödel mostró es que «los enunciados meta-matemáticos acerca de un cálculo aritmético formalizado pueden en verdad representarse mediante fórmulas aritméticas dentro del cálculo», nos explican Nagel y Newman. La diferencia entre el planeamiento de Richard y el de Gödel estriba —a mi modo de ver— en que los enunciados meta-matemáticos eran, en definitiva, ajenos a la dinámica formal del sistema, mientras que los de Gödel no.

En su pensamiento estaba este planteamiento de base: «Si enunciados matemáticos complejos acerca de un sistema formalizado de aritmética pudieran, como él lo esperó, traducirse en (o estar reflejados por) enunciados aritméticos dentro del sistema mismo, se obtendría una importante ventaja para facilitar las demostraciones matemáticas».

Es algo que parece de locos. O sea: tenemos un sistema matemático definido. Sobre ese sistema matemático podemos decir cosas: es el ámbito de lo meta-matemático (tal y como Hilbert nos enseñó). Pues resulta que estas proposiciones meta-matemáticas se pueden formalizar, es decir, se pueden representar mediante formulaciones matemáticas, e introducirlas así en el seno de las inferencias formales que se establecen en ese sistema. Parece algo así como si hubiera una involución, o una absorción, de algo externo a un sistema que se introduce en el sistema mismo. Y ello sin caer en los errores en los que incluyó Richard, ya que esos enunciados meta-matemáticos no eran ajenos al ámbito de lo formalmente matematizado.

Y, todo esto, ¿para qué?, ¿qué es lo que pretende Gödel? Una vez establecida esta posibilidad de formalizar correctamente enunciados meta-matemáticos, lo que Gödel trataba de hacer es mostrar que, tanto una fórmula aritmética correspondiente a la formalización de un enunciado meta-matemático verdadero, como la fórmula aritmética correspondiente a su negación, son demostrables dentro del sistema. Ya vimos en este post que ello implicaba que tal sistema ya no era consistente, con lo cual se ponía en evidencia que tal sistema (como cualquier otro) no podía agotar el campo de las verdades aritméticas que dependen de él; o sea, su famoso teorema. Dicho en palabras de los Nagel y Newman: «No puede establecerse ese enunciado meta-matemático, a menos de usar reglas de inferencia que no pueden representarse dentro del cálculo; de tal manera que, para probar el enunciado, deben emplearse reglas cuya propia consistencia puede ser tan discutible como la consistencia de la aritmética misma».

23 de diciembre de 2019

Israel Kamakawiwoʻole

Hoy me adelanto un poco en la publicación del post, ya que entramos en fechas en que me van a ocupar otros menesteres. Y lo hago comentando una experiencia personal que me ocurrió hace dos o tres semanas, y que me llevó a descubrir una figura nueva, desconocida para mí hasta entonces. ¡Cuánta buena gente hay por el mundo! Si descubrí a este hombre fue gracias a una vieja canción, la cual enseguida me trajo recuerdos de mi infancia, recuerdos que aparecen un poco como en penumbra, oscurecidos o velados por el paso de los años. A veces ocurre que un suceso trae a la memoria otro con el que en principio no guarda mayor relación; en este caso, me acordé cuando de pequeño fui al cine con mis padres para ver Cuentos de navidad, de Dickens, algo con lo que en principio no tenía nada que ver, salvo mi edad; de hecho, de lo único que me acuerdo de esta película es de cuando se le aparecían los fantasmas de la Navidad a Ebenezer Scrooge para que tomara consciencia de su forma de vida avara y egoísta. Y me acuerdo porque, al ser yo todavía bastante pequeño, me asusté tanto como para esconderme debajo de la butaca. Del resto de la película ya nada.

Pues bien, la canción que comentaba era la que cantó Judy Garland (¡cuántas películas de esta actriz junto con Mickey Rooney!, ¿verdad?) en la famosa película El mago de Oz; ¡quién, con cierta edad, no la recuerda…! Y la canción, supongo que enseguida se sabrá de a cuál me refiero: "Somewhere over the rainbow". La verdad es que, en su día, no comprendí muy bien esta película, pero me llamó la atención su originalidad, cuanto menos en sus protagonistas. La canción, desde luego, es muy bonita:


Si digo todo esto es a causa de una persona curiosa, Israel Kamakawiwoʻole, quien versionó esta canción con un ukelele, y al estilo hawaiano. Desde muy joven dedicado a la música, formó con su hermano un grupo denominado ‘Hijos Makaha de Ni’ihau’, que poco a poco fue ganado popularidad en Hawai y en los Estados Unidos, sobre todo entre los años 70 y 80. Al poco, falleció su hermano de un ataque al corazón a causa de su obesidad mórbida, que él también padecía. Así que comenzó su carrera en solitario, que se fue consolidando, siendo nombrado por la Academia de las Artes de Honolulú en 1990, el hombre del año. En estos años le siguieron dando algunos premios, algunos de los cuales no pudo asistir a recogerlos por encontrarse en el hospital cuidando su delicada salud a causa de su obesidad, hasta que, finalmente en 1997, falleció de una parada cardíaca, como su hermano.

Sus canciones se han empleado en la banda sonora de distintas películas y series actuales. Se había convertido en un hombre afamado en Hawai, pero no sólo por lo que a su música y a su repercusión se refiere, ya que está la puso también al servicio de la difusión de los valores y de la cultura de su tierra natal. A su muerte, y siguiendo la costumbre de su tierra, fue incinerado, y sus cenizas esparcidas por las aguas del océano Pacífico. Una ceremonia a la que acudieron miles de personas quienes, con sus canoas, le acompañaron chapoteando en el agua.

Una figura muy curiosa: un cuerpo inmenso acompañado de una voz delicada y melodiosa, seguramente en sintonía con la sensibilidad de su carácter. Una canción para disfrutar.


Feliz Navidad.

17 de diciembre de 2019

Paseando por la realidad

No deja de ser una maravilla que todo lo que existe en nuestro querido universo esté hecho de átomos. Tanto la estrella más grande que pueda existir, como el organismo unicelular más diminuto dotado de vida, tanto la materia inanimada de cualquier orden, como la animada vitalmente de toda especie, todo, absolutamente todo, está en el fondo constituido por los misteriosos átomos. Quizá podamos afirmar que los átomos constituyen todo lo que hay, afirmación que también habría que matizar debidamente.

No podemos negar que el mundo de los átomos es ciertamente sorprendente. Tenemos la costumbre de pensar en ellos como si fueran sistemas solares en pequeñito, con el núcleo haciendo de sol; pero la realidad es mucho más complicada que eso. Aunque, sigamos pensando que es así, e imaginemos que nosotros podemos reducirnos a escala subatómica y situarnos en el núcleo tal y como estamos situados en nuestra Tierra; si mirásemos hacia el ‘firmamento’: ¿qué veríamos? Desde la Tierra vemos un inmenso cosmos, sobre el cual podemos distinguir algunos planetas y una buena cantidad de estrellas; pero no pensemos que desde el núcleo veríamos los electrones girando a nuestro alrededor (como pequeñas estrellas): no veríamos nada, el absoluto vacío, el infinito vacío subatómico. Tal es la desproporción que existe en cantidad de materia y en distancias entre el núcleo (protones y neutrones) y los electrones.

Adentrarnos en ese mundo (subatómico, cuántico) es fascinante, ante el cual no es difícil caer en un error bastante frecuente, de alguna manera relacionado con algo que hemos hecho en las líneas del párrafo anterior cuando hablábamos de sistema solar subatómico, a saber: intentar comprenderlo a partir de las estructuras con las que nos movemos en el mundo cotidiano. Si uno se quiere zambullir en este mundo de caracteres cuánticos, debe resetear sus estructuras cognoscitivas previas para, a partir de ahí, empezar a caminar; y ver con lo que se encuentra. No menos fascinante es asomarse al nuevo marco categorial que, desde la teoría de la relatividad, rige nuestro cosmos, en el que tanto el espacio como el tiempo dejan de ser absolutos, y en el que los sucesos tienen una significatividad diversa en función del cuál sea la situación del observador. Sí, hay que tener el espíritu fresco para poder comprender (si es que se puede comprender) lo que se le va a presentar, y no rechazar cualquier hallazgo que no quepa en las categorías usuales cotidianas lo cual, por otra parte, será lo más fácil.

Desde el punto de vista científico, es interesante conocer la reciente historia de la física y sus giros cuántico y relativista, la difícil conversión de los científicos ya no desde la física newtoniana a la contemporánea, sino también, en el seno ya de la física contemporánea, entre los miembros de la ‘vieja guardia’ (entre los que cabe situar a Einstein o a Schrodinger) y la ‘nueva’ (Heisenberg, Dirac, Pauli…). Hay cuestiones muy interesantes relacionadas con ello, como es comprender qué significa la famosa dualidad onda-corpúsculo de la luz, o la curvatura del espacio-tiempo, o el entrelazamiento cuántico, todo lo cual comenzó a ser planteado a partir de experimentos realizados en un ambiente totalmente ajeno a lo que estaba por llegar, como el de la doble rendija de Young o el del cálculo de la velocidad de la Tierra por parte de Michelson y Morley. O conocer también las mismas partículas subatómicas, que ya hay unas cuantas (y cuyos descubrimientos son mucho más recientes de lo que nos pensamos), hasta llegar al bosón de Higgs.

No es menos interesante comprender cómo, partiendo de esas diminutas partículas, existe en la naturaleza todo lo que existe. Cómo los átomos se unen de maneras más o menos regulares para constituir todos los elementos y materiales que puedan existir. Y, lo que quizá sea más complejo, cómo se da el salto de la materia inanimada a la animada. Todo ser vivo está formado en última instancia por átomos: ¿por qué en unos casos esa combinación de átomos posee ese modo de ser que denominamos ‘vida’ a diferencia de otras combinaciones que no lo poseen? No deja de llamar la atención que, en última instancia, nosotros estamos hechos también de átomos. ¿Por qué estamos vivos, por qué vive cualquier organismo dotado de vida? Y no me refiero tanto a una cuestión metafísica de sentido sino, sencillamente, al hecho de que la materia inanimada en un momento dado, comenzara a tener vida. ¿Cómo articular que todo está hecho de átomos (también nosotros), cómo entender lo que concretamente entendemos como ‘cosas’ o como ‘seres vivos concretos’ en esa especie de continuum de realidad atómica en el que nos encontramos? Más enigmática si cabe es la aparición de nuestra inteligencia en la historia evolutiva.

Nuestro universo es un universo esencialmente dinámico, una dinamicidad que, si se puede definir de algún modo, es por su carácter creativo. Un universo dinámico, creativo, y que no está detenido, sino que continúa en ese mismo proceso evolutivo que lo ha llevado hasta la situación actual, en la que nos encontramos nosotros. Un universo dinámico, creativo, y abierto hacia el futuro en un proceso que no se sabe hacia dónde lo dirigirá ni hasta donde llegará. La naturaleza ha generado infinidad de formas materiales, de especies vivas… del mismo modo que ha destruido otras muchas, proceso que seguirá así hasta no sabemos cuándo. ¿Cómo puede configurarse todo ese gran entramado de átomos, células, órganos, tejidos, etc., para que un organismo pueda vivir?, ¿cómo puede ser que toda esa maquinaria funcione perfectamente engrasada?, ¿cómo puede ser que un ser humano pueda siquiera pensarlo?

Me preguntaba más arriba si podemos decir que todo lo que hay está hecho de átomos. ¿Podemos? Supongo que la respuesta a esta pregunta tendrá que ver con la respuesta que demos al carácter desde el cual podamos determinar qué sea aquello que hay. Si reducimos la realidad a lo material, creo que la anterior cuestión tendría sin duda una respuesta afirmativa. Pero, ¿es reducible la realidad a lo material? Difícil cuestión que ha sido considerada por no pocos autores a lo largo de la historia. ¿Qué quiere decir exactamente ‘realidad? ¿Qué es real y qué no lo es?

10 de diciembre de 2019

‘Ser es ser percibido’, pero no me malinterpretéis

Algo así es lo que dice Georges Berkeley en su Prefacio a lo que seguramente es su obra más importante, Principios del conocimiento humano, escrita a los veinticinco años de edad. El obispo de Cloyne era perfectamente consciente de la novedad de su pensamiento, sobre todo en referencia al Ensayo sobre el entendimiento humano, de John Locke; tanto como para pedirle al lector, sea quien sea, que,

«(…) suspenda su juicio hasta que haya leído por lo menos una vez toda la obra, con la atención y reflexión que la materia requiere. Pues se encontrarán pasajes que, tomados aisladamente, se prestarán con toda seguridad a falsas interpretaciones y a deducir consecuencias erróneas, lo que no ocurrirá ciertamente después de una lectura cabal de la obra».

Aunque Locke sea un interlocutor importante en su pensamiento, no se puede olvidar que la reflexión de Berkeley sigue los pasos de la filosofía cartesiana, en el sentido de que trata de levantar una firme teoría del conocimiento para asegurar la verdad de lo que se pueda afirmar sobre la realidad, si bien con una diferencia fundamental: si Descartes inicia su andadura con la duda, Berkeley la inicia desde la confianza de la existencia segura del saber humano: lo que se plantea Berkeley es la determinación de los principios de dicho saber, sin dudar nunca de la posibilidad de dar con dichos principios.

En el primer parágrafo de la obra, en la Introducción, dedica especial énfasis a quiénes son los que pueden realizar esa ‘lectura cabal de la obra’. Y lo hace reivindicando el papel que poseen los filósofos en tanto que buscadores de la verdad; si bien es consciente de la disparidad de opiniones de los mismos a lo largo de la historia (algo a lo que él pretende dar solución precisamente con esta obra), también lo es de que, si han dedicado y dedican tanto tiempo a la reflexión y al análisis de la verdad, probablemente poseerán «un espíritu más apto despierto en orden a la elucubración con un conocimiento más claro y evidente, por hallarse más desembarazados que los profanos de las dificultades y dudas que en alguna manera puede oscurecer la verdad». En su opinión, por lo general solemos gozar de ‘una seguridad y fijeza imperturbables en lo que a nuestros conocimientos se refiere’, de modo que ‘todo lo que nos es familiar’ es poco menos que evidente, y fácil de comprender; nos suele faltar lo que podemos denominar un espíritu crítico. Un espíritu crítico que, en cuanto es ejercido sobrevolando la actitud cotidiana, natural, propicia que nos asalten ‘innumerables dificultades, precisamente sobre cosas que antes creíamos haber comprendido perfectamente’. Creo que todo aquel que se haya aproximado a la filosofía, sabrá por experiencia a qué se refería Berkeley.

Aun así, y tal y como afirma Luis Rodríguez Aranda, prologuista de mi edición, los esfuerzos de Berkeley para prevenir ese posible malentendido de su obra no han sido suficientes. En su opinión, ha sido un autor tozudamente malinterpretado, y sus ideas han sido erróneamente expuestas de modo insistente. «La opinión más vulgarizada que circula es que Berkeley negó la existencia de los cuerpos», cuando ello para nada es la esencia de su pensamiento, tal y como el mismo Berkeley afirmó: «Ya hemos hecho ver anteriormente que está muy de acuerdo con nuestros principios el sostener que las cosas existen, que hay cuerpos o sustancias corpóreas, tomando estos términos en su sentido corriente y no en el filosófico» (§82).

¿Por qué, entonces, se suele afirmar que, para este autor, las cosas no existen? A mi modo de ver, se pueden dar dos razones a este hecho. La primera tendría que ver con que, efectivamente, con él se lleva el idealismo hasta sus últimas consecuencias, lo que propicia un pensamiento con una carga de novedad muy importante, sin un mapa conceptual ni clara ni rigurosamente establecido. Ésta es precisamente una de las tareas que él se propone. La segunda es porque, a causa de esto, su pensamiento no ha sido comprendido debidamente. Quizá haya, además, una tercera, a la que apunta Rodríguez: que fácilmente nos contentamos con manuales o historias de filosofía, que se escriben en no pocas ocasiones a partir de otras obras generalistas, sin haber ido directamente a las fuentes; nunca insistiremos lo suficiente en la necesidad de acudir a las fuentes, a los textos originales de los autores.

El paso que dio Berkeley respecto a Locke fue importante, tanto como para dar inicio a lo que se define cómo idealismo ontológico. Pero ya hemos visto que él no negaba la realidad de las cosas. ¿Cuál era el problema, entonces? Pues su fundamento. Él fue fiel hasta el final a su principio: ser es ser percibido; pero, era consciente de que la realidad de las cosas no debía depender de su percepción por parte del ser humano. Pero ello no quiere decir que no fueran percibidas o pensadas por alguien otro, a saber, Dios. Apelar a Dios le permitió salvar una de sus tesis fundamentales, como es el carácter espiritual de la realidad última de las cosas. El hecho de que este carácter último fuera espiritual, no implicaba negar la existencia de la materia, sino buscarle un fundamento de naturaleza espiritual, a saber: la percepción divina. El carácter espiritual de las cosas tiene que ver con ser percibido por alguien, con pertenecer a la mente de alguien; condición de su existencia es ser percibido por alguien. ¿Quién las percibe cuando no hay ningún hombre que lo haga? Dios. Su filosofía se desplomaría si no tuviera a Dios como garante; ciertamente, sería absurdo pensar que las cosas se volatilizarían cuando no fueran percibidas por ninguna persona. El fundamento de que las cosas no se volatilizasen es precisamente su presencia en la mente de Dios.

Esta aportación tuvo consecuencias muy importantes en la historia de la filosofía. Con su concepto de ‘idea’ (muy cercano al del contemporáneo ‘fenómeno’) abre dos vías de aproximación a la realidad: la gnoseológica, el tener noticia de algo; y la metafísica, lo que ese algo sea más allá de nuestra noticia. Este desdoblamiento también estaba presente en el espíritu clásico, pero desde la perspectiva de que ello no suponía mayor problema que el de perfeccionar nuestro conocimiento para, finalmente, llegar al conocimiento de la realidad. Esta posibilidad fue la que nuestro autor cuestionó abiertamente, abriendo una línea de reflexión de la que hasta hoy se perciben ecos. Si la aportación idealista al conocimiento, aunque matizada o perfilada, es hoy en día asumida, sigue siendo un reto en la actualidad la dimensión metafísica, en el sentido de conceptuar filosóficamente qué sea la realidad.

3 de diciembre de 2019

La clasificación de los seres vivos

Creo que esta clasificación es una de estas cosas de la que todos hemos oído hablar alguna vez, pero que no sabemos a ciencia cierta cómo es. Por lo menos esta es mi experiencia, y mi caso. La clasificación de los seres vivos de la Tierra, disciplina de la biología denominada taxonomía, ha sido una preocupación desde antiguo. Aunque quizá sea más exacto decir que la ciencia que efectivamente estudia la clasificación de los seres vivos es la sistemática, siendo la taxonomía la ciencia que estudia teóricamente los criterios y metodologías de las posibles clasificaciones. En cualquier caso, y como no podía ser de otra manera, ya el gran Aristóteles, biólogo además de filósofo, dijo algo al respecto. Entre él y la época actual, y como tampoco podía ser de otro modo, hubo un gran hito que cambió el modo de entenderla: la teoría de la evolución de Darwin.

Una idea que nos genera violencia pensarla, es la de mirar la naturaleza sin las gafas de la teoría de la evolución; lo tenemos hoy en día tan asumido, que se nos hace complicado pensar la naturaleza desde ese marco. Pero el caso es que, antes de que empezara a cobrar forma en la mente de las gentes y de los científicos la idea de evolución biológica, se consideraba que las especies eran como eran, y que siempre habían sido así, como eran. Si bien esto es algo que hoy nos parece inaudito, incluso ingenuo, creo que puede ser considerada como una conclusión natural en la época, sobre todo porque la amplitud de miras de una vida de la época clásica no iba más allá de lo que el ojo puede alcanzar, durante el tiempo que dura una vida; desde estas coordenadas: ¿quién podría afirmar que la evolución es algo evidente? La evolución es demasiado lenta para que una vida humana pueda darse cuenta de ella, por lo que es muy razonable —como digo, desde estas coordenadas— la consideración de que las especies eran fijas.

Antes de que la teoría de la evolución fuera enunciada como tal, su espíritu ya empezaba a ser lugar común en algunos ámbitos científicos. Y empezaron a surgir dudas en referencia a cómo había que considerar a las especies, las cuales ya no podían ser fijas, sino que debían ser cambiantes, y algunas de ellas tener a otras como descendientes. Tal y como nos explica Manuel Alfonseca en su libro sobre la evolución biológica y cultural del hombre, se empezó a plantear a las especies como un árbol genealógico en el cual, desde un punto cero, el origen de la vida, se irían creando diferentes ramificaciones en función de las distintas especies, constituyéndose un auténtico árbol de la vida. Toda especie debería de tener su lugar en él

Con el tiempo, este árbol de la vida se comenzó a complicar en demasía. Eran tantas las especies (¡millones!) que tenía que albergar y, en ocasiones, la información de la que se disponía (en muchos casos información fósil) era tan precaria, que se hacía complicado mantenerlo actualizado. Por lo que se volvió a retomar la taxonomía clásica, en la que la clasificación es sistemática, no cronológica: el eje del tiempo (evolutivo) desapareció, y se retomaron las categorías que a todos nos son familiares, a saber: partiendo de la categoría ‘vida’ estarían reino, phylum, clase, orden, familia, género y especie. Como dice Boadilla, «los rasgos de las divisiones más generales corresponderían a adaptaciones básicas o principales que surgieron en los momentos iniciales de la evolución de las especies progenitoras de estos grupos. Por ejemplo, hay cinco grandes reinos: las móneras, las protistas, los hongos, las plantas y los animales, que se corresponden con las cinco diferenciaciones principales de la vida sobre la Tierra». El phylum se correspondería con las líneas anatómicas fundamentales que, en el caso del reino animal, serían esponjas, anélidos, artrópodos, cordados… Los siguientes estratos se corresponderían con subdivisiones cada vez más especializadas. Tomando el ejemplo del propio Alfonseca, un león comparte con un tigre el género (Panthera), con un lince la familia (Felidae), con un oso el orden (Carnivora), con un canguro la clase (Mammalia), con una sardina el phylum (Vertebrata), y con una estrella de mar el reino (Metazoaria). También ocurrió con el tiempo que esta clasificación se mostró poco eficaz, al integrar tantas especies en tan pocas categorías, complicándose con más y más subcategorías.

Para poner las cosas más difíciles, llegó en su día van Leeuwenhoek descubriendo la capacidad de aumento de la imagen de las lentes. Con su microscopio de fabricación propia sacó a la luz el increíble mundo de los microorganismos, hasta entonces totalmente desconocido. La clasificación, todavía aristotélica, entre reino vegetal y animal se mostró insuficiente. Inicialmente se introdujeron algunos microorganismos en un reino y otros en el otro, clasificación que fue dudosa. Finalmente, ya en el siglo XX, se decidió añadir un tercer reino a los dos aristotélicos: el de las protistas, seres unicelulares de los que provendrían por evolución plantas y animales.

Esta división en tres reinos pronto se vio ampliada también en dos sentidos. El reino de los vegetales se dividió, sobre la década de los setenta del siglo pasado, en hongos y vegetales que no son hongos, es decir, los metafitos. En la siguiente década, gracias a la potencia de los microscopios electrónicos aumentó exponencialmente el reino de los protistas: se descubrió que algunos microorganismos tenían un núcleo celular en cuyo seno el ADN estaba encapsulado, mientras que otros no tenían núcleo y el ADN estaba repartido por todo el cuerpo celular; así, se estableció su división en tres reinos: eucariotas (organismos unicelulares con núcleo), y procariotas (sin núcleo), los cuales se dividieron a su vez en bacterias y arqueas (o arqueobacterias). Así, a finales del siglo pasado los organismos vivos se dividían en los siguientes reinos: bacterias, arqueas, protistas eucariotas, hongos, plantas y animales; los dos primeros procariotas y los cuatro últimos eucariotas; y de estos cuatro eucariotas, el primero unicelular y los otros tres pluricelulares.

Con los avances en la investigación genética, y el conocimiento creciente que se tiene del ADN, etc., se comenzaron a establecer otros criterios de clasificación, basados en lo que se denomina clados, pero que establecía algunas contradicciones con el modo habitual de entender la clasificación. Hoy en día, se puede establecer como definitiva la anteriormente citada de seis reinos, a los que se puede añadir uno más para distinguir, en el caso de las protistas eucariotas una diferenciación: la de los arqueozoos o eucariotas primitivos, que no tienen orgánulos, mientras que los protistas sí. Debido también a esta gran clasificación entre procariotas y eucariotas, parece que se ha impuesto, en una categoría superior a la del reino, hablar de dominio.