25 de junio de 2019

Transhumanismo: evidencia científica o utopía mítica

La semana pasada tuve la suerte de participar en un tribunal para la evaluación de un TFG de mi Facultad que trató sobre el transhumanismo. Vaya por delante que no soy un gran conocedor del tema; pero cuando me llegó el texto, noté que el título ya anunciaba un modo diferente de tratar un asunto que hoy en día está en boca sino de todos, sí de muchos; un asunto muy presente en el imaginario social y en los medios de comunicación, también en los ámbitos científicos y filosóficos. Hay en su exposición dos ideas sobre todo que, tal y como le dije al autor en mi valoración, me parecieron fundamentales.

No voy a hacer aquí una explicación de lo que sea el transhumanismo; muy brevemente se puede decir que se trata de una doctrina o una corriente de pensamiento filosófico-científica que propugna una superación de la naturaleza humana en todas sus dimensiones, también en sus capacidades psíquicas y fisiológicas, gracias sobre todo al desarrollo tecnológico actual; un progreso, que se percibe con cierta inminencia, gracias al vertiginoso ritmo con que se van sucediendo la renovación y las posibilidades de los distintos dispositivos que —cada vez más— inundan nuestras vidas; un progreso, al final del cual nos espera una nueva naturaleza, un estadio poshumano, en el que viviremos una vida centenaria, liberados de los problemas inherentes a nuestro carácter específicamente humano (sufrimientos, dolor, infelicidad, enfermedades…). Todo lo cual parece que esté —así se nos dice— ‘a la vuelta de la esquina’, dentro de unas pocas décadas a lo sumo; efectivamente, ante un futuro distópico, se insiste en convencernos de la inminencia de los resultados.

Cuando uno se acerca a este problema, se da cuenta de que no todo es blanco o negro sino que, con frecuencia, en la práctica las barreras se tornan difusas. Pero el autor del TFG no se sitúa en esta clave, sino en otra muy distinta: él sitúa al transhumanismo como uno de esos grandes relatos que la humanidad utiliza para poder encontrar sentido a su existencia; narraciones que nos han acompañado desde siempre, y gracias a las cuales alcanzamos «la estructura básica cultual social y emocional para poder vivir».

No todos estos grandes relatos son iguales en cuanto a sus posibilidades, humanidad, descriptores de la realidad, etc., ni tampoco son fáciles de identificar ya que —a menudo— se mueven en un nivel profundo, guiando nuestras vidas, aunque no siempre conscientemente. En el fondo, son mitos. Actualmente se entiende a los mitos peyorativamente, como relatos irracionales, acientíficos, que poco tienen que ver con la realidad de las cosas, imputables a mentes infantiles. Nada más lejos de la verdad. En todas las épocas —también en la nuestra— hay mitos. Los mitos no ocultan la verdad de las cosas, sino que la ofrecen en un nivel que subyace nuestro modo cotidiano de desenvolvernos en ella, con matices y aspectos que, usualmente, permanecen inadvertidos. «La estructura mítica no oculta la verdad, es un nivel subyacente a cualquier creencia o ideología de una época».

El concepto de mito se complementa con otro fuertemente empleado (aunque no siempre) en el ámbito de la modernidad: se trata de la utopía, muy afín al ideal de progreso, también especialmente acentuado en la época ilustrada (aunque también en otras). Este término, igual que el anterior, suele ser confundido también con cierta facilidad: no se trata de una ensoñación, de una ilusión que por definición nunca se podrá alcanzar, sino de «la proyección futura de las líneas de creencias actuales que convergerían en un escenario posible», definición que me pareció muy sugerente.

Pues bien, el transhumanismo no sería sino una nueva utopía de progreso, en la que subyace el gran tema mítico de la salvación, una salvación alcanzable gracias a la redención del ser humano a través de la ciencia y la tecnología. El transhumanismo, amparado en la todopoderosa tecnociencia, ofrecería como alternativa al futuro distópico sugerido por el posmodernismo, un futuro utópico transhumano, un paraíso en el que todos viviremos centenariamente (¿eternamente?) libres de sufrimiento, en feliz plenitud.

Ante ello cabe plantearse dos cuestiones. Dado por hecho de que podamos vivir vidas centenarias, e incluso libres de enfermedades con una salud perfecta, ¿qué nos dice que vayamos a ser felices?, ¿cómo se va a articular en esa nueva vida la felicidad?, ¿es la felicidad únicamente un asunto de longevidad, o de salud? Que estos aspectos puedan influir en la felicidad, supongo que sí, aunque esto sería matizable; pero afirmar que la felicidad pende de eso, o pretender que, una vez alcanzada una longevidad en plena salud seremos necesariamente felices, es otra muy distinta. Y este salto para nada es evidente.

La segunda cuestión a la que hacía mención tiene que ver con el hecho de que, dado el estado actual de la tecnociencia, si efectivamente estamos tan próximos del paraíso transhumanista. Según el autor, la tecnociencia es per se transhumanista, en su espíritu es profundamente transhumana; pero, otra cosa es que pueda llegar a serlo realmente, pues quizá su nivel de desarrollo (a pesar de sus sorprendentes adelantos) esté todavía lejano a ese futuro prometeico ‘tan próximo’. Quizá los resultados palpables que ya disfrutamos, así como la debida labor de divulgación, hagan el resto.

La humanidad posee dos grandes peligros: su destrucción —el más evidente— pero también la pérdida de su esencia. Nadie sabe a ciencia cierta en qué nos convertiremos cuando seamos transhumanos; sabemos lo que se nos dice, pero no lo que seremos en realidad. Estamos vendiéndonos —consciente o inconscientemente— al diablo, un diablo vestido con ropajes tecnocientíficos el cual cada vez está ejerciendo más poder y control sobre nosotros, sin nadie que le dirija; hemos creado (y lo seguimos creando) un monstruo que paulatinamente va cobrando autonomía propia, siendo cada vez más difícil dirigir su desarrollo, algo de lo que no somos del todo conscientes; y, «la falta de conciencia es lo mismo que la falta de responsabilidad». La tecnociencia es muy buena para la humanidad (¡qué duda cabe!), pero no podemos ser tan ingenuos —algo que ya nos decía José Sanmartín hace más de treinta años— de pensar que esa bondad pende de ella misma; normalmente subyacen intereses económicos, políticos, etc., que para nada coincidirán con los que éticamente serían oportunos para nuestra especie. Casualmente, en el reciente Congreso EBEN organizado por nuestra facultad, Adela Cortina nos recordaba la necesidad de que Europa asuma este reto. Nada más, y nada menos.

18 de junio de 2019

Qué es el arte, o por qué un palo de escoba es un caballito de madera

Caracterizar qué sea el arte no es desde luego una tarea fácil. Se puede afirmar que todo aquello que rodea a la estética ha sido, y sigue siendo, una de las grandes encrucijadas de la filosofía de todos los tiempos. Desde distintas perspectivas, adecuadas a las cosmovisiones imperantes en cada época, se ha tratado de comprender y de dar explicación a lo que usualmente se denomina experiencia estética, una experiencia que, si bien cualquier persona puede haber vivido en algún momento de su vida, es resbaladiza a la hora de querer concretarla en una definición más o menos específica.

Frente a una concepción clásica (e incluso también moderna) de carácter más platónico, en algunas tradiciones contemporáneas se suele comprender la finalidad del arte como generador y comunicador de emociones. Ahora bien, que, mediante el arte, se generan y comunican emociones, creo que es algo evidente; otra cuestión es si el carácter esencial del arte se reduce a ello, o es algo más. A mi modo de ver, decir que el arte comunica emociones es tan inexacto como decir que el conocimiento emite proposiciones, o la ética propicia acciones. Porque lo que pretende el conocimiento es emitir proposiciones, pero no cualquier proposición, sino proposiciones verdaderas, independientemente de lo complicado que sea afirmar que una proposición es verdadera; y lo que pretende la ética es propiciar acciones, pero no cualquier acción, sino aquellas acciones que puedan ser calificadas como buenas, independientemente de lo complicado que sea afirmar que una acción es buena. ¿No se podría decir algo similar sobre el arte? En efecto, el arte genera y comunica emociones, pero no cualquier tipo de emoción, sino aquellas que, al modo de las proposiciones verdaderas y de las acciones buenas, están vinculadas según la clave afectiva con la realidad de las cosas.

John Dewey entendía la experiencia estética como un caso particular, y más elevado, de la experiencia en general, vivencia humana característica de nuestro estar en la vida. En toda experiencia hay un momento de objetividad y otro de subjetividad, pero no como elementos independientes sino todo lo contrario, en íntima interdependencia y unidad (algo así como el ‘mundo’ fenomenológico, o la ‘vida orteguiana’ como realidad radical), mediante la cual el individuo es capaz de aprehender la situación con sentido, y de ofrecer una respuesta adecuada. Pues bien, la experiencia estética, no necesariamente asociada al arte, sería aquella experiencia en general en la que esa unidad entre individuo y entorno alcanza una unidad ideal, perfecta en su armonía, podríamos decir. A juicio de Dewey, toda experiencia tiene algo de estética, toda situación tiene algo de bella; lo cual no es óbice para que algunas situaciones sean más bellas que otras. Un chivato de ello sería precisamente el sentimiento estético, que sólo aparece como tal en la experiencia estética. En toda experiencia aparece un sentimiento el cual propicia un conocimiento difuso, vago, diferente al conocimiento objetivo de la situación, y que será en función del cual actuaremos. Pues bien, como digo, cuando ese sentimiento que nace en esa situación es estético, es que hemos tenido una experiencia estética, en la que nuestra unión con el entorno es ideal, armónica, perfecta, bella.

Pero para ello es preciso leer la situación más allá de la perspectiva objetiva, científica, incluso cotidiana; un conocimiento objetivo no necesariamente (es más, seguramente no) provoca la génesis de un sentimiento. El conocimiento objetivo es neutro, aséptico. Pero la experiencia no, pues introduce connotaciones que van mucho más allá de ese conocimiento objetivo, y que tienen que ver y mucho con la dimensión afectiva del individuo que la está viviendo. La obra de arte es aquel objeto que propicia esta experiencia al modo estético por excelencia, posibilitando que el individuo aprehenda la realidad de modo diverso al acostumbrado.

Si, ante una obra de arte, nos quedamos en su aprehensión cotidiana o científica, no estamos situados en la clave adecuada; la obra de arte es abierta, respectiva, remitente a un mundo de relaciones de sentido que subyace a su dimensión objetiva. Y lo que tiene que hacer el individuo es trascender lo objetivo, transitar su modo cotidiano de aprehensión para acceder precisamente a todo ese mundo al que la obra de arte nos invita. Por eso se requiere del espectador cierta elaboración mental, cierta construcción personal que vaya más allá de la información objetiva y que, a la vez, no caiga en la mera arbitrariedad.

Vigouroux propone un ejemplo muy ilustrativo (y que me recuerda que no es accidental que Gadamer utilice el juego como aproximación a la comprensión de lo que es la experiencia estética). Imaginemos a un niño con una escoba vuelta del revés; nada más lejos de un caballo de verdad. Pero, ¿es efectivamente así? El niño que está cabalgando por el pasillo no está utilizando cualquier objeto, no vale cualquier cosa, ni es una mera abstracción el elemento que está utilizando. El palo de escoba no es otro caballo, ni es un doble de él, pero para el niño es tan real como para poder ir derrotando dragones entre las montañas que se encuentran en el salón de su casa. El niño necesita de algo, de un objeto, que le sirva de ‘excusa’ para su juego; y no de cualquier objeto, sino de uno que, a pesar de la distancia evidente con su significado real, pueda contribuir a que, efectivamente, pueda imaginarse, pueda elaborar conceptualmente, que está cabalgando con su armadura. Como dice Vigouroux, «esos rasgos sugerentes, esos indicios, preñados de sentido, constituyen una especie de llave mágica», una llave que utilizan los espectadores para abrir su mundo interior, no de cualquier manera, sino según las posibilidades que le brinda dicho objeto. Aquí estriba el carácter revelador de la obra artística, una revelación que se da trascendiendo sus propiedades objetivas, pero sin prescindir de ellas: sus propiedades objetivas serían como un trampolín que nos impulsa a un mundo de realidades desconocidas para todo aquel que no ha sido capaz de desproveerse de las categorías cotidianas y científicas para aproximarse a lo real.

«No debe creerse que la actividad artística esté desprovista de cualquier valor revelador. Constituye, de hecho, una tentativa de aprehensión original del mundo, que rechaza formas de conocimiento demasiado esquemáticas, una búsqueda de expresión de los secretos indefinibles de los seres y las cosas».

11 de junio de 2019

De Lorentz a la relatividad: un cambio de mentalidad

En un post previo, hablaba de la relevancia de H.A. Lorentz en el nacimiento de la teoría relatividad. Él se quedó a las puertas, fiel como era a la mentalidad física clásica. Efectivamente, Lorentz —al igual que Maxwell— nunca dejó de pensar en la existencia de ese medio continuo denominado éter, el cual serviría de soporte a los campos electromagnéticos, así como a los fenómenos de la propagación de la luz. Pero tal éter debería conformar un medio rígido, para que pudiera propagarse transversalmente las ondas de luz y, absoluto, algo que entraba en contradicción con otras experiencias (Fizeau), según las cuales parecía que el éter se veía ‘arrastrado’ por los desplazamientos que se daban en su seno. A juicio de Lorentz, esto no podía ser, no tenía sentido que el éter se desplazara o se deformara, y trataba de buscar una solución en el marco abierto por Maxwell que conocía muy bien, ya que la estudió a fondo en su tesis doctoral.  Él fue inicialmente un férreo defensor de la existencia del éter, tanto como para no asumir los primeros resultados de los experimentos de Michelson y Morley; pero, cuando sus resultados fueron ya corroborados, no le quedó más remedio que replantear su postura, intentando adaptarse a esta nueva situación.

Los resultados de Michelson y Morley pusieron de manifiesto que los hechos experimentales no coincidían con los teóricos. Su solución pasó por aplicar una serie de transformaciones de modo que las ecuaciones de Maxwell resultasen invariantes. Esta transformación la estableció a partir de la relación entre los cuadrados de la velocidad de un cuerpo (v) y la de la luz (c): se estableció en v2/c2, un valor que entonces no era posible contrastar empíricamente, ya que los medios tecnológicos de la época no permitían todavía ninguna observación de este calibre tan fino, y que no acabó de interpretar bien, como vamos a ver. Porque los cálculos de Lorentz tuvieron una consecuencia inesperada, a saber: que repercutían en que fueran variables las leyes de la mecánica clásica. ¿Qué quiere decir esto? Del mismo modo que la transformación de Galileo deja invariantes las ecuaciones de la mecánica newtoniana, la de Lorentz hace lo propio con las ecuaciones de Maxwell, pero… ¡supone variaciones importantes de la mecánica newtoniana! O sea, que la forma de los cuerpos, o la distancia entre dos puntos, o el tiempo, no tienen los mismos valores en un sistema fijo que en otro desplazándose.

La solución que dio Lorentz es que todo cuerpo que se desplazaba en el éter experimentaba una contracción longitudinal que serviría para compensar esta desviación de la experimentación respecto de la teoría. En lugar de pensar que esa diferencia tenía que ver con el arrastre del éter, junto con G.F. Fitzgerald postuló que un cuerpo cambia de forma como resultado de su movimiento.

Claro, esto pasaba por suponer que, a velocidades próxima a las de la luz, los objetos se acortaban para que el tiempo que tardaba en recorrerlos ésta (pensemos en el experimento de Fizeau) fuese el mismo. Para definir esto, Lorentz estableció en cada objeto un origen de coordenadas propio, pero únicamente a efectos teóricos, para facilitar los cálculos, convencido como estaba de que sólo había una referencia absoluta del tiempo y del espacio, la correspondiente al éter. Su conclusión fue la que sigue: «cuando se pasa de un observador a otro que está en movimiento rectilíneo uniforme con relación al primero, las ecuaciones que rigen los fenómenos electromagnéticos (y en particular los fenómenos ópticos) para el segundo observador se obtienen a partir de las que son válidas para el primero mediante una cierta transformación lineal de las coordenadas del espacio y del tiempo». Esta transformación es la que se conoce como transformación de Lorentz. Curiosamente, el hecho de asumir estas coordenadas locales simplificaba y mucho los cálculos, pero él no vio ahí ninguna posibilidad real, ya que para él la única posibilidad real era la del éter.

Lo que más me llama la atención de todo esto es el hecho de que Lorentz siguió manteniéndose fiel a la concepción clásica de la física, y nunca llegó a atisbar todas las posibilidades de su aportación. Seguía pensando en un origen de coordenadas absoluto, así como en un tiempo absoluto: «el tiempo local y los sistemas de coordenadas, que el grupo de transformación del que era el inventor le llevaban a considerar no le parecían sino artificios del cálculo que permiten poner bajo una forma más elegante y más cómoda las ecuaciones de la teoría». Quedaba sólo un paso, quizá el más difícil: cambiar la cosmovisión, cambiar la mentalidad, y pasar de términos absolutos a términos relativos. Había que desechar la idea de espacio y tiempo absolutos, así como la del éter, y asumir todos los sistemas de coordenadas que Lorentz había situado en cada cuerpo en pie de igualdad entre todos ellos, suprimiendo la idea de que uno (el del éter) era preeminente al resto.

El mismo Poincaré, a quien siempre le disgustó la idea del éter, estuvo próximo a este tránsito pero, hijo de su tiempo también, al igual que Lorentz, tampoco lo llegó a dar. La historia de la ciencia tuvo que esperar a un joven un tanto anodino quien, en 1905, utilizó toda esta información y la elaboró en su famosa teoría de la relatividad: Albert Einstein. Curiosamente, Lorentz comprendió la aportación de Einstein: de alguna manera, ¡él también era el padre de la criatura!, por lo menos en parte, convirtiéndose en un divulgador de primera magnitud de la misma. Pocos había que la comprendieran tan bien como él. Sus transformaciones no eran un artificio matemático, sino que reflejaban la realidad.

4 de junio de 2019

El balbuceo nos abre al silencio originario

Decía en otro post que Eugenio d’Ors entendía a las palabras como las antenas que nos ayudan a conectar lo concreto con lo eterno, fuentes inagotables en cuyo interior circula una savia que los hombres nunca podrán acabar de reducir a bloques pétreos y estériles. Una fecundidad a la que no se llega por el esfuerzo, sino dejándose hacer, dejándose decir por ese ámbito donde lo originario que subyace a todos y cada uno de los términos que conforman una lengua habita. Acceder a lo originario es don, y no tarea, diría María Zambrano; y uno debe dejar hueco para que el don pueda manifestarse, debe abrir espacios. Y, por evidente que parezca, si uno no deja de hablar, no deja espacio para el don, y lo originario siempre le permanecerá velado.

El balbuceo nos brinda una posibilidad para ese silencio en el que abunda todo significado, para abrir una oquedad en nuestro decir, y recibir así el don gratuito que generosamente se nos ofrece. Ante un decir monótono, imperturbable, apisonador y monolítico, el balbuceo posibilita el acceso a otro decir, abre grietas de ‘debilidad’ en el bloque pétreo; ante ese torrente descontrolado de palabras y palabras que son vertidas sin freno, el balbuceo abre un infinito de silencios que posibilita el encuentro con lo originario. Pero no todos los silencios son iguales: no es lo mismo el silencio del impertinente, que el del tímido; el del engreído que quiere impresionar, que el del hombre prudente que sabe esperar; también está el del ignorante quien, sin saber qué decir, calla avispadamente para pasar por inteligente. Pero nada de esto tiene que ver con aquello a que nos abre el balbuceo.

El balbuceo nos abre a un silencio singular, el silencio del sabio, que denomina Rof Carballo. Un silencio que dice más que calla; es más: ese silencio es el lugar en que se dice, pues sino, aun diciendo, uno calla. Porque, como decía Goethe, lo esencial del sabio no es lo que dice sino lo que calla. Y, son raros los hombres con mente silenciosa, los hombres que, callando, hablan.

El silencio habla cuando uno aprende a no responder, a no tomar la iniciativa; cuando uno aprende a dejarse decir, a dejar que lo originario resuene en su conciencia. Curiosamente, cuando uno abandona la actitud beligerante tan frecuente en el hablar cotidiano, cuando uno no tiene la premura de contestar antes de que le rebatan o le contradigan, cuando uno se siente escuchado de verdad, aparece en él otra forma de hablar. «El misterio del lenguaje es tal que cuando el hombre encuentra que nadie le responde, ni siquiera con gestos o actitudes inconscientes, comienza a hablar de otra manera». Se muestra un lenguaje secreto y desconocido, que habita bajo la fachada procelosa del lenguaje cotidiano. El lenguaje cotidiano es como el agua de escorrentía que, en su caudal desbocado, resbala por la superficie de las cosas, ignorándolas en lo que tienen de profundo; el lenguaje silencioso, en su serenidad y gravedad, cala en la tierra porosa para acceder a su fértil hondura.

La conversación cotidiana tiene algo de duelo, de enfrentamiento del cual uno espera salir airoso; no importa tanto alcanzar la verdad como salir victorioso del encuentro: «con las palabras se hacen fintas, se amaga, se ataca y se responde, nos esquivamos, tratamos de parar el golpe alevoso o bien, solapadamente, tras un rodeo, organizamos la nueva embestida». Preocupados en no ser arrollados, no podemos ocuparnos en la verdad de nuestro discurso. Pero, si uno de los interlocutores depone las armas, si el duelo se acaba porque uno de verdad ha decidido callar, y porque uno de verdad ha decidido escuchar, el lenguaje tal y como acostumbramos a emplearlo queda desarticulado, inerme. Y es entonces cuando podemos aprehender el lecho frondoso que lo subyace, que propicia su fruto. Hay, pues, dos lenguajes: el beligerante de la superficie, el sosegado del fondo, igual que acaece en un día de tormenta en el mar. Es por esto que el sabio no es amigo de la verborrea, del uso indiscriminado de palabras que se profieren sin ningún sentido auténtico; las verdades se dicen con las mínimas palabras, permitiendo que estas comuniquen todo su haber.

Y ello es porque, en su serenidad, abren espacios en el decir gracias a los cuales el interlocutor aprehende la realidad profunda, seguramente sin apercibirse conscientemente de ello; una realidad silenciosa que el fragor del discurso no le permite atisbar. «En vez de verse arrastrado por la frase, el lector, ahora, se ha convertido de pronto, quiéralo o no, en alguien que escucha lo que ocurre en los intersticios de la misma». Ha aprendido a escuchar en el silencio que se abre entre las palabras; ha aprendido a escuchar el silencio. Sólo se puede escuchar el fondo de las palabras cuando éstas dejan espacios en el discurso, puertas que a modo de heraldos posibilitan escuchas imposibles de otro modo. Sólo quien es dueño de las palabras y de los espacios ha adquirido el gran arte de decir; sólo quien ha descubierto la necesidad de tener que balbucear de nuevo, como cuando éramos niños.