23 de agosto de 2017

La metamatemática de Hilbert

Veíamos en el anterior post de esta serie cómo empezó a cobrar actualidad el problema de la consistencia axiomática. Comentábamos también que el sistema axiomático euclidiano tenía validez porque se apoyaba en la realidad de las cosas, es decir, que la veracidad o falsedad de sus proposiciones venía dada por su confrontación con la realidad a la que se referían. Hoy vamos a dar un paso más, porque si nos damos cuenta al hablar en estos términos del sistema de Euclides estamos hablando de dos cosas diferentes. Porque un sistema axiomático puede estar ajustado a la realidad (hasta la fecha), pero no por ello ser necesariamente un sistema consistente. ¿Es lícito fundamentar la consistencia de un sistema axiomático —en este caso el euclidiano— en el hecho de que la realidad de las cosas se corresponda con la veracidad de sus postulados? Si para el individuo de a pie la respuesta probablemente sería afirmativa, para el matemático con toda seguridad será negativa.

Es en la modernidad cuando surge este problema, el de la consistencia o no del sistema axiomático de Euclides. ¿Es suficiente argumentar su consistencia por su correlato con la realidad, o cuanto menos con nuestra experiencia de ella? Como es fácil suponer, desde un punto de vista lógico-matemático no, pues si bien aunque todo lo observado hasta ahora concuerde con el sistema euclidiano, nada impide que una futura observación entre en contradicción con él. Habría, pues, que demostrar matemáticamente dicha consistencia, pues las consideraciones inductivas (es decir, su confrontación con la realidad) sólo pueden mostrar que los axiomas son plausibles y probablemente verdaderos… hasta ahora, pero nada asegura que lo sigan siendo en un futuro.

Y esto, ¿cómo se demuestra? El problema fundamental con el que se encuentra la demostración de la consistencia es el hecho de que de cada sistema axiomático puede dar lugar a un número infinito de deducciones; ¿cómo podemos saber que todas esas deducciones, de las cuales la mayoría aún no sabemos cuáles son, van a ser verdaderas? En principio es difícil, pero hasta que no se pueda demostrar eso, la consistencia de los axiomas estará puesta entre paréntesis. Claro, si acudiéramos a sistemas que proporcionaran un número finito de deducciones la cosa sería más fácil, pero esto sólo es posible en casos concretos y muy reducidos: lo normal es que los modelos adoptados sean infinitos, con la problematicidad que lleva aparejada su no-finitud:

«Los modelos finitos son suficientes, en principio, para establecer la consistencia de un cierto grupo de postulados. Pero éstos son de pequeña importancia matemática. Los modelos no-finitos, necesarios para la interpretación de la mayoría de los sistemas importantes de postulados de las matemáticas, sólo pueden ser descritos en términos generales; y no podemos concluir, como cosa natural, que las descripciones estén exentas de contradicciones ocultas», contradicciones denominadas antinomias.

Dado que los métodos no-finitos utilizados al modo clásico también podían dar lugar a inconsistencias (como el propio sistema de Euclides), surgieron dudas sobre la consistencia de distintos sistemas matemáticos sobre los cuales en general no había caído nunca ninguna sospecha. Era preciso buscar otros métodos que dieran fiabilidad total a este problema, métodos denominados absolutos. Los esfuerzos de los matemáticos fueron encaminados entonces hacia la definición de pruebas absolutas de consistencia.

El primer paso firme que se dio para establecer la consistencia de sistemas sin apelar a la consistencia de otro sistema fue el dado por Hilbert, cuya línea de trabajo fue la total formalización de un sistema deductivo. Ello quiere decir que había que reducir los elementos utilizados en el sistema como meros signos, sin ningún significado que vaya más allá que el que se le ha otorgado en dicho sistema; los signos, fuera de su contexto, son meros signos vacíos, y los modos en que se combinen deben seguir unas pautas y reglas establecidas con total precisión. Esto que parece tan sencillo, fue una idea original y novedosa. Démonos cuenta de la violencia que genera para la forma de pensar común, pues supone abstraernos del correlato que dichos signos y reglas tuvieran con la realidad para atenernos a su significado estricto dentro del sistema en que se definen.

Lo fácil para nosotros es sumar manzanas, o multiplicar caramelos; lo difícil es no pensarlo así para atender únicamente al significado lógico-matemático de una operación. Pero de este modo, las tramas deductivas en un sistema formal son meras sucesiones de enunciados, seguidos unos de otros mediante procesos ajustados a reglas definidas, generando así elementos más complejos partiendo de elementos más simples. Y no necesariamente han de tener su correlato con lo real. «Cuando un sistema ha sido completamente formalizado, la derivación de teoremas a partir de postulados no es más que la transformación (conforme a la regla) de una serie de estas ‘cadenas’ (de signos) en otra serie de ‘cadenas’». Una serie de estas cadenas en principio no afirma ni niega nada sobre el mundo, sino que es simplemente un ‘razonamiento’ abstracto y formal que siguen unos elementos según unas reglas, todo ello previamente establecido.

Ahora bien, aquí se introduce un concepto que luego hizo fortuna también en otros ámbitos, y que es el meollo de la cuestión. Una cosa es toda esta sucesión de signos y deducciones abstractas que podamos pensar, y otra muy distinta es lo que se pueda decir acerca de ellas; son dos cosas totalmente distintas. Y, si nos fijamos, todo este conjunto de afirmaciones o comentarios sobre los elementos de este sistema formal, claramente escapan al propio sistema formal, pertenecen a otro ámbito. ¿Cuál es ese otro ámbito? El que Hilbert denominó meta-matemáticas. Lo perteneciente a las meta-matemáticas no son estrictamente (formalmente) matemáticas sino aquello que se dice sobre ellas: es la diferencia entre el ‘contenido que se estudia’ y el ‘discurso acerca de ese contenido’.

16 de agosto de 2017

De la historiografía romántica a la hermenéutica: J.G. Droysen

Con este post vamos a avanzar en la evolución de cómo se ha ido comprendiendo la historia, sobre todo a partir de la época romántica, último paso antes de adentrarnos en el pensamiento de uno de los grandes padres del pensar hermenéutico: Wilhelm Dilthey. Hoy vamos a conocer un poco a J.G. Droysen, quien da un paso adelante a partir de la reflexión de Ranke (más de carácter romántico-panteísta) que vimos en el anterior post, intentando hacerla ‘aterrizar’. Él entendía la comprensión histórica como no necesariamente diversa a la lingüística: de lo que se trataba no era tanto de buscar una comprensión de la historia desde algo exterior a ella (desde esa especie de conciencia universal), sino ‘en’ ella. Lo que había que hacer era llevar hasta las últimas consecuencias aquello que de alguna manera ya había dicho Ranke cuando hablaba de la ‘fuerza de la historia’; aunque si bien Ranke sitúa el fundamento de esa fuerza en la conciencia, Droysen lo busca en la misma historia.

Para ello ahonda en la comprensión de la historia a partir de los hechos históricos, no fijándose tanto ni en las acciones ni en las interpretaciones de los individuos: «el individuo aislado, en el azar de sus impulsos y objetivos particulares no es un momento de la historia; sólo lo es cuando se eleva hasta los aspectos morales comunes y participa en ellos». Esa fuerza de la historia depende ahora no de la conciencia superior en tanto que manifestación de la vida del todo, y que pueda ser vislumbrada únicamente por el historiador capaz de situarse en la clave del espíritu universal, sino de los hechos realizados por el ser humano que actúa históricamente, y que se convierten en ‘poder’ en la medida en que participan para la consecución de ‘los grandes objetivos comunes’. Lo importante en la historia son los grandes acontecimientos, los hechos históricos.

Y los individuos, ante ese devenir histórico, se sitúan de diversas maneras, básicamente dos: bien soportándola, bien modificándola. Estos últimos serían en mayor o menor medida los protagonistas de la historia cuya importancia es ésta, su contribución a la historia, que es lo relevante para Droysen (más allá de sí mismos).

«El rasgo panteísta de Ranke permitía aquí la pretensión de una participación al mismo tiempo universal e inmediata, de una ‘con-ciencia’ del todo. En cambio Droysen, piensa las mediaciones en las que se mueve la comprensión». Porque el historiador que busca comprender, comprende desde un cuadro de coordenadas histórico posibilitado por la historia, y no puede escaparse a él. La investigación pasa por un comprender la historia, pero también por un comprenderse a sí mismo en su situación histórica, un comprender cómo se comprende, un comprender investigando. Aquí sí que se encuentra un mayor acercamiento entre la tarea historiográfica y la creación artística, sin necesidad de apelar a instituciones externas a las mismas.

Es por ello que para Droysen la tarea investigadora es un progreso inacabable, un diálogo continuo entre la tradición y la comprensión, ajena a esa precisión implícita al experimento científico. De hecho, aquí cabe situar la escisión entre la investigación histórica y la científica, y que provocó que el concepto de ‘investigación’ estrictamente hablando se aplicara más a la segunda que a la primera. La científica, a causa de la limitación de su marco y de sus condiciones experimentales, puede ofrecer mayor exactitud y certeza. Pero la historia reposa sobre el comportamiento humano, y por ende sobre la libertad, sobre la cual no es posible establecer leyes (al modo científico) de comportamiento, pero si ciertos nexos que no por ser científicos dejan de ser reales, y puedan ser susceptibles de conocimiento y comprensión: «en la investigación incesante de la tradición se logra al final siempre comprender».

Aquí sería oportuno considerar esa flexibilidad de la que nos habla D’Ors, cuando uno está atendiendo a las ciencias del espíritu, «porque si la Historia no se rige por una ley mecánica, y ‘la sorprende a cada instante lo imprevisible de los hechos’, también es cierto que tampoco está regida por un ‘improvisar caprichoso’, y en cada etapa aparece una serie de constantes que la hacen inteligible». Efectivamente, la historia no es un suceder mecánico, pero tampoco aleatorio o caprichoso. Es gracias a ello que se pueden conocer los nexos de sentido que la subyacen.

La hermenéutica se convierte así en señor de la historiografía, conclusión a la que se llega desde una premisa: que la historia, considerada como acciones de la libertad, es tan profundamente comprensible y cargada de sentido como un texto; del mismo modo que acontece en un texto, la comprensión de la historia es una actualización continua de lo comprendido, de lo acontecido, de lo histórico.

10 de agosto de 2017

El primer hecho de cultura

Retomando el anterior post, en primer lugar y para evitar confusiones quisiera delimitar conceptualmente los términos que estoy barajando. Cuando hablo de competencia lingüística me refiero a la capacidad (aunque sea en potencia) de poder hablar un lenguaje, independientemente de que se hable o no. Por ejemplo, los primeros humanos todavía no tendrían un lenguaje desarrollado, y sin embargo entiendo que ya tendrían la capacidad para poder hacerlo (de hecho con el tiempo lo hicieron). La competencia lingüística sería algo así como lo que hoy entendemos como competencia comunicativa, que tal y como yo la entiendo tiene que ver con la capacidad de comunicarse que posee todo ser humano; a mi modo de ver, es diferente de la ‘comunicación’ animal ya que creo que los procesos según los cuales los animales comparten mensajes mediante signos, movimientos, etc., no es estrictamente comunicación; para mí la comunicación lleva aparejada la formalidad de realidad. Esta competencia se puede plasmar de diferentes modos: bien mediante un sistema de gestos o sonidos (humanos), bien mediante lo que conocemos hoy en día como lenguaje: conjunto de palabras que poseen un significado y que se combinan según normas establecidas. La competencia comunicativa o lingüística es algo más amplio que la comunicación mediante un lenguaje; si bien ésta se concretaría en determinadas ‘lenguas’ (o idiomas), puede haber también comunicación humana no lingüística: una mirada de complicidad, por ejemplo.

La pregunta que me hacía era la siguiente. Partimos del hecho de que los primeros seres humanos poseían esa capacidad comunicativa, pero aún no empleaban el lenguaje como tal. Y me preguntaba si era posible que existiera la competencia comunicativa o lingüística sin lenguaje, sin el uso concreto de una lengua. Lo digo a la luz de una cita de Keller que ya comenté: «Lo más que puedo decir es que, dormida o despierta, yo sentía únicamente con mi cuerpo. No alcanzo a recordar proceso alguno que pueda ahora dignificar con la palabra pensamiento. (…) La idea ―que otorga identidad y continuidad a la experiencia― entró en mi existencia dormida y en mi existencia despierta en el mismo momento en que se despertó la conciencia de mí misma». Es decir, la consciencia de sí misma surge a la vez que es capaz de combinar palabras y conceptos, de reflexionar, de generar pensamientos. ¿Puede hacerse eso sin lenguaje, puede haber competencia comunicativa sin lenguaje?

En los primeros compases de la humanidad, es razonable suponer que la comunicación sería a base de gestos, de gruñidos… una comunicación a base de interjecciones, que para Eugenio d’Ors suponen “el modo más puro de comunicación”, ya que la expresión hablada supone una elaboración reflexiva. 

Para d’Ors la interjección pura es ‘la epifanía primera del lenguaje’, en tanto que saca afuera un contenido emocional puro, una idea en su calidad de originaria, sin posibilidad de ningún tipo de modificación o de tamiz por una reflexión posterior. Y precisamente, desde el momento en que la expresión articulada ha dejado de manifestar ese mensaje originariamente puro, por eso mismo, cualquier tipo de articulación (lingüística), hasta la más elemental, «puede y debe considerarse como un hecho de cultura».

Claro, cómo él mismo sigue explicando, cualquier tipo de articulación lingüística, por pequeña y sencilla que ésta sea, lleva aparejada una modificación (o ausencia) de esa idea o emoción originaria en su pureza, lo cual implica la existencia de lo reflexivo, aunque esto reflexivo sea nimio en los orígenes. Según su reflexión, la auténtica ‘palabra viva’ es la interjección, el grito… que califica como vocativos rigurosos, mediante los cuales nuestro interior queda plasmado en su espontaneidad y vitalidad. Al lado de ellos, considera que el lenguaje discursivo representa «un estado superior por dar forma y claridad a lo que en la interjección era infinito y misterio».

Creo que a la luz de estas reflexiones de d’Ors la pregunta que me hacía inicialmente se puede contestar razonablemente. Apoyándome en el testimonio de Keller, creo que esa comunicación primaria a base de gruñidos y gestos, posturas y comportamientos, no es estrictamente perteneciente a lo que he denominado una ‘competencia comunicativa bajo la formalidad de realidad’; o sea, que no era una auténtica comunicación humana. Sin ser capaz de concretar bien la cronología del proceso (supongo que todo se daría de modo simultáneo, recubriéndose sus distintas dimensiones), a mi modo de ver en el momento en que el ser humano pudo articular dos palabras (o quizá únicamente decir una), que tal y como comenta d’Ors fue el ‘primer hecho de cultura’, emergió en él la formalidad de realidad, y también la técnica (es decir, la capacidad de utilizar los utensilios como algo más que como meros utensilios: como realidades ‘de suyo’). Quizá se pudiera afirmar que ése fuera el origen de la humanidad. Otra cuestión sería pensar cómo fue posible ese salto cualitativo, quiero decir, qué ocurrió en nuestras estructuras fisiológicas para que posibilitaran ese salto respecto de las estructuras fisiológicas del resto de homínidos, para que emergiera una corteza cerebral ausente en los cerebros de las otras especies, cuanto menos en germen.

Entonces claro, en dicho momento crucial, los seres humanos se empezaron a ver como diferentes al resto de la naturaleza, pero con una profundidad o amplitud que supongo que sería ciertamente reducida. Distinguía en un post antiguo la diferencia entre medio, entorno y mundo; pues bien, creo que esa diferencia entre entorno y mundo no era todavía tan acusada o definida como pueda serlo para cualquiera de nosotros, con nuestras capacidades específicamente humanas ya muy desarrolladas y consolidadas. Supongo que para este primer humano sería una diferencia muy difusa, y que poco a poco iría desarrollando, en función de cómo fuera percibiendo ese medio que le circundaba, en función de sus propias necesidades y posibilidades, en función de las propias respuestas que él mismo fuera ofreciendo. Así, poco a poco, se iría dando a una el descubrimiento de su mundo (fenomenológicamente hablando) y su capacidad de decirlo (y de decirse a sí mismo), proceso para el cual entiendo que es indispensable ir enriqueciendo su lenguaje, para lo cual a su vez entiendo que es preciso ir ‘descubriendo’ todas aquellas cosas que, poco a poco, dejarán de pertenecer a su entorno (como al de cualquier otro animal) y pasarán a formar parte de su mundo.

Ahora bien, a la luz de todo esto se generan en mí dos nuevos problemas (como decía un apreciado profesor mío, «¡problemas, problemas, todo son problemas!»). El primero tiene que ver con la comprensión que se tenga de ese lenguaje primario a base de interjecciones. Al escuchar una misma interjección, por ejemplo, ¿es la comprensión que pudieran tener los primeros seres humanos la misma que podamos tener algunos de nosotros? Yo creo que no. Porque claro, no se trata de que se tenga un lenguaje y que con él se pueda decir el mundo, sino que el lenguaje y el mundo van ‘creciendo’ a una, se van desarrollando de modo simultáneo, de modo que si bien sin lenguaje no habría mundo, tampoco sin mundo habría lenguaje. Y la riqueza del mundo está estrechamente vinculada a la riqueza del lenguaje, afirmación que se puede refrendar en cada uno de nosotros. De este modo, la riqueza interpretativa creo que en nosotros es mucho más elevada. Con ello no quiero decir que no hubiera ya mundo entonces, sino que ese mundo sería mucho más reducido que el que podemos tener ahora.

Y el segundo problema que me planteaba, tiene que ver con el hecho de si la competencia comunicativa se ciñe a la esfera de lo lingüístico, o puede haber comunicación más allá de ello, más allá de las palabras, trascendiendo lo conceptual… Sin negar para nada el peso de lo lingüístico en el ser humano, ¿es el único modo de comunicación que existe?, ¿puede existir comunicación… sin palabras? Como es fácil suponer, hay disparidad de opiniones a este respecto. Mi opinión es que sí, tal y como expliqué en otro post de esta serie; pienso que se puede hablar de un modo de comunicación no cognitiva, una comunicación sentiente, física, que tiene que ver con esa especie de ‘sentido de la realidad’ mediante el cual se aprehende la misma realidad de modo no conceptual. De hecho, esa convicción es la que me ha llevado a seguir el testimonio de Keller. En otro post decía que quería apoyarme en dicho testimonio para dos cuestiones: una, para tratar de conceptuar cómo podía ser la emergencia de la formalidad de realidad respecto de la de estimulidad, que la hemos estado viendo generosamente; la otra, para fundamentar precisamente ese otro modo de ejercer nuestra sensibilidad que nos ayude a trascender las palabras, para ir tras la búsqueda de aquello que Zambrano denominó ‘sentimiento originario’, y que Bergson situó en el origen de lo que para él era la auténtica filosofía: la metafísica intramundana, a la cual sólo se puede acceder a la estela de una auténtica estética filosófica, o una antropología estética, para la cual Helen Keller se erige —seguramente sin pretenderlo— en una auténtica maestra.

1 de agosto de 2017

Voces que iban a hacer florecer el mundo para mí

Un tema fascinante es reflexionar sobre el modo en que se relacionan el origen de la especificidad humana en la cadena evolutiva (lo que venimos denominando su capacidad aprehensora según la formalidad de realidad) y su capacidad lingüística, o sus posibilidades lingüísticas. La cuestión primera que se me ocurre es: ¿puede darse ‘lo’ humano sin darse a la vez ‘lo’ lingüístico? Una vez más, y como empieza ya a ser acostumbrado, me apoyaré en el testimonio de Helen Keller.

En ocasiones dejo volar mi imaginación —recreando la famosa escena de “2001: Una odisea del espacio”, por ejemplo— planteándome cómo poco a poco, fue surgiendo en los primeros especímenes humanos (o humanoides) la formalidad de realidad; es decir, cómo fue surgiendo esa toma de consciencia de sí mismos, reflexiva, como tomando distancia de la realidad de las cosas (y de la suya misma), aprehendiendo a las demás realidades como ‘de suyo’,… y empezando a manejar rudimentariamente una lengua, o un sistema de comunicación. Evidentemente, en estos primeros momentos no existía un lenguaje como lo entendemos hoy en día. ¿Qué existía, pues?, ¿cómo se comunicaban?

Decía Bergson que, inicialmente, el ser humano fue homo faber antes que otra cosa; es decir, que lo específicamente humano fue apareciendo originalmente en su capacidad de ir más allá de lo intuitivamente aprehensible en su trato con las cosas. Es intuitivo coger un palo y utilizarlo para golpear, pero ya no es tan intuitivo afilarlo y utilizarlo como lanza, por ejemplo. De modo paulatino, se fueron dando cambios en su cerebro que le permitían actuar de esa manera (cada vez más especializadamente), y a la vez estos modos distintos de actuar fueron modelando a su cerebro en esta dirección. Podemos decir, pues, que el origen del ser humano está íntimamente relacionado con la técnica, algo que también dijera en su día Ortega y Gasset. Así, poco a poco, el ser humano iría ampliando sus posibilidades técnicas. Creo que es razonable pensar que paralelamente se irían ampliando también sus posibilidades lingüísticas. Aunque, quizá deberíamos decir sus posibilidades comunicativas.

Esta postura de Bergson me parece —a nivel personal— plausible. En un principio, entiendo que el ser humano se comunicaba entre sí como el resto de los animales, desde esa inconsciencia propia de la formalidad de estimulidad —tal y como nos explica Keller y hemos comentado en diversos posts—, mediante un código de señales aceptado por la especie. Cuando comienza a aparecer en el ser humano este nuevo modo de relacionarse con la realidad, entiendo que junto con su capacidad técnica emergió también una capacidad lingüística, pero que ésta era utilizada únicamente según ese código de señales que venía utilizando desde siempre (estoy pensando en voz alta, así que cualquier sugerencia será bienvenida). Ahora bien, precisamente gracias al desarrollo y a las posibilidades abiertas por la formalidad de realidad, no sólo aumentaba su capacidad técnica, sino que ese lenguaje de signos que hasta ahora eran eso, meros signos (entendidos en clave zubiriana, pues tengo dudas de que puedan ser análogos a lo que se entiende por ellos en clave peirceana), a partir de ese momento, aunque en contenido fueran exactamente iguales, ya no eran meros signos, sino que eran elementos que adoptaron entonces el carácter estrictamente lingüístico. Ya no formaban parte de un sistema de comunicación como el que puedan poseer tantas y tantas especies animales, sino que entraron a formar parte de un sistema rigurosamente lingüístico, aunque las unidades de expresión —como digo— fueran exactamente las mismas y para nada se parezcan a los términos y estructuras que incluimos hoy en día en una lengua cualquiera. A mi modo de ver, a partir de ese momento los primeros seres humanos empezaron a ser conscientes de que el lenguaje era ‘algo otro’ y que lo podían utilizar para designar cosas, para designarse entre ellos, para designar estados de ánimo, etc., de forma consciente. Y ahí comenzaría su desarrollo.

Supongo que es imposible saber o decir qué fue antes, si la competencia técnica o la competencia lingüística; no creo que lo podamos saber nunca, aunque tampoco sé si es una cuestión tan relevante. Como digo, para mí fueron dos procesos que fueron de la mano, que se retroalimentaban, o que se recubrían, creciendo ambos en sus posibilidades de actuación y de expresión. Así, los primeros humanos irían experimentando poco a poco, quizás en varias generaciones, aquello que Keller nos explica cuando alcanzó esa consciencia del lenguaje que ‘ya’ estaba utilizando, aunque desde (si se puede decir así) la formalidad de estimulidad.

Refiriéndose a su vida ‘antes de’, Keller nos dice: a los pocos meses de mi enfermedad «estudiaba al tacto todos los objetos (…) y así pude enterarme de muchas cosas. No tardé en sentir la necesidad de comunicarme con los demás, y comencé a explicarme por medio de una mímica muy sencilla; decía sí y no con la cabeza; tiraba para decir ven, empujaba para decir vete». Es decir, utilizaba a mi modo de ver un mero sistema de señales. Pero en el momento en que empezaba a darse en ella ‘el cambio’, nos dice: «El deseo de expresar mis pensamientos crecía diariamente, y experimentaba la insuficiencia de los gestos. Mi impotencia para hacerme comprender era causa constante de accesos de cólera». Esto es muy interesante, pues ella quería decir más cosas, pero no podía, no tenía herramientas lingüísticas para hacerlo, y en su caso esta situación le frustraba. Con su cabeza quería ir más allá de lo que sus posibilidades lingüísticas le permitían. ¿No podría ser esta la situación de aquellos primeros humanos, que ‘ya’ podían manejar un lenguaje que en esos instantes originales de la humanidad aún no existía como tal? Ellos ‘ya’ podían hablar y expresar cosas, pero aún no tenían un lenguaje apropiado para ello, porque evidentemente se encontraban en los albores de la humanidad. Pero llegó aquél día que Keller vivió con su experiencia en la fuente de agua y todo cambió, «veía las cosas exteriores bajo un aspecto nuevo», ya nada era igual aunque todo era lo mismo. Y el ansia insaciable de continuar por esa senda recién descubierta se apoderó de ella: «Aprendí aquel día muchas palabras nuevas. (…) Voces que iban a hacer florecer el mundo para mí».

Esta última frase, a la vez que preciosa tiene mucha enjundia: “Voces que iban a hacer florecer el mundo para mí”. Porque el caso, es que antes de poder contar con esas ‘voces’ efectivamente Helen Keller no tenía ‘mundo’ (en clave fenomenológica); vivía en un medio concreto (el de su casa, el de su familia) pero no tenía mundo. El mundo fue algo que fue descubriendo conforme fue desarrollando su capacidad lingüística y su vocabulario, lo que le permitió a su vez descubrirse a sí misma como sí misma.

La duda que gravita sobre todas estas ideas es la de cómo conjugar los dos conceptos de ‘competencia lingüística’ y de ‘lengua’: ¿hasta qué punto puede haber competencia lingüística sin lenguaje?, ¿es esto posible? Quizá se trate, tal y como he tratado de apuntar, de que la competencia lingüística se desarrolle a la vez que el lenguaje en el que aquélla cristaliza. Aunque en un contexto diferente, Eugenio d’Ors tiene una aportación interesante, pero ya la comento en el siguiente post.