26 de abril de 2022

Robert Boyle: de la alquimia al atomismo

Aunque se puede considerar a John Dalton como el padre del atomismo moderno, ciertamente, no fue el primero que se tomó en serio la composición atómica de la materia; sabido es que la primera teoría atomista se debe a Leucipo (siglo V a.C.), divulgada por su discípulo Demócrito de Abdera (que nos es más conocido por La naturaleza de las cosas, escrita por Tito Lucrecio Caro, discípulo de Epicuro), aunque desde luego su atomismo pertenece a un paradigma del conocimiento radicalmente diverso al moderno. En el origen del paradigma clásico emerge una resistencia a la noción de infinito, en el sentido de que no admitían cómo la materia podría subdividirse indefinidamente; debía haber un límite, una última porción de materia que fuese indivisible: el átomo. Hasta la fecha, dicha teoría estaba elaborada más desde presupuestos filosóficos o teóricos que experimentales. Seguramente sea éste el motivo de que su formulación se mantuviera prácticamente intacta desde que fue expresada en la antigua Grecia. Pero a partir del siglo XVII la situación cambió, gracias al crecimiento y desarrollo de la ciencia moderna.

No fue fácil el tránsito del paradigma clásico al moderno, el cual ya se fue preparando durante el período del Renacimiento, de la mano de autores como Nicolás de Cusa, o Giordano Bruno. De la suposición del origen divino de todo movimiento, y pasando por su descripción geométrica, se comenzó a buscar las causas estrictamente físicas del mismo, las causas mecánicas, marco en el cual encajaba perfectamente la hipótesis atomista de la materia, y a la cual apuntaban ya grandes personalidades de la ciencia: desde Gassendi (en quien todavía era muy relevante su aspecto filosófico) hasta el gran Newton, pasando por Boyle, Lavoisier, etc., quienes superaron el paradigma alquimista. Como dice de Broglie, «se precisaron varios siglos para que, saliendo del dominio arriesgado de las especulaciones filosóficas, la hipótesis atomística comenzase a introducirse en la ciencia tal y como la interpretamos hoy día».

Este tránsito comenzó a cristalizar con los trabajos de los químicos, a los que poco a poco fueron prestando atención los físicos. El primero autor que se enfrentó abiertamente a este planteamiento fue Robert Boyle (1627-1691). Boyle, alquimista en sus orígenes, fue una persona con una gran inquietud en distintas parcelas (acústica, óptica, eléctrica, hidrostática), aunque su mayor interés estuvo en la química. Enfrentándose a su pasado, escribió en 1661 una obra contra la alquimia, El químico escéptico, momento en el que se suele decir que comenzó la química como ciencia, explica Bryson. En ella criticó la idea de que sal, azufre y mercurio, los ‘elementos’ de los alquimistas que estableció Paracelso, fueran efectivamente el principio de lo que existe, apoyándose en distintos experimentos que lo contradecían. Por ejemplo, mostró cómo no era posible extraer de algunos cuerpos estos elementos, o cómo se podía extraer de algunos cuerpos otros elementos, o cómo se podían conseguir estas sustancias elementales a partir de otros componentes más básicos.

Sin embargo, el paso de la alquimia a la química no fue claro y diáfano sino, como suele ocurrir a lo largo de la historia, ambas disciplinas estuvieron conviviendo juntas, de modo que incluso no pocos estudiosos se sentían cómodos en ambos campos. Un ejemplo curioso es el de Henning Brand quien, queriendo conseguir oro desde la orina humana, consiguió en 1675 una sustancia que, sorprendentemente comenzaba a arder en un contacto espontáneo con el aire: era el fósforo. Sería bastante más tarde, en 1750, cuando un químico sueco, Scheele, consiguió fabricar oro industrialmente y sin partir de la orina (proceso éste ciertamente muy caro, ¡incluso más que el oro!, mal negocio para Brand). Salvo honrosas excepciones, por lo general los químicos de la época todavía tenían una mentalidad marcadamente alquimista, pensando encontrar en sus investigaciones sustancias extrañas, tales como aires viciados, calx, emanaciones terráqueas, o incluso el flogisto, más conocido.

Pero bueno, volvamos a Boyle. Como decía, su principal inquietud fue la química, siendo uno de los iniciadores de la lectura moderna del atomismo, hipótesis conceptual (con la que se familiarizó de la mano de Gassendi) mediante la que trató de dar explicación a ciertas regularidades que observó en la mecánica de los gases y las reacciones químicas. Efectivamente, trabajando en Oxford, Boyle descubrió empíricamente que en el comportamiento de los gases se hallaban ciertas regularidades que podían ser expresables matemáticamente. Así, ideó experimentos para medir el volumen del aire a distintas presiones, y cuyo resultado fue la famosa ‘ley de Boyle’ (1662), «según la cual el volumen de una dada cantidad de cualquier gas a una dada temperatura es inversamente proporcional a la presión a que está sometido», en palabras de Gamow. Paralelamente, parece que Mariotte llegó a la misma conclusión (1676) sin tener noticia previa de los trabajos de Boyle, por lo que también se conoce como ley Boyle-Mariotte.

Dicha ley se puede expresar también así: a temperatura constante, el producto de la presión y del volumen de un gas es constante: P·V = k. Es decir, cuando un gas ocupa un volumen, posee una determinada presión; al modificar el volumen, dicha presión es también modificada, cumpliéndose que P1·V1 = P2·V2, tal y como se muestra en la imagen. Una ley tan sencilla, y que a todos nosotros nos puede resultar tan familiar, supuso un giro radical que dio comienzo a una nueva ciencia.

Lo importante fue que, más allá de este resultado experimental, Boyle se preguntó por qué ocurría esto. Empezó a cobrar consistencia una idea de la materia diversa a la aristotélica, vigente hasta entonces como sabemos, por otra de carácter corpuscular pues, a sus ojos, desde este otro enfoque era más plausible una explicación teórica. Así, entendió a los gases formados por pequeños corpúsculos que se mueven y chocan entre sí. Materia y movimiento ya no eran causas metafísicas con un correlato en la naturaleza, sino que eran la expresión del comportamiento mecánico de unas pequeñas partículas, todo lo cual se podía experimentar y medir.

19 de abril de 2022

Sistemas orgánicos: ni lineales ni caóticos

Como vimos hace ya bastante tiempo en un post anterior, el análisis de los sistemas orgánicos genera ciertos problemas difícilmente resolubles desde la metodología asociada a la materia inanimada. Con ello no se quiere decir que la materia inanimada, o los sistemas materiales, sean sencillos, ni mucho menos, sino que los sistemas orgánicos poseen unas peculiaridades difícilmente imputables a su dimensión material. Entre los sistemas inorgánicos los hay más o menos sencillos, y pueden responder a dinámicas diferentes: hay sistemas lineales o mecánicos y también los hay caóticos o complejos; pero, en cualquier caso, el comportamiento de estos parece que difiere esencialmente del de los orgánicos. Creo que es razonable afirmar que los sistemas orgánicos no pertenecen a ninguno de estos dos tipos. ¿Dónde? Quizá se puedan situar a caballo entre ambos.

La materia posee una estructura sistémica, entendiendo sistema como un conjunto de notas (en sentido amplio) formando estructuras cerradas; estructuras constituidas tanto por los nodos o notas estructurales del sistema como por las relaciones establecidas entre ellos, creando una unidad clausurada cíclicamente, constructa, aunque no absolutamente autónoma, sino guardando cierta relación con su entorno. Todo lo que existe, todo ente es sistémico, es un sistema; y, del mismo modo que las partes del sistema son también sistémicas (es decir, forman subsistemas más pequeños, pero sistemas, en definitiva), el sistema considerado en su unidad global forma parte a la vez de un sistema más amplio, al que pertenece.

En sistemas sencillos es fácil comprender su funcionamiento, sobre todo en intervalos cortos de tiempo, en los que pueden ser considerados estáticos (en el sentido de que no evolucionan en sí mismos). Responden a leyes de comportamiento sencillas de modo que, conociendo sus condiciones iniciales de contorno, podemos predecir su comportamiento. Estos sistemas suelen denominarse lineales o mecánicos. Si empujamos con una fuerza bien definida un péndulo de determinadas características, podemos saber cuál va a ser su movimiento. Los sistemas lineales pueden ser sencillos como el péndulo, o más complicados, como el funcionamiento de un ordenador. Todos ellos se caracterizan por el principio de superposición, es decir, por el hecho de que los efectos causados por distintas acciones se pueden obtener calculando la suma de los efectos de cada acción por separado. Principio que se aplica tanto al estudio de los propios sistemas como a su descripción formal, lo que facilita mucho su estudio.

Pero no todos los sistemas materiales responden a este comportamiento mecánico o lineal, ni mucho menos. Hay otros que, aunque también siguen los procesos de la materia inanimada (como los mecánicos), su comportamiento difiere radicalmente. En los sistemas mecánicos, el comportamiento del sistema se puede decir que es proporcional a su modificación inicial y, lo que es más importante, es predecible: se puede prever y calcular. Pero hay otros tipos de sistemas en los que esto no es así, sino que su comportamiento no es proporcional a sus cambios iniciales, del mismo modo que su resultado no es predecible. Es fácil que, cuando ello sea posible y no desvirtúe demasiado los resultados, se trate de reducirlos a sistemas de carácter lineal, por la simplificación que ello conlleva. De hecho, es algo que se emplea con mucha frecuencia; se puede decir que los sistemas lineales y su matemática asociada es el modo más empleado para describir la realidad, aun en situaciones en las que estrictamente no habría que emplearlas, pero que, al no proporcionar desviaciones de bulto, sus resultados pueden considerarse razonablemente adecuados.

Pero hay sistemas en que esto no es posible, y que se suelen conocer como sistemas complejos o caóticos. Pero no nos equivoquemos: que el resultado pueda ser impredecible no quiere decir que no esté sujeto a leyes, sino que, resultado de las leyes que rigen el comportamiento del sistema, no se puede predecir su resultado final. Basta con que una de las variables iniciales sufra un pequeño cambio, que el sistema sea afectado relevantemente, provocando grandes cambios en el mismo. Para que un sistema sea caótico no hace falta que intervengan muchas variables, pero sí es necesario que estén relacionadas entre sí, enlazadas de alguna manera, de modo que el resultado final no sea tan solo la suma de lo que le ocurre a cada variable por separado. Algo que sí sucede en los llamados sistemas lineales.

Los sistemas reales pocas veces responden a estructuras sencillas, con lo cual su comportamiento se complica mucho. Además de que, por otro lado, estos sistemas tampoco suelen ser estáticos, sino devinientes. Algo que no es particular de los sistemas complejos, porque también se da en los lineales, evidentemente, aunque en aquéllos este devenir adquiere un carácter más peliagudo.

¿A qué me refiero con ello? Pues a que los sistemas reales raramente son sistemas formados por los mismos nodos y relaciones que se mantienen en el tiempo; la consideración estática (en este sentido) de los sistemas no es sino una artimaña empleada para conocer su funcionamiento y naturaleza en un momento dado, pero no es real del todo, ya que es preciso considerarlos en su dinamismo interno, en el seno del cual pueden variar tanto los nodos existentes del sistema (variando ellos mismos, o apareciendo o desapareciendo algunos) como las relaciones establecidas entre ellos. Como digo, la realidad responde, por lo general, a procesos de carácter no lineal; y, aunque su expresión mediante las matemáticas lineales pueda funcionar bien, no pueden abarcarlo todo, generándose problemas; fenómenos que son particulares de los sistemas no lineales, y para los que la formalización lineal no es suficiente. Es el caso, por ejemplo, de la teoría general de la relatividad.

Pues bien, algunos autores han tratado de hilvanar todo esto con los sistemas orgánicos. Según parece, hoy en día se sabe que los corazones sanos palpitan a un ritmo imperceptiblemente caótico, lo que nos lleva a plantearnos hasta qué punto el caos es necesario para la vida. En las células de nuestro cuerpo (de nuestro corazón, también de nuestro cerebro, e incluso de nuestros genes) se han encontrado evidencias de comportamientos complejos, susceptibles de ser descritos matemáticamente. ¿Puede ser necesario el caos para el buen funcionamiento de nuestro organismo, de cualquier organismo?, se pregunta Bru. Pues bien, para tratar de reflexionar sobre dónde situar a los sistemas orgánicos, ni mecánicos ni caóticos, nos introduciremos un poco en estos.

12 de abril de 2022

Lo que hacemos, y por qué lo hacemos, ¿es real?

La obra de arte nos abre a un tipo de elementos que en principio poseen una característica común con otros muchos en tanto que ‘objetos’ de arte: me refiero al hecho de que son obra humana. Efectivamente, la obra de arte se incluye en el conjunto de todo aquello que en principio no existe en la naturaleza y que gracias al hombre sí que lo hace; o sea, a todo aquello que es producción humana, que es manufactura. El objeto artístico es objeto artístico, es decir, es cosa; y, ‘en tanto que cosa’, podemos tratar igual a un objeto de arte que a cualquier otro objeto. Muy bien podemos utilizar una estatuilla de pisapapeles, lo mismo que una piedra. En tanto que cosa, un objeto artístico puede ser tratado igual que tratamos el resto de cosas, ya sea un árbol (que es una realidad natural) o una mesa (que es una realidad artificial). Pero a la vista está que un objeto artístico no es únicamente un objeto artístico, sino que sobre todo es un objeto artístico; es una cosa como todas las demás, pero no del todo. ¿Dónde situar esa diferencia? Creo que se podría articular en torno a dos aspectos, íntimamente relacionados con el hecho de que el ser humano construya cosas: el de los procesos según los cuales lo hace, y el del sentido que los subyace.

El primer aspecto tiene que ver con el modo en que esas cosas artificiales adquieren existencia, es decir, a los procesos según los cuales los seres humanos construyen o fabrican tales cosas… O mejor: al carácter de realidad de estos procesos, idea que se podría extrapolar a cualquier acción que podamos realizar. No pensemos en el resultado de dicho proceso, sino en el proceso mismo; o, en general, en cualquier acción que podamos acometer. Estamos acostumbrados a hablar en términos de realidad en referencia a las cosas que están ahí, delante de nosotros, y que podemos ver y tocar: lo real es todo eso que está delante de nosotros, de modo más o menos estable. Pero cuando alguno de nosotros realiza una acción, ¿qué carácter de realidad posee esta acción? Por ejemplo, cuando estoy dando un paseo efectivamente estoy haciendo algo, ¿no? Pasear, andar, caminar… ¿Podemos decir que estas acciones humanas son reales? En primera instancia, creo que es fácil afirmar que estamos haciendo algo real, ¿no? Que estamos andando, por ejemplo. Pero ¿qué carácter de realidad posee ‘andar’?, ¿dicho carácter de realidad es análogo al de esa piedra que tengo ante mí? Lo mismo cabe decir de tantas y tantas cosas que podemos hacer: ¿es real que estoy pensando?, ¿o que estoy escribiendo estas líneas?, ¿o que vosotros las estáis leyendo? Supongo que podemos coincidir en que es cierto que estamos haciendo todas estas cosas. Quizá sea más complicado afirmar si efectivamente esas acciones son ‘reales’, y si lo son qué ‘carácter de realidad’ poseen: ¿el mismo que una piedra?

El segundo aspecto al que me refería tiene que ver con el sentido que dotamos a las cosas con que nos relacionamos o a las situaciones en que nos encontramos, o a las acciones que emprendemos Supongamos la acción que comentábamos antes: andar. Podemos acercarnos a ella desde el aspecto cotidiano: estamos efectivamente andando. También desde un punto de vista más científico o biológico: un organismo que articula células y tejidos, nervios, etc., para desplazarse por su entorno. Pero también podemos acercarnos desde el punto de vista del motivo por el que estamos andando: porque voy a ver a alguien querido, o porque voy a trabajar… Podemos hacernos la misma pregunta que antes: este sentido desde el cual realizo una acción, ¿es real o no? Porque para mí es evidente que, si estoy haciendo algo, lo algo con ese sentido presente: ando para ir a ver a un amigo. ¿Es real este sentido? Si es así, ¿cuál es su carácter de realidad?, ¿el mismo que de una piedra?, ¿el mismo que el de andar?

¿A dónde quiero ir a parar con esto? Pues a que nuestra relación con las cosas, o las acciones humanas, podemos enfocarla desde diferentes perspectivas: bien la cotidiana, bien la científica, pero también experiencial o vivencial. Porque no cabe duda de que las acciones que acometemos tienen una dimensión ‘en tanto que cosa’ (un organismo que se desplaza, articulando sus extremidades y diferentes órganos, etc.) y una dimensión ‘en tanto que experiencia’ (yo me siento que estoy andando, y que lo hago por este motivo). Esta dimensión experiencial, ¿es menos real que la primera? Lo cierto es que dicha experiencia personal posee una repercusión auténtica en nosotros. Por ejemplo: si estoy andando para ver a alguien querido, probablemente estaré contento; si para encontrarme con alguien desagradable, iré enfadado. En ambos casos estoy haciendo lo mismo ‘en tanto que cosa’, pero algo muy diferente ‘en tanto que experiencia’.

Esto ocurre no sólo en referencia a lo que hacemos, sino también respecto a lo que ocurre a nuestro alrededor, en cómo nos lo representamos. Cuando ocurre algo, lo que sea, cada uno lo vive de una manera determinada, y este modo determinado de vivirlo revierte sobre nosotros: al final de un partido, ante el mismo hecho, unos se alegran y otros se entristecen en función de quién lo haya ganado. O cuando ocurre alguna cosa, cada uno lo interpreta según sus posibilidades: un mismo hecho puede tener diversas lecturas. ¿Son reales estas interpretaciones, poseen algún carácter de realidad? Cuanto menos, la lectura que hagamos de las cosas repercute en nosotros en nuestro estado emocional, etc. ¿Poseen algún tipo de realidad, entonces, si su repercusión en nosotros es efectivamente real? Porque, efectivamente, al final del partido yo estoy alegre porque ha ganado mi equipo, y antes no lo estaba.

Uno también se puede preguntar qué sean las cosas desde la perspectiva de la vida humana. Uno no ve únicamente cosas reales, sino que con esas cosas reales hace su vida, y en ella adquieren una relevancia que probablemente no la alcancen en las ‘vidas de otros’. Las cosas forman parte de nuestras vidas, conformando lo que se conoce como nuestro ‘mundo’. Se establecen nexos de sentido que van más allá de la consideración de las cosas ‘en tanto que cosas’, e incluso más allá de su consideración en tanto que cosas ‘científicas’, porque pasan a ser consideradas ‘en tanto que experiencias’, en la medida en que pasan a formar parte de nuestras vidas. ¿Cómo se articula todo ello?

Y aquí comienza lo complicado, porque cuando intentamos ir más allá de la realidad primariamente percibida y primariamente considerada en tanto que cosa real u objeto científico, cuando intentamos atender a ‘lo dado’ desde una perspectiva de aprehensión de esos otros ámbitos de la realidad en los que se tejen las relaciones humanas, deja de haber un contraste empírico al que felizmente nos tienen acostumbrados las ciencias y hemos de buscar otras herramientas. ¿Son reales estos modos de interpretar las cosas? Creo que lo artístico tiene algo que ver con esto.

5 de abril de 2022

El concepto de nación y los nacionalismos

Una de las tareas que creo que es más complicada para cualquier persona, tanto más cuando hay un interés explícito (ya sea por motivos personales, ya profesionales) por otra cultura, o por otra época, es situarse en el cuadro de coordenadas correspondiente. Creo que es inevitable que ese esfuerzo se halle condicionado, cuando no dirigido, por nuestras precomprensiones, por nuestra cosmovisión, la cual, de modo más o menos legítimo, tendemos a proyectarla por doquier. Ya John Stuart Mill nos ponía sobre aviso de la extrañeza que supone para uno el darse cuenta de que para los demás no fuera evidente lo que para nosotros sí. Esta extrañeza, que en teoría nos pueda parecer sorprendente, es lo normal; es normal que cada cultura, cada época, cada grupo social tenga su cosmovisión diferente a la nuestra, y es normal que nosotros seamos conscientes de ello, lo cual no es óbice para que, en la práctica, no dejemos de comportarnos con toda esa carga de sentido inicial, generándonos cierta violencia realizar una comprensión profunda de todos los marcos diferentes al nuestro.

El año pasado, el catedrático Federico Martínez Roda publicó un artículo en la revista de mi facultad en el que realizaba un interesante análisis sobre el concepto de nación, contrastándolo con el de ‘nacionalismo’ en primer lugar, y con el de ‘patria’ en segundo. Tal y como explica, a lo largo de su génesis la idea de nación ha vivido cierta evolución que es preciso conocer para poder opinar de modo consecuente en el panorama político actual, sobre todo español. Su punto de partida se sitúa en la consideración de este concepto desde dos enfoques diferentes, a saber: el francés (y que es el que actualmente está presente en el imaginario de la ONU) y el alemán.

Para comprender bien su diferencia es preciso remontarse en el tiempo, para dar con otro importante concepto, el de soberanía, instituido por Bodino (1530-1596). Este término tiene su origen en la polémica establecida por el derecho a la propiedad, en un momento histórico en el que los Estados pretendían tomar protagonismo frente a la situación dada que dotaba de prioridad en este sentido a las familias. Bodino entendía que la unidad social primaria era la familia, siendo el Estado o sociedad política una entidad secundaria. Consecuentemente, el derecho a la propiedad le correspondía a la familia. Pero, entonces, si la propiedad seguía siendo de las familias, privada, ¿cómo articular el papel del Estado en la nueva configuración socio-política? Para establecer dicho papel propuso, frente al concepto de propiedad, el de soberanía, que define en estos términos: “el poder supremo entre ciudadanos y súbditos no limitado por la ley”. Soberanía tiene que ver, como dice la RAE, con el poder político supremo que se dé en un Estado. Una clara muestra de soberanía es la de un rey, aunque no lo es menos la de una asamblea, por ejemplo.

Y esto es importante, porque la soberanía puede ejercerla tanto una persona como un grupo de personas. De hecho, con el tiempo, la soberanía empezó a ser considerada desde el pueblo (o Tercer Estado), estableciéndose una vinculación entre el pueblo que vivía en un determinado territorio y la soberanía que era capaz de ejercer, todo lo cual acabaría cristalizando en el concepto de nación. La nueva legitimidad ya no está comprometida con el príncipe, sino con el pueblo: es la ‘soberanía nacional’. Esta idea definida por Sieyès se extendió por la Europa decimonónica, identificando la nación como el cuerpo de personas que viven bajo una ley común en un territorio. Frente a un concepto de nación definido geográficamente, esta nueva definición filosófico-jurídica se impuso, apoyada en tres elementos clave: el cuerpo de personas o población, el lugar en el que están asociadas o territorio, y el Estado que establece esa ley común. Desde esta perspectiva, sin Estado no puede haber nación. Éste es el enfoque francés.

El alemán es distinto, y su origen hay que buscarlo sobre todo en Fichte, impulsor de la reacción alemana a su derrota en Jena ante el ejército francés de Napoleón. En ese ambiente de derrota posterior a 1806, Fichte imparte una serie de conferencias que se publicaron como Discursos a la nación alemana, y que curiosamente dedicó a los héroes españoles que se enfrentaron al ejército francés invasor. Lo que hizo Fichte fue promover una respuesta al ejército francés en términos de ‘guerra nacional’, en la que participara todo el pueblo alemán, toda la ‘nación alemana’. Pero claro, en aquel entonces Alemania estaba dividida en 38 Estados (39 si se cuenta con Austria), y ese sentimiento de identidad no era demasiado evidente. Para promoverlo, Fichte apeló a la idea de que la nación alemana ya existía, configurada por el hecho de pertenecer a una misma etnia y de hablar una misma lengua, por el hecho de pertenecer a una misma tradición. A diferencia del planteamiento francés, la nación no estaba referenciada a un Estado, sino que su fundamento era una serie de características objetivas previas a dicho Estado (etnia, lengua, costumbres… lo que se puede englobar bajo la idea del espíritu del pueblo), y en virtud de las cuales éste se podía erigir. Como dice Martínez Roda, «los efectos de las ideas de Fichte en la afirmación de la existencia de una nación, en este caso la alemana, por razones objetivas como la etnia y a lengua, lograron que, finalmente, se formara el Estado nacional alemán».

Esta experiencia del caso alemán fue vivida por Karl Jaspers, a la luz de lo acontecido en la primera mitad del siglo XX. Jaspers explica en su Autobiografía filosófica que tuvo mucho tiempo para pensar durante esos difíciles años, durante los cuales se fue alejando de la ideología del III Reich, e incluso de Alemania como realidad política. Frente a su grupo de personas cercanas, que aspiraban a la victoria del ejército alemán durante la IIGM, él secundaba el discurso de Churchill, y esperaba indicios de un posible vuelco en el desarrollo de la guerra. Entendía ser alemán como el participar de una cultura, de una lengua, de una ascendencia, de una tradición, nada que ver con el ejercicio del poder por sí mismo; el poder que no estuviera al servicio de una tarea, se tergiversaba por esencia. En su opinión, aunque Alemania hubiese ganado la guerra, en su identidad esencial habría dejado de existir como nación. La idea de imperio ya hacía muchos siglos que dejó de ser válida, siendo necesario apoyar la identidad alemana en la lengua y la vida espiritual y religioso-moral que por medio de ella se expresaban, y que daba pie a una multiplicad enriquecedora. Para Jaspers, ser alemán era, antes que pertenecer a un territorio determinado, compartir un mismo espíritu, pero no para que sus miembros se encerraran ensimismados, pues ese espíritu debía ir más allá de las fronteras propias hacia el cosmopolitismo: «parecíame que lo esencial era ser primordialmente hombre y, sobre esta base, integrante de un pueblo».

Si la nación de Sieyès era una nación ‘con’ Estado, la de Fichte era una nación ‘sin’ Estado. En el primer caso, el Estado se vincula con la nación y con un territorio de un modo ―digamos― natural, según el acontecer de la historia; en el segundo, el Estado adviene como consecuencia de un sentimiento de identidad nacional, cuyo origen puede ser diverso. Mientras el primero se vincula a un devenir histórico del que es difícil escapar, el segundo, si bien puede responder también a un proceso histórico dado, puede ser esgrimido por ideólogos de carácter nacionalista, para quienes el hecho de que un pueblo asentado en el territorio de otro mayor, y que comparta ciertas propiedades, debe necesariamente tener un Estado independiente, de modo tan sencillo como destacando o exagerando las diferencias, los conflictos, etc., reales o imaginarios, justificando así la necesidad de su propio Estado. No fue éste el caso de Jaspers, quien ya entonces aspiraba a la creación de una instancia supranacional, «un derecho que por encima de los Estados pudiera amparar al individuo lanzado al desamparo por su propio Estado».

Y dice una frase que no tiene desperdicio:

«Únicamente la solidaridad de todos los Estados podría ser tal instancia superior. Con el principio de no intervención en los asuntos internos de un Estado se dejaba el campo libre a la iniquidad y al atropello. La pretensión de soberanía absoluta implicaba la de poder también cometer crímenes en nombre de ella, pues según un inveterado principio para el rey (ahora para el Estado o la dictadura) no regía la ley. Frente a esta soberanía estaba la responsabilidad que tenían todos los Estados de no tolerar en ninguno las prácticas inicuas y el desamparo ante la ley, puesto que a la larga constituyen una amenaza para ellos mismos».