30 de junio de 2020

Aumento craneal no siempre implica progreso cultural

De siempre se ha establecido la especificidad humana frente al resto de seres vivos, en concreto frente a los hominoides, en torno a distintas cualidades: la técnica, la dimensión social, su carácter espiritual, su lenguaje o intelección simbólica, su carácter lúdico… No fue hasta el inicio e incremento de los estudios genéticos, que se tratará de atender dicha especificidad desde el análisis de nuestro pasado filogenético, buscando incardinar todos estos caracteres en nuestras estructuras fisiológicas. ¿Cuáles son las características principales de este devenir filogenético? Se puede afirmar que se dirigió hacia la aparición de la inteligencia, del psiquismo, con una ventaja selectiva relevante, propiciada por el aumento de la capacidad craneal. Sin embargo, no deja de darse aquí una paradoja interesante. Es conocido el dato de que, en los diferentes estadios de género homo, se da un incremento del tamaño del cráneo y, por ende, del cerebro; y es fácil concluir que, con el aumento del tamaño, sus posibilidades vitales se enriquecieron. Así, por ejemplo, la cultura del Homo erectus es más rica que la del habilis, y posee a su vez un cerebro notablemente más voluminoso: domina ya el fuego, emplea útiles mucho más refinados…

Se constata, efectivamente, que, de modo concomitante con la complejización biológica, se produce una complejización cultural, un progreso cultural. Sin embargo, se da ciertamente una circunstancia un tanto paradójica, a saber: que tales procesos de complejización no son proporcionales, en el sentido de que, conforme se va avanzando paulatinamente en la línea evolutiva, las modificaciones biológicas van siendo cada vez más modestas, mientras que el progreso cultural se muestra cualitativamente cada vez más importante. Sin entrar en detalles respecto al descubrimiento de distintos especímenes del género homo (ergaster, antecessor, heidelbergensis), se aprecia cómo, en momentos en que crece la capacidad craneal de modo relevante, la cultura apenas progresa. Un ejemplo claro de ello es, por ejemplo, el tránsito del Homo habilis al neandertalensis, en el que el cráneo aumenta constantemente, pero la cultura apenas lo hace. Sin embargo, entre éste último y el sapiens sapiens la capacidad craneana se mantiene estable, y la diferencia de cultura es significativa. Tanto es así que, llegado este momento de la historia de los homínidos, los datos de la prehistoria nos ofrecen más información que los ofrecidos por la paleontología: ofrecen más información las culturas que acompañan a los yacimientos arqueológicos que los mismos restos fósiles. El estudio comparativo mediante tomografía axial computerizada, no muestra cambios significativos en este sentido durante medio millón de años. Si los chimpancés son los primates con mayor parentesco con la especie humana, y nos separamos de su línea evolutiva hace unos 6 millones de años, parece razonable afirmar que la configuración cerebral de nuestros antecesores fuera parecida a la nuestra.

«Sorprende constatar que durante toda esta fase de conocimientos multiplicados y acelerados y ese gran ‘salto hacia delante’ de las técnicas, el sistema nervioso central no ha sufrido prácticamente modificaciones». Nos podemos preguntar qué fue, entonces, lo que propició ese aumento exponencial ―podemos decir― en la complejización de las distintas culturas.

Quizá la respuesta pase porque, durante todo ese proceso, se fue formalizando un sistema nervioso que podía manejar y almacenar una cantidad cada vez mayor de información de todo tipo; sistema nervioso que estaba cada vez más a disposición de un mayor número de individuos. Y aquí se da un doble fenómeno que se retroalimenta a sí mismo: esa complejización cerebral propiciaba un mejor uso de los elementos del entorno, conocimiento de carácter acumulativo (de hecho, éste es el gran rasgo de la cultura: la capacidad de transmitir conocimientos de carácter no biológico o genético); y, por el otro, que este mayor empleo de las ‘prestaciones’ del sistema nervioso recién adquirido, ‘exigía’ del mismo un funcionamiento cada vez más rico y perfeccionado, manteniéndolo bien ‘engrasado’, lo cual repercutía positivamente en el desarrollo del mismo. Gracias a sus prestaciones y a su uso, se podía ir empleando cada vez mejor nuestro cerebro. Esto es algo de lo que muy bien tenemos constancia hoy en día, sobre todo en el ámbito educativo: un cerebro estimulado adecuada y oportunamente, posee unas prestaciones mucho más elevadas que las de aquel cerebro que no lo ha sido. En otro orden de cosas, es razonable pensar que algo así aconteció en el origen de nuestra especie. Como se suele decir, ‘la inteligencia llama a la inteligencia’.

El rastreo biológico de cómo se dio esa diferenciación de nuestra especie respecto al resto de los homínidos es ciertamente pobre. Tan sólo podemos apoyarnos en las diferencias morfológicas y funcionales para, a partir de ahí, intentar realizar una lectura de cómo podrían haber sucedido las cosas. No son más que hipótesis, pues es evidente que nadie estuvo allí para estudiar el asunto, salvo los propios protagonistas, seguramente inconscientes del gran giro evolutivo que se estaba materializando en ellos mismos. Se puede pensar que se fueron dando distintos cambios morfológicos, funcionales y psíquicos, que se retroalimentaron positivamente entre ellos, tanto por su ventaja selectiva como porque ―al hilo de lo que comentaba en el párrafo anterior― las ventajas revertían positivamente entre sí, auto-estimulándose entre ellas. De los distintos caracteres diferenciadores, no es posible decir cuál fue el primero o el último; seguramente no tenga sentido esta cuestión. Pero esto lo veremos en otro post.

23 de junio de 2020

¿Es posible conocer ideas abstractas?

Un reto que nos lanza Berkeley consiste en que probemos a pensar en una idea abstracta, en cualquiera; por ejemplo, en la idea de triángulo. Aunque primero quizá habría que explicar a qué nos referimos cuando hablamos de una idea abstracta. ¿Cómo se forma la idea abstracta de triángulo, el concepto general de triángulo? Según Locke, cuando pensamos en la idea abstracta de triángulo, abstraemos todas y cada una de las propiedades concretas que pueda tener cualquier triángulo concreto, así como sus posibilidades de combinación. Dice Locke: «Porque en la idea de triángulo no se incluye el que sea oblicuángulo o rectángulo, ni equilátero, isósceles o escaleno; sino que el triángulo en general, tal como lo ideamos, es cada uno de éstos y ninguno de ellos a la vez» (§13). El reto es el siguiente: ¿somos capaces de pensar en la idea abstracta de triángulo, generada únicamente por aquellas propiedades que son comunes a todos los triángulos, pero sin pensar en ninguno en concreto? Os invito a probarlo. ¿Puede pensarse un triángulo en general, abstracto, sin tener en mente ningún triángulo en concreto? Pues bien: aquí cabe situar una de las críticas más importantes de Berkeley a la teoría del conocimiento humano, cuya importancia no reside tanto en el trastorno que suponga en el proceso gnoseológico, sino sobre todo por sus repercusiones en la ontología que lo subyace que —a mi modo de ver— es fundamental, obligando a repensarla.

Cuando Berkeley analiza nuestro proceso gnoseológico, encuentra un punto débil claro, a saber: el salto de lo percibido por los sentidos a la elaboración de conocimiento conceptual. Y establece una causa fundamental, de la que se haría eco Nietzsche (entre otros) muchos años después: los excesos cometidos en el uso del lenguaje, herramienta imprescindible para elaborar el conocimiento, pero que se puede volver contra nosotros cuando se asume con demasiada alegría que todo lo que se puede decir tiene que existir. Si nos damos cuenta, este asunto es harto importante porque, si no se logra alguna solución adecuada al problema del conocimiento, muy bien se puede renunciar a la tarea cayendo en el más profundo de los escepticismos o relativismos (algo que nos puede sonar en la época contemporánea).

Berkeley era consciente de la dificultad del conocer, una dificultad que él atribuía a dos causas principales (§2): «la oscuridad de las mismas cosas o la natural debilidad e imperfección de nuestro entendimiento»; quizá —dice— estemos exigiendo a nuestras facultades más de lo que pueden dar de sí, y quizá estén más enfocadas a mantenernos en la existencia que a escudriñar la esencia íntima de las cosas y de los seres. Ciertamente, somos finitos y limitados, motivo por el cual no es tan extraño que caigamos en paradojas y en contradicciones cuando nuestro conocimiento aspira a satisfacer las más elevadas ansias de conocer. Sin embargo, él piensa que no es del todo justo pensar así: ¿hasta qué punto es razonable pensar que nuestras facultades no están hechas para conocer efectivamente la naturaleza que nos rodea?

Quizá el problema sea otro, quizá sea que no somos capaces de emplear nuestras facultades como es debido. Dice él mismo: «Es demasiado aventurado el suponer que, partiendo de principios ciertos y mediante deducciones perfectamente lógicas, hayamos de llegar a conclusiones falsas e insostenibles».

Y se cuestiona con toda lógica qué sentido tiene que dispongamos de unas facultades las cuales no son capaces de ofrecernos una imagen fidedigna de las cosas; ¿qué sentido tiene que nuestras facultades no sean suficientes para satisfacer nuestras inquietudes y ansias de conocimiento? Como decía, quizá el problema no esté tanto en nuestras facultades, como en el uso que nosotros hacemos de las mismas; quizá es que ‘nosotros hemos sido los que hemos levantado el polvo, y luego nos quejamos de que no se ve’.

¿Cómo hay que hacer para tratar de solucionar estos problemas o deficiencias en el ejercicio de nuestro conocer? Adoptando una metodología que no puede dejar de recordarme a la fenomenología del siglo XX, lo que va a hacer Berkeley es no atender al problema con una mirada ‘de largo alcance’, ya que ésta no es siempre la más clara, sino enfocar más a lo concreto del problema, camino que muy bien puede ayudarnos a descubrir errores que, desde la otra mirada, permanecerían ocultos. Como él mismo dice (§5), «me da, sin embargo cierta esperanza el pensar que una visión de largo alcance no es siempre la más clara; mientras que los ojos forzados a mirar siempre de cerca pueden quizá mediante un examen minucioso descubrir detalles que hayan escapado a la observación de una vista mejor».

Y esta mirada ‘de corto alcance’ hace una primera parada —como decía al principio— en el uso del lenguaje en lo que se refiere a la génesis de nuestro conocimiento; un uso que, en su opinión, muy bien podría haberse extralimitado, confundiendo los conceptos con los entes. Para explicar su crítica, va a tomar como excusa algo que John Locke había expuesto previamente como uno de los ladrillos de su teoría del conocimiento, a saber: las ideas abstractas. Las ideas abstractas eran consideradas el elemento básico de las ciencias consideradas más elevadas para el pensamiento: lógica, metafísica, así como las más importantes ciencias naturales. Todas ellas, como dice Berkeley, presuponen que la mente posee ideas abstractas, y que las puede manejar perfectamente. Pues bien, para el obispo de Cloyne, para nada es tan evidente que la mente pueda elaborar algo así como ideas abstractas o conceptos generales de las cosas. ¿A qué se refiere exactamente?

Por lo general, el proceso según el cual se forja un concepto general parte de la percepción de objetos particulares parecidos; lo que se suele hacer es suprimir todo lo que tenga de particular cada uno de ellos, quedándonos tan sólo con lo que es común a todos ellos. Así, por ejemplo, con el concepto de hombre, de perro, de árbol, etc., obteniendo como resultado una idea abstracta general que conviene a todos estos elementos particulares, «y que prescinde de todas las circunstancias y diferencias que pudieran ligarla a una existencia individual» (§9), afirmación muy importante, como veremos. De este modo, cualquier concepto general se forja reteniendo sólo lo que es común a todos los individuos concretos, sin añadir nada que convenga a la existencia particular de cada cual. Esto es algo que cualquiera de nosotros podemos hacer con facilidad cuando tenemos en la cabeza el concepto de árbol, de perro, de hombre…

Pero, ¿es verdad que esto es algo que podemos hacer con facilidad?, ¿de verdad que podemos concebir la idea de hombre, por ejemplo, tal y como lo acabamos de explicar? Berkeley no está tan de acuerdo; dice rotundamente: «por mucho que se esfuerce mi pensamiento, no puedo concebir la idea abstracta de hombre tal como antes la he descrito» (§10). Y quien dice la idea abstracta de hombre, dice cualquier otra idea abstracta: la de árbol, la de movimiento… Como le leí recientemente a Fabrice Hadjadj, Mallarmé explicó esto fantásticamente: «Yo digo: ‘¡una flor!’ y (…) musicalmente se levanta, idea misma y suave, la ausente de todos los ramos». Lo que viene a decir Berkeley, es que no es posible pensar en el ‘hombre’ si de forma concomitante no lo hacemos en un hombre en concreto; que no podemos pensar en el ‘movimiento’ si simultáneamente no pensamos en algo que se está moviendo.

16 de junio de 2020

La ciencia se hace entre muchos: el descubrimiento del neutrón

El año 1932 fue un año interesante, en lo que el conocimiento de la materia subatómica se refiere. Desde un par de décadas antes, se pensaba que los dos constituyentes básicos de la materia eran el protón y el electrón, ambos con cargas opuestas, si bien el electrón de una masa mucho menor que el protón. El átomo más ligero de nuestra naturaleza, el del hidrógeno, está efectivamente formado por ellos: un protón situado en el centro de la órbita que describía un electrón girando a su alrededor. Y se pensaba que, los átomos de los elementos más pesados, estaban formados por un conglomerado de protones y electrones en el centro, en el núcleo, más los electrones que orbitaban a su alrededor. Como nos dice De Broglie, «este esquema poseía una bella sencillez que parecía muy satisfactoria para el espíritu». Esta idea ―ser muy satisfactorio para el espíritu― presenta un doble filo pues, este hallazgo satisfactorio muy bien puede deberse a la realidad de las cosas, aunque también muy bien puede ser muestra de cierto acomodo de nuestro espíritu, dándose por contento antes de lo recomendable. A la postre resultó lo segundo, porque pronto se vio que este modelo presentaba ciertas dificultades, que el descubrimiento del neutrón contribuyó a resolver.

Si bien la idea de que la materia estaba compuesta por elementos pequeños a modo de ‘ladrillos’ estuvo en la mente de los hombres desde antiguo (pensemos en los filósofos presocráticos) no fue hasta relativamente hace muy poco tiempo que podemos poseer evidencia experimental la cual, como suele ocurrir en este tipo de cosas, comenzó por un accidente, por una sorpresa. Ello ocurrió cuando, en 1896, Becquerel descubrió por azar la radiactividad del uranio; suceso a partir del cual la historia de los descubrimientos se desplegó cual hilo de Ariadna. Es difícil imaginar qué pasaría por la cabeza de Becquerel en este momento, un suceso ciertamente inusitado, gracias al cual la materia se transformaba, pasaba a ser otra cosa, auténtico sueño de la alquimia medieval. Dos años más tarde, el matrimonio Curie descubrió el radio, más radiactivo que el uranio. Fueron necesarios muchos trabajos, como los de Rutherford, para que Bohr expresara su teoría atómica en el año 1913, apoyándose en los experimentos de aquél, y gracias a la cual sabemos que es el núcleo el responsable de las transformaciones radiactivas.

Como suele ocurrir, en el olimpo de la historia sólo quedan algunos nombres, cuando sus protagonistas son bastantes más, muchas veces desconocidos. Éste es el caso (con permiso de los alemanes Bothe y Becker) de Frédéric Joliot, casado con la hija de los Curie, Irène, en 1926, quienes trabajaron silenciosamente en la dirección oportuna para que se pudieran seguir dando los sucesivos descubrimientos, en concreto el que nos ocupa: el del neutrón. Curiosamente, ya Rutherford anunció la posibilidad de su existencia, aunque todavía no se pudo conseguir ninguna evidencia experimental. Si Chadwick pudo confirmar la existencia del neutrón, fue gracias a todos ellos.

¿Cómo ocurrió la cosa? En el año 1930 hubo dos físicos, Bothe y Becker, que hicieron una experiencia misteriosa, a la que no pudieron darle explicación. Se dieron cuenta de que, en la radiación del polonio, junto con partículas α (que entonces se asociaban a núcleos de elementos ligeros; hoy en día se asocian a núcleos de helio formados por dos protones y dos neutrones), se daba otra radiación muy penetrante, y que no supieron identificar. Pensaron identificarla como rayos γ (de carácter electromagnético), pero el caso es que era mucho más penetrante que cualquier radiación γ hasta entonces conocida. Ciertamente, ni ellos ni el entorno científico de la época era capaz de identificarla. Unos de los científicos interesados fueron los integrantes del matrimonio francés. El caso es que el joven matrimonio poseía, gracias al laboratorio de los Curie, una cantidad generosa de polonio para poder trabajar, así como mucha experiencia en el manejo de las cámaras Wilson, empleadas para identificar el desplazamiento de partículas por la estela que dejan en un medio gaseoso. Fue precisamente el uso de las cámaras Wilson lo que permitió obtener ciertas conclusiones, ya que los dos alemanes empleaban otra metodología (contadores de puntas). El reto estaba, pues, en identificar qué era esa radiación tan penetrante.

Pues bien, Frédéric e Irène repitieron la experiencia de los científicos alemanes teniendo en mente la siguiente idea: que esta radiación que habían descubierto Bothe y Becker tan penetrante, muy bien podía provocar la emisión de radiaciones menos penetrantes; es decir, que la radiación desconocida podía provocar radiaciones ya conocidas. Y en este sentido emplearon las cámaras Wilson, observando cómo, efectivamente, esta radiación misteriosa era capaz de proyectar a grandes velocidades los núcleos de los átomos de los cuerpos que atravesaba. «Consiguieron así fotografiar las trayectorias neblinosas que marcan el paso de los núcleos de los átomos proyectados e identificarlos con los núcleos de hidrógeno, de helio y de nitrógeno». Sin embargo, esto, lejos de solucionar nada, amplió el misterio. ¿Por qué? Como decía, esta radiación se pensaba que era de tipo γ, es decir, de carácter electromagnético; y el caso es que, hasta la fecha, ninguna radiación de este tipo había sido capaz de provocar la proyección de los núcleos identificados, relativamente muy pesados.

Aquí entra en escena Chadwick, el cual supo interpretar adecuadamente estos resultados confusos, gracias también a una tecnología más desarrollada que la que se tenía en el Instituto del Radio. En las experiencias comentadas, se habían visto también desplazarse a velocidades muy elevadas electrones, pero se pensaba, acertadamente, que no eran capaces de movilizar estos núcleos tan pesados; para hacerlo, se necesitaban partículas mucho más pesadas que los electrones, del orden de magnitud del protón. Chadwick tuvo el acierto de unir esta deducción, con aquella intuición que ya en su día tuvo Rutherford, en relación a la existencia de partículas no cargadas electrónicamente, hipótesis que no conocían los otros físicos. La teoría de Chadwick es, ya, evidente: estas partículas, pesadas como los protones, capaces de desplazar núcleos pesados al ser bombardeados por ellas, no eran sino los neutrones de Rutherford. Acto seguido, se multiplicaron los experimentos para analizar las propiedades de estas nuevas partículas, también por parte del joven matrimonio francés. Una de sus hipótesis ―y que ellos no pudieron demostrar― fue la conocida como captura electrónica, según la cual los núcleos atómicos son susceptibles de capturar electrones que orbitan a su alrededor, dando así nacimiento a un nuevo elemento. También obtuvieron la primera medición exacta de la masa del neutrón, ligeramente superior a la del protón (desdiciendo a la propuesta del mismo Chadwick). Dicha medición se anunció en el Consejo Solvay de 1933, y fue muy aproximada a las cifras que se barajan hoy en día.

Este descubrimiento fue un hito importante de un camino que continúa hasta hoy en día, momento en el que se conocen ya más de veinte partículas fundamentales. Fue en un trabajo posterior de Heisenberg donde se confirmó que el núcleo atómico no estaba compuesto por protones y electrones, sino por protones y neutrones, de masa prácticamente igual, uno cargado positivamente y el otro sin carga. Incluso los consideró como dos estados diferentes de una misma partícula, el nucleón, uno cargado positivamente y el otro neutro.

9 de junio de 2020

La reflexividad nacional

Comentaba en este post una primera idea de Ortega y Gasset, extraída de su ensayo “Sobre los Estados Unidos”. Voy a comentar otra que, igual que la anterior, creo que su actualidad es manifiesta. En su opinión, es muy estrecha la vinculación que hay entre la idea de Estado que una determinada nación pueda tener, y el Estado real en el que vive; como dice él mismo, «lo que el Estado sea en una nación, simboliza la idea que esa nación tiene de sí misma». Se puede decir que el Estado es el reflejo de lo que la nación piensa de sí misma: es lo que denomina reflexividad nacional. Esta reflexividad nacional puede ser más consistente o menos, más pensada o menos, más fundamentada o menos, más epidérmica o menos, más inopinada o menos. ¿De qué depende?

El filósofo madrileño piensa que, para que la reflexividad nacional posea mayor calado, es necesario conocer su historia, algo que en sus años ya echaba de menos (¿qué diría si levantara hoy la cabeza?). Quizá fuera la falta mayor de su tiempo; dice: «nunca, desde el siglo XVI, el hombre medio ha sabido menos del pasado. Ahora bien, adjunta a sus desventajas, la superioridad de una civilización vieja es la experiencia histórica acumulada que le permitiría evitar las fatales e ingenuas caídas de otros tiempos y otros pueblos. Conforme un ciclo histórico avanza, los problemas de convivencia humana son más complejos y delicados: sólo una refinada conciencia histórica permite solventarlos. Pero si se encuentra con problemas muy difíciles y su mente, por haber perdido la memoria, vuelve a la niñez, no hay verosimilitud de buen éxito. Los errores mortales de otras épocas volverán indefectiblemente a cometerse».

Esta ignorancia, es uno de los grandes errores en que cae la sociedad, abriendo la puerta a cualquier tipo de abusos autoritarios por parte del Estado. El hombre que no tiene curiosidad por su pasado, por su historia, dedica su vida a actividades más o menos superficiales, todo lo cual lo convierte, quiérase o no, en un ser manipulable. Pensando que su vida es libre, el caso es que sólo elige realizar actividades triviales, totalmente inocuas para aquellos que, de verdad, están manejando los hilos de la sociedad.

La espontaneidad del hombre trivial es una espontaneidad liviana, pero no una espontaneidad honda, vital, preocupada por su devenir y el de su sociedad. Esta despreocupación ignorante, le pone a merced de la autoridad del Estado, en quien confía ciegamente, hasta que quizá sea demasiado tarde. «Se ha olvidado, o no se ha querido aprender, que no hay nada más peligroso para una nación o conjunto de ellas, que pasar la raya en la intervención y autoritarismo del Estado. Cualesquiera sean las últimas causas de la ruina del Imperio romano y de la civilización grecorromana, es indubitable que la más inmediata consistió en el aplastamiento de la espontaneidad social por un Estado desproporcionadamente perfecto. El Estado romano aniquiló, secó hasta la raíz la vida de aquel mundo espléndido». Esto es algo que ―en su opinión― ocurría en la Europa de 1929, fecha de este escrito. Por lo general, la solución a los grandes problemas se delegaba en el Estado, lo cual lleva irrevocablemente a una salida; esta renuncia a la propia responsabilidad de todos y de cada uno en beneficio del Estado, significa que éste acabe absorbiendo ‘todo el aire respirable y aplaste individuos y grupos’. Riesgo que ya fue puesto de manifiesto por John Stuart Mill quien, en Sobre la libertad, destacaba la tendencia por parte de los poderes estatales a alcanzar cotas de poder cada vez más elevadas, en ese difícil equilibro entre las libertades individuales y las obligaciones sociales.

Partiendo de aquí, la pendiente que conduce hacia la condición del estado totalitario ―tal y como lo entiende Hannah Arendt― es suave y resbaladiza. Un modo de organización en todo se presenta como una dimensión de lo político: las distintas dimensiones de la sociedad (jurídica, económica, educativa, sanitaria, etc.) no son sino problemas políticos; el camino hacia el totalitarismo es el camino en el que todas las cosas y aspectos sociales se van tornando políticas, convirtiéndose la política en la única clave desde la que leer todas las cuestiones sociales y personales. Para ello es precisa una maniobra de desarraigo, para que todo individuo se sienta radicalmente sólo, sienta rota cualquier relación con los otros. A lo que tiende el totalitarismo es a la destrucción de la vida privada, de las relaciones personales de confianza, fruto de las cuales se crean vínculos sociales y de pertenencia a la realidad. Una sociedad atomizada, en la que todos están juntos, pero que se erigen en perfectos desconocidos, cuando no en sospechosos de cualquier amenaza. La sociedad ya no es sociedad, es masa, una mera agregación de individuos incapaz de solidarizarse por algo así como el bien común, y ya no porque no sea preciso, sino porque una sociedad en la que prima la soledad y el desarraigo ya no puede hacer nada. El gran reto del totalitarismo no es gobernar despóticamente a una sociedad, sino que los hombres sean superfluos, banales: hombres masa. Y el hombre masa no se consigue tanto por un poder opresor, como por un convencimiento fruto de una comunicación debidamente orientada, patrimonio del discurso común. El gran éxito del estado totalitario es que el ciudadano, con plena convicción, abandone su vida personal en beneficio de la vida pública, sintiéndose en legítimo ejercicio de su libertad. Se busca la división, el enfrentamiento entre los ciudadanos, romper relaciones, romper lazos. Con Hannah Arendt lo totalitario deja de referirse únicamente a los tristes totalitarismos del siglo XX (entre otros) para erigirse en una categoría filosófica.

Pero claro, esto es un arma de doble filo, porque, en definitiva, supone el mayor error en que puede caer un Estado. «Si esta tendencia no es vencida pronto ―continúa Ortega―, el Estado notará que no puede vivir de sí, que no es él mismo vida, sino máquina creada por la vitalidad colectiva; por ello, menesterosa de ésta para conservarse, lubrificarse y funcionar. Bolchevismo y fascismo son dos ejemplos de esta solución elemental y anacrónica —dos ejemplos de primitivismo político que irrumpe en una civilización donde los problemas son de madurez y de alta matemática».

Y ello, ¿por qué? Pues básicamente porque el saber hacer no se aprende así porque sí, sino que necesita el continuo roce y contraste con la realidad de las cosas, único modo que uno aprenda a adquirir esa sensibilidad gracias a la cual podrá dirigirse bien en la vida y, por ende, dirigir a los demás. Recuerdo una idea que Bertrand Russell dijo en su Elogio de la ociosidad que creo que puede ser de aplicación aquí. Dice Russell: «Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda». Ojalá políticos de talla no dejasen la política a tan baja altura.

2 de junio de 2020

Posibilidades de la metafísica: de Kant a Driesch

Quizá sea esta frase que da nombre al título, una de las preguntas más famosas de la historia de la filosofía, realizada por Immanuel Kant en su Crítica de la Razón Pura. Su modo de explicarla creo que es sugerente. Ciertamente, nuestra razón tiene un destino singular, ya que se siente acosada por cuestiones que, si bien no puede rechazar, difícilmente puede darles respuesta. Las cuestiones a las que se refiere el filósofo de Königsberg son cuestiones tales como el problema de Dios, o el del fundamento de la realidad, o el de la vida y su sentido… Y es una situación paradójica porque, si se las puede plantear, es porque de alguna manera pertenecen a la misma naturaleza de la razón, pero, si no puede responderlas, es porque supera sus propias posibilidades.

Pero, ¿las supera siempre? A mi modo de ver la respuesta kantiana es negativa porque, en su discurso, si bien cierra la puerta al afrontamiento del problema de la metafísica desde una razón especulativa, teórica, no hace lo propio desde otro uso de la razón: el práctico. Hacia algo así apunta también Agustín Andreu, un sacerdote valenciano con el que María Zambrano mantuvo una relación epistolar más que interesante, recogida en el famoso epistolario de La Pièce; afirmaba Andreu que, si bien, el estado ‘ilustración’ es un estadio normal en la vida con inteligencia, las cuestiones metafísicas, muchas de las cuales se han articulado en la historia alrededor de la ‘religión’, son la expresión de datos inevitables de esa misma inteligencia de la vida, concretamente del sentimiento de trascendencia que acusa la inteligencia humana de mil formas. Pero volvamos a Kant.

Para Kant, no es que tengamos muchas razones, sólo tenemos una; pero esta razón puede ser ejercida según distintos usos, cada uno de los cuales trata en sus dos primeras grandes críticas: el teórico y el práctico. A mi modo de ver no es sencillo distinguir ambos usos. El primero ―el teórico― es más sencillo, pues es al que estamos más acostumbrados: pensar, razonar, reflexionar… trabajar con ideas, podríamos decir. El segundo ya es más complejo, porque cuando Kant habla de razón práctica no se refiera a ‘pensar la ética’, en reflexionar sobre ella, igual que podríamos reflexionar sobre cualquier otra cosa, sino a ejercerla para obtener una noticia de las cosas alternativa a lo especulativo, que podríamos encuadrar dentro de lo experiencial. No todo conocimiento es especulativo; hay también un conocimiento de carácter experiencial, mediante el cual, si bien no podemos alcanzar una certeza lógica, científica, sí que se puede alcanzar evidencia, una evidencia práctica.

Si digo esto es para introducir el hecho de que, efectivamente, para Kant no es legítimo encarar las cuestiones metafísicas desde una perspectiva teórica; desde este uso de la razón, lo más que podemos hacer es constatar la existencia de estas cuestiones, pero no darles respuestas, salvo que caigamos en algún tipo de dogmatismo, pues permanecen ajenas a lo que se puede conocer según la metodología propia de este uso de la razón. De ahí su crítica a la metafísica clásica. Pero no así desde su uso práctico, lo que implica un planteamiento diverso, con unas categorías de conocimiento (práctico) diversas a las del uso teórico de la razón. De esta manera, abrió Kant un camino en la modernidad que ha sido seguido en la contemporaneidad, un camino de investigación filosófica el cual, de modo más o menos explícito, va a tener sus seguidores, precisamente porque va a permitir plantearse las grandes cuestiones de la vida desde otro cuadro de coordenadas.

Insisto en que cuando Kant habla de una razón práctica, no habla tanto de ‘pensar la ética’, de pensarla desde una razón teórica, de ‘pensar la vida’, sino más bien de vivirla; se trata una razón experiencial, vivida, sentida… experienciada, que son dos cosas radicalmente diversas; tanto que es ciertamente complejo hacernos eco de ello. La razón práctica y la teórica son diversas, pero no independientes ya que, en definitiva, se tratan de dos usos de una misma y única razón.

Para afrontar los problemas metafísicos, la solución que plantea Kant es, pues, una razón experiencial, práctica, desde la cual se abre un camino para poder dar respuesta ‘racional’ a los problemas metafísicos. Porque, el hecho de que este carácter racional se deba al uso práctico no implica que sea menos racional que el que se le suele otorgar a la racionalidad teórica, especulativa, reflexiva, científica si se quiere. Porque, como digo, se trata de la misma y única razón, según dos usos distintos. Este planteamiento ha tenido sus detractores y sus seguidores. Para algunos ese uso práctico o experiencial de la razón no era sino un irracionalismo, precisamente por no encajar en el marco de la razón especulativa. Creo que aquí viene al caso una frase que parece que dijo Einstein en su día, a saber: “Los enemigos más encarnizados de nuestras ideas son aquellos que no las entienden”. ¡Con qué frecuencia fue tildado Bergson de irracional, por poner un ejemplo! Claro, desde un marco especulativo, este planteamiento es irracional, porque escapa a sus posibilidades. Otra opción es, si bien este modo de conocer no cabe en el uso teórico de la razón, si no pudiera ensancharse el uso de la razón para que englobara, y pudiera encarar, todo el ámbito de reflexión que se abre prácticamente. De hecho, cuestionar el aspecto teórico de la razón para afrontar las cuestiones metafísicas no es para Kant algo negativo, todo lo contrario. Él mismo lo digo en su famoso Prólogo a la segunda edición: «De ahí que una crítica que restrinja la razón especulativa sea, en tal sentido, negativa, pero, a la vez, en la medida en que elimina un obstáculo que reduce su uso práctico o amenaza incluso con suprimirlo, sea realmente de tan positiva e importante utilidad». En su sentir, reducir la razón a su uso teórico es eso, un reduccionismo; porque, si sólo se usa la razón teóricamente, no se considera su uso práctico. Y, si se consideran sus limitaciones, ello revierte en un reconocimiento de esta dimensión práctica. Seguramente sea pueda rastrear hasta aquí el origen del raciovitalismo orteguiano.

Sin embargo, cabe plantearse si las cuestiones metafísicas están necesariamente vedadas a la razón especulativa. Hans Driesch escribió un librito, Metafísica, en el cual se planteaba esta cuestión, en el que explica las posibilidades y las dificultades de poder hablar sobre este asunto filosófico tan complejo, pero no tanto desde este planteamiento práctico o experiencial, sino desde el teórico o especulativo que Kant desestimó. Driesch era consciente de la complejidad de esta empresa, sobre todo tras el pensamiento moderno: conocía perfectamente lo complejo que es hablar del ser ‘en sí’ frente al ser ‘para mí’; lo complejo que es plantearse el concepto de ser ‘tras’ la experiencia, ‘allende’ que diría Zubiri. Sin embargo, su planteamiento, autocrítico en todo momento para no dar dogmáticamente pasos en falso, me ha parecido muy interesante; e incluso creo que puede servir para comprender el pensamiento metafísico de Xavier Zubiri, pues he visto en él ciertas similitudes con el del filósofo vasco, que creo nos puede aportar algunas claves para poder acercarnos a él con pasos (tímidamente) más firmes, pensamiento en el cual parece que actualiza esa razón experiencial kantiana.