29 de diciembre de 2020

Explicación y comprensión

No es extraño, cuando se habla de realidad, que ésta quede circunscrita a su dimensión material; de hecho, seguramente es el modo más evidente de hacérsenos presente. La duda se encuentra en si lo real se limita a lo físico, o el carácter de realidad se puede otorgar a otro tipo de entes que no sean materiales. ¿Cómo podríamos definir a la materia? Quizá como aquello que ofrece cierta resistencia a nuestro cuerpo, a nuestros sentidos fisiológicos; de alguna manera, se estima que lo que es real también ofrece cierta resistencia a que lo manejemos a nuestro antojo, una resistencia no sólo a nuestros sentidos fisiológicos, sino también a nuestra capacidad de conceptuación o de reflexión, a nuestras acciones… de modo que lo material se correspondería con el caso en que dicha resistencia se diese en el plano físico, fisiológico. Ahora bien, cuando tenemos alguna cosa delante de nosotros, cualquiera, podemos preguntarnos si lo que esa cosa es se agota en lo primariamente dado a nuestros sentidos o no. Es decir, si ‘detrás’ de lo que percibimos, hay ‘más cosa’ (sin entrar de momento en detalles de qué sea ese ‘más cosa’) o no. En una primera aproximación, parece razonable contestar a la anterior cuestión con un sí, que sí que consideramos que tras lo primariamente ofrecido a los sentidos hay algo más; precisamente, el esfuerzo científico consiste en ir tras ese ‘algo más’, ¿no?

En el caso de la ciencia, ir tras ese ‘algo más’ se puede entender en dos sentidos, a mi modo de ver. El primero sería en el que acabo de comentar, en el de intentar profundizar en lo que esa cosa sea, como si nos pudiéramos zambullir en su interior como en el agua de una piscina, y bucear en sus estructuras constitutivas y procesos internos. En este caso, se trata de un ‘algo más’ que se va descubriendo conforme podemos ir percibiéndolo; en principio percibimos sólo su parte más externa, pero hacemos lo que podemos para ir percibiéndolo cada vez más adentro. Algo que inicialmente hacemos con nuestros sentidos fisiológicos los cuales, al quedarse cortos enseguida, podemos complementarlos recurriendo a tecnología de cualquier tipo, la cual conforme va avanzando nos va permitiendo profundizar cada vez más, y más, y más. Descubrimos entonces un mundo sorprendente, el cual probablemente (seguramente) nunca percibiríamos por nosotros mismos: ¿veremos algún día con nuestros ojos un átomo o una molécula, una célula o un microorganismo, o un agujero negro?

El segundo sentido al que me refería puede entenderse en sentido opuesto, es decir, en referencia a la necesidad de aprehender dicha cosa no ahondando en ella, sino desde cierta toma de distancia que nos permita atenderla desde un enfoque más amplio, desde la consciencia de que esa cosa no existe sola en sí misma, sino que está relacionada con los elementos de su entorno. Desde esa toma de distancia, no estamos pendientes de lo que esa cosa sea como tal —que también— sino de cómo se inserta en un entramado más amplio al que entendemos que pertenece. Ahora, ese ‘algo más’ consiste en cómo se sitúa esa cosa entre todas las demás cosas. Podemos estudiar, por ejemplo, un electrón en sí mismo y en sus partículas elementales, o en tanto que forma parte de un átomo y contribuye a generar moléculas; o la Tierra, en sí misma o como parte del Sistema Solar, etc. Proceso en el que, de forma similar a la anterior, dependemos de la tecnología, pero ahora no hacia dentro, sino desde fuera, podríamos decir.

Sin embargo, aquí no se acaban los modos en que podemos entender ese ‘algo más’, sino que podemos añadir dos perspectivas: una estética (que abordaré en otro post) y otra filosófica, que paso a comentar. Porque podemos pensar en ese ‘algo más’ entendiéndolo como qué sea aquello que hace que esa cosa sea, que esa cosa exista; es decir, podemos plantearnos cuál sea su fundamento, sea éste el que sea. Podemos efectivamente ‘bucear’ hacia las profundidades de lo real, cada vez más hondo, hasta donde nos permita la tecnología. ¿Es esta vía la adecuada para poder dar respuesta a esta cuestión? Los avances de la ciencia necesariamente han de seguir la vía de lo que es perceptible por los sentidos, y cabe plantearse si el fundamento de lo que sean las cosas reales sea algo de la misma índole que las propias cosas reales: material, perceptible por los sentidos, etc. Con ese fundamento se pretende dar respuesta a cuestiones como por qué existe la realidad, por qué existe el universo, de dónde le viene al universo esa dinamicidad intrínseca y que evolutivamente le lleva a adoptar configuraciones cada vez más complejas. En este caso, no se trata de llegar a partículas cada vez más pequeñas, e incluso de desbordar el nivel corpuscular para encontrarnos en un ámbito únicamente energético, a modo de ese plasma que se supone que hubo cuando el big bang… De lo que se trata es de preguntarse por cuál sea el fundamento de aquello que hay, sea este fundamento materia, energía, materia-energía, plasma… y que en definitiva hace que las cosas sean lo que son y tal y cómo son.

Este tipo de preguntas son las que se hace la metafísica contemporánea (cuanto menos una rama de ella) la cual, así considerada, se convierte en una especie de ‘trans-física’, en el sentido de que, sin abandonar lo real, se pregunta por su fundamento; sin abandonar el conocimiento científico, trata de trascenderlo en esta línea de comprensión; como dice Zubiri en una frase compleja, se trata de inteligir sentientemente la física trascendentalidad de lo real. Ello supone ‘no abandonar lo real’, pero sí inteligirlo trascendentalmente, opciones que para nada están enfrentadas. No se trata de buscar respuestas en un ámbito teórico o conceptual, sino en diálogo con aquello que conocemos, pero sin quedarnos en ello, sino desbordándolo (por decirlo así). No estoy hablando de idear soluciones a distintos problemas o cuestiones científicas que existan (como ocurrió, por ejemplo, con la ‘hipotesis átomo’ en el debate decimonónico sobre este tema, o en otras tantas hipótesis que hay hoy en día en el ámbito de la física cuántica); de lo que hablo es de ese cambio de nivel que implica indagar sobre qué sea el fundamento de todo aquello que conocemos (científicamente, o del modo que sea).

La mayoría de nosotros ya tiene más o menos una cosmovisión generada, normalmente de modo más o menos intuitivo: unos más espiritualistas, otros más materialistas, otros… Pero de lo que se trata es de fundamentar y argumentar nuestra respuesta. Tanto si dicha respuesta la podemos encontrar en el mismo orden de cosas en que nos movemos físicamente como si no, es preciso ir más allá de la opinión y de la creencia para, en diálogo con las ciencias y con las demás disciplinas del conocimiento, en la medida de nuestras posibilidades, y en la medida en que esta cuestión lo permita (asunto que por su propia índole no nos ofrece muchas facilidades), intentar aproximarnos a una comprensión argumentada de lo que sea la realidad y de lo que seamos nosotros. La cuestión no es sólo cuál sea este fundamento, o si este fundamento lo podemos encontrar en la propia realidad material o no, sino también si se puede decir algo sobre él. Dada la dificultad de la empresa, muchos la obvian o la rechazan, pero, ¿podemos renunciar a ella? Quizá todo este esfuerzo contribuya no tanto a explicar nuestro universo o a nosotros mismos, como a comprenderlo y a comprendernos.

22 de diciembre de 2020

¿Quién ha oído hablar alguna vez de Clair Patterson?

Contestar a esta pregunta es igual que contestar a: ¿qué tiene que ver la edad de la Tierra con que utilicemos en nuestros vehículos gasolina sin plomo? Porque, en definitiva, estos dos hechos son debidos a este gran hombre, Clair Patterson, a quien descubrí gracias a Bryson y su libro divulgativo Una breve historia de casi todo. He de reconocer que, antes de esto, efectivamente, yo no oí nunca hablar de él; y el caso es que es de esa clase de personas que, sin hacer ruido, han dejado una huella indeleble en la humanidad, mejorando la vida de muchos de nosotros.

Patterson era un joven investigador de la universidad de Iowa cuando tenía entre manos un proyecto interesante, como es averiguar la edad de la Tierra, Para ello estaba empleando un novedoso método, que tiene que ver con la desintegración del uranio hasta el plomo. Sin embargo, se encontró con un contratiempo persistente: que las muestras que empleaba se contaminaban continuamente, albergando mucho más plomo del que cabía esperar, y no sabía muy bien por qué ocurría esto. ¿Por qué había siempre tanto plomo?, ¿cómo podía ser esto? La causa hubo que buscarla, desafortunadamente, en la fortuna de otro hombre que se abrió camino en la vida empresarial: Thomas Middley.

En la década de los veinte, el plomo era un elemento usado en multitud de circunstancias: para soldar latas de comida, en los tubos dentífricos, en depósitos de agua, etc., además de ser muy barato tanto su extracción como su manipulación. En este contexto, Middley realizó un descubrimiento que le haría famoso (bueno, en realidad hizo también otro descubrimiento desafortunado, a saber: el de la ‘utilidad’ de los gases clorofluorocarbonados; sí, los que destruyen la capa de ozono y que hace también pocos años que dejamos de utilizar), como es que el plomo era un aditivo ideal para añadir a los combustibles, y contribuir así a un mejor rendimiento de los motores (de hecho, yo recuerdo perfectamente consumir todavía gasolina con plomo, la gasolina ‘súper’ de hace varias décadas). Se creó en su día una macroempresa para fabricar a escala mundial combustible con este aditivo, en la que empezaron a suceder algunas desgracias personales. Entonces no se sabía demasiado de la toxicidad del plomo, pero el caso es que no pocos trabajadores comenzaron a sufrir algunas enfermedades de diverso tipo, aunque desde la empresa se logró eludir la polémica. Resultado de todo ello es que, en pocos años, la mayoría del parque mundial usaba gasolina con plomo.

Por su parte —como decía— Patterson estaba trabajando para conseguir datar la edad de la Tierra. Se insertó en una tradición de investigadores que estaban ya en esta empresa, apoyándose en los ritmos de desintegración constantes de diversos elementos, descubiertos no hacía mucho por Rutherford. Se propusieron distintas alternativas, fracasando todas, hasta que, en colaboración con su jefe, Patterson dio con el método correcto: la desintegración del uranio hasta el plomo; conociendo sus vidas medias de desintegración, y la cantidad existente, comparada con la que debería existir por el tipo de material de que se trataba, el cálculo era fácil. Inicialmente se encontraron con el problema de que no encontraban piedras tan antiguas para trabajar sobre ellas, así que probaron con meteoritos, pues Patterson pensó que su origen sería similar al de la Tierra, allá cuando el sistema solar se creó. De su trabajo resultó un valor que sigue siendo aceptado hoy en día: la Tierra tiene una antigüedad de 4.550 millones de años.

Pero el caso, y esto enlaza con el otro asunto, es que observó que estas muestras, al cruzar la atmósfera, aparecían con una sobrecarga de plomo, que tenía que corregir. ¿Por qué ocurría esto? ¿De dónde salía el plomo en la atmósfera? Para ver de qué estaba hablando, se fue a Groenlandia, no porque le gustara la nieve sino porque en los paisajes helados los estratos de material se ven con mucha claridad, debido a los cambios de coloración por las variaciones anuales de temperaturas. Así, extrayendo muestras de los sucesivos estratos, cada vez más profundos, Patterson pudo comprobar que antes de 1923 prácticamente no había plomo en la atmósfera y que, a partir de entonces, la concentración creció alarmantemente. Investigando averiguó que en torno al 90% del plomo de la atmósfera salía de los tubos de escape de los coches, y se paso el resto de su vida peleando contra las grandes empresas que usaban este aditivo, y también con la administración estadounidense, para que lo eliminaran del combustible. Se puede decir que le hicieron la vida imposible, sufriendo no pocas presiones de todo tipo, aunque al final la legislación se hizo eco del problema, de modo que la gasolina con plomo se retiró del mercado norteamericano en el año 1986 y, de modo casi inmediato, las concentraciones de plomo en la sangre de los habitantes de USA disminuyeron en niveles destacables. Medida que se exportó en breve a otros países, como el nuestro. Ciertamente, aún se sigue emitiendo plomo a la atmósfera como consecuencia de otras actividades industriales, pero en cantidades proporcionalmente muy inferiores.

Y bueno, esta es la historia de este singular hombre. Un auténtico héroe anónimo al que, ciertamente, le debemos mucho. ¡Feliz Navidad!

15 de diciembre de 2020

De los caracteres evolutivos humanos a la cultura

Dejé pendiente en otro post (en éste) hablar un poco sobre los caracteres que nos especifican en el género homo. Pensar qué es lo específico humano en el género homo no es tan sencillo. Bueno, quizá sea más sencillo identificarlo; más complejo es comprender cómo fueron apareciendo en la evolución esos caracteres específicos. Como comentaba al final de aquel post, es fácil que se fueran dando de manera concomitante, bien tras cambios importantes en la evolución, bien tras cambios más paulatinos, retroalimentándose entre la dimensión biológica y la cultural. En cualquier caso, podemos destacar tres grandes caracteres diferenciadores: la postura erguida permanente, el desarrollo del encéfalo (con la aparición de la inteligencia y su repercusión tanto a nivel individual como social), y la liberación del miembro anterior. Más que pensar en un desarrollo paulatino, hay que pensarlo concomitantemente, como dice Vollmer: «en el decurso del devenir del ser humano se activaron simultáneamente la elaboración de herramientas, la habilidad manual, la capacidad mental y la postura erguida».

La posición erguida permanente es específica de los homínidos, lo que tuvo distintas consecuencias. Según muestra el registro fósil, la aparición de la postura erguida fue previa al desarrollo cerebral. Se dice que si no es por el bipedismo difícilmente se podría haber desarrollado un cerebro indiferenciado y con todas las posibilidades que ello conlleva. Gracias a ello se diferenciaron notablemente los miembros anteriores de los posteriores, que adquirieron funciones muy distintas (y que comentaremos a continuación, por su importancia); también supuso un cambio importante en lo que al cerebro se refiere, porque en la postura acostumbrada, el cráneo aparece en situación de apéndice respecto a los miembros anteriores, lo que limitaba su crecimiento; pero en la erguida, aparece como ‘dejado caer’ sobre los mismos, en una situación más holgada, más relajada, más liberada, permitiendo su posible desarrollo. Una consecuencia positiva fue que esta nueva ubicación alcanzaba una posición más equilibrada en cuanto al reparto de pesos, facilidad de movimientos, etc. Y un último detalle, no menos importante, es que la postura erguida posibilitó una captación de información del entorno cuantitativa y cualitativamente superior, lo cual repercutía en un mayor abanico de conductas.

Como decía, la liberación de los miembros anteriores hizo que pudieran ser utilizados como órganos prensores, liberando de esta función a la mandíbula, la cual podía ‘dedicarse’ ya sencillamente a la masticación. La exigencia muscular de la mandíbula menguó, a la par que la ‘masa facial’, posibilitando que se desarrollase la zona frontal que, efectivamente, está más desarrollada en los homínidos. Esta disminución de la masa facial, o de la exigencia de la masticación, también pudo estar propiciada por los cambios del hábito alimentario, ya que se empezó a consumir cereales con mayor frecuencia. Es razonable pensar que ello contribuyó, o facilitó, la siguiente característica.

Este salto biológico —la posición erguida— es considerado como el gran hito para la aparición de la especie humana, consecuencia del cual se pudieron dar los otros dos. Uno de ellos es el aumento de la capacidad craneal, asociado al desarrollo del encéfalo; un desarrollo hasta niveles insospechados en el resto de los homínidos y primates; un desarrollo que se da no sólo a nivel de tamaño y de número de neuronas, sino en cuanto a la complejización de su funcionamiento.

El desarrollo del encéfalo humano no es homogéneo en todas sus partes, sino que se da de forma especial en la corteza, es decir, la parte cerebral capaz de registrar un gran número de información, de activar de modo preciso el sistema motor, de aprender y de emplear dicho aprendizaje en nuevas situaciones y contextos, de prever más allá de la situación presente mediante la imaginación, del pensamiento lógico y abstracto, y del reflexivo, y de la consciencia… capacidades que de alguna manera están incluidas o posibilitadas por lo que Zubiri denomina inteligencia, el tomar distancia frente al mundo, el saberse otro ante él, el poder aprehender las cosas como ‘de suyo’. Lo que nos da que pensar es qué fue antes: si el aumento craneal dejando holgura al crecimiento del cerebro, o el aumento de éste ‘presionando’ al cráneo para que creciera; o bueno, seguramente las dos cosas a la vez, concomitantemente, lo cual complejiza mucho el proceso, a poco que lo pensemos.


Otro carácter específico fue la liberación de la mano. Gracias a la postura erguida las manos quedan libres para cualquier uso ajeno al mero desplazamiento, para poder emplearlas en el manejo de objetos y enseres, alimentada por un cerebro cada vez más imaginativo y minucioso. Esta liberación propició una mayor captación del espacio en torno, de la direccionalidad, de distancias y referencias exactas, lo cual no sólo repercutió en el movimiento del individuo, sino también en el manejo de los objetos. Su capacidad creativa creciente le ayudó sin duda a dar usos nuevos a las herramientas ya conocidas, así como a crear nuevas herramientas para las funciones que se fueran ideando. «De este modo se producen ya esbozos de pensamiento y de elaboración planificada de herramientas».

Estos tres caracteres, fueron contribuyendo a que los primeros humanos fueran tomando consciencia de las posibilidades que le brindaba su entorno, de las utilidades de las que se podían aprovechar, lo cual fue redundando en una cada vez mayor conciencia de sí mismo y de sus posibilidades sociales. Por ejemplo, frente a las manadas en las que había que estar empleando muchos recursos en mantenerse en el estatus de macho alfa, cuando las condiciones de vida se hicieron más difíciles en la estepa, se pasó a grupos familiares monógamos, liberando al hombre de tener que estar continuamente defendiéndose de sus rivales, y pudo acometer actividades fuera de su hogar. Ello repercutió en el cuidado de la prole. La alta mortalidad de los miembros jóvenes se redujo gracias al cuidado de los padres, lo cual parece estar vinculado con la evolución ontogenética del cerebro, que se fue haciendo más lenta: «a medida que crece la capacidad cerebral disminuye la velocidad de desarrollo del niño y aumenta el período en que necesita ser atendido».

Por su parte, el aprendizaje era algo compartido entre los miembros de la tribu, lo cual fue contribuyendo a un sentimiento de identidad colectiva, sentimiento que seguramente ya existía previamente, pero no desde la conciencia reflexiva, a lo que contribuyó nuestro sistema fónico (único en la naturaleza) en beneficio del lenguaje abstracto propio de los humanos. De este modo, la actividad de cada individuo alcanzaba también una dimensión grupal, social, siendo beneficiarios de la misma el propio protagonista, así como el resto del grupo. El conocimiento se acumulaba, perfeccionándose y transmitiéndose de generación en generación, proceso que se convirtió en exponencial gracias a la escritura y a otros modos de transmisión de la cultura. Pensemos, por ejemplo, y en la técnica (arco y flecha, rueda, etc.) capaz de crear instrumentos no naturales cuya fabricación podía ser comunicada a otras personas: no era una transmisión ‘natural’ sino que se trataba de una ‘explicación’ para lo cual había que conocer cómo se fabricaban. O también, el arte, la pintura, con vestigios de hace unos 44.000 años localizados en Indonesia, que indican sin duda una dimensión de carácter espiritual, haciendo algo sin finalidad práctica, tan sólo como expresión simbólica de sus inquietudes o estado emocional. O el enterramiento de los muertos, que muestra una preocupación no por el cuidado en la vida, sino más allá de ella (se conocen enterramientos de hace 78.000 años en Kenia).

Y así hasta nuestros días, donde contamos con todas las posibilidades de la comunicación virtual: si lo pensamos, un individuo actual recibe en un día más información que un individuo prehistórico durante toda su vida. Todo lo cual repercute, o debería repercutir, en nuestro beneficio, dado que cada persona podrá contar con una serie de conocimientos adquiridos por la experiencia de los que le han precedido, sin tener que adquirirlos él en primera persona, partiendo de cero. Innato no es el conocimiento, que es adquirido, transmitido tradentemente, si no la capacidad para su adquisición, la cual lleva implícita un aprendizaje y una educación, no sólo para aprender contenidos, sino también para aprender a recibirlos en sí mismo y a emplearlos. Resultado de todo ello, y de las propias posibilidades del individuo, contará éste con un bagaje más o menos rico, de carácter cultural, para desplegarse en la vida. El nivel cultural dependerá, en definitiva, de la cantidad y de la calidad de la información que ha recibido una generación y, en su seno, cada individuo, así como la manera en que el individuo se revele apto para conservarlas y utilizarlas.

8 de diciembre de 2020

Interioridad y exterioridad: un asunto de información

Jacinto Choza, en su Manual de antropología filosófica, expone un problema altamente interesante, en lo que al estudio de la evolución del universo se refiere, a saber: el conflicto entre interioridad y exterioridad. El punto de partida de esta reflexión tiene que ver con la razón que podemos dar de la complejización de la materia a lo largo de los milenios de evolución del universo. Se han dado ya diversas razones como, por ejemplo, el hecho de que la materia tiene en sí ciertas leyes de comportamiento, no teleológicas, pero que de alguna manera hacen más probables algunas posibilidades de complicación que otras, tales como estado de mínima energía, líneas direccionales establecidas por su mismo modo de ser, etc. Sin embargo, Choza estima que este enfoque es insuficiente, por haberse mantenido en la dimensión de la exterioridad. En su opinión, antes este problema, como ante otros muchos, podemos adoptar dos puntos de vista paradigmáticos: el de la exterioridad, propia de las ciencias naturales, y el de la interioridad, propia de la filosofía; enfoques que, en su opinión, son difícilmente conciliables, por la distancia radical que hay entre ambos.

No pensemos que la interioridad tiene que ver con definir las leyes de los procesos, no es eso exactamente. Esta postura, sería la propia de las ciencias, la cual supone que, efectivamente, hay en la dinamicidad de la materia, tanto viva (como cuando decimos que el código genético de un embrión le lleva a desplegarse de tal manera) como inerte (como cuando decimos que el hidrógeno y el oxígeno pueden complicarse en la génesis de una molécula de agua), ciertas posibilidades que pueden ser descritas según la metodología científica. Pero no, no estamos hablando de esto cuando hablamos de interioridad, sino con una comprensión desde la intimidad de la materia —si puede decirse así— de lo que es dicha dinamicidad.

Ello pasa por comprender este carácter deviniente de la materia, que desemboca en el fenómeno conocido como ‘vida’. La vida no es algo que el viviente haga, sino que el ser vivo es eso, un ser viviente, es materia viviendo; la vida no es algo que pudiera hacer un ser una vez ya ha sido constituido, sino que en su constitución ya está en ese estado: viviendo; es un ‘ser viviendo’. Frente a las definiciones clásicas de vida (moverse, relacionarse, nutrirse, reproducirse, etc.), el profesor Choza asocia el mecanismo de la vida con la información: «un ser vivo es el que recibe y transmite información, y la vida consiste en eso en cuanto que el viviente se distingue de la información y permanece en algún sentido idéntico a sí mismo o en sí mismo, mientras la información varía, se recibe o se transmite». Se percibe así una primera diferencia entre lo vivo y lo inerte, no porque en lo inerte no haya transmisión de información —que la hay— sino porque permanecer en sí el informante mientras la información va y viene presupone una identidad del mismo, que no se encuentra en la materia inorgánica; ésta es capaz de transmitir cierta información, pero no hay informante, sino pura información que se propaga en un ‘medio’; en los seres vivos no sólo hay ‘voz’, sino que hay individuo que ‘vocea’, que transmite dicha información.

Dice Choza: «Si el hombre fuera solamente su voz y tuviera las características de una voz, no podría recoger ni transmitir información, sino que sería solo un mensaje que se extingue, pero no un mensaje suyo, puesto que él no queda. Una voz es pura exterioridad, pura distensión espacio-temporal, algo que no es simultáneamente, sino sucesivamente. La simultaneidad de la voz es su significado, su sentido (puede decirse, su esencia), pero ese sentido no es sentido para ella, sino para quien la oye, para el que capta el mensaje».

Así, el universo es una gran voz que no se escucha; y nosotros vemos estrellas y oímos tormentas. El universo fue hecho por la palabra, dice la Biblia; es orden, dicen los pitagóricos; es energía, dicen los científicos actuales; «el universo es una voz que no se oye a sí mismo», dice Choza. Esta voz, esta energía, puede ser captada mientras aún goza de cierto orden y regularidad, algo que, según el segundo principio de la termodinámica, va a menos, degradándose con el propio devenir, hacia un estado de indiferenciación: la muerte térmica. Pero no puede ser captada por sí mismo, en tanto que el universo no posee interioridad, no posee esa simultaneidad que permite que coexistan la voz con su escucha: el universo es exterioridad pura. En la medida en que esa voz, que es pura exterioridad, empieza a convertirse en ‘información para’, aparece la interioridad (aun en sus formas más básicas): aparece la vida.

La interioridad supone cierta superación de la exterioridad. Y los modos en que esta superación se da, definirán los distintos modos de vida, según qué información se gestione, y cómo se comunique. Vida y ser son modos de gestionar las dimensiones de exterioridad e interioridad, son como las dos caras de una misma moneda; y hay tantas soluciones como especies vivas. Así, todas las especies vivas, hasta la bacteria más minúscula, posee cierta identidad; la cual irá evolucionando hasta la conciencia humana, hasta su capacidad de ensimismamiento tal y como nos explicaba Ortega y Gasset. Pero no puede darse esta identidad, tanto en sus niveles más básicos como más elevados, si no hay un ‘dentro’, si no hay ‘intimidad’. Cómo se haya dado en la práctica este proceso, es un reto para todas las disciplinas de conocimiento.

1 de diciembre de 2020

La naturaleza humana: física e histórica

Desde siempre ha sido un esfuerzo intelectual definir la especificidad humana. Si bien es algo que, sobre todo en estas últimas décadas, ha atraído la atención de distintas disciplinas científicas (paleontología, etología, fisiología o neurociencia), seguramente sea la filosofía la que más páginas le haya dedicado, aunque sólo sea por sus siglos de existencia, aunque no sólo por eso, claro: también es uno de sus objetos temáticos por excelencia. ¿Dónde situar exactamente esta especificidad?, ¿en qué consiste? En la lectura que tenemos actualmente de nosotros mismos —tal y como dice el profesor Conill en su último libro, Intimidad corporal y persona humana—, estamos influenciados principalmente por dos paradigmas: el griego y el hebreo, cada cual con sus caracteres específicos.

Seguramente sea el primero de ellos el que ha tenido más peso en nuestra tradición, la cual está relevantemente marcada por la impronta que el pensamiento griego imprimió al concepto de ‘naturaleza humana’. De hecho¬, es ahí donde hay que buscar los orígenes de este concepto, en la Grecia antigua, intentando —como digo— dar respuesta a nuestra singularidad frente al resto de los entes del cosmos. Esto último que digo no es gratuito, ya que se puede afirmar que para el griego el problema principal era dar razón del cosmos, en cuyo seno se situaba el ser humano, también un ente del cosmos, aunque con una especificidad propia. Desde este contexto, se entendía a todo lo existente con un carácter físico (de physis, naturaleza), lo cual no debe ser interpretado como sinónimo de ‘material’. En la cosmovisión griega, no todo lo físico era necesariamente material; también lo ideal poseía dicho carácter físico. Muestra de ello es la teoría hilemórfica de Aristóteles, en la que destacaba el carácter ideal de las esencias de las cosas, que no por ser esenciales, dejaban de ser ‘físicas’. Sabido es que en la cosmovisión griega las ideas, las formas, poseían un estatuto fundamental; otra cosa es la solución que se daba al modo en que lo ideal conformara a lo material. Recordemos que, para Platón, lo esencial era el eidos, dotándole de un carácter ontológico fuerte, mientras que Aristóteles no entenderá lo formal sino en unidad intrínseca e indisoluble con lo material, a lo que conforma, algo radicalmente diverso, con importantes consecuencias. Por ejemplo, en la materia viva, porque los seres vivos formaban una unidad en la que, la dimensión orgánica era también constitutiva de su ser (análogamente a lo que ocurre con toda la materia, aunque con la especificidad que aporta el hecho de que sea materia viva). En el planteamiento aristotélico, ni ningún ser vivo, ni ciertamente el hombre, son reducibles a su carácter orgánico, pero esta dimensión tampoco es algo que se deba despreciar, o apreciar únicamente en segundo término a la luz de que lo relevante es la forma, sino que había que apreciarlo en toda su relevancia. Como explica el profesor Conill, en esta mentalidad se funden lo físico y lo ontológico, con la idea de dar una explicación a todo lo existente, a todos los entes. Dentro de la naturaleza también está el ser humano, el cual fue incluido dentro de esta ‘categorización’ o explicación.

La concepción hebrea ofrece un enfoque diverso, complementario. El carácter hebreo destacaba el aspecto histórico del ser humano; es decir, la dimensión relacional de la persona. Es importante notar cómo el marco desde el cual se enfoca este problema, así como las luces que pueda arrojar, propiciarán modos diferentes de entender a la persona, bien desde su entronque con la naturaleza, bien desde su carácter histórico. La comprensión judía de la humanidad era de distinta índole a la griega: cobrando especial relevancia el concepto de ‘relación’, tanto con las personas (que ya no son miembros de la polis sino prójimos) como con la naturaleza (su devenir no es considerado como un mero movimiento, sino como historia); en ambos casos, el prójimo y la naturaleza adquieren una significatividad diferente a la concepción griega.

¿Podía la teoría hilemórfica dar cabida a esta nueva interpretación? Es por esto por lo que, con la aportación del pensamiento judeocristiano, pronto se vio la limitación del modo ‘griego’ de entender al hombre. A pesar del empeño de Boecio, uno de los pensadores más fecundos y ricos de los primeros siglos de nuestra era ―a mi entender―, quien con su famosa definición de ‘sustancia individual de naturaleza racional’, seguramente no logró asumir toda la carga de novedad implícita en la concepción oriental. Quizá se debían ‘estirar’ demasiado las categorías helenas si se quería incluir estos nuevos matices hebreos de la persona humana. Más si se considera a su vez la gran aportación agustiniana, a saber: nuestra propia intimidad, el conocimiento del ser humano no como un ente más de la naturaleza, objetivamente, como desde fuera, sino íntimamente, como desde dentro. Se percibía la necesidad de adquirir una nueva perspectiva para interpretar la existencia humana, partiendo de ese modo diverso que tenía el ser humano de entenderse a sí mismo y de entender su relación con la naturaleza: el hombre ya no era un ser natural más, sino persona, término introducido en el pensamiento latino por Tertuliano, tomado del contexto jurídico romano.

El desarrollo ontológico y metafísico de este nuevo concepto fue la gran tarea del pensamiento intelectual de la época, de marcado carácter teológico, el cual debía compatibilizar la dimensión del ser humano en tanto que existente (compartida con todos los entes, considerando sus características específicas), con su dimensión en tanto que sabedor de que existe, es decir, de ese nuevo conocimiento que tiene que ver con su intimidad, una intimidad histórica, biográfica. Y esto era de todo menos fácil de articular.

24 de noviembre de 2020

Gregor Mendel: el Dalton de la biología

Una discusión permanente tiene que ver con la posibilidad de que las leyes de la física y de la química puedan ser suficientes para poder aplicarlas a los procesos biológicos; que, en algunos procesos, puedan ser aplicadas, parece más fácil de asumir, pero que puedan explicar todos los procesos vitales, quizá sea más complicado. Ya vimos cómo esta era una cuestión que interesaba al mismo Schrödinger. Aunque, según Hogben, no debe ser éste el centro de la discusión, sino algo más radical, a saber: si hay alguna diferencia intrínseca entre las leyes que rigen la materia inanimada y las que rigen la animada, o entre los procesos que describen. En su opinión, la respuesta es afirmativa. Para argumentarlo, hace una comparación curiosa e interesante: se apoya en los famosos trabajos de Johann Mendel (1822-1884; el nombre de Gregor lo adoptó cuando tomó los hábitos como monje agustino), y los compara con la teoría atómica del cuáquero John Dalton, ya que entiende que ello nos servirá «para ver si el biólogo interpreta realmente sus observaciones de distinto modo que el que estudia la materia bruta y si ha recurrido a una lógica de especie diferente de la empleada por el físico y el químico al construir sus generalidades».

No fue Mendel el primero que se preocupó por la hibridación en las especies; ya era relativamente numeroso el grupo de investigadores interesados (Kolreuter, Knight y Gaos, Naudin), de los cuales Mendel era de alguna manera deudor, del mismo modo que los primeros químicos modernos eran deudores también de los alquimistas que les precedieron. De modo análogo a lo que ocurrió en la química, en el sentido de que para poder enfocar ‘químicamente’ las transformaciones de la materia había que superar la mentalidad alquimista, con la biología ocurría algo semejante, a saber: que imperaba una mentalidad clásica, según la cual los organismos eran vistos como un todo, como una entidad total, y su variación era un proceso misterioso y desconocido mediante el cual se iban produciendo modificaciones de las especies de generación en generación, sin saber muy bien por qué. Quizá se encuentre aquí la verdadera aportación mendeliana, en superar el paradigma clásico (en el que también se encontraba de alguna manera Darwin), y entender la herencia según un ‘modelo atomístico’. Estos átomos de la biología no eran —como es fácil pensar— los átomos de la materia, sino más bien, en el pensamiento de Mendel, caracteres de fácil identificación en los individuos, y que se podían individualizar, y así ver con facilidad su comportamiento de generación en generación.

Como es sabido, Mendel escogió para su estudio una especie singular y simpática: el guisante. Y esta elección no fue casual, sino debidamente pensada, ya que los guisantes poseen dos propiedades muy interesantes. La primera es su facilidad para autofecundarse, lo que permitía realizar un seguimiento real de las distintas líneas de descendencia (permitiendo además la fecundación cruzada). La segunda, que sus caracteres (color, rugosidad o tamaño) eran perfectamente definidos e identificables.

Lo primero que hizo Mendel es establecer una metodología de trabajo, que creo que nos es familiar a todos. Después de conseguir individuos puros según los distintos caracteres, los cruzó para ver qué pasaba con sus descendientes, y cruzó a los descendientes entre sí para ver qué pasaba con esta segunda generación. Llegó a estudiar treinta mil plantas de guisantes. Lo primero que observó es que, al cruzar dos guisantes con un carácter distinto, todos los individuos de la primera generación adoptaban el carácter de uno de los dos progenitores. Es decir, si se trataba de un guisante grande y otro pequeño, la primera generación o bien eran todos grandes, o bien eran todos pequeños. Y, curiosamente, cuando los miembros de esta primera generación se fecundaban entre sí, volvían a aparecer los dos caracteres (guisantes grandes y pequeños) en una proporción fija de tres a uno: tres cuartos según el carácter dominante (el que aparecía de forma total en la primera generación), y un cuarto según el carácter recesivo (el que en la primera generación no aparecía).

Lo que llamó su atención era cómo podía ser que, un carácter que había desaparecido en la primera generación volviera a manifestarse en la segunda, hecho ciertamente llamativo. ¿Cómo podía ser? Y no sólo eso, sino que, jugando con distintas poblaciones y con distintos caracteres, la relación numérica se mantenía siempre fiel, de tres a uno. Se daba cuenta de que hacer una lectura de que las distintas generaciones iban transformando la especie, no podía servir aquí, por lo que se puso a pensar en los procesos internos a partir de los cuales se generaban los resultados. Dos procesos pueden producir resultados semejantes, pero a nivel interno ser muy diferentes. Lo mismo hizo mezclando dos caracteres puros (en vez de uno), y sus resultados también fueron regulares, dándose en la descendencia las cuatro combinaciones posibles, de mayor a menor frecuencia en función de qué caracteres fueran los dominantes o los recesivos (una relación, de 9:3:3:1; que no paso a detallar para no extenderme demasiado).

Cuando Dalton estableció su teoría atómica, ya estaban aceptadas generalizadamente dos leyes fundamentales de la química: la de la conservación de la materia y la de las proporciones constantes. Mendel leyó sus experimentos ‘a lo Dalton’, es decir, «halló en sus observaciones la comprobación de lo que podríamos llamar análogamente el principio de conservación de los elementos genéticos y la ley de sus proporciones constantes».

Y, del mismo modo que para Dalton las unidades que subyacían a dichas leyes eran los átomos, Mendel pensó a su vez en unos ‘átomos biológicos’, responsables de estas combinaciones y leyes hereditarias, y que él denominó factores. Estos factores se combinaban de acuerdo a sus leyes, lo que supuso un paso muy importante, ya que las pautas de herencia se podían predecir. Los átomos hereditarios se conservaban de forma autónoma a lo largo de la herencia entre generaciones, y muy bien podían manifestarse en una generación o no. Pero claro, el hecho de que en una generación no se manifestara un determinado carácter, pero en la siguiente sí, indicaba que los átomos biológicos seguían presentes en los progenitores, aunque ocultos, escondidos, o inactivos, esperando a ‘ser despertados’ en generaciones posteriores. Algo que comprobó con otras especies de plantas o cereales.

En sus propios escritos, el mismo Mendel se daba cuenta de la novedad que suponía este modo de entender las variaciones entre los individuos. «Para la generación suya, como para Darwin y los iniciadores de la selección natural, variación y herencia eran términos correlativos. La descendencia era siempre en su conjunto semejante a sus progenitores, pero siempre también algo diferente, y así la especie, (…) iba ampliando su base de generación en generación»; o sea, que la variación era algo propio de la sucesión entre generaciones, se tenía asumido que los hijos podían diferenciarse de sus padres. Sin embargo, los resultados de Mendel implicaban comprender el asunto de modo radicalmente opuesto: la herencia era esencialmente conservadora, y las variaciones se producían como alteraciones de ese orden estable. El asunto pasaba por saber cuáles eran los motivos para las alteraciones de ese orden estable. Los átomos biológicos permanecían inalterables a lo largo de las generaciones; y las alteraciones muy bien podían deberse porque diferentes progenitores se cruzaban entre sí incorporando a la descendencia algo nuevo, o muy bien los átomos biológicos podían verse alterados por causas aún desconocidas, surgiendo algo nuevo a la existencia. Aunque claro, en esta época los biólogos todavía no estaban en condiciones de comprender esto en toda su amplitud, debiendo pasar todavía unas décadas para comenzar a asomarse con paso trémulo a este mundo genético apenas entreabierto.

Desgraciadamente los hallazgos de Mendel tardaron mucho en ser conocidos. Publicados en una pequeña revista de horticultura local (de la Liga para la investigación de la naturaleza de Brünn), no tuvieron ninguna difusión. Como dice Schrödinger, «con toda seguridad, nadie tendría la más mínima sospecha que su descubrimiento llegaría a ser, en el siglo XX, el norte de una rama completamente nueva de la ciencia, y tal vez, la más interesante hasta nuestros días», algo que, dicho por uno de los padres de la mecánica cuántica, tiene su valor. Efectivamente su trabajó fue olvidado; pero en 1900, De Vries (Leiden), Tschermak (Viena) y Correns (Berlín) obtuvieron los mismos resultados de modo independiente y simultáneo, re-descubriendo los hallazgos de Mendel, e incorporándolos, ahora sí, al ámbito científico. Nuestro protagonista, por su parte, ante el poco eco despertado por su trabajo, volvió a sus quehaceres, dedicándose al cultivo, al estudio de las plantas y de los animales, siendo nombrado finalmente abad de su monasterio.

17 de noviembre de 2020

Decir diciéndose

Toda palabra, lo es en una determinada circunstancia. Y, no tener en cuenta dicha circunstancia es, en el fondo, mal-hablar. Cuando uno habla del mismo modo en todo contexto, y a todo interlocutor, en el fondo no habla, tan sólo salen de su boca palabras como de un loro, y el interlocutor deja de escuchar, cogiendo lo que le interese de aquí y de allá, en orden a sus intereses; pero no escucha. No hay diálogo: «El primero se desahoga, pero no ha realizado ningún acto de habla; el segundo toma sólo lo que quería oír, pero no ha realizado ningún acto de escucha», como le leí a Hadjadj. El discurso se convierte en un recitar mecánico, que intenta salvaguardar su frialdad con sutiles y elaboradas maniobras retóricas y clichés fieles a una ideología, para enmascarar en el fondo su renuncia al diálogo y a la conversación. Quien no hace el esfuerzo por adaptar su discurso al interlocutor y al ambiente en el que se encuentra, en realidad poco le importa que le escuchen o no. En el fondo, esa persona no habla: mal-habla. Todo discurso implica un esfuerzo por hacerse comprender, siempre que ese esfuerzo no devenga en falsear el mismo discurso en dicha empresa.

Ello nos arroja luces diferentes sobre lo que sea hablar, rara avis en nuestra sociedad; porque, quizás, en el fondo, o no tan en el fondo, no sepamos hablar. Podría pensarse que hablar bien es un problema de retórica: de fluidez, de técnicas, de entonaciones… pero, sin negar la importancia que pueda tener esto, para nada es suficiente en un buen diálogo. E incluso aún podríamos descender a un asunto más primario todavía, y que tiene que ver con el origen fontanal de ese mensaje que queremos revestir retóricamente.

Toda expresión hablada tiene su origen en una idea todavía difusa, vaga, incluso confusa, que va alcanzando concreción concomitantemente al esfuerzo de decirla; su origen es previo a toda palabra. Sin embargo, nos inunda aquí una tremenda paradoja: que no podemos sino hablar con palabras del origen de toda palabra

Toda palabra se origina en nuestro interior, un interior del que, usualmente ―como ya denunciaba Heidegger― estamos ausentes. Lo cual no impide que sigamos ‘hablando’. Y esto, ¿cómo es? Acceder al origen de la palabra supone acceder a su morada, un ámbito que está en nuestro interior (quizá por eso es tan difícil de acceder); no se trata de un entrar o un desplazamiento de carácter local, sino, más bien, de una intensificación, de una modalización diversa en que uno está en contacto consigo mismo, poniendo al descubierto una presencia que, si bien antes no dejaba de estar, lo estaba veladamente. Porque hablar no tiene que ver primariamente con decir, incluso con tener algo que decir, sino con la posibilidad de que uno pueda expresar lo ‘indecible’. Cuando hablar se reduce a decir, tal y como acontece en la vida habitual, hay pocas posibilidades de decir lo indecible, habitante de los arcanos de nuestra existencia. La palabra ‘verdadera’ es difícil de decir, acaso imposible a causa de su inefabilidad; uno no ‘manda’ sobre la palabra verdadera, sino que, como un globo en el aire, ‘es llevado’ por ella.

¿Qué dice uno cuando no dice lo inefable? ¿Qué puede decir? No se puede confundir la profusión de palabras con la relevancia de lo dicho. Cuando uno permanece ajeno a la dinámica del ser, no puede sino decir pensamientos que acampan en su periferia: ocurrencias, eslóganes, clichés, tópicos. Hablar no supone tanto ‘decir algo’, sino ‘decirse diciendo algo’. En el fondo, hablar es siempre esto: decirse diciendo. Y quien no se dice a sí mismo cuando dice, se desdice, parlotea. Cuando uno no dice diciéndose, su pretendida libertad de expresión será una pantomima, pues le faltará la espesura suficiente para poder decir algo original y propio. Aquel que no posee ni la inquietud, ni el interés, ni la paciencia para acceder a su ser profundo, nunca podrá decir nada más que lo que se espera, porque no tendrá nada más que decir. Nuestro hablar será cosa de acción-reacción, no de desvelamiento de la hondura de nuestro ser. Nos convertimos en cacatúas que no saben callar, pues no callar supone un desahogo a la ansiedad de no tener nada que decir.

Hablar es diálogo, es relación, es vida… Sólo así podremos decirnos a nosotros mismos y decir a las cosas. No deja de ser una maravilla que podamos nombrar a las cosas, de dar sentido y significado al torrente de estimulaciones sensoriales que nos inundan, como al resto de los seres vivos. Pero el hecho de poner nombres, de significar, nos sitúa de un modo diverso en el mundo, liberándonos de la espontaneidad instintiva. Gracias a ello y, a diferencia de los animales que se relacionan con su entorno en función de sus necesidades y de su provecho, nosotros podemos hacerlo no sólo así, sino intentando averiguar lo que las cosas son más allá de nuestros intereses y de nuestras necesidades. Flaco favor hacemos a las cosas (¡y a nosotros mismos!) si empleamos la palabra únicamente para atraer a las cosas a nuestra esfera, en lugar de intentar acceder nosotros a las suyas. Sólo cuando somos capaces de superar nuestra tendencia egoica, da comienzo en nosotros un tránsito que nos habilita para acceder a las cosas en sí, respetándolas en su esencia, asombrándonos con su ser. Y ello sólo es posible cuando la palabra refleja nuestra propia hondura; sólo desde nuestra hondura se puede vislumbrar lo hondo del mundo.

¿No estará aquí el origen de la poesía? ¿No es la poesía el resonar del significado de las cosas con las palabras que lo expresan? ¿No es la palabra poética un himno, un canto? Por eso toda palabra poética es, en el fondo, un balbuceo, un tanteo trémulo ante el misterio de lo inefable que sólo el poeta vislumbra lozanamente… balbuceo que fácilmente se transforma en alabanza y gratitud ante la visión obtenida de la presencia de las cosas. La palabra poética nos ayuda a trascender nuestra mirada mezquina y reducida de la realidad, llevándonos a un mundo desconocido sólo accesible para los que lo buscan en su corazón. Toda palabra apunta a algo que desconoce, a un misterio siquiera entrevisto por unos ojos que no pueden abrirse ante tanta luz; por lo general, los mantenemos cerrados a toda la riqueza y fecundidad que albergan las cosas en lo profundo de su esencia, y así no logramos alcanzar todo lo que puede decir. Ello implicaría ―como decía Zambrano― ser mendigos, y eso nos incomoda; preferimos ser reyes, aunque ello suponga encerrarnos entre nuestros propios muros egoicos. El poeta quiere, ante todo, que las cosas sean, abandonándose a unos brazos en los que confía, en los que se encuentra la verdad de todo ser. Si no somos capaces de maravillarnos ante las cosas y ante los otros, si la palabra no brota de ese hondo asombro, reduciremos nuestro mundo a un pensamiento que, en el fondo, no hace sino navegar sobre las olas, inconsciente del profundo mundo que las soporta.

10 de noviembre de 2020

El concepto de luz según la teoría electromagnética de Maxwell

Veíamos en este post cómo, de las ecuaciones de Maxwell, se advertía que los campos eléctrico y magnético se encontraban interrelacionados, de modo que las variaciones de uno originaban el otro, y las variaciones del otro originaban a su vez el uno. Sin embargo, el modo en que cada uno origina al otro es un poco diferente; si nos fijamos, no influyen exactamente igual, pues en un caso hay un signo positivo y en el otro un signo negativo. ¿Qué quiere decir esto? El signo positivo indica que la variación de un campo en un sentido implica la variación del otro en el mismo sentido; y el signo negativo, pues lo contrario: que la variación de un campo en un sentido implica la variación del otro en el sentido opuesto (teniendo en cuenta que estamos hablando de productos vectoriales, no escalares). Quizá esto sea un poco lioso, pero es fundamental para comprender la conclusión de Maxwell. El motivo es el siguiente.

A la luz de la tercera ecuación, vemos que, la variación de un campo magnético genera, ortogonalmente a él (pues es un producto vectorial), un campo eléctrico en sentido contrario; y, a la luz de la cuarta ecuación, vemos que, la aparición de éste mismo campo eléctrico, genera, ortogonalmente a él, un campo magnético en el mismo sentido. Si lo pensamos, este campo magnético generado a partir del campo eléctrico (el cual había sido generado por el campo magnético inicial), es paralelo al campo magnético inicial (ortogonal al ortogonal), pero de sentido contrario. Hace falta cierta imaginación espacial para poder verlo bien. El campo magnético genera un campo eléctrico ortogonal a él de sentido contrario; y el campo eléctrico genera un campo magnético ortogonal a él (y, por lo tanto, paralelo al primero) del mismo sentido, por lo que será de sentido opuesto al campo magnético inicial. Esto quiere decir una cosa muy importante, como es que, resultado de este proceso, se está generando un campo magnético opuesto al inicial. El resultado de ello es que le va restando intensidad al campo magnético inicial, propiciando que su intensidad vaya disminuyendo poco a poco, hasta anularse, e incluso haciéndolo crecer en sentido opuesto, y comenzar ahora el mismo proceso, pero al revés, para dar comienzo el mismo proceso, pero ahora inversamente, de modo que su comportamiento sería un poco tipo ‘muelle’. Por su parte, lo propio cabe decir del eléctrico, cuyo comportamiento, acoplado al comportamiento del magnético, aunque ortogonalmente a él, es similar.

De esta manera, se produce como un vaivén entre ambos campos, un crecimiento y decrecimiento oscilantes, debido a la interacción entre ambos, como digo, como dos muelles ortogonales entre sí expandiéndose y contrayéndose rítmicamente. Así, «una excitación de los campos eléctrico y magnético puede adquirir vida propia, con los campos bailando como una pareja, cada uno inspirando al otro», dice Wilczek. Podemos decir que ambos campos están oscilando, cada uno perpendicularmente al otro, acompasadamente, como una sinfonía de energías que se va extendiendo a los distintos puntos del espacio. Es decir, que los campos eléctrico y magnético no sólo están anclados o adheridos a los cuerpos imantados o electrificados, sino que también pueden propagarse por el espacio de modo oscilante. Como dice Gamow, «mediante sus ecuaciones, Maxwell pudo probar que el campo electromagnético oscilante (…) se propaga a través del espacio que circunda al oscilador en la forma de ondas que transportan energía». Así lo explica él mismo: «¿Qué es, entonces, la luz según la teoría electromagnética? Consiste en perturbaciones magnéticas transversales alternas y opuestas de período rápido, acompañadas de desplazamientos eléctricos, estando estos desplazamientos eléctricos en ángulo recto a la perturbación magnética, y ambas en ángulo recto a la dirección del rayo».

Para analizar este fenómeno doble (el campo magnético generado por un campo eléctrico, el cual ha sido generado por un campo magnético), lo que hizo Maxwell fue combinarlos entre sí para tratar de ajustarlo matemáticamente. Lo que obtuvo fue un modo de expresar esta interacción para cada uno de los campos protagonistas, cuyo esquema era del tipo correspondiente a una ecuación de onda, en las que aparece la generación de los campos eléctrico y magnético, así como sus variaciones a lo largo del tiempo, y su velocidad.

Todo ello no dejó de ofrecer aportaciones sorprendentes. Llegado a este punto, Maxwell obtuvo dos grandes conclusiones, una acertada, y la otra no. ¿Cuál fue la acertada? Maxwell recuperó un dato que obtuvieron otros investigadores, pero que en su día no le dieron mayor importancia; pero Maxwell sí. En la ecuación de onda hay un término relacionado con la velocidad de la onda (1/v2). Pues bien, comparando la ecuación de onda tipo, con la ecuación resultante de sus trabajos, se dio cuenta de que el término equivalente a dicha velocidad era el producto de dos constantes, una magnética y otra eléctrica, que eran bien conocidas en la época (el producto µo·ɛo). Igualando ambos términos observó que la velocidad de la onda resultante de estas interacciones entre los campos magnético y eléctrico era nada más y nada menos que la velocidad de la luz, que ya Fizeau había calculado experimentalmente mucho antes de que Maxwell hubiera nacido. ¿Era esto una casualidad? Para Maxwell no, para quien eso debía significar que las ondas luminosas eran ondas de naturaleza electromagnética. Así lo explicó: «la velocidad de las ondulaciones transversales en nuestro medio hipotético… concuerda tan exactamente con la velocidad de la luz… que apenas podemos eludir la inferencia de que la luz consiste en las ondulaciones transversales del mismo medio que es la causa de los fenómenos eléctricos y magnéticos». Concluyó así que la luz no era sino un fenómeno ondulatorio propiciado por la interacción de ambos campos: la luz era una onda electromagnética, tal y como publicó en 1864. La variación de un campo eléctrico produce uno magnético, el cual afecta al primero, produciendo una pulsión oscilatoria que se propaga por el medio (el éter), estando ambos campos estrechamente vinculados; propagación que se da a una velocidad que coincide con la que experimentalmente se obtuvo para la de la luz. Genial.

La otra conclusión que, a la postre se mostró que no fue acertada, tiene que ver con la consideración de sobre qué medio se desplazaba dicha onda lumínica. Hasta la fecha se entendía que toda onda se debía propagar en un medio, y Maxwell se adhería a la opinión de la existencia del éter, medio sobre el que se propagaba la luz. ¿Cómo podía desplazarse la onda lumínica, cómo podía llegar la luz de un sitio a otro, del Sol a la Tierra, por ejemplo? Pues a través de ese medio que era el éter. El éter era un medio absoluto, fijo, que servía de referencia para situar los fenómenos físicos, y respecto al cual la luz se desplazaba a 300.000 km/seg. Pero ya comentamos en otro sitio (aquí) que esta idea daba no pocos problemas y que, al final, fue desestimada, en beneficio de la opinión de que las oscilaciones se daban en el seno del propio campo electromagnético. Lo cual abrió el asunto de si esta referencia (la velocidad de la luz) era tan absoluta como estimaba Maxwell o no, asunto del que se ocupó Einstein con su teoría especial de la relatividad.

En cualquier caso, el trabajo de Maxwell supuso un salto que, si bien nos puede parecer trivial, lo cierto es que supone un modo de enfocar la física radicalmente distinto. Lo que nos viene a decir es que estamos inmersos en un continuum electromagnético, que está en continuo movimiento, en continuo dinamismo, en continua oscilación, dando lugar a un sinfín de fenómenos, entre los cuales está la luz. ¿Cómo puede ser esto? Maxwell fue un científico creyente, tomándose su fe muy en serio; seguramente su sensación al echar su vista atrás sería muy similar a la que en su día tuvo, por ejemplo, Kepler. Así lo explica él: «Las vastas regiones interplanetarias e interestelares ya no se verán como espacios malgastados del universo, a los que el Creador no ha considerado dignos de llenar con los símbolos del orden múltiple de Su reino. Ahora veremos que ya están llenos de este medio maravilloso; tan llenos que ningún poder humano podrá retirarlo ni de la más ínfima porción de espacio, ni producir el menor error de su continuidad infinita».

A la muerte de Maxwell, en 1879, lo cierto es que la teoría de campos electromagnéticos, si bien se consideraba interesante, no había acabado de fraguar en el imaginario científico de la época. Todavía seguía vigente la concepción de los fenómenos eléctricos y magnéticos como fuerzas ejercidas a distancia, porque lo cierto es que hasta la fecha no había sido demostrado que los campos eléctricos y magnéticos podían adquirir ‘vida propia’ y propagarse como ondas. Eso le correspondió hacerlo a Heinrich Hertz quien, un par de décadas más tarde (en torno a 1886), fue capaz de generar de modo experimental ondas electromagnéticas de frecuencias distintas a las correspondientes al espectro visible de la luz, mediante el fenómeno de la inducción electromagnética; logró comprobar a su vez que estas ondas respondían a los mismos fenómenos de refracción y reflexión que la propia la luz, lo que contribuyó a consolidar la idea de que la luz era efectivamente una onda electromagnética. Además de este espaldarazo a la teoría de Maxwell, sus investigaciones tuvieron dos consecuencias muy importantes. Una, que dio con el efecto fotoeléctrico, lo que dio pie a que Einstein postulara la existencia de ‘partículas de luz’, es decir, de fotones. Dos, la invención de los primeros transmisores de radio, cuya importancia está fuera de toda duda: «La capacidad (aparentemente) mágica de comunicarse entre grandes distancias, por el espacio vacío, mediante la radio, nació de la visión de que el espacio vacío no está vacío», dice Wilczek.

A la  luz de todo ello, se abrieron dos importantes interrogantes. El primero fue determinar el origen de este campo, el cual no es otro que las cargas eléctricas, tanto las estáticas (campos eléctricos) como las dinámicas (campos magnéticos). A este descubrimiento se encaminó el trabajo de Lorentz. Y el segundo: si esto es así, ¿cómo puede ser que los electrones, que cuando se mueven generan la onda electromagnética la cual va ‘chupando’ la energía de aquéllos, no se quedan sin energía? La solución de este problema se fue consiguiendo de la mano de la física cuántica. Pero esto ya es otra historia.

3 de noviembre de 2020

La actualidad hermenéutica de Aristóteles

La ética aristotélica, lejos de la ingenuidad que con cierta frecuencia se le atribuye, se erige en una reflexión totalmente válida y actual, tal y como nos pone de manifiesto Gadamer aquí (o también Ricoeur, quien con su pequeña ética la recupera en diálogo con la ética formal kantiana).

Veíamos en el anterior post el problema de la aplicación, problema clave que se puede resumir en cómo se produce el vínculo entre lo general y lo particular; pues bien, este problema puede vincularse privilegiadamente con la ética aristotélica, en tanto que intenta hacer aterrizar a la vida humana esa idea platónica más general de bien, sirviéndonos de claro ejemplo de la tarea hermenéutica que Gadamer propone. Lejos de hacer una exposición de la misma, lo que hace Gadamer es exponer unas ideas clave. Una de ellas es la de situar lo que es el ethos humano frente a la physis, en el sentido de que en el ámbito del primero influye lo que haga el ser humano consigo mismo y cómo se comporte, y en el del segundo no. Como decía Aristóteles, el saber ético tiene que ver con ‘aquello que puede ser de otra manera’, es decir, con el hacer humano; y el científico, con ‘aquello que no puede ser de otra manera’, es decir, con el acontecer de la naturaleza.

En este sentido, en tanto que lo moral se da en la vida concreta de cada persona, habrá que ver cómo articular la aplicación de las normas generales a la vida de cada cual: ¿cómo saber, a la luz de una norma ética general, qué me pide la situación concreta que estoy viviendo ahora, cómo tengo que responder ante ella? Al respecto, dice Gadamer muy agudamente que un saber general, sin saberlo aplicar en lo concreto, en el fondo carece de sentido.

Aristóteles es consciente de que a este tipo de saber (moral) no se le puede exigir la exactitud del saber matemático; tan sólo pretende poner de manifiesto este perfil de las cosas, para situar adecuadamente a la conciencia moral en su ejercicio. Un ejercicio que no puede estar desligado de un saber (moral) general ni de un saber aplicarlo a un caso concreto (ámbito en el que se la juega estrictamente hablando la conciencia moral). Es la diferencia entre la episteme y la phrónesis, el conocimiento natural y el moral. Y Aristóteles realiza una diferencia sutil, y muy importante, como es no confundir la prudencia con la tekhne, como a veces pudiera ocurrir. La tekhne tiene que ver con el saber del artesano, con su habilidad fabril; ciertamente, la moral tiene que ver con cierta habilidad del artesano, en tanto que el hombre se hace a sí mismo, se moldea, pero el caso es que la ‘artesanía’ del hombre que se hace a sí mismo es diversa a la de cualquier artesano que aplica unas prácticas generales al caso de su manufactura en concreto. Y en esta diferencia cabe situar su proximidad al problema hermenéutico que nos ocupa: porque ‘aprender’ lo moral no consiste únicamente en aprender una técnica aunque sea a base de años y años de experiencia, que, por lo general, siempre se aplica igual; es otra cosa, y en ella interviene y mucho la propia conciencia moral: en la vida humana hay que aplicar ciertos principios morales generales comúnmente aceptados, pero cada caso concreto es distinto y, en consecuencia, no se puede aplicar un saber ‘técnico’. De entrada, ya hay una diferencia radical, de enorme relevancia en el resultado de la configuración del hombre: que no sólo hay que hacer el bien, sino que hay que querer hacerlo. Es para destacar esta diferencia que Aristóteles llama a este saber moral no como un saber sino un ‘saberse’, un saber para sí.

Si nos fijamos, si bien el saber artesanal sabe ya dónde quiere llegar, el saber moral no lo sabe del todo. El alfarero sabe qué objeto quiere hacer, pero el ser humano no sabe a ciencia cierta qué quiere llegar a ser, en qué tipo de persona quiere llegar a convertirse; puede tener una idea general más o menos vaga, más o menos difusa, pero en lo concreto de su vida es más complicado. El saber moral no sabe cuál es su objetivo concreto; más bien se deja guiar por unas directrices que le van orientando en las situaciones concretas. Porque el caso es que ‘lo moral’ en una situación concreta, hay que discernirlo a la luz de ‘esa’ situación concreta, con sus particularidades específicas. Esto pudiera ocurrirle también al artesano, a quien en un momento dado se le puede estropear una pieza de barro y tenga que aplicar todo su saber (técnico) para recuperarla y salvarla. Pero el saber moral es radicalmente diverso, pues por su propia índole ésa es la situación usual, además de que es así cómo se va perfeccionando precisamente el saber moral.

27 de octubre de 2020

El terapeuta no deja de ser un seductor

 No hace mucho leí un texto de Rof Carballo sugerente. La verdad es que este autor no me deja de sorprender, por la amplitud de sus inquietudes y la profundidad de sus reflexiones. En esta ocasión me refiero a “El problema del seductor en Kierkegaard, Proust y Rilke”, un texto en el que va desgranando los matices que la seducción juega en cada uno de estos autores. Llama la atención cómo enlaza la reflexión filosófica de Kierkegaard con esa obra de juventud, Diario de un seductor, que la escribe en una fecha próxima a la de su ruptura con Regina Olsen, su prometida, a la que dejó para protegerle de su incurable melancolía, y no hacerla así una desgraciada. Del mismo modo que su concepción de la vida, la seducción, a diferencia de un don Juan que tan sólo quiere contar sus hazañas en la taberna, la seducción —decía— tiene que ver con lo interesante de la conquista, con saborearla, demorarla, igual que uno se detiene en los grandes placeres de la vida. Proust y Rilke también se enfrentan a su manera a la figura del seductor: el primero de un modo más mecánico, en el sentido de que el seductor se deja llevar por un juego amoroso que le arrastra; el segundo más preocupado por esa llama de amor que por siempre ya permanecerá encendida en la seducida.

Pero más allá de todo esto, es especialmente relevante la aplicación que Rof Carballo realiza de todo esto a su disciplina, proyectando los mismos vínculos que se dan entre seductor y seducido a la terapia profesional, en el seno de ese juego entre terapeuta y paciente. Me gusta el enfoque que en su día (década de los sesenta) tenía este autor clínico sobre las relaciones terapéuticas; cómo era enemigo de las posturas reduccionistas de quienes estaban ‘a la última’, de los que simplificaban todo con el ‘no es más que’, consciente de lo complejo de la psique humana. Independientemente de que en el fondo humano subyazcan energías y procesos de alguna manera análogos a todos, no es menos cierto que la realidad de cada cual es única y concreta, dificultando una generalización precipitada, y como tal superficial.

Observa Rof Carballo cómo en la relación clínica (como en cualquier otra, por otro lado) se produce lo que se conoce como transferencia afectiva, que tiene que ver con cómo el paciente (sea clínicamente grave, sea con un trastorno leve), ‘transfiere’ al médico sentimientos, emociones, vivencias experimentadas durante su infancia con personas significativamente relevantes. Amor u odio, confianza o desconfianza, estima o desprecio, obediencia o rebeldía, predisposición u obstinación, todo tipo de afectos y sentimientos son proyectados, transferidos a la relación con el médico en función de su experiencia infantil, proyectando en él la figura de autoridad. «Parece ―dice Rof Carballo― como si, en virtud de la ‘situación analítica’, se hubiese puesto súbitamente al descubierto la ‘urdimbre simbiótica’, es decir, la trama sutil de afectos sobre la cual, en nuestra vida cotidiana, se va tejiendo la relación con el prójimo».

Consciente de este proceso, el terapeuta descubre que su técnica no es sino una técnica de seducción; aunque, mejor que seducción, de conducción, en la medida en que trata de enderezar la vida del paciente. Una conducción, por otro lado, que a la postre no es tal, en tanto que consiste en conseguir que sea el propio paciente el que conduzca por sí mismo su vida, en principio bajo la colaboración del terapeuta, para después pasar a un estado de autonomía.

Porque, en definitiva, ¿en qué consiste su tarea? En provocar que el paciente actualice emociones infantiles, trayendo a la consciencia procesos afectivos no conscientes que, por su deficiente estructura, impide una relación adecuada con el entorno, para reconstruirla y propiciar que pueda establecer nuevas relaciones sanas y nutritivas. Porque no pocos trastornos de la vida adulta devienen por no haber madurado una afectividad que todavía se mantiene en un estadio infantil, quizá porque no ha podido sufrir ese tránsito mediante relaciones que la hagan florecer.

Pero esto es algo que el terapeuta no puede realizar ‘a la fuerza’ (¡ni siquiera el paciente!), sino que tiene que proponer, tiene que evocar, tiene que invitar a que el paciente se esponje para que afloren experiencias que seguramente ni él mismo recuerde; tiene que seducirle, precisamente para poder conducirle a una vida afectiva más madura. La relación médico-paciente se convierte así en una nueva relación maternal y, en la medida que el médico adquiere de modo efectivo el rol materno y así lo acepta el paciente, éste quedará en condiciones de trabajar y rehacer desde la consciencia su afectividad desestructurada, y podrá hacerse cargo sin mayores problemas afectivos de la realidad de los otros, distinta de la suya; antes de lo cual deberá aprender a hacerse cargo de la suya misma.

Estos procesos ponen de manifiesto un hecho fundamental, como es que nuestra dimensión afectiva no es un apéndice de nuestro carácter, o una perturbación que incomoda a nuestra inteligencia y a nuestra voluntad, sino que se trata de una dimensión fundamental de nuestro ser; fundamental en el doble sentido de importante y, sobre todo, de fundamento: «la inteligencia no es posible, es decir, no se desarrolla, si antes de que exista como tal no se ha constituido una urdimbre simbiótica afectiva con los seres protectores que le sirve de matriz o placenta», dice el médico gallego (p. 146). E insiste: «la capacidad de objetivar el mundo en torno exige que haya existido una simbiosis afectiva relativamente eficaz entre el niño y su madre» (pp. 146-147), o en su entorno familiar.

Gracias a la seducción terapéutica, se puede reestablecer una urdimbre que por distintas causas quedó débil, vulnerable, desestructurada. Y así, poco a poco, el paciente se va capacitando para establecer relaciones verdaderas y sanas tanto con la realidad como con los demás, en tanto que se está reconstruyendo a sí mismo. La curación es posible en la medida en que el enfermo puede ir haciéndose cargo de sí mismo y de las cosas, gracias a que esa urdimbre rota ha comenzado a ser ‘remendada’, a ser zurcida de nuevo.

Todos tenemos en mayor o menor medida una urdimbre con jirones y que, como normalmente suele suceder, la vida nos ayuda a remendar a trompicones, bien a través de encuentros inopinados, bien por experiencias buscadas. Lo que hace el terapeuta es dirigir científicamente este proceso, rehaciendo una personalidad maltrecha, contribuyendo a la maduración, limando las aristas de restos estériles y perturbadores de una vida emocional infantil todavía presente; y que subsiste en todos, en unos más y en otros menos.

Rof Carballo es consciente de que esta tarea no está exenta de riesgos. Porque depende de la pericia del terapeuta no tergiversar el estado del paciente en función de su propia personalidad y sus propias taras. «Nadie está más cerca de extraviarse que quien pretende con-ducir» dice Rof Carballo. Pero sobre todo porque el terapeuta a su vez, «es en mayor medida de lo que él piensa, a su vez, se-ducido, no por el arrebato pasional de sus enfermos, sino por el contacto continuado con capas profundas de la psique que le contaminan e invaden sin que él mismo llegue a darse cuenta de ello». Y, precisamente porque el terapeuta asume ese riesgo, puede el paciente conseguir descubrimientos difíciles de alcanzar de otro modo. Esta es la maravilla de la terapia, de la aventura por las remotas profundidades de la psique, una ‘larga peregrinación en busca de algo inexpreso’, que «proporciona en ocasiones a la humanidad —tal ha ocurrido con Kierkegaard, con Proust y con Rilke— tesoros inapreciables de penetración y de belleza». Porque el caso es que, en el seno del ser del hombre, subyacen posibilidades a las que ni siquiera el terapeuta llega a alumbrar, las cuales, una vez alumbradas, elevan el acervo espiritual de la raza humana, contribuyendo a encauzar fuerzas sanadoras que yacen en lo profundo del alma. Ésta y no otra es la esperanza del terapeuta, una confianza radical en la capacidad básica de todo ser humano para madurar por sí mismo y convertirse en una personalidad independiente, algo que, si bien se da por hecho en personas sanas, es más problemático en las que tienen ciertos trastornos. El terapeuta, para hacer bien su trabajo, precisa no sólo de profesionalidad, sino también de amor, de un amor hacia su paciente el cual, para mantenerse tal, debe impedir su ‘implicación’ en el problema tratado, tratando de conjugar su amor con cierta distancia que le permita la objetividad que su desempeño profesional precisa para ser realizado con éxito.

20 de octubre de 2020

El último paso para conquistar a Gödel: la autorreferencialidad

Vamos a dar un paso más, ¡uno más!, que será ya el último para poder hincar el diente con garantías a la demostración del teorema de Gödel, la cual intentaré explicar de modo global en el próximo post de esta serie. Este último paso tiene que ver con un modo de operar que cuanto menos llama la atención, como es la incorporación de los resultados de una función en la misma función: es lo que se denomina autorreferencialidad. Y claro, todo ello aritmetizado adecuadamente en el lenguaje de Gödel. ¿A qué nos referimos con esto? Veámoslo con un ejemplo.

Imaginemos que queremos expresar mediante un teorema el siguiente enunciado meta-matemático: siempre hay un número que sea el siguiente a un número dado; o sea, si tenemos un número cualquiera (y), siempre existirá su siguiente (llamémosle x). Esta idea, pues, se puede expresar con este teorema: (Ǝx) (x=sy); es decir, dado un número cualquiera y, existe un número x, tal que x es igual al siguiente número a y. Hasta aquí, todo correcto.

Igual que hemos visto en posts anteriores, podemos obtener el número de Gödel asociado a este teorema, mediante el procedimiento que en su día explicamos; pongamos que el número de Gödel de este teorema es m. Pues bien, del mismo modo que hemos expresado que hay un número siguiente a un número dado (en este caso el y), podemos expresar lo mismo, pero en vez de ser siguiente al número dado y, que sea siguiente al número de Gödel que expresaba el teorema, es decir, a m. Entonces, el teorema quedaría así: (Ǝx) (x=sm). Y bueno, de esta última fórmula también podemos obtener su número de Gödel. Según el procedimiento habitual se podría obtener sin problemas, como hemos hecho con el primer teorema.

Pero también lo podemos obtener por una segunda vía, en la cual aparece la autorreferencialidad, que es lo que busca Gödel. ¿Cómo? Pues sustituyendo en el primer enunciado, (Ǝx) (x=sy), la variable y por el número de Gödel asociado a este teorema m; el número que buscamos será el resultado de aritmetizar la fórmula cuyo número de Gödel es m, sustituyendo la variable y, por el número m. Si nos fijamos, lo que acabamos de hacer es introducir una función dentro de otra función (porque m es el número de Gödel de una función), y lo hemos formalizado dentro del sistema.

¿Qué es lo que expresa este nuevo teorema? Pues expresa un número obtenido a partir de otros dos, la variable y (de partida) y el valor m (resultado de asociar un número de Gódel a la expresión de partida). Hemos creado una nueva fórmula con una variable y con otra fórmula; digamos que hemos metido una función dentro de otra, el número de Gödel m (que es una función) dentro del cálculo. Son como fórmulas hablando de fórmulas.

A modo anecdótico, pues no lo vamos a emplear más, Gödel describe esta nueva situación como ‘sub (m, 13, m)’, la cual nos recuerda cómo la hemos obtenido, teniendo en cuenta que en la numeración de Gödel y se designa por el número 13, a saber: como el número de Gödel obtenido partiendo de la fórmula cuyo número de Gödel era m, pero sustituyendo en ella la variable y por el número m mismo. Cualquier otra expresión similar a esta, ya podemos interpretarla adecuadamente. Si, por ejemplo, tenemos la expresión sub (n, 17, n), sabemos que quiere decir que es el número de Gödel obtenido de la fórmula cuyo número de Gödel es n, pero sustituyendo en ella la variable cuyo número de Gödel es 17 por n. Esta nueva expresión, entonces, puede ser designada en cualquiera de los casos por su número de Gödel correspondiente.

Démonos cuenta de que, lo que ha hecho Gödel, es algo así como introducir la fórmula dentro de sí misma, y ello estableciendo siempre un mapeo con los enunciados meta-matemáticos correspondientes. Nada más y nada menos. Es la autorreferencialidad. Pues bien, con todo esto, ahora sí, ya estamos en condiciones de zambullirnos en el meollo del teorema.  

13 de octubre de 2020

Diferencia entre ideas abstractas y nociones generales

Acabé este post con la afirmación de que Berkeley negaba la posibilidad de que pudiéramos conocer ideas abstractas. A poco que lo pensemos, esto puede parecer algo absurdo, porque a todos nos es familiar el pensar en conceptos generales de lo que sea. Pero el caso es que, con ello, Berkeley no está pretendiendo decir que no seamos capaces de abstraer ciertas generalizaciones partiendo de la percepción de cosas concretas, sino del hecho de que podamos pensar en un concepto abstracto absoluto al margen de cualquier nota particular, que es algo distinto. Esta crítica tuvo una gran importancia en una época en la que este tipo de conocimiento abstracto estaba catalogado entre los modos más elevados de conocimiento. De hecho, aunque pueda parecer algo sutil y sin mayor importancia, supuso para Hume uno de los pasos más grandes en el ámbito de la filosofía, tal y como lo escribió en su Tratado de la Naturaleza Humana.

Dice Berkeley: «Reconozco en mí la aptitud de abstraer en cierto sentido, como sucede al considerar determinadas partes o cualidades separadas de otras con las cuales coexisten en algún objeto. (…) Pero lo que no admito es que pueda abstraer una de otra, o concebir separadamente aquellas cualidades que es imposible puedan existir aisladas; ni tampoco que pueda forjarme ideas generales por abstracción de las particulares, en la forma antes expresada» (§10). La causa de que estuviese asumida la posibilidad de pensar y reflexionar sobre conceptos generales, se debía a una extralimitación de carácter lingüístico. Era consciente de que este uso de conceptos generales estaba (y está) íntimamente ligado al uso del lenguaje, cuyos términos se correlacionan con conceptos; el término ‘árbol’ se refiere al concepto general de ‘árbol’, tal y como acontece, por ejemplo, en la definición del diccionario. Y así lo entendía Locke quien, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, afirmaba que ‘las palabras adquieren sentido general porque se convierten en signos de ideas generales’. Y aquí está el meollo, pues es aquí precisamente donde Berkeley descubría una inexactitud, porque el correlato de las palabras no son exactamente ideas generales abstractas, sino un conjunto de varias ideas particulares, «cualquiera de las cuales puede indistintamente sugerir a la mente mediante la palabra» (§11).

La verdad es que esta reflexión de Berkeley, aun pareciendo un matiz menor, es muy sugerente. Si pensamos en nuestro propio pensar, efectivamente cuando pensamos en el concepto ‘árbol’, nos representamos distintos árboles, cada uno de los cuales poseen los rasgos correspondientes al árbol ‘en general’; y, precisamente por poseerlos, nos pueden remitir al concepto general. Pero no pensamos en el concepto general en sí mismo. Este procedimiento se puede hacer con muchas representaciones concretas de ‘árbol’, como así acontece.

Pero, entonces: ¿no podemos pensar en las generalidades de cosas que posean parentesco entre ellas, entre las distintas especies de seres vivos, por ejemplo? La respuesta de Berkeley es negativa, es decir, que entiende que sí que se puede pensar en este tipo de generalidades; precisamente es por este motivo que distingue entre ‘ideas abstractas’ o ‘conceptos generales’, y nociones generales. Porque Berkeley no niega esta posibilidad: en su opinión se da la existencia de ciertas ideas generales de las cosas forjadas mediante nuestra capacidad de abstracción; lo que niega es la existencia de las ideas generales abstractas ya que, como vimos, éstas siempre han de estar presentes en la mente concomitantemente con propiedades de algún individuo particular, por mucho que Locke dijera lo contrario. Y añade Berkeley una idea interesantísima (que, personalmente, me recuerda al concepto de ‘estructura empírica’ de Julián Marías). Cuando explica el pensamiento de Locke, éste asume que el concepto general incluye caracteres que forman parte de cualquier individuo concreto, aunque, al ser el concepto abstracto, digamos que ese carácter aparece hueco, vacío, sin ser llenado de modo efectivo por ningún carácter concreto. Por ejemplo, cuando pensamos en el concepto general de hombre, de naturaleza humana: según Locke, en ella, «va ciertamente incluido el color, pues no hay hombre que de él carezca, pero no es un color determinado, blanco o negro, ya que no hay color alguno que convenga a todos los seres humanos. También incluye en dicha idea de humanidad la estatura, pues todos los hombres tienen una u otra; pero no es ni elevada, ni baja, ni mediana, sino algo que prescinde de estas particularidades. Y así con todo lo demás» (§9). Aparecen todos los rasgos que le corresponden, pero sin adoptar ningún valor concreto, como en vacío.

Berkeley piensa que, lo que en realidad ocurre, es que se adopta una idea particular y, partiendo de ella, se la convierte en general «cuando se la hace representar o se la toma en lugar de otras ideas particulares del mismo tipo» (§12). Pero el caso es que siempre es preciso que cuando se piensa sobre generalidades esté presente, de alguna manera, la representación concreta de algo. Además, en su opinión tampoco son necesarias las ideas generales abstractas ni para el conocimiento ni para la comunicación entre las personas, sino que con las ‘nociones generales’ es suficiente: «Bien sabido es, y lo reconozco de buen grado, que todo conocimiento y toda demostración se apoyan en nociones universales: pero eso no quiere decir que tales nociones se formen por abstracción según el modo ya explicado» (§15).

¿Dónde cabe situar entonces este carácter universal de las nociones generales? «La universalidad no consiste, a mi entender, en una realidad absoluta y positiva o concepto puro de una cosa, sino en la relación que ésta guarda con las demás particulares, a las cuales representa o significa; en virtud de lo cual, lo mismo las cosas que las palabras y nociones, de suyo particulares, se convierten en universales» (§15). Ya digo, esta idea me parece interesante, porque supone una crítica importante a nuestro modo de pensar las cosas; nos es fácil hablar de ciertos entes universales, los conceptos, pero, lo cierto es que esos conceptos no pueden ser efectivamente pensados, en todo caso mentados, lo cual es distinto. Podemos hablar del concepto ‘árbol’; pero no puede pensarse en sí mismo este concepto, no podemos pensar puramente en un árbol abstracto y universal abstrayendo todas sus notas particulares según las cuales cada árbol existe.

Lo que de hecho hacemos, y creo que Berkeley tenía razón, es pensar en uno o varios árboles concretos y, a partir de ellos, hablar de las características generales de los árboles. Ello no quiere decir que no existan características generales de los árboles (de hecho, podemos hablar de ellas, en general), sino de valorar críticamente la posibilidad o no de poder pensar el concepto general de árbol, su idea abstracta, en toda su pureza.

Pero esto nos aboca a un problema, del que se haría eco (e institucionalizaría de alguna manera) Hume: el problema de la inducción. Berkeley lo explica con estas palabras: «Quizá alguno se preguntará: ¿Cómo podemos saber que una proposición es cierta para todos los triángulos particulares sin que antes la hayamos visto demostrada u obtenida de la idea abstracta de triángulo, aplicable por igual de todos ellos?» (§16). Es decir, ¿hasta qué punto, si una propiedad se cumple en uno o en varios triángulos particulares, podemos afirmar que es común a todos los triángulos que podamos confeccionar, sin pasar por su comprobación en esa idea abstracta de triángulo? Pero esto es otra historia.