26 de noviembre de 2019

Dimitir como personas

No cabe duda de que una de las páginas más bellas de la filosofía española contemporánea son las dedicadas a expresar lo que es quizá el asunto más importante que nos compete en tanto que seres humanos, a saber: dar razón de nuestras vidas. Apoyado en distintos autores, Unamuno y Ortega introdujeron este nuevo planteamiento para analizar la vida, no tanto teórico como experiencial, no tanto desde fuera como desde dentro; si el primero lo hace con ese tono trágico que tanto le caracteriza, el segundo, sin desestimar el carácter dramático de la vida, lo enfoca con un tono más esperanzado, más lúdico, más deportivo: «la vida no sólo es piélago en el que me ahogo, sino también playa a la que arribo».

Gracias a ellos se abre en España una tradición filosófica genial, articulada alrededor de esa categoría filosófica que es mi vida, categoría filosófica que no deja de ser un tanto problemática, pero que tampoco deja de ser muy fecunda. Pues bien, uno de los autores que más la han trabajado, aparte del propio Ortega, es sin duda Julián Marías, autor que, si en sus inicios se apoyó relevantemente en el pensamiento de su maestro y amigo, conforme fue madurando intelectualmente fue adoptando un pensamiento más propio y original. Si hay algo que puede describir el carácter del pensamiento de este filósofo vallisoletano, diría que es su sensibilidad y su perspicacia a la hora de abordar con finura y elegancia tantos y tantos temas como trabajó durante su vida. Su principal foco de atracción fue sin duda la persona, tratada tanto a nivel individual como social, tanto a nivel biográfico como histórico. Hable de la imaginación, de la felicidad, de nuestro carácter personal, de la afectividad, de la historia española… hable de lo que hable, podemos escoger cualquiera de sus páginas y con toda seguridad encontraremos ideas que nos evocarán reflexiones y pensamientos que difícilmente podríamos haber alcanzado sin su lectura.

Si digo esto es porque el tema de este post tiene que ver con una idea suya, que he recordado gracias a un TFM en cuyo tribunal estuve ayer mismo. Para Marías es una categoría clave de la vida humana su carácter personal. Su concepto de persona es rico e interesante, y tiene que ver con nuestro esfuerzo para alcanzar una vida lo más auténticamente humana posible, sin dogmatismos, con responsabilidad. Marías nos invita continuamente a vivir nuestras vidas como protagonistas, no como simples espectadores que acuden a una representación, a una pantomima; nos invita a no vivir como turistas en la existencia, a no ver la vida desde la barrera, sino a vivirla de verdad, hasta la médula, extrayendo hasta la última gota que podamos exprimir.

Pero no siempre se hace así; es más, ciertamente es frecuente que dimitamos como personas. Y esto puede ser entendido desde un doble sentido: forzado o ‘voluntario’. En el primer caso, uno puede ser obligado a dimitir, le pueden robar su dignidad como tal, mediante la esclavitud, el racismo o el exterminio, como tristemente ha sucedido en nuestra historia. Recuerdo a Hannah Arendt explicando cómo los soldados nazis lo primero que trataban de hacer era robarles a las personas judías su dignidad, atormentándolas, humillándolas continuamente, rebajándolas, tratándoles como a ganado… porque, de este modo era más sencillo dirigirlos y manejarlos. Al robarles su dignidad como personas, les habían quitado lo más preciado. Una persona tratada como quien ya no lo es, se convence poco a poco de que es poco menos que un animal; una persona despersonalizada, obligada a dimitir de su carácter personal, no se siente libre, dejándose manejar o gobernar por ‘amos’ de distinto calado.

Pero no es ésta la única manera de dimitir como personas. Existe otra menos dramática… o mejor, menos llamativa, pero más frecuente, mucho más frecuente y, quizá por eso, también dramática. Se dimite como persona cuando uno renuncia a vivir su vida, cuando uno renuncia a ser protagonista de su vida, cuando renuncia a ser el autor de su vida… cuando uno renuncia a tomarse su vida en serio, y prefiere vivirla en clase turista; cuando uno renuncia a buscar su ser más profundo, su esencia como persona… cuando prescinde de la búsqueda de un proyecto de vida que no se quede en lo epidérmico, en el mero divertimento… cuando uno renuncia a la felicidad. Ciertamente la vida nos depara en ocasiones experiencias amargas, y quizá lo mejor para ‘salvar nuestra circunstancia’ (tal y como explica Ortega) no sea renunciar a nuestro proyecto personal vital, deslizándonos por la vida como un surfista sobre una ola, sino arreciando en ella desde nuestras entrañas, para sacar lo mejor de nosotros mismos.

Y ponía ‘voluntario’ así, entrecomillado porque, aunque de alguna manera esta opción depende de nosotros, pocas veces suele ser el resultado de una deliberación conscientemente realizada; más bien suele ser el resultado de un dejarse deslizar por la suave pendiente de la comodidad, de la seguridad, ante el temor de transitar por un terreno desconocido e impredecible, el cual seguramente será el que nos abra la puerta a una felicidad hasta entonces difícil siquiera de barruntar. Algo así decía Helen Keller; quien conozca un poco su biografía, sabrá que esta fantástica mujer sabía de qué hablaba cuando, en La puerta abierta, afirmaba:

«Cuando se cierra una puerta de felicidad, otra se abre; pero con frecuencia nos quedamos mirando durante tanto tiempo la puerta cerrada que no vemos la que se ha abierto para nosotros».

Nadie mejor que ella ha contemplado el ‘corazón de las tinieblas’, y nadie mejor que ella sabe el esfuerzo que hay que realizar para no dejarse arrastrar por su influencia paralizante. Más allá del optimismo y del pesimismo, esta mujer abogaba por un equilibrio entre ambos, una situación desde la cual se vislumbra perfectamente cada una de estas posturas, una situación propiciatoria de una forma de vida realista, vivida con densidad, con profundidad, y ¿por qué no? con deportividad. Sólo entonces se comienza a vislumbrar el verdadero significado del amor, el cual nos permite aprehender la realidad en toda su espesura porque, como decía Marías, «cuando no existe el amor todo es ilusorio, no hay nada que construir ni que perpetuar».

19 de noviembre de 2019

La ley de √n

Una de las preocupaciones de Schrödinger, el padre de la ecuación de onda, fue establecer vínculos entre la física y la biología. Ya estuvimos hablando de su libro ¿Qué es la vida?, cuya motivación fundamental comenté aquí. En él se plantea una idea ciertamente interesante, como es por qué los seres vivos somos de una escala tan enorme en referencia a la escala atómica. Su opinión al respecto la estuvimos viendo en este post. Lo que pretendo hacer aquí es, desde este punto de partida, dar a conocer una ley muy sencilla, que nos ayuda a hacernos una idea del orden de magnitud necesario para que se comiencen a convertir los fenómenos atómicos, totalmente impredecibles, en movimientos de grupos de partículas que ya responden a leyes funcionales: la ley de √n. Para ello voy a introducir el asunto, con algunos ejemplos del propio Schrödinger, para pasar a comentar dicha ley.

Todos hemos oído alguna vez el carácter estocástico característico de las partículas atómicas y subatómicas. Los científicos hablan de que, como mucho, se pueden prever mediante determinadas leyes probabilistas los comportamientos de grandes grupos de partículas, pero no de una sola. Algo que llama la atención: probabilísticamente podemos determinar el comportamiento de una muestra de gas de un cierto tamaño, por ejemplo, sin poder llegar a determinar cuál será el comportamiento de una sola de sus partículas; cada una seguirá su camino, independientemente de que, junto con todas las demás, sí que podamos saber con un reducido porcentaje de error el comportamiento conjunto de todas ellas. Los átomos sueltos, por su parte, tienden a adoptar un comportamiento desordenado, imposibilitando describirlo mediante leyes perceptibles. «Únicamente en la cooperación de una cantidad enorme de átomos, las leyes estadísticas empiezan a ser aplicables, controlando el comportamiento de esos ‘conjuntos’ con una exactitud que va en aumento conforme al incremento de la cantidad de átomos abarcados en el proceso», dice Schrödinger.

Al respecto propone algunos ejemplos. Sabido es que, en un gas, sus moléculas siguen trayectorias erráticas deambulando por el recipiente que las contiene, sea un tubo de ensayo o el salón de nuestra casa. Además de este movimiento errático, cada una de ellas posee una vibración propia que las hace girar sobre sí mismas. Pues bien, cuando a un gas se le aplica un campo magnético, sus moléculas tienden a orientarse según dicho campo, de modo que van alcanzando una orientación paulatinamente paralela. Evidentemente, la orientación que provoca el campo se encontrará siempre con la oposición desordenadora de las propias moléculas del gas. Pues bien, ante una magnetización suave, algunas moléculas irán orientándose parcialmente y otras no, sin saber a ciencia cierta cuáles de ellas harán una cosa o la otra, ni siquiera si su orientación se acoplará al cien por cien con la del campo o sólo parcialmente.

El segundo ejemplo tiene que ver con el hecho de que, cuando tenemos en un líquido partículas en suspensión, una vez agitado y dejado reposar, vemos cómo el nivel de las partículas va descendiendo poco a poco. Y, el caso, es que cada una de esas partículas no sigue un movimiento rectilíneo hacia abajo, como sería de suponer, análogo a cuando dejamos caer una piedra desde una altura, sino que sigue una trayectoria muy irregular, descrita como movimiento browniano o de Brown. Una por una, somos incapaces de determinar sus trayectorias, pero sabemos calcular el ritmo según el cual, tomadas en conjunto, van depositándose en el fondo.

Más llamativo es el fenómeno de la difusión. Supongamos que tenemos partículas de un sólido disueltas en agua, y que se encuentran desigualmente distribuidas en un recipiente, más concentradas en un lado y menos en el otro. Sabemos que, con el tiempo, las partículas tenderán a distribuirse uniformemente en todo el recipiente. Lo que no tenemos tan claro es el motivo por el cual esto ocurre así. Tendemos a pensar que, en la zona en las que hay más partículas, algunas de éstas ‘empujan’ a sus vecinas hacia el lado más vacío, porque hay más presión.

Pero el caso es que, cada una de estas partículas, se comporta de modo totalmente independiente al del resto; es decir, el movimiento que sigue cada una es independiente de que, a su lado, haya ninguna o miles de partículas. Por demás está decir que no es posible predecir el movimiento de ninguna de ellas, el cual estará sometido al continuo choque con las partículas del agua, sin poder saber qué trayectoria seguirá. Pero el caso es que ese es el único motivo que hará que se muevan las partículas, independientemente de que haya una sola o miles. ¿Por qué, entonces, las partículas tienden a distribuirse uniformemente por todo el recipiente? El motivo es muy sencillo. Supongamos que distribuimos dicho recipiente (como el de la figura) en compartimentos verticales estrechos, de modo que cada uno de ellos posea una concentración más o menos concreta. Las partículas de cada uno de estos compartimentos, saldrán con la misma probabilidad (en su marcha azarosa) hacia la izquierda o hacia la derecha. Por este mismo motivo, si cogemos cualquier plano vertical, le llegarán siempre más partículas por la izquierda que por la derecha, pues a la izquierda están los compartimentos más cargados de partículas. En cualquier plano vertical que miremos, ocurrirá esto: siempre le llegarán más partículas desde la izquierda que desde la derecha, «y mientras subsista tal estado de cosas, el balance de los movimientos se revelará en un flujo regular de izquierda a derecha, hasta lograr una distribución uniforme», el cual se puede predecir según la ley de la difusión. Pero se puede predecir el comportamiento general, no el de cada partícula.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la ley de √n? No podemos predecir de ninguna manera el comportamiento de una partícula; y el de grupos de partículas lo podemos predecir con cierta probabilidad, pero no con una certeza absoluta. Esta probabilidad depende del número de partículas que estamos trabajando, y se cumple de modo bastante aproximado que es del orden de n. Si trabajamos con 100 partículas, el grado de desviación será 1/n, es decir: 10%. Si trabajamos con un millón, será del 0’1%. Con lo que, cuanto más grande sea el número de partículas de un cuerpo, más estable y fiable será su comportamiento, en tanto que responderá a leyes cada vez más exactas. En el caso de un organismo vivo esto es muy importante, pues a éste ‘le interesa’ que tanto las leyes biológicas para su funcionamiento interno como para su relación con el entorno sean bastante exactas. Los organismos muy pequeños, como de hecho así ocurre, dependen y mucho de su interacción con el medio, influyendo incluso las partículas de éste en sus movimientos. Podemos pensar que una desviación del 0’1% es razonable pero, tal y como nos dice Schrödinger, para nada es suficiente «como para justificar que una cosa merece la honrosa denominación de ‘Ley natural’».

12 de noviembre de 2019

La asesina asesinada: la palabra

Es fácil, al escuchar una melodía musical, por ejemplo, detenernos en la melodía principal; en oídos poco entrenados —como el de un servidor— es frecuente atender principalmente a ésta, descuidando todo lo que la acompaña. Sin embargo, hay un sinfín de detalles ¿minúsculos? que escapan por completo a nuestra experiencia, sonidos menores que abrazan a la melodía principal, llevándola en alas de plata (como me decía un conocido), que resuenan en lo profundo de nuestras entrañas sin darnos cuenta, despertando ecos que no sabemos reconocer, pero que nos transportan a un nuevo mundo más allá de las formas y de los pensamientos. Algo así ocurre también en la pintura. Cuando fijamos nuestra atención en algo, nuestra vista abre un campo de visión repleto de infinidad de estímulos de los que tampoco somos conscientes, que nos pasan inadvertidos, pero sin los cuales no seríamos capaces de percibir lo que percibimos como lo percibimos. Algo de eso saben los artistas, quienes bañan el motivo principal de su idea con infinidad de matices distraídos que bañan el lienzo, matices insignificantes gracias a los cuales el producto final alcanza su gracia, su calidad de artístico.

¿No será gracias a estos detalles menores que podemos aprehender el motivo principal de un modo diferente? Si probamos a suprimirlos, quedándonos a solas con la melodía principal de la música, con el motivo principal del cuadro, ¿tendríamos la misma experiencia? Probablemente, seguramente, no. Su secreto estriba en ellos precisamente; su ‘significado’ definitivo lo podemos alcanzar, no gracias a lo que primariamente somos capaces de percibir, a lo que dichas obras nos muestran en su superficie, sino gracias a estas otras formas intersticiales; formas —como dice Rof Carballo— «inarticuladas, sin configuración, aparentemente amorfas, de percepción subconsciente, que se escapa a nuestra atención por sutil que ésta sea, y que acompañan como armónicos a la forma que aparece en primer plano, que son como intersticios por los que bulle y hierve el subconsciente soterrado».

El artista es así un acróbata, que es capaz de hacer piruetas entre ambos mundos, «brincando de manera inconsciente, pero efectiva, entre las formas articuladas y netas que su mente superficial le obliga a configurar y los elementos inarticulados, amorfos, de su percepción inconsciente».

Así ocurre con las palabras. La realidad siempre es mucho más que lo que podamos conceptuar de ella. El contacto vivo que podamos obtener mediante una experiencia primaria nunca podrá ser debidamente alojado en el seno de conceptos y palabras, por muy elevado que sea nuestro lenguaje. Acaso esos sonidos originales a base de interjecciones, poseyeran una riqueza sombríamente desestimada. Las palabras cincelan la realidad como estiletes, frías como el hielo. Pero el caso es que nunca nos expresamos únicamente con palabras. Al igual que en la pieza del músico o en el cuadro del pintor, acompañan a la palabra infinidad de detalles imperceptibles, que dotan al mensaje de una riqueza, ciertamente inferior a la realidad que pretenden decir, aunque sin duda superior a la idea principal que dirige el discurso. Este eje principal es el que primariamente atrae nuestra atención; pero, junto a él, se dan también elementos informes, seguramente inarticulados, sin configuración alguna, que se escapan a las leyes de la buena retórica… pero que son percibidos por nuestra ‘mente profunda’, más allá de la consciencia. Todo ello ofrece una noticia que no es reducible a lo conceptual, que no es consciente siquiera, pero que puede aprehenderse, sin embargo, bajo una mirada atentamente radical, holística, integral. El buen hablante no deja de ser un encantador que, en lugar de serpientes, emplea palabras; o, mejor, los intersticios que dejan las palabras, entre los cuales desliza infinitos mensajes que hablan al subconsciente del interlocutor.

El lenguaje, el auténtico lenguaje no está tanto hecho de palabras como de silencios. Los silencios sin sigilosos, elegantes… no se abren paso a la fuerza, sino que están ahí, a la espera de que las palabras que se suceden en torrente vertiginoso lleguen al pie del risco escarpado, serenando su caudal, permitiendo aflorar silencios silenciados por su apresurado discurrir. Sólo mediante lo que no se puede decir, es posible alcanzar todo aquello que trasciende lo que sí se puede decir; paradoja que nos abre a un modo original de comprender la realidad, más allá de toda comprensión. El buen discurso ha de dejar espacios amplios entre sus palabras y sus frases… A mal entendedor le parecerá que no está bien trabado; a buen entendedor, agradecerá esas oquedades que permiten aflorar el mundo verdadero, ajeno a las cárceles de la conceptuación, y que propiciará el óptimo sentido a sus propios carceleros.

No estamos acostumbrados a escuchar los sonidos del silencio, a dejar que la soledad sonora reverbere en nuestro interior. Los silencios vuelven aprehensible lo inaprehensible, tangible lo intangible; son «donde resuenan en inarticulado murmullo los iniciales balbuceos, el cauce formado por mil recónditos riachuelos invisibles sobre el que las palabras despliegan el poder de su encantamiento». Lo que no se dice hace visible y tangible todo ese río profundo que acompaña a lo que se dice. Y hacia ahí es hacia donde tiende toda palabra, tensionada siempre hacia más allá de su propio límite, para decir lo indecible.

«La palabra, que al nacer siempre asesina un poco lo que ha querido decir, tiene, para acabar de decirlo todo, que morir en silencio».

Sólo cuando la razón humana ha encontrado sus límites y ha visto su dificultad para comprenderlo todo, se puede abrir hacia lo que está más allá de la razón, hacia ese espacio vacío que aparece entre las oquedades de las palabras, rodeándolas, esperando que se atrevan a dar ese salto que muchos desconocen, que muchos ignoran, instalados como están en el cómodo aposento de lo dicho.

5 de noviembre de 2019

El personaje histórico no está sólo

Comentaba en un post anterior la circunstancia en la que se encontraban aquellas personas que se erigían en personajes históricos, en protagonistas de la historia, en el sentido de que, si bien se deben de alguna manera a los hilos de la historia que deben manejar, no se encuentran determinados por ellos, sino que en ese margen más o menos amplio más o menos estrecho de actuación, se dan diversos futuribles, que debe resolver ‘a su manera’. Y en función de esta resolución, la historia seguirá unos cauces y no otros; su carácter histórico o público tiene que ver con el hecho de estar sujeto a estas circunstancias, de no poder disponer de su vida con demasiada capacidad de maniobra.

A mi modo de ver, aquí hay que situar la grandeza o la miseria de un personaje histórico: en su capacidad para poder tomar aquellas decisiones, de poder resolver los futuribles, a la luz de las consecuencias que dichas decisiones puedan tener históricamente para sus conciudadanos, para llevarlos en la medida de sus posibilidades al mejor puerto, independientemente de la presión de las circunstancias así como de sus intereses personales y de las lecturas ideológicas de la Historia que pueda realizar. Ciertamente no todo depende de él pues, como he tratado de mostrar, hay hilos de la historia que de alguna manera le condicionan, pero no por ello se puede olvidar la parte que sí que depende de él; si bien no puede hacer lo que buenamente se le antoje, sí que tiene cierta capacidad de actuación; como dice Bueno, su responsabilidad «no se diluye, pero tampoco cabe concentrarla en él».

Gustavo Bueno destaca otro aspecto de esto que estoy diciendo, y lo hace en referencia a la dimensión colectiva del personaje histórico; es decir, al grupo de personas que se mueven en torno a él, a su equipo, a sus consejeros, con los que habla y departe, y que también contribuyen a proporcionarle ciertas sugerencias y no otras. Pero tampoco sólo de ellos, sino que también está presente una dimensión más amplia.

Porque la decisión de un individuo en esta tesitura depende de él, sí, pero también de todos aquellos que le secundaron y le apoyaron expresamente (equipo cercano) o consintieron con su silencio sus decisiones (a nivel social). Y ello tanto en las decisiones afortunadas como en las desafortunadas.

No se trata de eludir la responsabilidad directa que alguien pudiera tener, sino de ser realistas y hacer notar que una decisión no la toma uno de modo más o menos puro, sino que recoge un legado, ante el cual intervienen más elementos además del discernimiento personal: el curso de los acontecimientos, las muestras de apoyo o de rechazo a sus valoraciones, la expresión del sentir popular (quien calla otorga, se suele decir), etc. ¿Por qué digo esto? Porque por lo general, cuando se busca un ‘chivo expiatorio’, un ‘criminal de guerra’, como responsable de todo lo que haya ocurrido en un determinado momento (también sería injusto en sentido contrario, uno nunca es responsable del todo del éxito de una decisión) ello «será debido no a la justicia, sino a que los vencedores necesitan del simbolismo de la condenación para definir su propia normativa como vencedores». Hablar de ‘responsables’ en la Historia —siguiendo el pensamiento de Bueno, que me parece ciertamente razonable— suele deberse más a intereses ajenos a la historia que a la realidad de los hechos; como dice él mismo, los ‘culpables’ aparecen cuando se piensa la Historia ‘con la brocha en la mano’.

No me puedo resistir a transcribir literalmente un texto suyo un poco largo: «Si una sociedad bien consolidada en su presente puede ‘liberarse’ de su dependencia de un pasado partidista y parcialista, tendrá que comenzar, ante todo, triturando su memoria histórica, y no mediante el olvido, sino mediante el análisis (des-composición) de los recuerdos, a fin de incorporarlo a una visión propia que le permita enfrentarse con los problemas reales del futuro. Por ello, la mejor prueba del grado de asentamiento que tiene una determinada sociedad puede en gran medida obtenerse de la observación de cómo se comportan sus dirigentes hacia su pasado inmediato. Si, paradójicamente, constatamos que el ejercicio de su memoria histórica acusa tendencias significativas hacia la ocultación y el olvido (…) podremos asegurar que esta sociedad, o sus dirigentes, no están seguros de sí mismos, y buscan la revancha, no la Historia».

Los intereses de estos ‘revanchistas históricos’ pueden ser legítimos o no; habrá que verlo. Pero lo que quizá no sea tan legítimo es la reivindicación de dichos intereses realizando lecturas partidistas de la Historia, cosa muy distinta.