29 de marzo de 2016

Dime la verdad, pero no me mientas

Hace unas semanas comentaba en un post cómo el estudio de las falacias se había ampliado, yendo de un aspecto —digamos— más técnico y concreto a una consideración más amplia y contextual. Ello nos conducía al hecho de que su estudio se complicaba, situación que lejos de amedrentarnos lo que debía suponernos era un acicate para analizar y comprender mejor todo lo que rodea a un argumento falaz.

Pero por otro lado, este esfuerzo tampoco debe llevarnos a ampliar el concepto de falacia más allá de lo que le corresponde. Estaba pensando a la hora de escribir estas líneas en la débil línea que separa dos conceptos que en ocasiones se confunden: me refiero a los conceptos de falacia y de falsedad. ¿Se puede afirmar que un argumento falaz es falso? ¿Es lo mismo falacia que falsedad? A mi modo de ver, y entiendo que esta opinión es generalmente compartida, no se pueden confundir. No obstante, creo que es interesante que nos detengamos en el concepto de falsedad, un concepto que si bien en principio todos tenemos una idea clara de lo que puede ser, cuando nos detenemos un poco a pensar en ello las cosas se complican.

Si respondemos a la pregunta de qué es falsedad, la primera respuesta que nos puede venir a la cabeza es la siguiente: una falsedad es la afirmación de algo que no es verdadero. Creo que podemos estar de acuerdo con esta definición. Pero detengámonos un poco en ella. Pensemos en la siguiente situación. Supongamos que yo estoy firmemente convencido de algo que en general se sabe que no es cierto; por ejemplo, no sé, supongamos que yo digo que la sinfonía de Beethoven llamada Pastoral es su novena sinfonía; y lo afirmo con total rotundidad. Efectivamente, la sinfonía Pastoral no es la novena sino la sexta, pero resulta que yo estoy totalmente convencido de que es la novena, y así lo afirmo. Pues bien: si hago esa afirmación, ¿estoy mintiendo técnicamente? Es obvio que no estoy diciendo la verdad pero, ¿podemos afirmar que estoy mintiendo, que es una mentira lo que estoy diciendo? Chirría un poco, ¿verdad?

Ello nos lleva a que cuando hablamos en estos términos hemos de tener presente dos variables: la verdad o falsedad efectiva de aquello que decimos por un lado; y la intención con la que realizamos dicha afirmación, independientemente de que aquello sea verdadero o falso, por el otro.

Combinando estas dos variables dos a dos se pueden dar cuatro casos. a) El primero de ellos, en principio no ofrece ningún problema: si digo la verdad con la intención de decir la verdad, pues todo solucionado. b) Se puede dar también la posibilidad que nos ocupa: que yo diga algo que en principio no es verdad, pero no lo haga con la intención de engañar sino con mi convicción de decir la verdad. En este caso de lo que se trataría es de una equivocación.

Antes de comentar las otras dos posibilidades, imaginémonos esta situación. Es una anécdota bastante conocida. Se cuenta que el capitán y el primer oficial del Valiant (un buque carguero) discutían a menudo por la tendencia del primer oficial a beber más de la cuenta. Un día, el capitán se hartó de esta conducta, y anotó en el cuaderno de bitácora: “hoy el primer oficial estaba ebrio”. Al día siguiente, le tocó el turno de guardia al primer oficial, quien leyendo lo que escribió el capitán, apuntó a continuación: “hoy el capitán estaba sobrio”.

Lo primero que cabe preguntarse en referencia a la conducta del primer oficial es si faltó a la verdad o no, si su afirmación era falsa o no. Démonos cuenta de que estrictamente hablando lo que dijo no era falso, era cierto; otra cosa es que lo que diera a entender fuera otro mensaje, que ése sí que ya no era tan cierto. El primer oficial no faltó a la verdad, pero sí que estaba faltando a su intención de ser veraz. Este sería el tercero de los cuatro casos que comentábamos, el c): la situación de que se afirme algo con la intención de engañar, por muy verdadero que sea. Aquí ya se debería hablar de mentira, es decir, de la afirmación de algo independientemente de que sea cierto o no pero con la intención de engañar al otro. Por no hablar ya del caso cuarto, el d), a saber: decir algo que no es cierto con la intención de engañar. Este caso no hace falta comentarlo tampoco.

Más allá de la equivocación, pues, cobra relevancia la pretensión de esa falta de sinceridad en la comunicación. Podemos decir que la mentira tiene que ver con la intención de engañar, con el hecho de faltar a nuestra veracidad o cuanto menos con el propósito de hacerlo. Porque podemos pretender engañar al otro, pero otra cosa es que lo consigamos. A este respecto ya Santo Tomás de Aquino (como se puede ver esto ya viene de antiguo) distinguía entre falsedad material (se dice lo contrario a la verdad), falsedad formal (se dice lo contrario a lo que se estima verdadero) y falsedad efectiva (consigue el engaño del interlocutor).

Y rizando el rizo, se puede dar también esta circunstancia de forma opuesta a lo que acabamos de comentar: si bien puede ocurrir que un engaño no se produzca cuando se intenta, también puede darse el caso de que sin pretenderlo se produzca tal engaño, esto es, el interlocutor interprete algo ajeno a nuestra intención por distintos motivos (por su suspicacia, por ejemplo). Aunque aquí no cabría hablar de mentira.

Como vemos, el tema es complicado pero interesante. Como conclusión podemos decir que para hablar de mentira, más que una falta a la verdad objetiva, debe haber un carácter intencional de engañar en un contexto dialógico. Lo que no nos evade de la responsabilidad de saber de qué estamos hablando. Pero en cualquier caso, aunque se trate de una mentira, también hay que decir que no es estrictamente una falacia.



22 de marzo de 2016

La conciencia estética

Acabábamos el anterior post preguntándonos por la posibilidad de si la obra artística aporta algún tipo de verdad o no. Para encarar la cuestión, Gadamer comienza recordándonos la evolución que ha sufrido el concepto de ‘estético’ y que se plasma en el pensamiento de Kant, en el que se pasa de un sentido de percepción sensible, de aísthesis, a un sentido de sentimiento estético (más allá de lo meramente artístico). La lectura que hace Gadamer de Kant apunta hacia una subjetivización estética, enfoque que no nos parece demasiado justa. Sí que es cierto que desde Kant se puede ir a una postura subjetivista, que es a la que según Gadamer llega Schiller; es cierto que hay esa posible lectura de la estética kantiana, pero para llegar a donde quiere llegar Gadamer (y que ahora veremos) no era necesaria; antes bien, ambas posturas (Kant y Gadamer) se pueden situar en línea de continuidad (a nuestro modo de ver).

El problema de la verdad del arte gira en torno a otro problema: si el arte es un fin en sí mismo o no. A juicio de Gadamer, algo así ocurre en Schiller, quien tendería hacia una subjetivización de la estética materializando la teoría formal kantiana, dotándole de contenido; en consecuencia, la referencia a la naturaleza o a la realidad se ve difuminada para dar más peso a la acción del artista, del genio,… a la obra de arte. El arte como modo de plasmar la naturaleza es sustituido por un punto de vista propio, autónomo, dominador. De este modo, los límites de lo que hasta ese momento era considerado bello aparecen transgredidos, pues la única limitación es la impuesta por el artista. Como dice Gadamer, «de la idea primera de una educación a través del arte se acaba pasando a una educación para el arte». Lo estético ya no es un medio sino un fin, un fin al que se ha de llegar desde lo social y lo cultural, y no desde lo que la propia obra de arte pueda ofrecer: hay como una ruptura entre la obra de arte respecto de su mundo. Unión que ya no es necesaria porque quien dictamina si algo es estético o no, no es tanto el propio objeto artístico sino la conciencia estética, el espectador. Una conciencia estética que no está sometida a nada, que posee «un grado cero de determinación», y desde la cual se valora todo lo que puede ser considerado como arte.

Este proceso de depuración o de ruptura con su mundo no es del todo negativo, ya que abstrayendo todo lo que ‘encadena’ a su mundo a la obra de arte nos permite quedarnos con lo que sería la obra de arte ‘pura’: es lo que Gadamer denomina distinción estética, la cual tiene lugar en la vivencia estética. La vivencia estética puede abstraer del objeto artístico todo aquello que le es inherente (referente a su mundo, a su contexto,… y que le dota de significado) pero que no es estrictamente estético. Pero por el mismo motivo, nos permite también considerar todo eso otro que no por no ser estético deja de pertenecer a la obra de arte; no sólo hay en ella un momento puramente estético, sino también e ineludiblemente un momento 'impuro', contextual,… que influye también en el espectador. Esto se ve claro en las obras antiguas, en las que se mantienen elementos del pasado, de épocas anteriores: hay algo antiguo que se actualiza en el presente, hay una dimensión histórica pero que no es valiosa en esa conciencia estética subjetivizante que hemos comentado, pues ella está por encima de estas cosas.

El modo subjetivizante provoca que el arte y el artista sean considerados como un fin en sí mismos. No es extraña en este sentido la consideración del arte como una especie de pseudo-religión de ciertas sociedades románticas, que otorgan al artista poderes cuasi-sacerdotales, como nuevos ‘redentores mundanos’. Nunca en otra época fue tan fácil ser artista, aunque no hay que dejarse engañar: «se había vuelto fácil hacer buena poesía, y por eso era tanto más difícil convertirse en buen poeta». También es cierto que con frecuencia los propios artistas eran más prudentes y sobrios que lo que a los propios observadores les hubiera gustado; si estos no dudaban en endiosarles, aquellos tenían una auténtica tarea consigo mismos para no caer en esos auto-endiosamientos.

Qué duda cabe de que es interesante abstraer del objeto artístico todo aquello que no es eminentemente estético para su valoración estética; pero mal llevado puede desembocar hacia una especie de virtuosismo que raya fácilmente en la afectación. Si queremos prescindir de todo lo extra-estético, hay que prescindir a su vez de todo significado, de toda conceptuación, para dotar a la obra de arte de ‘plena’ significatividad estética. Pero esta significatividad, este carácter de poseer un significado que todavía está por decir, ¿puede reposar en la obra de arte por sí misma, sin estarle dada una referencialidad externa?, ¿puede ser éste un apoyo sólido para la estética? «¿No hay que conceder también al concepto de la ‘vivencia’ estética lo que conviene igualmente a la percepción: que percibe lo verdadero y se refiere así al conocimiento?».

15 de marzo de 2016

La valía de nuestros gobernantes

Acabo de tener la oportunidad de conocer más de cerca a una figura importante del panorama intelectual español de comienzos del siglo XX: me refiero a Américo Castro. Como tantos intelectuales de la época (rápidamente me vienen a la cabeza por serme más familiares las figuras de José Ortega y Gasset y de Eugenio d’Ors), realizó un esfuerzo intenso por culturizar a una sociedad que por aquél entonces estaba muy necesitada en este sentido.

Castro comenzó esta cruzada intelectual desde muy joven. Si bien sus objetos principales de estudio fueron los literarios y los históricos, en estos años jóvenes se dedicó también a la renovación de la enseñanza universitaria en nuestro país, de la mano de García Morente por ejemplo. Pero como no obtuvo los resultados que esperaba, enseguida dio el paso hacia lo que le inquietaba más: la literatura y la historia.

A mi modo de ver, su trabajo se caracteriza por dos aspectos, uno de carácter personal y otro de carácter profesional, a saber: su apasionamiento y su rigurosidad. Si bien ambos elementos pueden ser muy fecundos, no combinados adecuadamente pueden proporcionar unos resultados cuya aceptación no sea compartida por todos. Algo así le ocurrió a él. Su apasionamiento le llevó a realizar afirmaciones un tanto precipitadas, calificadas como dogmáticas incluso, muchas de las cuales él mismo reconoció y fue corrigiendo con el tiempo, aunque ello no le libró de una buena dosis de críticas. 

Lo que sí que se puede afirmar (y es una opinión generalizadamente compartida) es que gracias a él (y a los que estaban con él, como Menéndez Pidal) los estudios sobre nuestra literatura y sobre nuestra historia nunca serán iguales; podríamos decir que a partir de su trabajo estos estudios se profesionalizan, se hacen rigurosamente científicos, sin olvidar los aspectos contextuales en los que se generan. La historia ya no será una mera recopilación de datos, sino que lo que se busca es una auténtica comprensión de dicha historia, de lo que es la identidad española, de lo que somos nosotros mismos en tanto que españoles: como él mismo dice, será una historia acompañada de una teoría de la historia.

Inicialmente comienza dicha cruzada intelectual con un optimismo envidiable. Leer algunos textos suyos al respecto no tiene desperdicio: reflejan sin duda un hombre ilusionado y comprometido con su país, para culturizarlo y dotarle de unas herramientas adecuadas para el buen desarrollo de la tarea investigadora y educativa, todo lo que sin duda repercutiría en un buen desarrollo de su sociedad que sería dirigida por una clase política a la altura de los tiempos.

Ese optimismo de las primeras décadas del siglo XX pronto dejó paso a una decepción y a una desesperanza. Pero lejos de abandonar en su particular cruzada, lo que hizo fue modificar los parámetros de su planteamiento. Se daba cuenta de que entre los españoles había un enfrentamiento radical del que parecía que no se podían evadir, y que él definía como crónico cainismo español. Hasta entonces, en tanto que perteneciente al grupo republicano y liberal pensaba que se encontraba en el ‘bando de los buenos’; pero tras su experiencia durante los años previos a la Guerra Civil, se dio cuenta de una cosa de especial relevancia: que no se trataba tanto de que hubiera ‘malos’ o ‘buenos’ de un partido o de otro, sino que el problema radicaba en el modo de ejercer la política en España. Según palabras textuales suyas, «todo se hace saltar con la dinamita del rencor y de la incapacidad; prefieren que España se acabe a que la salven ‘ellos’».

A nivel personal he de decir que estas palabras no han podido sino recordarme a nuestra más rabiosa actualidad. Me vienen a la cabeza las imágenes que nuestra ‘élite’ política nos ofreció en el reciente debate de investidura. Leyendo a Castro, me preguntaba cuál de nuestros cuatro principales políticos prefería de verdad a España frente a ellos mismos, frente a sus intereses partidistas; o si lo que de verdad les importaba era salvarse ellos, a costa de nuestra querida España.

Me surgían dudas como, por ejemplo, qué se puede esperar de un partido político que no toma las medidas oportunas para la gestión buena y honesta de su propio equipo; o qué se puede esperar de un dirigente que no duda en criticar agresivamente a su adversario político, a veces (por desgracia con frecuencia) con una desvergüenza que raya ya no la mala educación sino la mínima legalidad retórica requerida en un discurso de estas características, acusando e insultando de unas maneras que escandalizarían al más pintado; o qué se puede esperar de una persona que, sin mayor experiencia en el poder, viene con un recetario de lo que España necesita y que, lógicamente, es lo que su partido va a proporcionar; o qué es lo que se puede esperar de alguien que promete lo que todos queremos escuchar, aun a sabiendas de su imposible cumplimiento.

Me encantó la idea de Américo Castro de que la solución no pasa por el color del partido. A mi modo de ver, Castro no quería decirnos que todos los partidos son equivalentes, sino que antes que ponerse a discernir quiénes son los buenos y quiénes los malos, la cuestión es que hay que cambiar de clave. No nos podemos dejar engañar ante quienes nos prometen lo que no se puede prometer, primero porque nos hacen promesas imposibles de alcanzar y segundo porque cuando nos hacen esas promesas imposibles manifiestan más el interés por conseguir el poder que por ejercerlo adecuadamente. Cuando viene un iluminado diciéndonos los malos que son los otros y que son ellos los que tienen los remedios para la maltrecha España, los que tienen la varita mágica para que todos nuestros problemas se solucionen, pues a mí eso me asusta. Cuando viene otro cuyo principal argumento es descalificar al adversario y cuyo programa político es decir aquello que todos queremos escuchar, pues a mí eso también me asusta.

Nuestros queridos candidatos han tenido una oportunidad de oro para demostrar su madurez política, si en vez de mirar hacia otro lado (o hacia sí mismos) de verdad hubiesen estado preocupados por España y por todos nosotros, los españoles. ¿Alguien se ha visto reconocido de verdad en sus discursos? ¿Alguien ha atisbado, siquiera un poco, cierta preocupación auténtica por el devenir de su país? ¿Alguien ha visto en alguno de ellos cierta posibilidad de sacrificar algunos intereses propios en aras del entendimiento y del bien común? ¿Por qué uno no puede reconocer algún acto de valía en el otro, independientemente de que sus ideas políticas sean diversas? ¿Por qué uno no puede mirar de frente al otro, y decirle: vamos a salir de ésta juntos? ¿Dónde estamos?

En fin, querido Américo Castro. Supongo que tendremos que seguir peleando por conseguir una convivencia social y política que esté a la altura de los tiempos. Si hace cien años no lo estaba, creo que podemos seguir afirmando que sigue sin estarlo. Tiempo al tiempo.

8 de marzo de 2016

Desde lo no consciente hacia lo consciente

Caer en la cuenta de todos estos procesos que estamos comentando en esta serie de posts entiendo que es sin duda un paso importante. La mayoría de las familias permanecemos ajenas a ellos; y este hecho —el hecho de ser conscientes— puede derivar fácilmente en una transformación personal importante. A lo mejor no, como también ocurre a menudo, pero a lo mejor sí, que también se da con frecuencia.

Incidamos un poco en esos mensajes no funcionales. Decíamos que en la comunicación no verbal, que suele darse de manera inconsciente, transmitimos principalmente emociones, sentimientos,… transmitimos afectos que por otro lado es lo que principalmente captan los más pequeños. Si nos detenemos en este hecho, nos daremos cuenta de que nuestros pequeños captan principalmente aquello que transmitimos sin darnos cuenta. ¿Qué consecuencias puede conllevar esto?

El principal problema no es que esto sea así, porque de hecho se da, y se da así inevitablemente. El problema adviene cuando ese proceso no es funcional. Si es funcional, todo en orden; pero puede no serlo. Y si no lo es, pueden advenir no pocos problemas.

En primera instancia podemos identificar dos modos o dos circunstancias en que dicho proceso sea no funcional, a saber: una comunicación emocional inmoderada, y una disonancia en el mensaje. a) Por un lado, cuando transmitimos emociones fuertes de forma inmoderada. No es raro que en determinadas circunstancias nos encontremos alterados afectivamente (cansados, irritados,…) y lo pague el primero que se cruce en nuestro camino. Todos nos reconoceremos en situaciones así, y efectivamente lo que hacemos es transmitir lo que sentimos. El problema viene cuando lo hacemos inmoderadamente sobre un niño, en una situación que ni viene a cuento, porque así le creamos una disfuncionalidad al niño que no acaba de comprender lo que le ha ocurrido; como se suele decir, ha recibido un chorreo sin saber muy bien por qué.

b) Por el otro, cuando hay un mensaje incoherente entre lo que transmitimos verbal y no verbalmente, entre lo que decimos y lo que sentimos: esto es, cuando transmitimos un mensaje que no refleja nuestro verdadero estado interior. Esto es más frecuente de lo que pueda parecer. A veces con la boca se dice algo, pero con el cuerpo, con la mirada, con el gesto, con la postura, con la misma entonación… se está diciendo algo muy, muy distinto. Y esto genera un mensaje discordante que confunde al receptor, sin saber muy bien a qué atenerse. El hecho de actuar así es manifestación ya de una disonancia en el emisor; disonancia que se transmite al receptor.

Estos fenómenos se dan en infinidad de ocasiones en la vida cotidiana, y como suele ocurrir a menudo no acabamos de ser conscientes de ellos. Esto es algo que nos sucede a todos. Pero el caso es que este fenómeno influye sobremanera en la época infantil, y dentro de ella en los primeros tres años de vida. Fruto de estos comportamientos nuestros, los caracteres de nuestros hijos, aún por formar, se ven altamente influenciados. Pero ojo, influenciados no sólo negativamente; lo será negativamente cuando el proceso sea no funcional, pero lo será positivamente —y ahí está el reto— cuando la educación sea funcional, que también influye y muy notablemente en los niños.

Me gustaría incidir en que no estamos hablando de grandes trastornos de la personalidad. Por lo normal, somos personas normales, que mejor o peor tratamos de manejarnos en la vida. Pero ello no es óbice para que tengamos nuestras pequeñas taras, aspectos de nuestra personalidad que todos tenemos —manías, prejuicios, pequeñas obsesiones,…—, normalmente sin mayor importancia, pero que mantenidas en el tiempo tienen un efecto distorsionador no sólo para nuestros hijos, sino para nosotros mismos y nuestras relaciones personales. Son rasgos de nuestros carácter (timidez, extroversión, perfeccionismo,…) que no representan una enfermedad clínica, pero que modulan nuestro comportamiento y por ende afecta al de nuestros hijos, como no podía ser de otra manera.

Si digo que no podía ser de otra manera, es por una razón muy sencilla. Nosotros somos como somos, y nos comportamos como somos. Y los que están alrededor conviven con nosotros, que somos como somos. Los comportamientos de los demás miembros del hogar, necesariamente se han de adaptar al nuestro, y viceversa: nosotros nos hemos de adaptar al de ellos. En este juego recíproco, los más pequeños —y por ende los más débiles— son los que más se han de adaptar, pues ellos están configurando su personalidad y la configuran precisamente en esa especie de ‘adaptación al medio’ que es su desarrollo en la familia. Por eso están más a merced de las circunstancias (familiares) que lo podamos estar los adultos, aunque no nos engañemos porque los adultos también estamos sujetos a todo esto.

Aunque he dicho algo que no es del todo cierto: sí que puede ser de otra manera. Me explico: no puede ser de otra manera el hecho de que nuestro carácter afecte a los demás y a nuestros hijos, eso no; lo que sí puede ser de otra manera es el modo en que esto se da. Y, ¿cómo puede ser de otra manera? Pues por algo tan sencillo y tan complicado como esto: cayendo en la cuenta, siendo conscientes de nosotros mismos, de nuestras emociones, de nuestros modos de expresarlas, de nuestros comportamientos, de nuestros gestos,… para con todo ello poder así a la vez darnos cuenta de cómo transmitimos efectivamente a los más pequeños ciertos tipos de conducta ante las que, cuando las vemos reflejadas en ellos, frecuentemente nosotros solemos ser los primeros sorprendidos. “¿Cómo puede ser que mi hijo se comporte así? Si yo nunca le he obligado a comportarse así”. Conscientemente puede ser que sea así, pero en el ámbito de la no consciencia las cosas son mucho más complejas. Y la tarea principal consiste en traer las cosas del ámbito de la no consciencia al de la consciencia, tarea nada fácil por cierto.

1 de marzo de 2016

Las falacias: más que un (mal) argumento

Desde los inicios de la Retórica se han realizado esfuerzos en dos sentidos que, si bien en primera instancia pudieran parecer diversos o incluso opuestos, a la postre resulta que van los dos de la mano para alcanzar un objetivo común, a saber: la correcta argumentación. Estas dos tendencias a que me refiero son los siguientes. Por un lado, el estudio positivo de la buena argumentación, que tiene que ver con aquello que hay que hacer para argumentar apropiadamente, con conocer las normas que rigen la buena argumentación, etc.. Y por el otro, el estudio de lo que hay que evitar, el conocimiento de las maniobras consideradas inadecuadas y de aquello que perjudique la buena argumentación. A esto último es a lo que tradicionalmente se le ha denominado falacia. Así, un argumento falaz sería aquel que no es representativo de la buena argumentación.

No faltan autores que piensan que las falacias no deben estudiarse como tales, que no tiene demasiado sentido dedicarse a ellas en sí mismas, y ello por dos razones principales. La primera, porque consideran que en lo que hay que centrarse es en la buena argumentación, y no ‘perder’ el tiempo en la mala. Y la segunda, porque entienden que los modos de hacer malas argumentaciones son tantos, son tan enormes las posibilidades de hacer argumentos falaces, que no tiene sentido siquiera detenerse en dicha tarea.

Ante estos motivos cabría hacer —a mi modo de ver— sendas objeciones. Al primer motivo, pues bueno, si bien es cierto que hay que enseñar el arte de la buena argumentación (como todo en la vida) tampoco está de más (todo lo contrario) mostrar aquellas ocasiones en que se hace mal, pues eso también nos ayuda a aprender y a mejorar. Y en referencia al segundo motivo, efectivamente es así: por lo general los modos de hacer mal las cosas son mucho más numerosos que los modos de hacerlas bien pero ello, lejos de hacernos desistir del empeño de su estudio, quizá nos debería llevar a plantearlo de otro modo. Y aquí es a dónde quería llegar, pues este otro modo de plantearlo es una vía que, iniciándose en la modernidad, es una de las que se está siguiendo en la actualidad. Y este giro es muy interesante, porque conlleva a su vez un modo diferente de entender la argumentación.

Tradicionalmente se ha considerado falacia como un argumento engañoso, que viola las reglas del buen argumento. Su estudio clásico ha seguido un método que se conoce como escolar; esto es, se han realizado colecciones de tipos específicos de falacias para conocerlas e identificarlas, analizándolas usualmente según parámetros de la lógica, con la finalidad consecuente de prevenirnos para no usarlas y para que no las usen contra nosotros. Se conoce como método escolar porque ha sido el método que tradicionalmente se ha empleado en ámbitos académicos, ámbitos que por su propia índole se encuentran distantes de un contexto real en el que se puedan dar los distintos discursos. Por este motivo, por reducirse su estudio a ámbitos académicos, para su identificación y exposición se tendía a proponer ejemplos exagerados en contextos un tanto irreales, cayendo con frecuencia en cierta caricaturización.

A partir de la época moderna, y sobre todo a finales del siglo pasado todo esto se puso en cuestión, pues cuando se trataba de estudiar los argumentos falaces pronto se vio que el contexto jugaba un papel importante. Las falacias estudiadas así como en una camilla de cirujano tenía sentido en ese ambiente escolar, pero cuando se atendía a la vida cotidiana, a los usos cotidianos (diálogos, discusiones, tertulias,…) se puso de manifiesto la necesidad de atender a variables más allá de la falacia en sí, como por ejemplo a variables referenciales, contextuales, etc. Se podría dar el hecho, por ejemplo, que un argumento dicho en un contexto determinado fuera falaz, y dicho en otro no.

Vista la cuestión desde esta óptica —digamos— más general, más amplia, pronto se apercibió que el concepto de falacia adquiría connotaciones ambiguas a las que había que darle solución. Ya no por el hecho de que lo falaz de la falacia no fuera algo únicamente técnico (retórico) sino que también llevara aparejadas connotaciones éticas o normativas (en el sentido de que un argumento falaz no es éticamente bueno dado que su finalidad es engañar al interlocutor, y por ende, potenciar el mal entendimiento entre los individuos), sino por el hecho de que había que atender al discurso desde elementos más amplios que el propio discurso, provocando como digo que un argumento en principio válido pudiera dejar de serlo si se situaba en otro contexto.

Consecuencia de ello ha sido atender a un objetivo general de la argumentación —o del discurso— más amplio que el mero hacerlo técnicamente bien (que no es poco), como es el actualmente esgrimido por no pocos estudiosos de ‘resolver diferencias de opinión’. Un argumento bueno (o un discurso bueno) sería aquel que contribuye a resolver diferencias de opinión, que contribuye a localizar un punto de encuentro con el otro. Esta afirmación no tiene que ver tanto con la adquisición de una ‘verdad por consenso’ como con el hecho de considerar todos aquellos elementos ajenos al discurso desde el punto de vista técnico y que contribuyen notoriamente al buen o al mal entendimiento. Todo aquello que contribuye al mal entendimiento, que no contribuye a la resolución de una diferencia de opinión, va más allá de las denominadas falacias (consideradas en este sentido como argumentos malos o engañosos) para englobar todos aquellos elementos que, además de los argumentos falaces, nos distancias de esa meta o de ese objetivo final.

Este giro nos permite dar un paso adelante en la Retórica, sin duda, pero también nos complica mucho las cosas dadas las numerosas variables que se incorporan al estudio del buen discurso argumentativo. Me refiero a variables de tipo visual, por ejemplo, o de tipo afectivo, o de tipo cognitivo,… Elementos como un gesto, un chantaje emocional, ideologías imperantes, una creencia social o un prejuicio, ideas que se dan por supuestas o ideas en las que se abunda por considerarlas importantes,… En fin, el abanico de posibilidades que intervienen en que un discurso no esté focalizado a la resolución de diferencias de opinión puede ser inmenso. Pero ahí está el reto.

Aunque hay un reto todavía más interesante, y es el modo en que la Retórica puede ayudarnos (o no) a superar esa tentación de caer en una mera verdad por consenso; o de otra manera, el modo en que la Retórica puede ayudarnos (o no) a ‘decir’ la Metafísica, cuestión puesta entre interrogantes a partir de Kant. ¿Está destinado al ostracismo cualquier intento de decir lo metafísico precisamente por ser metafísico, trascendente? ¿O acaso la Retórica nos permite abordar otro tipo de ‘decir’ más allá del lógico-científico, que nos posibilite abordar cuestiones trans-físicas? Kant negó la posibilidad de decir científicamente (según el concepto de ciencia vigente en su época) la Metafísica, y realizó no pocos esfuerzos para acceder a ella desde otras claves, como pueden ser la ética (la libertad humana como llave) o la estética (como acceso diverso a la realidad). ¿Podemos apoyarnos en la propuesta kantiana para aventurar un acceso retórico a la metafísica? No faltan autores que responden afirmativamente a esta cuestión, aunque no faltan tampoco los que lo hacen negativamente.