26 de marzo de 2019

La historia y la vida: asunto de futuribles

En un par de posts anteriores hablaba de la visión de la historia que tiene Gustavo Bueno; hablaba de quiénes eran aquellos que podemos considerar sus protagonistas (éste), así como del peso que puede tener en el discurso histórico el hecho de articularse mediante relatos (éste). Quería matizar un aspecto en referencia a la primera cuestión. Cuando hablaba de que los protagonistas de la historia eran aquellos que dependían de alguna manera de unos hilos que manejaban sus vidas, de modo que éstas no dependían estrictamente de ellos, evidentemente esto no tiene nada que ver ni con el determinismo histórico ni con el fatalismo, sino con el hecho de que, por el hecho de haber adquirido ciertos compromisos y las obligaciones subsecuentes, uno ya no es dueño de su agenda, sino que su día a día depende de ella. Cuando uno se debe a su agenda no quiere decir que no tenga capacidad de decisión, sino que las líneas en que puede ejercitar dicha capacidad están delimitadas por sus compromisos y sus obligaciones; ya no se puede hacer lo que se quiera, sino que lo que se quiera se debe hacer en el ámbito resultante de su compromiso social e histórico. Cuanto mayor sea ese compromiso social por el cargo que se ostente o la ocupación que se desempeñe, menos margen tendremos para gestionar nuestra capacidad de decisión, por decirlo así.

Que ello no es un determinismo se puede apreciar en el hecho de que, aun cuando perteneciendo a un determinado hilo de la historia, uno tiene cierta capacidad de maniobra; ante un determinado cargo, no todos lo ejercen del mismo modo, estando todos por igual a merced de las exigencias del mismo. Esto tiene que ver con lo que Bueno denomina futuribles. En un hilo de la historia, y ante una encrucijada, caben distintas alternativas, pero no cualquier cosa; esas alternativas ‘viables’ son las que Bueno denomina futuribles. Pues bien, cada individuo optará por unos futuribles o por otros, y así cada individuo desempeñará a su manera el puesto al que está adscrito; y según qué individuo desempeñe ese puesto el decurso histórico será distinto; no es irrelevante, pues, lo que uno haga, y ello en la medida en que más apreciable sea su responsabilidad.

Estos hilos son como líneas que, si por un lado se caracterizan por cierta tensión que nos atrapa —como digo—, y nos dejan cierta holgura en la decisión, su decurso depende precisamente de las decisiones que tome la persona que en ese momento concreto está desempeñando dicha función. Y así es cómo, poco a poco, se va construyendo la Historia. «La confrontación de los cursos efectivos de la Historia con los cursos futuribles, a partir de puntos de bifurcación, o de sujetos singulares insustituibles, es una tarea imprescindible en el proceso de construcción de una historia causal racional». Este futurible no debe identificarse con una mera contingencia o arbitrariedad, sino que sus posibilidades de desarrollo dependen de la situación en que dicho futurible se sitúa, así como de sus posibles vías de desarrollo. No se puede hacer lo que se quiera en cualquier situación, sino que las capacidades de decisión se encuentran delimitadas por unas barreras que le dotan de cierta holgura.

Los hilos de la historia devienen, no pueden no devenir. Porque el hombre y la sociedad, no es que ‘tengan’ historia, sino que son intrínsecamente históricos, que es distinto. No podemos no devenir, no podemos dejar de hacer cosas… Hasta quedarse sin hacer nada es tomar una iniciativa: la de la inacción… porque la historia sigue pasando. De este modo, ante cada situación, ante cada encrucijada, quien esté en disposición de ello hará que dicho hilo devenga en un sentido o en otro, de él dependerá; pero dicho hilo ‘tiene que’ devenir, sea en el sentido que sea. En qué sentido sea —como digo— dependerá de la persona que corresponda.

«La intervención del sujeto singular no introduce, por tanto, contingencia en el despliegue objetivo, sino que, simplemente, determina su curso en una dirección diferente a la que se hubiera seguido si otros sujetos hubieran intervenido».

De este modo las decisiones personales del individuo históricamente relevante se dan en el seno de esas corrientes o flujos sociales y públicos; e independientemente de la mayor o menor arbitrariedad de dichas decisiones, aparecen enmarcadas en el devenir de la historia donde alcanzan una comprensibilidad racional, ya que toda decisión históricamente relevante (por muy arbitraria que sea) se corresponde con algunas de las posibilidades que la situación que está viviendo le brinda.

Si nos fijamos, esto es algo que puede ser extendido a nuestras propias vidas personales, biográficas. Ante las situaciones que inopinadamente nos va brindando la vida, tampoco nosotros, a nivel personal, podemos hacer lo que buenamente se nos antoje, sino que nos debemos a nuestros roles adquiridos o responsabilidades asumidas. Y esto no debe suponer sentirnos constreñidos, o no debería: supongo que cada uno asume en este sentido las responsabilidades que estima oportuno, a sabiendas que todos debemos mantener ese equilibrio entre nuestro interés personal y nuestro compromiso cívico, sea del tipo que sea. Cuando esto se viva con armonía, observaremos cómo nuestras vidas no discurrirán por torrentes estrechos sino por ríos de cauces holgados, de modo que no podremos ‘navegar’ por cualquier sitio sino únicamente por los que nos permita ese cauce de anchos márgenes; porque en ese cauce podremos adoptar distintas decisiones, en un menor o mayor espectro de amplitud. Supongo que ahí también entrará nuestra pericia.

20 de marzo de 2019

La vida, ¿cuestión de biología o de tecnología… o de filosofía?

Si uno se plantea qué es la vida, de forma instantánea nos viene a la cabeza asociarlo a los seres vivos, como es evidente: por eso les denominamos vivos. Pero a la hora de definir qué es eso de la vida, la cosa se complica, y mucho. Podemos enfocar dicha definición desde una perspectiva biológica, pero también desde una física, o ética, o existencial, o espiritual, o social, o histórica, o tecnológica… Por su parte, también puede ser enfocada desde distintos problemas: imitar la vida artificialmente, insertar elementos genéticos en seres pre-existentes, o efectivamente originar (artificialmente) a la vida. Son cuestiones diferentes.

Cuando nos acercamos a ello desde el ámbito tecnológico, se puede acceder a una perspectiva en la que la diferencia entre lo vivo y lo inerte no está tan clara. De hecho, es común que distintos caracteres asociados a lo que cotidianamente entendemos como entes vivos, puedan ser adscritos a entidades que no suelen ser consideradas vivientes, sino más bien propias del ámbito tecnológico. Por ejemplo, hoy en día hay robots capaces de sintetizar energía, así como de reaccionar adecuadamente según los estímulos que reciben de su entorno gracias a sus eficientes sensores. Lo que de momento no pueden hacer todavía estos robots es reproducirse. Los robots pueden nutrirse y relacionarse con su entorno, pero (de momento) no pueden reproducirse. Quizá pueda ser esta la piedra de toque que distinga lo vivo de lo inerte. Pero tampoco es tan sencillo. Algunos científicos definen a los seres vivos como aquellos seres que pueden multiplicarse con herencia y variación, aunque para otros no acaba de ser una definición estricta por amplia ya que —en su opinión— los ácidos nucleicos serían seres vivos pues poseen esas capacidades de herencia y variación. Quizá sería más adecuado hablar de seres capaces de reproducirse y metabolizar, cajón en el que los ácidos nucleicos aislados ya no caben.

Si tomamos lo biológico desde abajo, es decir, desde sus manifestaciones más simples, la cosa tampoco está clara. En principio, todos los seres vivos cuentan con cadenas de ADN y ARN, macromoléculas con capacidad de reproducción. Tal y como nos explica el profesor Alfonseca en su libro sobre la evolución que acaba de publicar, hay unas macromoléculas sencillas de ARN, los viroides, que tienen capacidad de reproducirse, pero no aislada sino parasitariamente, alojadas en otras células. Éste es un motivo suficiente para que algunos científicos no consideren a las viroides como seres vivos. Por su parte, también estaría por ver si todo lo relacionado con la vida necesariamente está formado a base de carbono y agua, pues igual hay vida en otros planetas que no se fundamente en ellos.

Todo esto nos lleva a la consideración de que, si comúnmente podemos tener clara la idea de qué es la vida, «la verdad es que, a estas alturas, y en la frontera, no tenemos muy claro qué está vivo y qué no», nos dice Alfonseca.

Uno de los grandes problemas que planea el origen de la vida es la circularidad. Por un lado, una célula puede ser considerada como una fábrica química dirigida por proteínas; por otro, la síntesis de las proteínas depende de los ácidos nucleicos. ¿Qué fueron antes: las proteínas que dirigen a las células, o los ácidos nucleicos que dirigen a las proteínas? Antes este dilema, hubo muchas discusiones. Hubo una alternativa muy seria estableciendo como momento clave el ARN ribosómico, aunque algunos no se sumaron a dicha alternativa. Los estudios sobre génesis y construcciones de moléculas y nucleótidos de ADN se han multiplicado desde la segunda década del siglo XX. En 2003 se fabricó el primer ADN artificial, de un virus. Poco antes se sintetizó un ARN también vírico. Se implantaron moléculas de ADN en algunos individuos, para ver las consecuencias. Ahora bien: tras todos estos avances, que han sido enormes, nunca se ha logrado sintetizar seres vivos desde cero; siempre se ha partido de células pre-existentes. «Para poder decir que se ha fabricado vida, sería necesario diseñar ADN sintético e introducirlo en una membrana artificial, consiguiendo que se reproduzca. Hasta que no se consiga esto, el problema de la síntesis de vida en el laboratorio no se habrá resuelto».

¿A dónde quiero llegar con todo esto? Pues que quizá por todo este embrollo, sería oportuno plantearse filosóficamente que se entiende por vida. Puede ser que esta afirmación despierte suspicacias, pero quizá despierte más suspicacias presuponer que la vida es un asunto estrictamente científico. ¿Lo es? Hoy por hoy, es evidente que la vida surgió en un momento de la historia de nuestro planeta. Es probable que sólo ocurriera en una única ocasión, en unas condiciones muy determinadas y específicas, que difícilmente podrían volver a repetirse. Es, por tanto, prácticamente imposible volver a reproducir aquellas condiciones. ¿Debe considerarse el origen de la vida como un hecho científico, si no puede ser reproducible? Sabido es que hace unas décadas hubo amagos de generar vida combinando ciertas sustancias en un medio adecuado, con energía eléctrica. Y, a pesar de aquellos esperanzadores resultados, hoy por hoy han resultado infructuosos. ¿Qué consecuencia cabe extraer de todo ello? Quizá que el origen de la vida, hasta donde yo sé, sea un problema insoluble. Incluso podría ser que generásemos vida sintéticamente, pero ello no quiere decir que podamos saber cómo se originó la vida en su día. Son dos problemas distintos, porque nunca podremos tener la evidencia de que las condiciones de nuestro laboratorio sean las mismas que se dieron entonces en la naturaleza. Por lo general, en torno a la vida podemos establecer dos grandes líneas de problemas: una, que tiene que ver con las condiciones que se han de dar para que pueda aparecer la vida en un entorno en el que antes no existía; y la otra, con las condiciones para que la vida, una vez haya comenzado a existir, pueda seguir existiendo.

Por lo general, la mayor parte de las investigaciones giran en torno al segundo problema; sobre el primero, con permiso de los experimentos de Miller que hemos comentado, se reducen a ciertas generalidades sobre la presencia de ciertas sustancias, y poco más. El caso es que se sabe muy poco. Seguramente, para el origen de la vida se debieron dar unas circunstancias muy estrictas, independientemente de que, una vez creada, tuviera una capacidad de adaptación sencillamente espectacular, posibilitando su propia existencia.

12 de marzo de 2019

Balbucear no es cosa sólo de niños

Una de las maravillas del funcionamiento de nuestro cerebro es el sencillo hecho de recordar algo, de recuperar un sencillo recuerdo de nuestra memoria. ¿Qué ocurre cuando queremos recordar algo que hemos hecho anteriormente? Pensemos en cualquier cosa, la más nimia: que hemos bebido un vaso de agua. A poco que nos fijemos, nos daremos cuenta de que, seguramente, hemos hecho esa acción —digamos— mecánicamente, sin pensar en ella. La hemos hecho, y ya está; nos hemos acercado a la nevera, hemos llenado un vaso con agua, nos lo hemos bebido, y ya está. Seguramente hemos hecho esa acción pensando en otra cosa, en lo que hemos de hacer después, cuando salgamos de casa, y no hemos hecho todos esos movimientos conscientemente. Pero, cuando la recordamos un rato después, cuando la pensamos, ese mismo hecho aparece configurado verbalmente, recubierto de palabras. El recuerdo supone así una transformación, un tránsito desde un acto eminentemente experiencial a un acto pensado, expresado o expresable mediante palabras. A nivel cerebral, este tránsito es espectacular, pues nuestro cerebro no almacena los recuerdos verbalmente, sino experiencialmente, conductualmente. Algo que hemos hecho o que ha sucedido en nuestro entorno, no aparece primariamente almacenado sino como una conjugación de combinaciones neurales, y así se guardan en nuestro cerebro, bien mediante nuestro aprendizaje perceptivo, estímulo-respuesta o motor. Y está ahí, en nuestra memoria, la cual es primariamente de carácter experiencial, de procesos vividos. Sólo cuando queremos recuperar dicho recuerdo, aparece su expresión verbal; sólo cuando lo queremos decir o comunicar (a nosotros mismos o a otros) revestimos de palabras esa experiencia no verbal.

¡Cuántas veces hemos dudado de qué palabras elegir para comunicar una experiencia! A menudo no hemos encontrado la palabra adecuada, no sabíamos cómo decirlo… Una situación similar es la que acontece en nuestra etapa infantil, cuando estamos aprendiendo a hablar. «Balbucea el niño y balbucea también el que expresarse no sabe, y el que no acierta a hablar», dice Rof Carballo. El que balbucea sabe muy bien que quiere decir algo, e incluso lo que quiere decir, pero ello a la vez permanece como velado, asoma un poco allá a lo lejos, solo podemos vislumbrarlo de modo incierto. Cuando dudamos en este proceso, cuando no sabemos qué palabra emplear, ¿no balbuceamos como hacen los niños?

Cualquiera que quiera escribir bien, o comunicar bien, sabe que su tarea es un balbuceo. Y, a menudo, no sabemos muy bien por qué hemos elegido definitivamente una palabra y no otra; seguramente entran en la decisión determinaciones que van más allá del significado ‘de diccionario’ de dicha palabra; entran en juego determinaciones no conscientes, seguramente aquellas mediante las cuales tratamos de dar con su sentido originario, con todo aquello olvidado pero que estaba presente en el balbuceo primordial en el que las palabras comenzaron a crearse.

En el balbuceo, el niño tiene ante sí todo un mundo de experiencias entretejidas que dotan a su existencia de una continuidad temporal y espacial, desde sí mismo con el mundo. En su inseguridad se encierra una riqueza viva, una experiencia presente. El lenguaje articulado nos ofrece seguridad, pero precisamente por eso no deja de ser una reducción del mundo, una esquematización. La palabra ¿bien definida? supone cierta violencia, es normativa; nos ofrece seguridad, pero delimita bien los objetos, recluye la realidad en su esquematismo conceptual, «gracias a ella los objetos del mundo exterior se vuelven más objetos, trozos de existencia bien delimitados, con contornos precisos». Antes que para comunicarnos con otro, la palabra sirve para dejar de tener miedo.

Por ello la palabra supone un tijeretazo a la riqueza y viveza del mundo infantil el cual, a diferencia del mundo del adulto, se caracteriza por su continuidad, en el seno de la cual la diferencia entre sujeto y objeto está difuminada. Pero el caso es que ese mundo experiencial subyace también en el adulto, solo que está olvidado, remendado, sustituido por el mundo de las palabras. Por mucho empeño que pongamos en que nuestras frases expresen esa dimensión originaria, siempre son insuficientes; digamos lo que digamos, aquello que queremos decir siempre es más, siempre queda como un trasfondo que sí, podemos abarcarlo de un golpe con la mirada, pero que al decirlo se nos escurre rodeado de cierto halo de misterio.

Por este motivo todo hombre adulto ha de tener algo de poeta, para poder recuperar ese mundo olvidado en nuestra infancia, por ser demasiado adultos. Al tomarnos demasiado en serio, hemos reducido el mundo y su experiencia a etiquetas y categorías, para desenvolvernos en una vida que a la postre resulta empobrecida. Hemos perdido una mínima sensibilidad que nos permita ver en cada palabra cierta tensión hacia lo que ella no puede decir pero que permanece oculto debajo de ella. Eugenio d’Ors decía que las palabras son como antenas que nos ayudan a percibir mundos olvidados, cuando somos conscientes de que en una palabra es más relevante lo que se deja sin decir que lo que dice, como también decía María Zambrano. Lo único que nos queda de esos mundos olvidados, muy presentes en el balbuceo infantil, son los rescoldos temblorosos en nuestros cristales bien tallados que son las palabras del adulto. Bajo estos témpanos aislados y yuxtapuestos hay un mundo que no acertamos a ver, un mundo sobre el cual navegan y en el cual, algún día remoto, nacieron. Un mundo que se nos antoja remoto más allá de ‘toda ciencia’, como dice san Juan de la Cruz en su experiencia contemplativa, ante la cual él mismo confiesa que se quedó ‘balbuciendo’. Sólo cuando aprendamos a balbucear de nuevo habremos comenzado a atisbar siquiera la riqueza que allí se esconde, sólo cuando aprendamos de nuevo el sentido de las palabras.

5 de marzo de 2019

Desde la preestructura heideggeriana de la comprensión

Con este post comenzamos el segundo apartado en que estaba dividida la segunda gran parte de este libro. Recordemos que, si bien la primera parte estaba dedicada a la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte, esta segunda la dedicaba Gadamer a la extensión de esta verdad analizada desde la experiencia artística, a la comprensión de las ciencias del espíritu. Para ello, una vez expuestos unos preliminares históricos en el primer apartado (la filosofía romántica, Dilthey, y Heidegger principalmente, también Yorck), pasa ya a fundamentar una teoría de la experiencia hermenéutica como tal en este segundo. Recordemos que aún quedará una gran tercera parte que Gadamer la dedica al lenguaje y a su relevancia ontológica en el ámbito hermenéutico.

Nuestro autor comienza distanciándose de la postura heideggeriana, en el sentido de que —según Gadamer— Heidegger se centra en la hermenéutica y crítica histórica para fundamentar la preestructura de la comprensión, pero desde un punto de vista fundamentalmente ontológico, cuando en lo que Gadamer insiste es en el carácter histórico de esa comprensión, en la historicidad de la comprensión. Sí, Heidegger alude al carácter tempóreo del ser, pero a su juicio desplaza más el peso hacia el ser que hacia su carácter tempóreo.

Sin embargo, desplazar el peso hacia este carácter tempóreo e histórico del fenómeno de la comprensión no deja de presentar algún problema. El más importante quizá sea que este carácter histórico de la comprensión pueda dar lugar a un círculo que fácilmente podría ser caracterizado de ‘vicioso’. Si todo queda en un mero devenir histórico, ¿qué nos puede asegurar que no estamos dando vueltas siempre a comprensiones incorrectas? Para nuestro autor no necesariamente tiene que ser así, ya que puede pertenecer al uso normal de la comprensión su corrección y depuración de adaptaciones inadecuadas, correcciones y adaptaciones que se dan de modo evidente a lo largo del decurso temporal. El círculo no necesariamente es un círculo vicioso en la medida en que es característico de la hermenéutica este proceso correctivo y depurador, y que va dirigido hacia un comprender cada vez más originario.

La cuestión estriba en cómo saber que efectivamente se avanza hacia ese sentido más originario. Y aquí Gadamer realiza unas reflexiones interesantes, recogiendo el testigo dejado por Heidegger, pues lo importante no es tanto manifestar que nos encontramos ante un proceso circular como destacar el carácter positivo de esa circularidad. El círculo hermenéutico no está ausente de cierto carácter circular, pero esta circularidad no está cerrada en sí misma de modo vicioso, sino que está abierta a algo que la trasciende, de modo ‘virtuoso’, podríamos decir. Ahora bien, para garantizar esta positividad ontológica, este carácter progresivo, hay que esquivar dos enemigos poderosos, a saber: el de las meras ocurrencias y el de las ideas populares que se encuentren en boga en una determinada época.

Esto de las meras ocurrencias posee una dimensión mucho más profunda de la que en primera instancia pudiéramos imaginar. No sólo se refiere a aquello que primeramente nos viene a la cabeza en un determinado momento, sino sobre todo a aquellos hábitos de pensamiento que poseemos y que ya nos pre-dirigen a la comprensión de un determinado texto en el sentido que esos hábitos nos determinan.

Es inevitable que todos proyectemos ya ciertas intenciones o pre-comprensiones ante un texto: no podemos sino leer el texto a la luz de determinadas expectativas que ya poseemos de modo más o menos consciente, base desde las cuales efectivamente realizamos nuestra comprensión. Lo destacable aquí es el hecho de ser consciente de esta situación nuestra. Porque será este ‘ser consciente’ el que nos permita ir identificando nuestras expectativas previas para ir corrigiéndolas si así fuera preciso (y que usualmente suele serlo). A menudo ocurre que comprendemos cosas que se refieren a nuestras expectativas, y no tanto que se refieren a las cosas mismas. «Elaborar los proyectos correctos y adecuados a las cosas, que como proyectos son anticipaciones que deben confirmarse ‘en las cosas’, tal es la tarea constante de la comprensión». La comprensión comienza de modo auténtico cuando estas opiniones previas no son meramente arbitrarias, sino cuando ya las hemos comenzado a acrisolar. Y ésta es la primera tarea de todo aquel que intente comprender: examinar sus propias opiniones previas y ver si son legítimas o infundadas. Si ante un texto introducimos acríticamente nuestros modos de pensar y nuestros hábitos cognitivos, difícilmente alcanzaremos el texto; probablemente lo que haremos sea escucharnos a nosotros mismos.

Y esta es la tarea: no escucharnos a nosotros mismos sino al autor, verdadera tarea que supone auto-analizarnos constantemente para no poner en boca del autor aquello que nosotros pensamos, aquello que nosotros decimos que dice. ¿Cómo traer a la consciencia todo ese bagaje de comprensiones previas que por lo común nos suelen pasar inadvertidas? Agudamente, Gadamer nos hace saber que una comprensión inadecuada de un texto (a causa de nuestros errores de precomprensión) no puede por lo general mantenerse demasiado tiempo si continuamos ‘enfrentándonos’ al texto, porque llevaría probablemente a perder el sentido del conjunto. En la medida en que estamos frente al texto durante más tiempo y más intensamente, más le damos oportunidad al texto para que nos diga lo que nos tiene que decir, más fuerza va cobrando el propio texto, en detrimento de lo que nosotros ‘ponemos’. Cuanto más tiempo estemos ante el texto, más en evidencia se pondrán nuestras comprensiones previas porque chocarán inevitablemente con el mismo texto. Ahora bien, este proceso no es fácil; por ejemplo, esta pérdida se ofrecerá más fácilmente a aquél que esté abierto a ‘dejarse decir’ por el texto, a aquel que ofrezca menos resistencia a modificar sus expectativas, a modificar su forma de pensar (o cuanto menos a no pretender decididamente decir al autor lo que piensa). Me parece fantástica esta expresión: ‘dejarse decir’.

O sea: es precisa una actitud de apertura, un ‘estar abierto’ a las opiniones del autor. Porque hay que ser conscientes de que no todo lo opinable por parte del lector ‘cabe’ en el texto, no se puede ‘pasar de largo’ por todo lo que dice el autor; incluso en ese caso, las expectativas del lector se verán defraudadas ya que no podrán sostenerse en el discurso del autor (pues a la postre no era lo que él quería decir). Es por ello que cabe hablar de cierta objetividad en la tarea hermenéutica, ya que en ella no todo vale, en ella no podemos olvidarnos del autor para escucharnos únicamente a nosotros mismos en su texto; al final, el texto y lo que con él quiera decirnos el autor se nos impondrá, a no ser que cerremos obstinadamente nuestro entendimiento. Si no del todo, seguramente en gran medida.

El espíritu de apertura, pues, es fundamental, siempre desde la consciencia de que la neutralidad pura no es factible, de que no podemos anularnos a nosotros mismos, sino a lo sumo identificar nuestras anticipaciones. Sólo entonces podremos dialogar auténticamente con el texto, en el seno de nuestra finitud e ‘impureza’ hermenéutica. «Una comprensión llevada a cabo desde una conciencia metódica intentará siempre no llevar a término directamente sus anticipaciones sino más bien hacerlas conscientes para poder controlarlas y ganar así una comprensión correcta desde las cosas mismas».

Esta tarea de descentramiento a menudo es mal comprendida, pues parece que uno tenga que dejar de pensar sus convicciones para aprender a pensar como el otro, pero no es esta la idea. De lo que se trata es de intentar poner entre paréntesis todo aquello que nos impida una verdadera comprensión del texto desde sí mismo. Esto ocurre sobre todo en nuestra postura ante la tradición, ante la cual es común poseer ciertos prejuicios cuya no identificación nos hace sordos a lo positivo que ella nos puede aportar (Heidegger). Y sólo poniendo de manifiesto el papel de los prejuicios en todo proceso 
comprensivo se alcanza el problema hermenéutico en toda su radicalidad.

Esto es algo que ocurre palmariamente en el pensamiento ilustrado. De hecho, es en esta época cuando el concepto de prejuicio alcanza el matiz peyorativo que hoy en día prevalece. Gadamer se plantea por qué no puede haber prejuicios positivos, que ayuden a realizar una comprensión adecuada. Evidentemente no es ésta la acepción común, más cercana a la de ‘juicio no fundamentando racionalmente’; desde la ilustración se acepta que únicamente el juicio metodológicamente fundamentado es digno de tal consideración. Tanto es así que parece que no quepa otro tipo de juicio válido que aquel que no haya sido fundamentado racionalmente; de ahí el matiz negativo de todo otro tipo de juicio. Pero no tiene por qué ser así. ¿O sí?