8 de octubre de 2019

El giro a la conciencia hermenéutica

Aunque cada vez va siendo más común desembarazarse de una visión naturalista de las ciencias del espíritu, no dejan de haber resquicios que todavía están llamados a ser superados. Uno de ellos es su enfoque teleológico, al modo en que se percibe el progreso del método científico de las ciencias naturales (aunque no todos los filósofos de la ciencia estarían de acuerdo con ello); si bien es cierto que, frente a tal enfoque, la conciencia hermenéutica auto-reflexiva está ‘tomando fuerza’. Para dicha tarea es preciso que dicha conciencia hermenéutica tenga claro cuál es su propia excelencia, en qué consiste el producto de su propio buen hacer.

Según Gadamer, ello pasa por la recuperación del estatuto de lo clásico frente a la revolución ilustrada, estatuto de lo clásico cuyo carácter normativo nunca llegó a desaparecer por completo. ¿Y ello por qué? Pues porque lo clásico es una verdadera categoría histórica (más que un estilo perteneciente a una determinada época), y se erige así, más que en una cualidad artística, en un momento verdadero del ser histórico, un momento que está llamado a ser ‘interpretado renovadamente’ en cada momento posterior. Esta categoría es fundamental en el pensamiento gadameriano: la de interpretación renovada, que no mera repetición. Pese al prejuicio sobre lo clásico que sigue existiendo en gran medida, hay que decir que lo clásico no deja de ser una realidad histórica a la que está sometida en mayor o menor medida una conciencia histórica actual, precisamente desde el momento en que ha permanecido durante todas las épocas superando así a toda la gama de vaivenes estilísticos más efímeros, manifestantes de gustos parciales y cambiantes. Es esa conciencia de ‘algo que permanece’ lo que nos lleva a denominar clásico a lo clásico, y si es clásico es porque ha permanecido, y si ha permanecido es porque en todo presente puede ser actualizado significativamente a pesar de su distancia en el tiempo. Que puede ser actualizado, no que tenga que ser repetido —como digo—.

El carácter canónico de lo clásico no es algo externo que se le haya impuesto arbitrariamente, sino que le pertenece intrínsecamente por su propio carácter verdadero y, en esa medida, se le ha reconocido en las distintas épocas y culturas. Reconocimiento que ha sido mayor, sin duda, en aquellas épocas de cierta decadencia o de poca consistencia propiamente histórica.

En este sentido, lo clásico se hace susceptible de expandirse universalmente, y de ser actualizado intemporalmente. Es este carácter el que dota de cierta unidad al propio proceso histórico, y le dota a su vez de ese aspecto de telos en tanto que la unidad en devenir histórico parece que apunta hacia algo, hacia un fin. Esa presencia intemporal brota de sí misma, de todo lo que lo clásico puede aportar; y que a pesar de haber desaparecido temporalmente todavía pervive porque todavía ‘tiene algo que decir’, y que requiere ser interpretado; todavía puede decir algo a cada presente, todavía tiene algo que decirle.    Así se puede comprender esta paradójica afirmación de Gadamer: «en este sentido lo que es clásico es sin duda ‘intemporal’, pero esta intemporalidad es un modo del ser histórico».

Ahora bien: ¿en qué consiste esta comprensión de lo clásico desde el presente, en una mera reconstrucción del pasado, de su contexto histórico-social, etc.? No, sin duda. Porque nuestra comprensión comprenderá a su vez la conciencia de nuestra pertenencia a su legado histórico y de alguna manera a su mundo, lo que afecta sin duda a nuestra comprensión de su legado. Lo clásico puede decirnos algo porque no hay un salto insalvable sino una línea de continuidad que subyace a las diversas culturas y tradiciones y que posibilita su conocimiento y comprensión.

Y la cuestión es: ¿podemos realizar una comprensión ya no de lo clásico, sino incluso de nosotros mismos, sin esa presencia de lo clásico en nuestra tradición?, ¿es algo que podamos soslayar con más o menos facilidad? Quizá lo clásico está presente en todo momento operante de la conciencia histórica, por mucho que se quiera hacer una crítica eminentemente racional. ¿Puede la razón superar dicha situación? Para Gadamer la respuesta es clara: «El comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición, en el que el pasado y el presente se hallan en continua mediación». El comprender pasa por un ‘desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición’; un acontecer al que uno mismo pertenece y que no puede eludir, ni del que puede evadirse. El giro hermenéutico que está proponiendo Gadamer aquí es radical: es la superación de una visión de la hermenéutica reducidamente metodológica, para convertirse en una auténtica conciencia hermenéutica.

1 de octubre de 2019

La génesis del lenguaje, según los trabajos de Premack con Sarah

La cuestión de las diferencias entre las personas humanas y los simios superiores sigue siendo materia de discusión entre los etólogos y los pensadores. Algunos autores establecen las diferencias o las similitudes atendiendo a un enfoque global de las conductas o del comportamiento de los individuos; es decir, desde la consideración holística de las posibilidades cognitivas, motoras, comunicativas, lingüísticas… No es raro encontrar listados en los que se relacionen las características que debería reunir un individuo en cada uno de esos ámbitos para ser considerado humano, ya que se supone que los humanos recogemos todas esas características en nuestros respectivos comportamientos.

Un ámbito especialmente estudiado por los etólogos es el de la comunicación (con el permiso de Clever Hans). Es aceptado que todas las especies se comunican de alguna manera; cosa muy distinta es que dicha comunicación se pueda calificar como lingüística. Aunque, para poder responder a dicha cuestión, antes se debería aclarar cuándo podemos afirmar que una determinada comunicación es lingüística o no lo es; es decir, cuándo estamos comunicándonos mediante un lenguaje o no. Para ello se estableció qué rasgos debería presentar un lenguaje para ser considerado como tal, atendiendo al uso que de él hacíamos las personas. Aunque no es éste el asunto en el que me quiero detener, simplemente comentar que, en la década de los 60, esta cuestión estaba muy en boga, circulando una lista de hasta dieciséis rasgos que eran poseídos comúnmente por cualquier lenguaje, planteándose la cuestión de hasta qué punto podían ser también imputados a las especies animales. Inicialmente, se consideraba que los rasgos de esta lista eran específicamente humanos, es decir, que dichos rasgos pertenecían a los usos lingüísticos tal y como se daban en los humanos, de modo que, en principio, no eran compartidos por ninguna otra especie. Pero no todos los etólogos estaban de acuerdo en esto; de hecho, con el tiempo las nuevas investigaciones les fueron dando parcialmente la razón, pero no totalmente.

Según Premack, etólogo que trabajaba con Sarah, ésta logró hacerse con varios de los rasgos característicos del lenguaje humano, y que hasta la fecha nunca se habían podido observar en un animal; por ejemplo, el carácter semántico, la suplencia de términos, transferencia (asociar objetos a una categoría que no habían sido aprendidos antes…), en fin, una serie de aprendizajes ciertamente sorprendente. Pero esto no le era suficiente a Premack, y propuso una teoría interesante. Este etólogo se daba cuenta de que Sarah no fabricaba sus propias palabras, sino que, tan sólo (¡tan sólo!) empleaba las que se le facilitaban y se le enseñaban; aunque, si bien, no podía fabricar palabras, sí que podía fabricar frases nuevas con las palabras facilitadas, eligiendo y ordenando las palabras según lo que se le preguntara. Y esto le llevó a plantearse la relación entre las posibilidades lingüísticas de un individuo y sus facultades cognitivas ya preexistentes. Premack afirmaba que «un aprendizaje lingüístico permite que procesos cognoscitivos y perceptivos preexistentes se expresen»; de este modo, si el animal —Sarah en ese caso— no poseyese ya ‘algo’ que decir, por mucho que se le enseñara un lenguaje, pues no tendría nada que decir. «Los primates difieren del hombre, parece ser, no en que no posean representaciones internas, sino en que no poseen un sistema que les permita objetivar sus representaciones internas», afirmó literalmente en su ensayo “On animal intelligence”.

En su opinión, no se trataba de que los primates no tuvieran representaciones internas sino de que, al no poseer ni un sistema fonológico ni un código gestual adecuados, no podían exteriorizar o expresar dichas representaciones. Pero esta carencia revertía sobre aquello: el no tener ese sistema de exteriorización de sus representaciones internas, propiciaba que tenían muy pocas posibilidades para manipular o para gestionar los elementos propios de un sistema tal (que era el que el adiestrador le enseñaba). Consecuentemente, no podían operar con los elementos del sistema de expresión por carecer de ese sistema de expresión desarrollado. Pero, entonces, ¿en base a qué Sarah era capaz de construir frases? Premack pensó que, el hecho de que Sarah ordenara y reordenara los términos para formular una frase, no indicaba primariamente que ello tuviera una repercusión directa en la manipulación de sus representaciones internas; es decir, que quizá Sarah formulaba sus frases más o menos mecánicamente, pero que no por ello había que afirmar que dichas frases tenían que ver con expresiones de las distintas representaciones internas que pudiera tener, como es el caso humano; aunque tampoco la excluía.

A juicio de Premack, Sarah no poseía capacidad fonológica para el lenguaje, pero sí que poseía capacidad semántica; lo que estaba en duda era si poseía la capacidad sintáctica. Pero surge rápidamente una pregunta: ¿hasta qué punto se puede tener una representación semántica del mundo sin un lenguaje sintácticamente estructurado y sin posibilidad fisiológica de poder articularlo fónicamente? ¿Qué relación hay entre estas tres dimensiones? ¿Hasta qué punto se puede pensar sin una herramienta lingüística ‘a la altura de las circunstancias’?

24 de septiembre de 2019

Una limitación posible

La consideración conjunta de nuestra dimensión biológica junto con nuestra especificidad humana ha sido foco de numerosos problemas especulativos. Hablaba en otro post de los derivados de una perspectiva biologicista o materialista, y argumentaba que, a mi modo de ver, precisamente atendernos a nosotros mismos desde el telón de fondo del resto de la realidad, tanto inanimada como animada, hacía destacar una especificidad que propiciaba, precisamente, ese modo diverso de estar en la realidad gracias al cual podíamos alcanzar una unidad más íntima y holística. Me da la impresión de que, desde una visión meramente biologicista del ser humano —sin negar ni un ápice su dimensión biológica— supone un reduccionismo; supone, en definitiva, una ruptura entre él y la realidad, e incluso en su propio seno. ¿Por qué? Pues porque creo que se pierde esa dimensión de intimidad que nos hace vernos no como un objeto, sino como un todo. Ahí creo que se sitúa el fin radical de toda una vida: no la de vivir la vida propia, sino la de, viviéndola, vivir a su vez la dimensión de apertura hacia la realidad y hacia el otro. Una apertura que no sé si puede ser agotada desde coordenadas biologicistas. A mi modo de ver, éste es precisamente el principal fin del amor: no vivir un episodio romántico hasta que languidece para ser sustituido por otro, sino ser capaz de llenar las grietas que se abren en nuestro interior, y entre nosotros y el mundo.

Ello tampoco ha de llevarnos a atendernos polarizadamente desde lo específicamente humano, olvidándonos —como decía— de nuestra dimensión biológica, orgánica, corpórea. No es casual que una de las grandes tareas que acomete la filosofía del siglo XX sea esta: recuperar un cuerpo que estaba siendo insistentemente ignorado. Lo cual tampoco se acaba de hacer en una cultura como la nuestra en la que tanto se habla del cuerpo, porque lo seguimos viviendo como objeto al cual se idolatra, no como auténtica intimidad: no sólo hemos cosificado al mundo, sino que nos hemos cosificado a nosotros mismos con él.

Y mientras no seamos capaces de recuperar esa unidad originaria nuestra entre lo biológico y lo humano, todo aquello que hagamos no serán sino los estertores absurdos de una vida que pretende ser vivida en ausencia de su propio ser. Si somos capaces de recuperar esa unidad perdida, nuestros proyectos de vida serán de verdad nuestros, de lo que somos en nuestra totalidad; no esbozos que tratan de suplir carencias exagerando necesidades. A lo que habría que añadir una dimensión más, porque, por otro lado, nuestros proyectos ya no serán sólo ‘nuestros’ proyectos, sino un proyecto para nosotros, para todos y para todo, pues los otros ya no serán vistos como enemigos a batir ni la realidad como un entorno amenazante, ni la vida como una batalla en la que pelear.

Este tránsito es ciertamente complejo de dar, y no pocos lo consideran absurdo, ingenuo, infantil. ¿Lo es? No lo sé. Aquí creo que se da cierta paradoja, porque sí que parece que tenemos ciertas aspiraciones en nuestro interior (libertad, justicia, felicidad…), aunque no las  seamos capaces de alcanzar ni de construir. Pero esas aspiraciones están presentes —por lo general—, lo que no deja de suponernos cierta ruptura interior. Quizá es que no estamos dispuestos a pagar el precio que supone su conquista. Por un lado, parece que aspiramos a una sociedad justa, pero a la vez somos conscientes de que nosotros no tenemos la verdadera justicia; aspiramos a una sociedad equitativa, cuando sabemos que no somos ecuánimes. Tenemos como cierta pre-comprensión de lo que sea la justicia, la equidad, la compasión, el amor… pero somos incapaces de vivirlos tal como entendemos que deberían ser, ni siquiera en nuestras propias vidas. A lo sumo podemos acercarnos, y ello tras una radical conversión personal.

Llama la atención como, a pesar de los más profundos instintos humanos puedan nacer en nosotros ideas que vayan más allá de la mera supervivencia, y que aspiren —digamos— hacia ideas más nobles: nuestros modos de vida a ras de suelo, pueden en cambio dar luz a modos elevados de vida, ejemplares.

Pero ello es más una dirección que se esclarece que una plaza tomada, ya que junto a esa atracción que ilumina nuestras vidas aparecen una serie de fuerzas de igual o mayor poder que limitan este movimiento hacia arriba, para obligarnos a permanecer a ras de tierra. Fuerzas como la lucha por ganarnos un puesto en la sociedad, por la supervivencia en un entorno hostil; las mismas leyes del paso del tiempo que hacen que nos sintamos volátiles y frágiles, y que provoquen que nuestros deseos, sentimientos, anhelos… vayan cambiando, apagándose los correspondientes a antiguos compromisos, sustituyéndolos por otros nuevos, separando antiguas vidas unidas, endureciendo las miradas, enfriando los corazones. A veces la madurez se equipara a un endurecimiento del corazón. ¿Poseen esas elevadas convicciones la fuerza suficiente para permitirnos luchar contra todo ello?

Supongo que la vida de cada cual consiste en dirimir tal conflicto. Y el ser consciente de ello quizá tenga que ver con ese instante del que nos hablaba Kierkegaard, que cambia nuestras vidas radicalmente. Ante él, bien podemos sumirnos nublando cualquier horizonte de esperanza, bien podemos, sin negarlo —lo cual aparte de inhumano sería imposible— ser integrado —dicho conflicto— en un proyecto de vida realista dirigido hacia arriba, sabiéndonos siempre en esa tierra de nadie entre lo mejor y lo peor, entre la generosidad y el interés, entre el amor y el odio. De hecho, es esta pre-comprensión incoativa que tenemos del amor y de la justicia la que hace que sigamos los caminos en los que creemos vislumbrarlos, en los que tengamos cualquier tipo de noticia suya, por entender que detrás de esa noticia encontramos el testimonio de todos aquellos en que dichos ideales, de alguna manera, se encarnan. Supongo que el hecho de caminar en un sentido o en otro no responde a una decisión consciente que se pueda tomar en un momento dado, sino que es algo así como el resultado de la suma de aquello que nos ha ocurrido y las cosas que hemos recibido durante nuestras vidas, así como de las decisiones que hemos ido tomando con ese bagaje seguramente sin ser conscientes de su gravedad; todo ello nos ha ido encauzando, no definitivamente, hacia cierto modo de entender la vida y la realidad.

¿Por qué tomar este segundo camino? No es extraña la opción de que la única salvación posible, es la individual, la propia, abandonando a los demás a su propia suerte, o peor, sometiéndolos para ganarnos la nuestra. Von Balthasar —parafraseando a Pascal— dice que si el ser humano se abre a estos ideales no es tanto por ellos mismos, como por la contradicción que encuentra en sí mismo y que trata de resolver; por intentar armonizar esa contradicción que parece que somos y a la que tan fácilmente nos acostumbramos. Se trata de conseguir experienciarnos como limitación posible.

Es gracias a ese amparo proporcionado por los ideales que la acción humana puede trascender el comercio de las concesiones mutuas, el equilibrio de intereses, el ‘magnánimo’ perdón o la ‘magnánima’ ayuda que uno desde un escalafón ‘superior’ ofrece al ‘inferior’. Sólo el saberse indignos de dichos ideales nos sitúa adecuadamente para ver al otro no como un enemigo ni siquiera como un medio, sino como un prójimo.

17 de septiembre de 2019

Un saber sin saberlo

A todos nos ha pasado alguna vez que hemos tenido algún tipo de comportamiento, alguna reacción que nos ha sorprendido, sin saber muy bien por qué, hemos actuado de una determinada manera. Incluso hay rasgos de nuestro carácter, sean más positivos o más negativos, que tampoco sabemos muy bien por qué los poseemos, que en un momento dado nos han llamado la atención porque nos han importunado o, por el contrario, nos han gustado, cuando no es que los hallamos cultivado expresamente.

Decíamos en otro post la importancia que tiene en el desarrollo de cualquier ser vivo, en concreto del ser humano, aprender a sentir y aprender a percibir. Un proceso que, un poco como montado sobre sí mismo, depende de aprehender adecuadamente los estímulos que nos llegan del exterior, lo cual depende a su vez de las estructuras neurales del sujeto. Aquí se produce cierta circularidad, porque de un modo —digamos— dialógico, lo que percibimos va conformando nuestras estructuras neuro-sensitivas, y estas estructuras neuro-sensitivas influirán en aquello que percibamos. Un diálogo que no parte de cero, pues contamos con unas estructuras de fábrica, pero que están continuamente abiertas, es decir, en continuo diálogo con el entorno, el cual contribuirá no sólo a su formación, sino sobre todo a su continua configuración durante el resto de nuestras vidas. Si bien hay unos patrones generalizados propios de nuestra especie, no todos percibimos igual, ni mucho menos; diferencia que se acentúa conforme ascendemos en la complejidad de lo percibido. En todo este diálogo confluyen íntimamente lo fisiológico con lo simbólico, configurándose entre ambos procesos un modo personal.

Nuestra percepción no se agota en aquella información que recibimos de modo consciente. Continuamente estamos recibiendo información, aunque no seamos conscientes de ella. Es cierto que tenemos una capacidad de procesamiento limitada, algo que le ocurre a cualquier especie; pero en el seno de esa limitación, no toda se agota en lo consciente, sino que, a nivel no consciente, estamos recibiendo información de continuo.

Este dato es interesante, máxime cuando le podemos añadir el hecho de que los fenómenos de comprensión del mundo también pueden acontecer de modo no consciente, mediante procesos sub-simbólicos que se dan por debajo del flujo consciente, similares a los que entendemos que se dan en el resto de especies animales. Fijémonos que en los animales se dan procesos mediante los cuales se sitúan en su entorno, convirtiéndolo en su medio. Distintas especies pueden compartir un mismo entorno, pero poseer cada una su medio específico. Estos procesos, si bien no los podemos equiparar del todo a los que se dan en nosotros, sí que es cierto que les proporcionan ciertas herramientas cognitivo-emocionales, de bajo nivel, pero que les habilitan para relacionarse adecuadamente con él. La información es procesada no simbólicamente, sino sub-simbólicamente, pero es procesada también. Pues bien, como afirma Ledoux, este tipo de procesos sub-simbólicos se dan a su vez en el ser humano, además del procesamiento simbólico o conceptual específico de nuestra especie.

A nuestro alrededor se genera una gran cantidad de información, de la cual nosotros sólo captamos una parte en función de nuestras estructuras sensibles; y, a su vez, de la cual sólo captamos una parte aún más pequeña conscientemente. Pero el caso es que recibimos continuamente información de modo no consciente, información que no por ser no consciente, no deja de imprimir una huella en nosotros, todo lo contrario: se aloja en nuestro interior, la almacenamos memorísticamente mediante procesos sub-simbólicos, y en cualquier momento puede ser recuperada apareciendo en nuestro presente. La consecuencia de esto es fundamental: todo aquello que hemos recibido de modo no consciente durante nuestras vidas y que hemos procesado, también contribuye en el modo que tenemos de comportarnos en cualquier presente, pues se erige en una especie de depósito de información, significativa de algún modo, aunque no conceptual, que hemos ido almacenando con el paso de los años. Lo usual es que esta recuperación de la memoria no consciente, este aparecer de repente en nuestro presente, suela darse también de modo no voluntario. Pero aparece. Y este aparecer puede adoptar dos modos principales. Uno, más puntualmente, con motivo de cualquier situación, sin saber muy bien cómo ni por qué. Seguramente tal forma de comportarse, tal reacción, se aprendió en un momento determinado, y se ha producido una nueva situación que evoca aquel momento. El otro, más dilatado en el tiempo, permeando de alguna manera nuestro modo de relacionarnos con el mundo, nuestro modo de actuar, de comprender, de interpretar… Podemos decir que esos aprendizajes van configurando en nosotros una especie de actitud global ante la vida, lo cual unido a todo tipo de experiencias que podamos haber tenido y provocado desde nuestra propia acción, será en definitiva lo que defina nuestro modo de ser, nuestra personalidad.

Todo esto es fruto de esa doble entrada de información, la consciente y la no consciente. Pero no pensemos que la más importante es la consciente, ni mucho menos. En nosotros tiene un peso superior lo no consciente dado que, aunque se extiende a todas las edades de la vida, se da de modo especial en nuestros primeros pasos, que es precisamente cuando nuestras estructuras cognitivas se están conformando. Independientemente de la repercusión que la información consciente tenga en ese bagaje, fruto de todo ello se va generando en nosotros un fondo de conocimientos que no solemos tener claro, unos modos de actuar, de comprender, de vivir, que nos llevan a hacer cosas y a comportarnos sin saber muy bien por qué lo hacemos así. Se trata de un saber sin saberlo.

10 de septiembre de 2019

¿Es la vida mecanizable?

Uno de las cuestiones en que se encuentran posturas enfrentadas de modo agudizado —a mi modo de ver— es en la explicación del tránsito que se da entre la materia inerte y la materia viva, con todas las nuevas leyes que aparecen en este estadio. Como es conocido, hay opiniones para todos los gustos. La pregunta clave la establece Lancelot Hogben en estos términos: ¿es posible probar —se pregunta Hogben— que todas las propiedades de la materia viva pueden reducirse, en último término, a problemas físico-químicos? Y si no es así —se vuelve a preguntar— ¿a quién compete negarlo, quién es capaz de negar que esto sea efectivamente así? Hogben dibuja simpáticamente las dos figuras polarmente enfrentadas: la del mecanicista y la del que él denomina vitalista, aunque quizá en nuestro contexto sea más adecuado denominarlo espiritualista: «El mecanicista adopta una actitud de alegre optimismo frente a la ciencia y se niega a rendir las armas ante el temor a lo Desconocido; el espiritualista (…) se acomoda dulcemente a las limitaciones y fracasos del esfuerzo humano». Entre ambas posturas, se encuentra la que en su opinión es la más equilibrada la del científico, es decir, la de aquel que, en su práctica científica, no intenta dar respuesta a este tipo de cuestiones arriesgadas, manteniéndose un tanto al margen: sencillamente, se ciñe a los hechos, los estudia y los interpreta.

En mi opinión, habría que distinguir la dimensión personal del científico (sus opiniones personales al margen de la ciencia) y su dimensión profesional, estrictamente científica. Y, si lo pensamos bien, la práctica científica es (o debería ser) independiente del polo en que nos situemos: tanto si somos mecanicistas como espiritualistas, poco ha de influir en la investigación científica. Muestras de sobra hay en la historia, en la que tanto científicos de una u otra inclinación han dado grandes pasos en el avance de la ciencia. Es por esto que, en una primera aproximación, creo que no debe influir la cosmovisión persona que pueda mantener cada profesional en su práctica científica, sino que éste se debe al ejercicio estricto de la ciencia. Y digo primariamente porque entiendo también que la cosmovisión que cada uno tenga de alguna manera influirá en su práctica profesional. Pero bueno, no es éste el tema en el que me quisiera detener.

En cualquier caso, quizá esta cuestión sea más problemática en la biología, ámbito en el que los fenómenos físico-químicos y los vitales se encuentran ciertamente cercanos, siendo difícil establecer dónde acaban los unos y comienzan los otros. Nos podríamos plantear hasta qué punto es lícito tratar los procesos biológicos desde un enfoque físico-químico de igual modo que se trata a la materia no viva, en lugar de tratarlos desde enfoques estrictamente biológicos en los que se pueda investigar más adecuadamente la especificidad de dichos procesos vitales.

Y esto tiene una repercusión fundamental, porque si efectivamente la lógica de los estudios biológicos es reducible en su totalidad a la lógica de la ciencia física, ¿no sería lícito abrigar la esperanza de poder interpretar todo el dominio de la vida en ausencia de principios éticos, en una neutralidad aséptica? Y si, por el contrario, esto no fuera así, si la lógica de los procesos biológicos no fuera reductible a la lógica de los procesos físico-químicos, constituyendo un dominio de comportamiento propio, el de los procesos vitales, ¿no desaparecería cualquier reparo de la apertura de la ciencia a la filosofía en general, y a la ética en particular? El problema es ciertamente complejo, y tan fácil es excederse en un sentido como en otro, tan frecuente es tachar precipitadamente de mecanicista cualquier proceso de la conciencia, como extender el carácter consciente a procesos biológicos naturales, en principio ausentes de él, algo de lo que Nicolai Hartmann ya nos ponía sobreaviso.

Hogben propone el caso de una polilla que se siente atraída hacia la luz, que ‘le gusta’ la luz, decimos; cuando la explicación biológica es de otra índole, teniendo que ver con el hecho de que estos insectos, en la oscuridad, presentan un comportamiento mucho más torpe dado que su tono muscular es flojo, el cual se ve aumentado precisamente por la luz. Así, cuando la luz aumenta, uno de sus ojos recibe más que el otro, de manera que, de modo reflejo, sus músculos de ese lado se contraerán, y como resultado de todo ello, el cuerpo girará hacia el haz de rayos de luz, hasta que la cabeza quede en tal posición que ambos ojos resulten igualmente iluminados. «Alcanzada esta orientación, el cuerpo continuará moviéndose en la dirección de los rayos incidentes, recobrándola automáticamente si se inclinase a la derecha o a la izquierda».

También es lícito dar con movimientos reflejos en animales más desarrollados, en los mamíferos superiores e incluso en el ser humano. Ahora bien, otra cosa es afirmar que todos los movimientos que realice sean de esta índole: «pocos son los filósofos que se han atrevido a sostener la esperanza de que todo el comportamiento de un animal como el gato, y mucho menos el del hombre mismo, pueda tratarse con éxito de este modo»; se abre así la puerta a la diferencia entre actividad refleja (instintiva) y voluntaria (libre). Para el espiritualista la conducta humana nunca podrá ser reducida a puro mecanicismo, mientras que para el mecanicista es cuestión de tiempo poder demostrarlo. Hogben es de la opinión de que la conducta de la materia viva nunca podrá ser predecible del todo, tal y como acontece en la materia inerte (sin entrar en el ámbito de la indeterminación). Nos dice: «hay, sin embargo, excelentes razones y no basadas en ninguna idea introspectiva, sino en el estudio del comportamiento, para pensar que por mucho que uniformicemos las condiciones externas del momento de aplicación del excitante jamás podremos predecir, sólo por esto, lo que exactamente ocurrirá al utilizar ciertos tipos de estímulos». No sé si servirá, pero se me ocurre poner el ejemplo de cómo va creciendo una planta; sí, sabemos que se dirige hacia la luz, pero ¿podemos predecir con toda exactitud cuál va a ser la trayectoria que van a seguir sus ramas cuando crezcan, e incluso qué ramas le van a salir y en qué lugar exacto? Por ello se preguntará Bergson si, mientras que el comportamiento de la materia inorgánica se expresa mediante ecuaciones, puede ocurrir lo propio con el comportamiento de la materia viva: «¿el estado de un cuerpo vivo encuentra su explicación completa en el estado inmediatamente anterior?».

Esta dificultad Hogben la explica apelando a que, en la conducta de todo ser vivo, se dan procesos de aprendizaje, y consecuentemente, también se da la existencia de algún tipo de memoria; procesos que, evidentemente, no necesariamente se han de dar en el ámbito de la consciencia, pero sí en el caso de la materia viva (también se dice que los materiales tienen memoria en su comportamiento, pero creo que es evidente que denominarla así es una analogía). Podría pensarse entonces que, si se conociera la historia de cada individuo, y se conocieran sus procesos de aprendizaje, entonces sí que podría predecirse su conducta, pues únicamente habría que aplicar dicho conocimiento a la circunstancia presente. En la opinión de este autor, parece que tampoco es así del todo, pues toda especie animal posee cierta holgura de comportamiento, más amplia conforme ascendemos en la escala evolutiva, de modo que nunca está confinado a seguir únicamente ‘esta’ conducta, sino que hay un juego de posibilidades de comportamiento, siempre dentro de un marco del que no puede salirse (en lo que coincide con Gehlen).

También podría decirse que, en definitiva, los procesos de aprendizaje y de memoria poseen su correlato neural (en el caso de animales, no en el de los vegetales), procesos que, en definitiva, se deben a fenómenos de carácter físico-químico. Aquí no entra Hogben, quizá porque en su época este tipo de fenómenos todavía estaba muy poco estudiado. Ello nos abre con el gran misterio de la conciencia, con el hecho de cómo, mediante procesos en principio mecánicos y, por tanto, predecibles, surgen conductas que para nada lo son. ¿Sería posible, en el caso humano, si se supieran todos los factores que han contribuido a que sea como es, y se conocieran todas las variables de una determinada situación prever con total determinación su conducta? Para algunos así es y, como decía, es cuestión de tiempo que podamos conseguir este tipo de conocimiento. Para otros, quizá haya que buscar leyes de comportamiento específicas a este nuevo estadio.

3 de septiembre de 2019

La originalidad del teorema de Gödel

El método axiomático ha sido empleado frecuentemente para formalizar la matemática. Verdaderamente, esos pocos principios axiomáticos en que se basa todo sistema formal poseen un poder extraordinario, en el sentido de su capacidad de desarrollo racional, de la cantidad de teoremas de todo tipo que brotan de esa pequeña y poco numerosa semilla inicial. Tanto es así que se llegó a suponer que con un conjunto axiomático inicial suficiente, podían abarcarse todas las verdades inherentes a al ámbito de trabajo en el que se situaban, y que se trataba de formalizar.  Ésa fue la propuesta que realizó Hilbert con su famoso programa, para resolver el enfrentamiento entre construccionistas y formalistas. Incluso Arend Heyting, en un congreso celebrado en Königsberg en el año 1930, y en representación de la escuela intuicionista (próxima al construccionismo), dio por terminada la polémica al aceptar la propuesta hilbertiana como el camino que debía seguir la investigación matemática. Sin embargo, hubo un joven matemático que dio al traste con tales pretensiones, un tal Kurt Gödel, quien afirmó que acaba  de demostrar que el programa de Hilbert era irrealizable.

Gödel nació en la ciudad checoslovaca de Brno en 1906; estudió en Viena doctorándose en 1930. Emigró a EEUU cuando la ocupación nazi de Austria, donde enseñó en Princeton. Gödel se hizo eco de que, con la aparición de las geometrías no euclidianas, el esquema axiomático que venía del viejo Aristóteles, y que Euclides inmortalizó, comenzó a resquebrajarse. La verdad de los teoremas ya no era algo tan evidente. La corriente logicista (Frege, Russell y Whitehead, Hilbert) surgió como salida de esta situación: su idea salvadora era formalizar rigurosamente todos los enunciados, tal y como explica el profesor Mosterín. Esto es lo que trataron de hacer Russell y Whitehead con sus famosos Principia Mathematica, o el mismo Hilbert con su programa logicista: de lo que se trataba era de traducir los teoremas matemáticos a una serie de signos dispuestos según filas, que debían tener ciertas propiedades como la consistencia, la completitud y la no contradicción. Surgieron dos problemas: el primero ―como veremos― consistía en probar la consistencia absoluta del sistema axiomático; el segundo, la posibilidad de formalizar de modo completo las matemáticas, problema sobre el cual pronto surgieron dudas incluso por parte del mismo Hilbert quien, junto con Ackerman, publicó en 1928 un trabajo expresando sus dudas de «si los cálculos deductivos podían llegar a ser semánticamente completos». Nuestro protagonista, Gödel, resolvió positivamente el primero en 1930, formulando el ‘principio de completitud de los cálculos deductivos’, dando pábulo a una euforia generalizada. Euforia que pronto desapareció al año siguiente, cuando probó que «es imposible formalizar la aritmética y que tampoco es posible probar la consistencia de esta formalización», resultado al que llegó convirtiendo los signos de Hilbert en números naturales. De alguna manera, esto supuso el final del sueño logicista que en su día inició Frege.

Ello no quiere decir que la lógica no sea útil ni sea beneficiosa (como Poincaré se encargará de decir con insistencia, siendo un autor anti-logicista), sino tan sólo se puso de manifiesto una limitación interna del formalismo lógico, estableciendo una diferencia radical entre lógica y matemática. El mismo Poincaré ya preanunció de alguna manera los trabajos de Gödel, poniendo de manifiesto dos consideraciones. La primera, es que, fiel a su espíritu formalizador, su paso primario y fundamental, la elección de los axiomas, no respondía a un proceso formal, sino que era ajeno al mismo: se corresponde ―en palabras suyas― a cierto instinto, el mismo que en definitiva guía al matemático, expresado en leyes «que se sienten y no se enuncian», dice en Ciencia y método. Aunque más nos interesa a nosotros la segunda, y que tiene que ver con el concepto hilbertiano de demostración. Hilbert entendía que una demostración no era sino un objeto matemático más, y que, como todos los demás objetos matemáticos, debían ser expresados formalmente, por postulados. «Ello implicaría la necesidad de demostrar que tal objeto es no contradictorio [como acontece a todo objeto existente en el sistema formal], pero la noción ‘demostración’ por medio de su definición implícita, es imposible de conocer, ya que tal definición está compuesta de signos sin significación. Por lo cual, y ello es fundamental, carece de sentido saber si una demostración conduce o no a una contradicción y, por otro lado, no puede demostrarse que la demostración es un objeto matemático salvo petición de principio o salida del sistema formal», dice Lorenzo. Todo ello nos lleva a la consecuencia de que es imposible realizar una demostración de la consistencia de un sistema formal en el interior de dicho sistema formal, que será lo que Gödel demostrará. Vamos a verlo.

Con la publicación de “Acerca de proposiciones formalmente indecidibles de los Principia Mathematica y sistemas relacionados” (obra monumental publicada previamente por Russell y Whitehead sobre la lógica matemática y sus fundamentos), Kurt Gödel demostró que dicha pretensión no era sostenible. Russell puso de manifiesto en su día las limitaciones de las aspiraciones de Frege, que compartían; de hecho, tanto él como Whitehead pensaban que lo habían superado, demostrando efectivamente que, en un sistema formal consistente, podían ser expresadas (podían decirse) todas las proposiciones verdaderas: en esto consiste la decidibilidad. La decibilidad es aquella propiedad de los sistemas formales en virtud de la cual, para cualquier fórmula expresada en el lenguaje del sistema, puede determinarse por algún método si dicha fórmula es demostrable o no él, es decir, si pertenece o no al conjunto de todas las verdades que puedan ser expresadas en dicho sistema; o dicho por el mismo Gödel: si se puede determinar «si cada una de las fórmulas aceptables es o no demostrable en él».  Para comprenderlo mejor, otra forma de decirlo es que siempre podemos encontrar en el sistema una secuencia finita de pasos para llegar a cualquier fórmula, independientemente de que esos pasos sean muchos, muchísimos, pero nunca infinitos, claro.

Cuando esto no ocurre, cuando haya algunas expresiones o fórmulas a las que no se puede llegar así, cuando exista alguna fórmula cuyo carácter de verdad no pueda ser demostrado, será una fórmula ‘independiente’ y, por tanto, el sistema será ‘no decidible’ o indecidible; en este caso, el único modo de incorporar esta fórmula independiente al conjunto de verdades del sistema es estableciéndola como un axioma (como hizo Euclides con su quinto postulado, o también como ocurre con el axioma de elección en la teoría de conjuntos). Decir que en un sistema todos sus enunciados son decidibles es, en el fondo, lo mismo que decir que es completoEn un sistema completo no tiene sentido aumentar el número de axiomas pues, en ese caso, se transformaría en inconsistente, el nuevo axioma sería ocioso al no poder ser sino ‘dependiente’ del resto de teoremas y axiomas del sistema.

Pues bien, el destino de Russell fue el mismo que el de Frege, es decir, esperar a que viniera otro autor (Gödel, en este caso) que hiciera ver que esto no puede ser: que un sistema formal consistente no es completo, ya que hay proposiciones verdaderas que son indecidibles. Ello supuso un hito importantísimo ya no en el ámbito de las matemáticas sino del pensamiento en general, por las repercusiones filosóficas que poseía. Lo que venía a decir Gödel es que ningún sistema axiomático puede absorber en su despliegue todas las verdades que cabrían en el ámbito de conocimiento definido por él, que habría verdades que no serían axiomatizables en dicho sistema. Esto supuso un claro golpe a las pretensiones racionalistas del conocimiento derivadas de la Ilustración: la todopoderosa razón no podía conocerlo todo, no era posible llegar a una sistematización total de un determinado ámbito del conocimiento. El proyecto de Hilbert que para el ámbito de la lógica proposicional parecía fructífero (tal y como apuntaban Russell y Whitehead) se mostró infructuoso cuando se intentó extender a la totalidad de la aritmética.

¿Cuál fue la aportación de Gödel? En palabras de Nagel y Newman, «que es imposible dar una prueba meta-matemática de la consistencia de un sistema, que sea bastante amplia como para contener la totalidad de la aritmética —a menos que la prueba misma emplee reglas de inferencia que, en ciertos respectos esenciales, sean diferentes de las reglas de transformación usadas para derivar los teoremas dentro del sistema». Si recordamos, vimos aquí cómo Hilbert estableció cuatro condiciones que debía cumplir un sistema axiomático: a) el sistema debe ser consistente; b) toda demostración debe poder realizarse en una cantidad finita de pasos; c) dado cualquier enunciado P, o bien él o su negación deben ser demostrables en el marco axiomático; y, d) la consistencia de los axiomas (primera condición) debe ser verificable en una cantidad finita de pasos. 

 Pues bien, lo que Gödel vino a decir es que, si se cumplen las condiciones a) y b), la tercera nunca se podrá cumplir; es decir, que cualquier base axiomática en el seno de la cual pueda desarrollarse la aritmética es esencialmente incompleta; o sea, que «dado cualquier grupo consistente de axiomas aritméticos, hay enunciados aritméticos verdaderos que no pueden derivarse del grupo».

Ciertamente la idea es compleja. Peña Páez lo explica así: «El teorema de incompletitud establece que es imposible que alguien al mismo tiempo pueda establecer un sistema bien definido de axiomas y reglas; y percibir con certeza matemática que todos los axiomas y reglas son correctos y contienen a toda la matemática». Que un sistema formal sea consistente no implica que sea completo y decidible. Para comprender esto, podemos utilizar la conocida como conjetura de Goldbach: se trata de un enunciado que puede ser verdadero, y que no puede derivarse de los axiomas aritméticos. Esta conjetura dice que todo número par puede ser expresado como la suma de dos números primos. El caso es que, hasta la fecha, siempre se ha cumplido, no se ha encontrado ningún número par que no pudiese descomponerse en la suma de dos números primos; pero nadie ha podido probar que esto sea algo que se vaya a cumplir para todo número par, sin ninguna excepción. Podría pensarse que, aumentando el sistema axiomático, podrían hacerse demostrables aquellos teoremas (como la conjetura de Goldbach) que, en el sistema original, eran indemostrables. Pues bien, lo que viene a decirnos Gödel es que, por mucho que modifiquemos o ampliemos el sistema axiomático original, nunca podremos demostrar todos los enunciados verdaderos que puedan ser dichos en ese sistema. «Esto es, incluso si los axiomas de la aritmética se aumentan con un número indefinido de nuevos axiomas verdaderos, siempre quedarán otras verdades aritméticas que no son formalmente derivables del grupo aumentado de axiomas».

Lo interesante de la cuestión (y que, en definitiva, es lo que me llevó a escribir esta serie de posts) es saber cómo se las apañó Gödel para llevar a cabo su demostración. Porque claro, en el intríngulis de su demostración hay dos elementos clave: el primero que hemos comentado (que de cualquier conjunto de axiomas no pueden demostrarse todas las proposiciones verdaderas de dicho ámbito); y el segundo que, no se trata sólo de que una determinada verdad no se pueda obtener partiendo de dicho grupo de axiomas, sino que aunque añadamos todos los axiomas que queramos al grupo inicial, siempre habrá verdades que se nos escaparán. Y esto, ¿cómo se demuestra? En el fondo el teorema presenta el doble carácter de matemático y metamatemático al mismo tiempo, en el sentido de que son teoremas demostrados matemáticamente, pero a la vez dicen algo sobre la naturaleza de las matemáticas, lo que no deja de llamarme poderosamente la atención.

La explicación de Nagel y Newman, aunque en principio asequible para todos los lectores, no deja de ser un tanto complicada (por lo menos para mí). Lo que hizo Gödel fue elaborar su teorema siguiendo una estrategia similar a la que siguió Jules Richard para formular su famosa paradoja en 1905. Hoy en día se considera que esta paradoja está planteada equívocamente, por lo que no es aceptada. Pero el caso es que plantea un modo de trabajar interesante, y que fue en definitiva el que siguió el propio Gödel, como digo. Así que, nuestra siguiente parada será conocer esta paradoja, para introducirnos en la metodología que es conocida como mapeo.

27 de agosto de 2019

La rehabilitación de la tradición

Decíamos en el anterior post de esta serie, que la tradición, la autoridad, no tiene por qué ser negativa per se; en definitiva, eso se erigía en un prejuicio que la razón ilustrada esgrimía, lo cual sobrevenía por un mal concepto de la autoridad, a juicio de Gadamer; porque, para este autor, la autoridad no consiste en dar órdenes desde el poder que uno ostente, sino que la autoridad se puede ejercer cuando es reconocida como tal por los otros, porque se ha ganado su reconocimiento. Y este tipo de autoridad es bien distinto al anterior.

La autoridad reconocida lleva implícita la idea de que la autoridad no siempre es arbitraria o dominante, sino que posee algo que puede ser reconocido como valioso. Y no sólo eso, sino que este tipo de autoridad seguramente insistirá en la promoción personal de aquel ante quien goza de ese prestigio: antes que someterlo y dominarlo a causa del reconocimiento de su autoridad, buscará la emancipación y el desarrollo personal de aquél que se la otorga. Se trata de una autoridad que no busca la imposición y la destrucción de las relaciones sociales, sino que propicia la libertad y una propuesta de auténticas relaciones de vida.

A este sentido de tradición estuvo más cercano el romántico que el ilustrado, en la medida en que el primero se la otorgaba efectivamente a lo clásico mientras que el segundo indefectiblemente la desestimaba sin llegar a considerar su posible grado de validez o de veracidad. Lo cual no quiere decir que, esta valoración romántica de lo clásico y de la tradición, llevara implícito también el prejuicio de desestimar toda valoración del ejercicio de la razón en favor del legado recibido, pensando que lo que legaba ese legado era esa especie de sabiduría mítica de los clásicos que se habría de convertir en sabiduría fundamental para un presente, sin ningún tipo de crítica. No era esa tampoco la postura romántica.

La tradición permanece en sucesivas generaciones no tanto por la capacidad de permanencia que posee lo transmitido, como porque de hecho es recibida en el seno de aquéllas, recepción que se realiza según los cánones de la época histórica correspondiente, un acto opcional realizado (más o menos conscientemente) por el ejercicio de la razón (pública, social, colectiva…).

Más o menos conscientemente, porque incluso en el seno de las revoluciones más radicales se mantienen elementos tradicionales en una medida que puede llegar a sorprender (muestra de lo cual es la misma Revolución Francesa). La conservación de la tradición supone una opción tan libre como la transformación o la renovación. Y nunca se da de modo puro ninguna de estas opciones. Por mucho que queramos suprimir ‘del todo’ una tradición dada, eso se torna en una tarea imposible; siempre habrá restos tradicionales en cualquier actualidad histórica, por mucho que nos hayamos empeñado (incluso revolucionariamente) en suprimirlos.

La tradición asume así una doble caracterización: por un lado, permite la transmisión de una cultura; por el otro, contribuye al cuestionamiento y transformación de lo transmitido de dicha cultura. Es un proceso no de recepción pasiva, sino dialógica, el cual «no sólo representa el desarrollo del saber de una comunidad, sino también el desarrollo de la comunidad misma». La tradición supone un esfuerzo por recoger lo entregado, en comprensión dialógica y crítica, lo que implica un crecimiento estructural y hermenéutico. También ontológico, pues el receptor se va viendo transformado paulatinamente precisamente por este esfuerzo hermenéutico. Un proceso que no puede ser subsumido bajo metodología alguna. Por eso dirá Gadamer que «el comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición, en el que el pasado y presente se hallan en continua mediación». 

Como resultado, querámoslo o no, nos encontramos siempre sumidos en una situación histórica en la que pesan no pocos elementos de la tradición. Y Gadamer, frente a la actitud ilustrada, se pregunta: estos elementos de la tradición, ¿no deberían ser considerados en el tema que nos ocupa, en la fundamentación de una adecuada ciencia histórica? Siempre nos encontramos en tradiciones, y el negarlas por defecto no sólo es una herramienta metodológica errónea, sino que es erróneo por definición (como decía, suprimir todos los elementos de la tradición es una empresa imposible de llevar a cabo). Con palabras suyas: «¿Es correcta la auto-acepción de las ciencias del espíritu cuando desplazan el conjunto de su propia historicidad hacia el lado de los prejuicios de los que hay que liberarse?». La tradición es algo en lo que necesariamente estamos instalados en mayor o menor medida, e incluso quizá sea lo que nos impele a ejercer nuestra reflexión (histórica) en un determinado sentido o en otro; por tanto, «el efecto de la tradición que pervive y el efecto de la investigación histórica forman una unidad efectual cuyo análisis sólo podría hallar un entramado de efectos recíprocos». O sea, que la tradición se encuentra presente en todo momento histórico, y es tarea del investigador elucidar su ‘productividad hermenéutica’. Tradición que —no podemos dejar de olvidar— posee también una relevante presencia en el ejercicio ‘científico’ de las ciencias naturales.

En las ciencias del espíritu, el interés por la tradición no es sino un interés por el presente y por su pervivencia en éste. El presente está inmerso en una corriente histórica encabalgada según diferentes tradiciones, las cuales es preciso conocer para identificar la situación actual y su grado de dependencia y permanencia en aquellas; así como constatar nuestro grado de ‘parcialidad’ a la hora de acercarnos ‘objetivamente’ a ellas. Antes que negarlos tozudamente, hay que tomar consciencia de todos los elementos de la tradición que perviven en nuestro presente, para poder valorarlos críticamente e intentar determinar hasta qué punto nuestras vidas se ven afectadas por ellos, tanto positiva como negativamente.  Una toma de consciencia en la que se ven entremezclados dos momentos, o dos condiciones fundamentales: el distanciamiento cultural de aquello que se pretende comprender y que es legado, así como el pluralismo de voces que surge como consecuencia de la conciliación de ese distanciamiento, voces que concilian lo propio con lo distante, lo familiar con lo extraño.