2 de julio de 2019

Los prejuicios legítimos: el reconocimiento

Ya estuvimos viendo en el anterior post dedicado a Verdad y método, el giro que daba Gadamer a esa consideración tan peyorativa de los prejuicios los cuales, lejos de ese carácter reduccionista, no son sino un modo inevitable en que cada uno de nosotros está situado en la realidad, peso a lo que opinaba la razón ilustrada. Lo que para una razón absoluta es un prejuicio inaceptable, para una razón hermenéutica es un punto de partida insalvable, en tanto que forma parte de la verdad de la realidad histórica. Surgen así dos tareas fundamentales: la primera, elucidar y explicitar esos presupuestos o prejuicios que se poseen; la segunda, distinguir los prejuicios legítimos que nos permiten comprender de aquellos ilegítimos que provocan malentendidos. Esto nos lleva a la afirmación de que no todo prejuicio es ilegítimo, sino que puede haber prejuicios legítimos. ¿Cómo puede ser eso?

Desde la época ilustrada ha prevalecido en el imaginario social un carácter eminentemente negativo de los prejuicios, en la medida en que perjudicaban el uso adecuado y metódico de la razón. Tanto la precipitación como la autoridad eran enemigos de la razón pura; la primera metodológicamente, la segunda por su índole propia al no permitir que la razón pudiera cumplir su función. Pero Gadamer apunta la posibilidad de que quizá sea precipitado desestimar cualquier afirmación por el hecho de haber sido realizada desde una postura de autoridad; que metodológicamente quizá no sea lo más recomendable, no implica necesariamente que lo afirmado no sea verdadero. En su opinión, el hecho de que algo pertenezca a la tradición quizá no sea únicamente debido por un estatus autoritarista sino porque, efectivamente, ha sido considerado adecuado por las distintas generaciones. Sin embargo, esto era algo tan alejado de la mentalidad ilustrada, que ni siquiera se llegaba a contemplar la posibilidad de que en la tradición pudiera haber algo ‘aprovechable’. Por ello sus esfuerzos fueron encaminados preferentemente a su superación, así como al otro gran enemigo de la razón, la precipitación, apoyándose sobre todo en la metodología científico-histórica.

Y aquí se cuestiona Gadamer una idea interesante: ¿acaso no pueden haber prejuicios que estén justificados, y que incluso puedan ser productivos para el conocimiento? Si así fuera, habría que replantear de nuevo la cuestión de la autoridad. Es claro que en una sociedad como la nuestra chirría oír hablar de autoridad; pero, por otro lado, cuántas veces nos ocurre en nuestras propias vidas que no dudamos en otorgar credibilidad a ciertas personas o instituciones que nos ofrecen confianza; podemos asumir lo que nos dicen, sin que ello suponga una ruptura interior de nuestra integridad y raciocinio. ¿Por qué? No hay duda de que en primera instancia el ejercicio de la razón esté en oposición a la actividad de la autoridad, pero en no pocos casos atendemos a ciertas autoridades que nos ofrecen confianza sin haber hecho una valoración racional crítica a su enunciado.

Quizá sea porque no necesariamente lo que diga alguien dotado de autoridad sea falso, posibilidad que el ilustrado rechazo sistemáticamente. Y esto tuvo una doble consecuencia. Por un lado, ese mismo rechazo se erigió en un prejuicio del que no fueron conscientes (a saber: de la autoridad, de la tradición, nunca puede venir nada bueno); y segundo, una mala interpretación de lo que fuera la autoridad o la tradición, que fue convertida por el hombre ilustrado en sinónimo de poder arbitrario exigente de una obediencia ciega. Pero no toda autoridad es autoritaria o dictatorial. Es más, quizá sea algo radicalmente opuesto, ya que la autoridad —tal y como la plantea Gadamer— no se fundamenta en la obligación y en la sumisión, sino en el reconocimiento: la autoridad no se impone, sino que se adquiere. «Tal reconocimiento es para Gadamer no un acto de sometimiento y obediencia ciega, sino ‘una acción de la razón misma que haciéndose cargo de sus propios límites atribuye al otro una perspectiva más acertada’».

La autoridad «reposa sobre el reconocimiento y en consecuencia sobre una acción de la razón misma que, haciéndose cargo de sus propios límites, atribuye al otro una perspectiva más acertada». La autoridad que se queda en el dar órdenes que precisan ser obedecidas procede del poder que uno esgrime, no de la autoridad que le reconocen los otros.

2 comentarios:

  1. Interesante, como siempre, Alfredo, añades un término que conduce mucho más lejos de lo que en apariencia indicas al conectarlo con la autoridad. Pasar al "reonocimiento" supone un plus al mero "sabe de" o incluso "conocer", pues estos presupuestos suelen quedarse huecos cuando de experimentar el fenómeno se trata. Efectivamente, para hacer de lo que se admite o prejuzga de "autoridad" algo que supera la obediencia ciega, es preciso dar un paso más del mero saber de aquello, pues no es sino cuando incorporamos ese supuesto (a veces no es tal y se descubre después) a nuestra acción, como algo que exige el que participemos en una adhesión explícita o una inclinación de ello hacia otro, es cuando descubrimos si existe el malhadado prejuicio, o más bien es una guía válida para nuestra orientación. Y mucho más podría decirse del maravilloso fenómeno del reconocimiento, como a buen seguro ya era mucho mayor conocedor. Saludos

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  2. Muchas gracias, Elevi. Sí, totalmente de acuerdo contigo. Incluso, fuera ya de este contexto, es un concepto que tiene mucha carga; estoy pensando en la ética hermenéutica, y en los Caminos del reconocimiento, de Ricoeur. Si, tal y como haces ver, en este ámbito este concepto tiene mucha miga, si nos salimos de él ¡la sigue teniendo! Un saludo.

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