26 de febrero de 2019

Clever Hans

En el ámbito de la etología, hay una cuestión interesante como es el proceso según el cual los animales aprenden —sobre todo los animales superiores—. Es común la postura conocida como asociacionista, según la cual un aprendizaje determinado se produce como consecuencia de series de asociaciones elementales. Ello podría ser extendido también al caso humano, que no haría más que acumular respuestas binarias elementales. Un ejemplo de esta postura sería la del famoso Pavlov, quien se declaraba en contra de aquellos etólogos (como Köhler) que pensaban que los chimpancés poseían una inteligencia superior a la de, por ejemplo, un perro. Pavlov no veía ninguna diferencia entre los procesos cognitivos de los perros y de los chimpancés; ¿por qué los del perro tenían que ser asociativos, y no los de los chimpancés? Y, como digo, extendería su postura hasta la especie humana. Así, en 1934 declaró: «A partir de mis propias investigaciones sobre los monos, sólo puedo decir que su comportamiento, por lo demás complejo, no es otra cosa que asociación y análisis. En mi opinión, éstos son los fundamentos de los procesos nerviosos superiores. Hasta el momento no hemos encontrado nada distinto, y lo mismo ocurre con los humanos. Nuestro pensamiento es asociación y nada más que asociación».

Una postura similar fue la de la escuela conductista de Skinner, según la cual la diferencia del comportamiento humano no es tanto cualitativa como cuantitativa; es decir, en amplitud y en complejidad si se quiere, pero no propiciada por procesos necesariamente distintos a los de los animales por debajo del nivel humano. Esto fue importante para la escuela conductista porque, si esto era efectivamente así, el ser humano era un ser tan científicamente investigable como cualquier otra especie; y esta consideración no era ninguna reducción de lo humano a lo científicamente aprehensible, sino que lo humano era así, sin ningún tipo de reduccionismos.

Conforme han avanzado los estudios etológicos, se han detectado dos graves problemas. El primero tiene que ver con el hecho de que comportamientos aparentemente similares entre el hombre y los animales pueden no deberse a las mismas causas. Hay un riesgo patente de antropomorfización, del que también se hacía eco Frans de Waal en su Bien natural. El segundo tiene que ver con las relaciones que se establecen entre los investigadores y los propios animales investigados, vínculos que van más allá de lo perceptible por las personas y que influyen en las conductas analizadas. Que en la etología actual se esté más pendiente de estos riesgos es común, pero en los inicios de estas disciplinas no era tan frecuente. En este post quería ilustrar un caso simpático, paradigma de ese segundo problema que comentaba: os presento a Hans el listo (Clever Hans).

Hans fue un caballo de M. van Osten, un caballo especialmente fabuloso capaz de responder preguntas que le hacía su adiestrador. ¿Cómo las respondía? Pues dando golpes en el suelo con su pata; según el número de golpes, la respuesta era una u otra. Según parecía, Hans el listo (como se le comenzó a llamar enseguida) era capaz de leer preguntas escritas en cartones, y de resolver algunas operaciones aritméticas (sumas y restas, ¡pero también multiplicaciones con fracciones!). Incluso podía componer palabras, siempre dando instrucciones con los golpes de sus patas. Comisiones de científicos investigaban los procesos, y comprobaban que el caballo no recibía ningún tipo de instrucción por parte de van Osten; no había ni trampa ni cartón. Incluso podía responder preguntas de otras personas.

Un famoso psicólogo de la época, Oskar Pfungst, analizó la situación desde otra perspectiva, y mostró que el comportamiento del caballo no era ajeno a la relación de éste con su adiestrador. Resulta que, durante el cuestionario, van Osten realizaba leves movimientos con su cuerpo, leves movimientos con la cabeza, que repetía constantemente sin darse cuenta, pero que el caballo sí que los captaba, y que era lo que a la postre guiaba su comportamiento; el caballo, respondía realmente en función de las posturas de su adiestrador, y no tanto por el contenido de las preguntas mismas. Nos dice Pfungst: «una ligera inclinación hacia delante de la cabeza del que hacía la pregunta daba a Hans la señal de empezar a golpear, tanto si la pregunta había sido hecha o no, y el ritmo de los golpes dados parecía depender del ángulo de la cabeza del preguntador. Cuando Hans llegaba al número exacto de golpes, el que hacía las preguntas tenía tendencia a enderezarse, proporcionando con ello a Hans la señal de pararse». Por lo visto, estos movimientos leves apenas eran perceptibles por las personas mismas que presenciaban la situación, más no para Hans el cual, en este sentido, sí que era listo. El giro que hizo Pfungst y que provocó que se descubriera el pastel fue fijarse no tanto en el caballo como en el comportamiento de las personas presentes cuando se hacían las preguntas.

De todo ello extrajo una conclusión importantísima: que «el proceso de adiestramiento y las relaciones con el experimentador pueden en realidad proporcionar al animal índices apenas perceptibles, pero toscamente significativos, que son los únicos rasgos a los que el animal presta atención».

De este modo, toda esa complejidad de aprendizajes cognoscitivos se reduciría a uno mucho más sencillo: el de conformidad o disconformidad del adiestrado con el adiestrador. Independientemente de los contenidos de las preguntas, lo que importaba era que la acción del animal investigado (el caballo en este caso) sintonizara con las expectativas del adiestrador. Ello ocurría, como explicó posteriormente Premack refiriéndose a Hans, mediante un tipo de comunicación en el que lo que primaba eran los mensajes de carácter no tanto simbólico, como sino afectivo. En efecto, depurando los procesos entre adiestrador y adiestrado, en los años siguientes se produjo una disminución en los casos de los animales con gran inteligencia. Ello supuso un avance importante en los estudios etológicos, depurando un tipo de error que inducía a desviaciones importantes en los resultados.

No obstante, la diversidad de opiniones ante si la diferencia, ya no sólo entre humanos y animales, sino entre animales superiores e inferiores, es cualitativa o cuantitativa, sigue estando encima de la mesa. Como era previsible, enseguida se dieron respuestas a las consideraciones de Pfungst. Y es también un hecho que se vieron también diferencias importantes entre, por ejemplo, los chimpancés y otros monos. Si esas diferencias son cualitativas, o sólo son más complejas cuantitativamente hablando, sigue siendo hoy en día materia para la reflexión.





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