1 de octubre de 2019

La génesis del lenguaje, según los trabajos de Premack con Sarah

La cuestión de las diferencias entre las personas humanas y los simios superiores sigue siendo materia de discusión entre los etólogos y los pensadores. Algunos autores establecen las diferencias o las similitudes atendiendo a un enfoque global de las conductas o del comportamiento de los individuos; es decir, desde la consideración holística de las posibilidades cognitivas, motoras, comunicativas, lingüísticas… No es raro encontrar listados en los que se relacionen las características que debería reunir un individuo en cada uno de esos ámbitos para ser considerado humano, ya que se supone que los humanos recogemos todas esas características en nuestros respectivos comportamientos.

Un ámbito especialmente estudiado por los etólogos es el de la comunicación (con el permiso de Clever Hans). Es aceptado que todas las especies se comunican de alguna manera; cosa muy distinta es que dicha comunicación se pueda calificar como lingüística. Aunque, para poder responder a dicha cuestión, antes se debería aclarar cuándo podemos afirmar que una determinada comunicación es lingüística o no lo es; es decir, cuándo estamos comunicándonos mediante un lenguaje o no. Para ello se estableció qué rasgos debería presentar un lenguaje para ser considerado como tal, atendiendo al uso que de él hacíamos las personas. Aunque no es éste el asunto en el que me quiero detener, simplemente comentar que, en la década de los 60, esta cuestión estaba muy en boga, circulando una lista de hasta dieciséis rasgos que eran poseídos comúnmente por cualquier lenguaje, planteándose la cuestión de hasta qué punto podían ser también imputados a las especies animales. Inicialmente, se consideraba que los rasgos de esta lista eran específicamente humanos, es decir, que dichos rasgos pertenecían a los usos lingüísticos tal y como se daban en los humanos, de modo que, en principio, no eran compartidos por ninguna otra especie. Pero no todos los etólogos estaban de acuerdo en esto; de hecho, con el tiempo las nuevas investigaciones les fueron dando parcialmente la razón, pero no totalmente.

Según Premack, etólogo que trabajaba con Sarah, ésta logró hacerse con varios de los rasgos característicos del lenguaje humano, y que hasta la fecha nunca se habían podido observar en un animal; por ejemplo, el carácter semántico, la suplencia de términos, transferencia (asociar objetos a una categoría que no habían sido aprendidos antes…), en fin, una serie de aprendizajes ciertamente sorprendente. Pero esto no le era suficiente a Premack, y propuso una teoría interesante. Este etólogo se daba cuenta de que Sarah no fabricaba sus propias palabras, sino que, tan sólo (¡tan sólo!) empleaba las que se le facilitaban y se le enseñaban; aunque, si bien, no podía fabricar palabras, sí que podía fabricar frases nuevas con las palabras facilitadas, eligiendo y ordenando las palabras según lo que se le preguntara. Y esto le llevó a plantearse la relación entre las posibilidades lingüísticas de un individuo y sus facultades cognitivas ya preexistentes. Premack afirmaba que «un aprendizaje lingüístico permite que procesos cognoscitivos y perceptivos preexistentes se expresen»; de este modo, si el animal —Sarah en ese caso— no poseyese ya ‘algo’ que decir, por mucho que se le enseñara un lenguaje, pues no tendría nada que decir. «Los primates difieren del hombre, parece ser, no en que no posean representaciones internas, sino en que no poseen un sistema que les permita objetivar sus representaciones internas», afirmó literalmente en su ensayo “On animal intelligence”.

En su opinión, no se trataba de que los primates no tuvieran representaciones internas sino de que, al no poseer ni un sistema fonológico ni un código gestual adecuados, no podían exteriorizar o expresar dichas representaciones. Pero esta carencia revertía sobre aquello: el no tener ese sistema de exteriorización de sus representaciones internas, propiciaba que tenían muy pocas posibilidades para manipular o para gestionar los elementos propios de un sistema tal (que era el que el adiestrador le enseñaba). Consecuentemente, no podían operar con los elementos del sistema de expresión por carecer de ese sistema de expresión desarrollado. Pero, entonces, ¿en base a qué Sarah era capaz de construir frases? Premack pensó que, el hecho de que Sarah ordenara y reordenara los términos para formular una frase, no indicaba primariamente que ello tuviera una repercusión directa en la manipulación de sus representaciones internas; es decir, que quizá Sarah formulaba sus frases más o menos mecánicamente, pero que no por ello había que afirmar que dichas frases tenían que ver con expresiones de las distintas representaciones internas que pudiera tener, como es el caso humano; aunque tampoco la excluía.

A juicio de Premack, Sarah no poseía capacidad fonológica para el lenguaje, pero sí que poseía capacidad semántica; lo que estaba en duda era si poseía la capacidad sintáctica. Pero surge rápidamente una pregunta: ¿hasta qué punto se puede tener una representación semántica del mundo sin un lenguaje sintácticamente estructurado y sin posibilidad fisiológica de poder articularlo fónicamente? ¿Qué relación hay entre estas tres dimensiones? ¿Hasta qué punto se puede pensar sin una herramienta lingüística ‘a la altura de las circunstancias’?

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