24 de septiembre de 2019

Una limitación posible

La consideración conjunta de nuestra dimensión biológica junto con nuestra especificidad humana ha sido foco de numerosos problemas especulativos. Hablaba en otro post de los derivados de una perspectiva biologicista o materialista, y argumentaba que, a mi modo de ver, precisamente atendernos a nosotros mismos desde el telón de fondo del resto de la realidad, tanto inanimada como animada, hacía destacar una especificidad que propiciaba, precisamente, ese modo diverso de estar en la realidad gracias al cual podíamos alcanzar una unidad más íntima y holística. Me da la impresión de que, desde una visión meramente biologicista del ser humano —sin negar ni un ápice su dimensión biológica— supone un reduccionismo; supone, en definitiva, una ruptura entre él y la realidad, e incluso en su propio seno. ¿Por qué? Pues porque creo que se pierde esa dimensión de intimidad que nos hace vernos no como un objeto, sino como un todo. Ahí creo que se sitúa el fin radical de toda una vida: no la de vivir la vida propia, sino la de, viviéndola, vivir a su vez la dimensión de apertura hacia la realidad y hacia el otro. Una apertura que no sé si puede ser agotada desde coordenadas biologicistas. A mi modo de ver, éste es precisamente el principal fin del amor: no vivir un episodio romántico hasta que languidece para ser sustituido por otro, sino ser capaz de llenar las grietas que se abren en nuestro interior, y entre nosotros y el mundo.

Ello tampoco ha de llevarnos a atendernos polarizadamente desde lo específicamente humano, olvidándonos —como decía— de nuestra dimensión biológica, orgánica, corpórea. No es casual que una de las grandes tareas que acomete la filosofía del siglo XX sea esta: recuperar un cuerpo que estaba siendo insistentemente ignorado. Lo cual tampoco se acaba de hacer en una cultura como la nuestra en la que tanto se habla del cuerpo, porque lo seguimos viviendo como objeto al cual se idolatra, no como auténtica intimidad: no sólo hemos cosificado al mundo, sino que nos hemos cosificado a nosotros mismos con él.

Y mientras no seamos capaces de recuperar esa unidad originaria nuestra entre lo biológico y lo humano, todo aquello que hagamos no serán sino los estertores absurdos de una vida que pretende ser vivida en ausencia de su propio ser. Si somos capaces de recuperar esa unidad perdida, nuestros proyectos de vida serán de verdad nuestros, de lo que somos en nuestra totalidad; no esbozos que tratan de suplir carencias exagerando necesidades. A lo que habría que añadir una dimensión más, porque, por otro lado, nuestros proyectos ya no serán sólo ‘nuestros’ proyectos, sino un proyecto para nosotros, para todos y para todo, pues los otros ya no serán vistos como enemigos a batir ni la realidad como un entorno amenazante, ni la vida como una batalla en la que pelear.

Este tránsito es ciertamente complejo de dar, y no pocos lo consideran absurdo, ingenuo, infantil. ¿Lo es? No lo sé. Aquí creo que se da cierta paradoja, porque sí que parece que tenemos ciertas aspiraciones en nuestro interior (libertad, justicia, felicidad…), aunque no las  seamos capaces de alcanzar ni de construir. Pero esas aspiraciones están presentes —por lo general—, lo que no deja de suponernos cierta ruptura interior. Quizá es que no estamos dispuestos a pagar el precio que supone su conquista. Por un lado, parece que aspiramos a una sociedad justa, pero a la vez somos conscientes de que nosotros no tenemos la verdadera justicia; aspiramos a una sociedad equitativa, cuando sabemos que no somos ecuánimes. Tenemos como cierta pre-comprensión de lo que sea la justicia, la equidad, la compasión, el amor… pero somos incapaces de vivirlos tal como entendemos que deberían ser, ni siquiera en nuestras propias vidas. A lo sumo podemos acercarnos, y ello tras una radical conversión personal.

Llama la atención como, a pesar de los más profundos instintos humanos puedan nacer en nosotros ideas que vayan más allá de la mera supervivencia, y que aspiren —digamos— hacia ideas más nobles: nuestros modos de vida a ras de suelo, pueden en cambio dar luz a modos elevados de vida, ejemplares.

Pero ello es más una dirección que se esclarece que una plaza tomada, ya que junto a esa atracción que ilumina nuestras vidas aparecen una serie de fuerzas de igual o mayor poder que limitan este movimiento hacia arriba, para obligarnos a permanecer a ras de tierra. Fuerzas como la lucha por ganarnos un puesto en la sociedad, por la supervivencia en un entorno hostil; las mismas leyes del paso del tiempo que hacen que nos sintamos volátiles y frágiles, y que provoquen que nuestros deseos, sentimientos, anhelos… vayan cambiando, apagándose los correspondientes a antiguos compromisos, sustituyéndolos por otros nuevos, separando antiguas vidas unidas, endureciendo las miradas, enfriando los corazones. A veces la madurez se equipara a un endurecimiento del corazón. ¿Poseen esas elevadas convicciones la fuerza suficiente para permitirnos luchar contra todo ello?

Supongo que la vida de cada cual consiste en dirimir tal conflicto. Y el ser consciente de ello quizá tenga que ver con ese instante del que nos hablaba Kierkegaard, que cambia nuestras vidas radicalmente. Ante él, bien podemos sumirnos nublando cualquier horizonte de esperanza, bien podemos, sin negarlo —lo cual aparte de inhumano sería imposible— ser integrado —dicho conflicto— en un proyecto de vida realista dirigido hacia arriba, sabiéndonos siempre en esa tierra de nadie entre lo mejor y lo peor, entre la generosidad y el interés, entre el amor y el odio. De hecho, es esta pre-comprensión incoativa que tenemos del amor y de la justicia la que hace que sigamos los caminos en los que creemos vislumbrarlos, en los que tengamos cualquier tipo de noticia suya, por entender que detrás de esa noticia encontramos el testimonio de todos aquellos en que dichos ideales, de alguna manera, se encarnan. Supongo que el hecho de caminar en un sentido o en otro no responde a una decisión consciente que se pueda tomar en un momento dado, sino que es algo así como el resultado de la suma de aquello que nos ha ocurrido y las cosas que hemos recibido durante nuestras vidas, así como de las decisiones que hemos ido tomando con ese bagaje seguramente sin ser conscientes de su gravedad; todo ello nos ha ido encauzando, no definitivamente, hacia cierto modo de entender la vida y la realidad.

¿Por qué tomar este segundo camino? No es extraña la opción de que la única salvación posible, es la individual, la propia, abandonando a los demás a su propia suerte, o peor, sometiéndolos para ganarnos la nuestra. Von Balthasar —parafraseando a Pascal— dice que si el ser humano se abre a estos ideales no es tanto por ellos mismos, como por la contradicción que encuentra en sí mismo y que trata de resolver; por intentar armonizar esa contradicción que parece que somos y a la que tan fácilmente nos acostumbramos. Se trata de conseguir experienciarnos como limitación posible.

Es gracias a ese amparo proporcionado por los ideales que la acción humana puede trascender el comercio de las concesiones mutuas, el equilibrio de intereses, el ‘magnánimo’ perdón o la ‘magnánima’ ayuda que uno desde un escalafón ‘superior’ ofrece al ‘inferior’. Sólo el saberse indignos de dichos ideales nos sitúa adecuadamente para ver al otro no como un enemigo ni siquiera como un medio, sino como un prójimo.

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