12 de febrero de 2019

Recuperándonos a nosotros mismos

Decía en otro sitio que los individuos occidentales contemporáneos eran como niños mimados. Casualmente he leído un par de textos que me lo han recordado, y que me han servido para iluminar una idea que paso a comentar al final. El primero es un texto de Habermas que explica la figura de un antropólogo del siglo XX, Arnold Gehlen, el cual decía una afirmación parecida a la que quería expresar en aquel post. Gehlen estudió el papel de las instituciones en la sociedad occidental, en el sentido de que, de alguna manera, canalizan nuestras energías ante la ausencia de unas tendencias instintivas fuertes que guíen nuestra conducta. Y, desde su perspectiva, afirmaba lo cómodo que nos es vivir al amparo de las instituciones, situación desde la cual nuestra ‘libertad’ es mucho más llevadera. Efectivamente, no es fácil ser libres; es más, a menudo es algo que nos atemoriza. Nos es más cómodo que ‘nos digan’ a qué atenernos, situación en el seno de la cual ejercemos nuestra ‘libertad’. Los ciudadanos occidentales son —a su juicio— como «niños que necesitan esconderse tras el delantal de las instituciones establecidas», hasta el punto de que, de modo no consciente o, incluso, pensando lo contrario, se venden al diablo para no encontrarse en el desamparo de un no saber a qué atenerse.

Paralelamente, aquí se podría argumentar también la necesidad de dichas instituciones: porque, de alguna manera, potencian dicha dependencia, de modo que mantienen a los individuos ‘en minoría de edad’ sencillamente para justificarse y mantenerse en sus ‘pequeñas’ existencias: «[las instituciones] los encuentran y los mantienen en lo que son [a los hombres], mera repetición de su miserable existencia, haciéndoles creer que son libres, libres en cuanto no sometidos a ellas». En esta línea iba el segundo texto que quería comentar —del que tuve noticia gracias a una amiga virtual—, correspondiente a Ramón Andrés, un autor que no conocía. Dice este autor:

«Saturados y sobrealimentados, sobornados, hemos caído en una severa adicción al confort y la seguridad. Esto, como sociedad, nos hace cobardes y frágiles. Creo que la gran acción política, la de cada uno, consistiría en saber vivir con lo necesario. Tener la noción de lo suficiente te hace inexpugnable. Así no se sostendría este espejismo; tendríamos tiempo para pensar y no nos costaría tanto ser humildes, que es lo que nos corresponde».

Palabras duras, que deben hacernos pensar. Desde el ‘sistema’ se tiende a fragmentarnos, a individualizarnos, situación desde la cual somos más rentables, tanto en nuestro ejercicio profesional como en el consumo de bienes absurdos cuya necesidad es creada artificialmente. Porque es fácil creer que eso no nos sucede a nosotros, sino a los demás; de hecho, es fácil hacer esta denuncia en referencia a los otros, pero ya no tanto en referencia a nosotros. E incluso quizá podamos llegar a identificar algunos aspectos en los que a nosotros nos ocurre, pero quizá no les demos mayor importancia, o lo asumamos sin más; más difícil es, desde luego, caer en la cuenta en aquellas situaciones en las que nos ocurre de manera efectiva y que, seguramente, nos pasa desapercibido.

Pero, ¿pensar?... ¿qué?, ¿sobre qué?, ¿para qué? Creo —tristemente— que, ante la invitación que podamos hacer hoy en día a alguien cercano a nosotros para que piense, no me sorprendería en absoluto escuchar estas preguntas como réplica. Y es que, por lo general, hoy en día no hay una sensibilidad en general que ponga de manifiesto la necesidad de pensar. Vivimos con la sensación de habitar un universo el cual, poco a poco, podremos ir conociendo cada vez más, podremos ir dando explicación de sus procesos, si no ahora en su totalidad, quizá sí en un futuro más o menos cercano, más o menos lejano, mediante las ciencias naturales, la física, la matemática… O, si no se consigue en su totalidad, sí que vamos progresando por lo menos lo suficiente para poder obtener el mínimo necesario de conocimiento para garantizar ese mínimo de bienestar ‘exigible’ para nuestras vidas. Igual se vive con la idea de que no podremos conocerlo del todo, pero tampoco importa demasiado, pues vamos avanzando, y ello nos permite ir viviendo cada vez más cómodos, aunque sea en nuestra isla occidental. Según parece, la inmortalidad ya está ahí, a la vuelta de la esquina. ¿Será al modo del Sísifo dichoso que denunciaba Albert Camus? Eso es harina de otro costal.

No pocos autores se plantean si así no estamos dejando de lado una dimensión suya, de la realidad, que quizá sea indispensable para la vida humana; y ello no tanto por lo que da al universo, como por lo que da a nosotros: me refiero a su dimensión en tanto que misterio, en tanto que horizonte… Sí que es cierto que desde la ciencia está asumida la dificultad implícita de conocer el universo en toda su profundidad (independientemente de que no faltan aquellos profetas que pregonan, que no, que es cuestión de tiempo), pero no me refiero aquí a eso; o, cuanto menos, en ese sentido. Me refiero al hecho de considerar al universo desde ese carácter en tanto que insondable, en tanto que misterio, en tanto que nos supera y desborda, por mucho que nosotros podamos avanzar —que lo hacemos— en su conocimiento. Quizá hemos perdido esa dimensión porque ya no la necesitamos. Pero, ¿es esto así?, ¿no la necesitamos?

Algunas personas no se sienten cómodas ante aquellos que afirman que somos producto de la evolución, quizá por entender que concomitantemente con ello se da una visión meramente biologicista del ser humano. Yo creo que no es así, a pesar de que —a mi modo de ver— es común ese enfoque reduccionista de nuestra especie. A mi modo de ver, el hecho de vernos sobre el telón de fondo de la realidad material y orgánica, del universo inerte y del resto de especies vivas, realza de manera notable nuestra especificidad, la cual se puede articular —esquemáticamente— alrededor de nuestra inteligencia, ofreciendo productos tales como el lenguaje y el pensamiento conceptual, la autorreflexión y la ética… en definitiva alrededor de todo aquello relacionado con la cultura, incluso la misma ciencia, independientemente de que en todo ello haya un sustrato biológico. Ello nos hace estar situados no como ostentadores de un poder sobre las cosas, sino como receptores humildes de sus bondades; actitud que, si nos damos cuenta, revierte en la posibilidad de ir más allá de la dimensión pragmática que nos ofrecen esas cosas. Porque las cosas, además de la cara que nos muestran en cuanto a su utilidad, poseen muchas más caras las cuales, para poder siquiera considerarlas, habría que dejar de lado nuestro interés de todo tipo y, desde ese residuo que comentaba d’Ors, profundizar allende ellas. Aunque soy consciente de que esto no es opinión de todos.

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